En los tiempos en que Driver empezaba a descubrir su don, a darse cuenta de que los coches y su existencia estaban íntimamente unidos, cuando las cosas iban mal con la familia, con uno de los chavales o con alguien de la comunidad, la abuela de Jorge solía decir: «Ya le has visto las orejas al lobo». Con el paso de los años, Driver había visto un montón de orejas y un montón de lobos.

Se encontraba en Boyd’s, afinando el Ford tras la excursión a Tucson. Fuera, el día iba cediendo su lugar a la noche de manera caballerosa, sin pugna entre el uno y la otra: la luz aún brillaba mientras las sombras avanzaban desde las colinas cercanas y los edificios más altos. Saliendo de debajo del coche, comprobó que, aunque la radio siguiera a toda pastilla, las luces continuaran encendidas y las herramientas no se hubiesen movido de los sitios en que habían sido utilizadas —suelos, bancos y capós—, estaba solo. Los demás mecánicos y los desocupados de visita se habían ido.

Se puso en pie y de manera instintiva cogió una llave inglesa.

¿Qué le pasaba a esa gente, que siempre iba en pareja?

Uno se quedó junto a la puerta mientras el otro avanzaba hacia él. Esquelético, con unos músculos enganchados a los brazos. Ni una mirada a la llave inglesa, pero a medio camino levantó las manos con la palma hacia fuera. Driver se apartó del coche. Nunca te quedes entre la espada y la pared.

—Solo unas palabras, muchacho, nada más. No hemos venido a hacerte daño. —Manteniendo una mano en alto, con la palma hacia fuera, el tipo se hizo a un lado para bajar con la otra el volumen de la radio. Se atenuaron el acordeón, el violín y el guitarrón, hasta convertirse en algo casi interno, en parte de los latidos del corazón.

—¿Has tenido un viaje agradable hoy?

Driver asintió. Cada vez era todo más raro.

—Mientras estabas ausente, tuviste visitas. Como nadie los vigilaba, y aunque carecían de motivos —nada que buscar, nada que encontrar— te han puesto la casa nueva patas arriba. Un error que esos dos no volverán a cometer.

Sus ojos recorrieron momentáneamente el garaje, captándolo todo antes de centrarse en el Fairlane.

—Ese coche no parece gran cosa.

—No tiene por qué.

El hombre inclinó la cabeza, dándole la razón. Tenía la piel de la frente muy arrugada, con unos surcos que subían desde los ojos hasta la línea del pelo. Allí podían plantarse nabos.

—Esos tíos, los que aparecieron por tu casa, eran prescindibles. Calderilla. Pero los que los han enviado, que son gente con poderío, no están nada contentos contigo.

—Intuyo que no están contentos con muchas cosas.

—También es verdad. Pero primero, el tipo del centro comercial. Y ahora, esos dos.

—No tengo nada que ver ni con el uno ni con los otros.

—Pues los que los enviaron creen que sí.

Driver deambulaba por ahí, observando cuidadosamente a esos dos sujetos, estudiando sus reacciones, su lenguaje corporal, sus ojos:

—¿Y yo qué soy para esa gente?

—¿Un peligro, real o imaginario? ¿Una fuente de irritación? ¿Una imperfección? Algo de lo que deshacerse. Pero… —Sus ojos siguieron a los de Driver, que enfocaban al tío plantado junto a la puerta—. Yo no hablo en su nombre.

Mirando hacia atrás, se acercó lentamente hacia el Fairlane mientras Driver se apartaba de él en círculo, y apoyó por un momento la mano en el capó del coche.

—Tienen un olor especial, ¿verdad? —dijo—. Los buenos.

Con mucho cuidado, levantó el limpiaparabrisas, insertó una tarjeta y lo volvió a bajar.

—El señor Beil te invita a cenar. La hora y la dirección están en la tarjeta. Me ha pedido que te diga que será la mejor comida de tu vida.

—Yo no…

—Venga con hambre, señor West.

Driver los vio partir y oyó cómo su vehículo se ponía en marcha y se largaba de allí. De repente, los demás empezaron a aparecer por distintos sitios, mirando a Driver nada más llegar. Volvió a subir rápidamente el volumen de la música y se escucharon de nuevo los martillazos, los crujidos y el zurriagazo de las herramientas eléctricas.

La tarjeta era de un papel grueso y de color azul claro, con unas letras plateadas, grabadas; solo el nombre: James Beil. Al dorso, escrito a mano con tanta precisión como si estuviera impreso: «Quinta Esquina, junto a la Avenida 16, a las 9 p.m».

Faltaba algo más de dos horas.

—¿Todo bien? —Era el tío de las zapatillas color vómito.

—Todo bien.

—No andábamos lejos. Estábamos todos mirando.

Como la mayoría de declaraciones, se dijo Driver, se prestaba a más de una interpretación. Pero se limitó a asentir y decir que se alegraba de oírlo.

El hombre hizo ademán de alejarse, pero antes de que Driver se deshiciera de la llave inglesa, se dio la vuelta:

—Me refería a que estábamos cubriéndote las espaldas.