No había duda de que lo estaban siguiendo. Último modelo, color gris anodino, dos hombres. Driver había salido por Indian School, enfilado Osborn, pillado después la Dieciséis y seguía llevándolos detrás. Tomó por una calle residencial que parecía ancha y acogedora, pero que al final de una larga y curva manzana iba a dar a un laberinto de bloques de apartamentos y tubos de alimentación. Ya había pasado por ahí meses atrás y, por pura costumbre, había descartado la zona entera. Una zona que estaba trufada de restos de pavimento que daban a la calle, donde había habido senderos privados de aparcamiento antes de que se impusiesen los bloques de apartamentos. Acelerando y girando un par de veces, lo suficiente para mantenerse por delante, se metió en uno de esos senderillos frustrados y apagó el motor. Había coches aparcados a lo largo de las calles, en ambas aceras: eso también lo beneficiaba. Enfrente de él, dos jóvenes descargaban muebles barnizados de una furgoneta que se hundía de manera alarmante cada vez que uno de ellos se encaramaba a ella.
«TRANSPORTES DOS AMIGOS CUMPLIMOS LO PROMETIDO».
Driver salió del coche y echó a andar hacia ellos.
—¿Queréis que os eche una mano?
Lo miraron y luego se miraron el uno al otro, con cierta preocupación y suspicacia. Uno mediría un metro ochenta, tenía la piel clara y un cabello negrísimo que le colgaba a los lados como las alas de un cuervo. El otro era bajito, muy moreno, con el pelo escaso pero largo y unos brazos que parecían bolsas llenas de piedras.
—Vivo aquí al lado. —Driver señaló con la cabeza—. Bueno, allí detrás. Trabajo en casa, me tiro catorce horas al día con la nariz pegada a la pantalla del ordenador. Por eso me tengo que mover un poco de vez en cuando, ¿sabéis?
—No podemos pagarte, amigo —dijo el bajito, que era el que parecía estar al mando, más o menos, y cargar con la mayor parte del peso, más o menos.
—Tampoco lo esperaba.
Al cabo de unos instantes, mientras Driver bajaba la rampa con el extremo de una mesa en una mano y una lámpara en la otra, vio pasar el Crown Vic a medio gas. Se detuvo junto al Fairlane, el copiloto salió a echar un vistazo, miró alrededor y volvió a subir a su coche. Ni se fijó en los tres pobres desgraciados que descargaban muebles. El Crown Vic volvió a pasar un par de veces mientras vaciaban la furgoneta, cada cuatro minutos, más o menos, como si estuvieran peinando la zona de los bloques de apartamentos en busca de cualquier tipo de señal que estuviesen esperando. Durante su última aparición, el tío que iba en el asiento del copiloto hablaba por teléfono. El Crown Vic pilló velocidad y se largó de allí.
—Más vale que vuelva al tajo —dijo Driver.
—Qué remedio. Oye, tío, muchas gracias por la ayuda. Píllate una cerveza de la neverita de delante, si te apetece.
—La próxima vez.
—Cuando quieras.