A Bill se le abrieron los ojos. Había pasado un buen rato tumbado y despierto, tratando de dilucidar si ese techo era verde o gris. Y preguntándose por qué construían techos tan altos en un sitio donde la gente cada día encogía más.

Le llegó por el pasillo el aroma a café poco cargado, y por detrás, el olor del que se había derramado sobre el calentador y que ahora ardía. Dos empleados estaban justo fuera de su habitación, hablando de lo que habían hecho la víspera. El carrito del desayuno que se repartía a los que habían sido incapaces de llegar hasta el comedor cojeaba e iba dándose golpes con la rueda mala. Poco después de instalarse, Bill se había ofrecido a arreglarlo. Lo miraron con suspicacia y le dijeron que muchas gracias, pero que ya tenían a alguien que se ocupaba de esas cosas. No tardó mucho en acostumbrarse a esa mirada. Y aparentemente, ese «alguien» no se dejaba ver mucho.

Gris. Verde. ¿A quién cojones le importaba? Uno de sus primeros socios también se llamaba William, con lo que él se hizo llamar Bill y el socio Billy, pero todo el mundo los llamaba Bill al Cuadrado. Billy había pintado toda su casa de beige. Toda ella. El exterior, el interior, las paredes. Sofá beige. Cortinas beige. Juraría que, con el paso de los años, hasta el propio Billy se había vuelto de color beige.

Eso era lo que pasaba por vivir en un sitio así.

En el sueño del que había despertado, las balas habían impactado suavemente, esbozando hoyuelos y creando explosiones sordas de polvo y detritos. Hacían un ruido apagado, como el sonido de los labios al separarse suavemente.

Las balas (mis balas, cómo él siempre las consideraba, las que iban dirigidas a mí) habían ido a parar a la pared, a derecha e izquierda. El tirador estaba nervioso y era nuevo en el oficio. El tirador tenía doce años.

No era así como había ocurrido, suave y lentamente. En la vida pasó muy rápido. En un instante. Pero en el sueño todo se estiraba, se extendía, se alargaba, no se acababa nunca… Como su vida aquí.

Sueño. Recuerdo. ¿A quién cojones le importaba?

Cuando todo acabó, su compañero se desangraba y el chaval yacía muerto junto a la pared.