Por puro impulso, salió a la I-10 y tiró hacia abajo, dejando atrás Tempe y atravesando Ahwatukee y Casa Grande, en dirección a Tucson. Una hora y veinte minutos con el nuevo límite de velocidad a 120, y luego llegas a la ciudad y te tiras prácticamente lo mismo para avanzar a paso de tortuga por Speedway o Grant. Montones de edificios vacíos, en tiempos llenos de tiendecitas de ropa y de juegos y pasatiempos, de centros de alquiler de coches, de gestorías. Una hilera de cinco o seis diminutos restaurantes abandonados: comida casera, tailandesa, mexicana, libanesa… Los platos del día aún están escritos en los escaparates.
Se detuvo frente a la vieja casa. Si aún vivían allí, se habrían gastado algo del dinero en adecentar el lugar. Un nuevo sendero de entrada, sin los límites que se habían caído a trozos cual pan de maíz pasado, y con esas largas grietas repletas de brotes verdes y colonias de hormigas. Puerta nueva de madera que daba al patio de atrás; y una vez ahí, lo que parecía una habitación añadida. En el techo, oscuras tejas rojizas.
También podía ser que se hubiesen mudado, claro está. Igual ni siquiera estaban vivos. Pero siempre cabía la posibilidad de que siguieran allí. Tucson no tenía tanta población flotante como su vecina del noroeste: aquí, la gente echaba raíces.
Pensó en el cabello cada vez más ralo de la señora Smith, en cómo esta pasaba media hora cada mañana cepillándoselo y echándole laca de un «Todo a cien» para hacerlo parecer más abundante. Recordó su abigarrado cuartito en el desván. Y lo poco que hablaba el señor Smith, casi disculpándose cuando lo hacía, como si le diese vergüenza pedir al mundo una atención de la que no se creía merecedor.
Ahí estaba ahora, no en un Stingray clásico, sino en un Viejo Ford. Miró alrededor, hacia los jardines de piedra y las plantas, hacia las montañas Catalina en la distancia, y recordó haber pensado en todos esos rincones del mundo que nunca cambian gran cosa, en los enclaves inamovibles de la civilización. Y al cabo de ocho o nueve años, aún recordaba todas y cada una de las palabras de la nota que había escrito al desprenderse del dinero de Niño y el gato de Doc.
Se llama Miss Dickinson. No puedo decir que pertenecía a un amigo mío que acaba de morir, ya que los gatos no son de nadie, pero ambos recorrieron juntos el mismo y tortuoso camino, uno al lado del otro, durante mucho tiempo. La gata merece pasar los últimos años de su vida con cierta seguridad. Y ustedes también. Por favor, háganse cargo de Miss Dickinson, como se encargaron de mí, y sean tan amables de aceptar este dinero que les ofrezco con mi mejor intención. Siempre me he sentido muy mal por llevarme su coche cuando me marché. Pero que no les quepa la menor duda de que siempre he agradecido lo que ustedes hicieron por mí.
Se quedó ahí sentado, con el motor ronroneando, preguntándose cuántos vecinos habría detrás de las cortinas y de las persianas atisbando el exterior. Un colibrí cayó desde ningún lado y se plantó junto a su ventana abierta, perfectamente enmarcado, antes de volver a salir pitando. Tampoco él era de los que se eterniza en un lugar o en el pasado. Siempre había otro camino nuevo por delante. Y mucho que hacer todavía en Phoenix.
En el camino de Phoenix a Tucson, seguía estando aquel árbol ennegrecido, carcomido y de una vejez incalculable que era decorado cada Navidad con enormes cintas rojas, y que le hacía sonreír cada vez que lo veía. De regreso, siempre buscaba señales a lo largo de los huertos que se extendían junto a la carretera. Picacho Peak había sido la batalla más al oeste de toda la Guerra Civil, cuando la caballería de la Unión se topó con un grupo de confederados que iban a avisar a la guarnición de Tucson de la inminente aparición de los unionistas. Cada equis años, se realizaban recreaciones de la batalla, incluyendo unidades de caballería, infantería y artillería… Nada que ver con la original, que duró noventa minutos y solo involucró a veintitrés jinetes. La zona también alojaba una de las tres unidades de la prisión estatal de Florence.
O sea: carretera arriba, hacia Picacho, viendo señales que te avisan discretamente de que los autoestopistas pueden ser presos fugados.
Y Driver piensa: ¿acaso no lo somos todos?
Las señales de circulación permitían intuir que habían sido utilizadas como blancos de tiro. Los pájaros se metían en los cactus para construir sus nidos.