Driver no estaba muy seguro de llegar a tomar una decisión; por lo menos, no en el sentido que le daba Manny. Tú te quedabas tan tranquilo y, cuando llegaba el momento, mirabas alrededor, veías cómo estaba el patio y obrabas en consecuencia. No es que te dejaras empujar por las circunstancias, sino que te movías con mayor rapidez con la corriente a tu favor. Era como descifrar señales, como seguir una pista.

Evidentemente, Manny insistía en que tales teorías no eran más que chorradas que apestaban a religión:

—¿Señales? ¿Qué mierda de señales? ¿Límites de velocidad, cruces de ganado?

Para Manny, todo lo que no fuese totalmente racional consistía en un impulso religioso disfrazado o de incógnito. Aquel día en el bar de blues, la había emprendido con los ateos:

—Son peores que los cristianos. Tan seguros de todo y tan pagados de sí mismos… Tienen su propia religión pequeñita, esos tíos. Sus propios rituales, sus salmos, sus hanukkas, sus hosannas… No te hacen ni puto caso.

Y a continuación, su jerigonza habitual, llena de acentos raros y frases de guiones en los que había trabajado recientemente:

—¿Libre albedrío? ¡Los cojones! Las cosas en las que creemos, los libros que tenemos en tan alta estima, joder, hasta la música que escuchamos… Todo está programado, muchacho, todo eso es nuestro por herencia y porque te rodea hasta que te lo tragas. Creemos tomar decisiones. Pero lo que pasa es que las decisiones se ponen de pie, nos plantan cara y nos miran de manera amenazante.

—O sea, que según tú, el camino de un hombre por la vida ya está predestinado, ¿no?

—Acabo de decírtelo. Sí, de repente estamos vivos y nos desperdigamos por ahí cual cucarachas al encenderse la luz; hasta que la luz se apaga.

—Eso es deprimente de cojones, Manny.

—No voy a discutírtelo. Pero esos momentos de luz, mientras nos desperdigamos… Pueden ser gloriosos.

¿Tomar una decisión? Puede que cuando saliese a flote. Pero, francamente, ¿no acabaría cansándose también de la vida que llevaba? Instalado en un apartamento en Mesa con pasta suficiente del último palo como para no tener prisas en buscarse el siguiente. Todo de lo más tranquilo y normal, rodeado de cielo por todas partes, un sol fantástico, unas sombras cortadas a cuchillo. Mientras iba andando a comer, pasaba por una tapicería, dos iglesias, un motel Happy Trails, un autoservicio, la tienda de sellos y otros hobbies de BJ, un restaurante tailandés del tamaño de una caravana, un complejo de apartamentos detrás de otro, con nombres como Desert Palms y otros parecidos, gasolineras, tiendas de neumáticos usados, el Rainbow Donuts. Lo que al principio se le había antojado exótico —literalmente, de otro mundo— empezó a adquirir el aspecto y el peso inconsciente de lo familiar.

Durante un tiempo, le pareció estar de regreso en las casas de acogida, como si lo acabaran de soltar en otro sitio de estancia temporal. En cualquier momento podrían venir a llevárselo, a cualquier otra parte.

Pasó una semana. Y luego otra. Las camareras ya lo conocían de vista. Los cocineros del restaurante tailandés que salían a echar un pitillo lo saludaban al pasar.

En algún momento, puede que a media manzana o mientras cruzaba una calle, en algún momento entre la salida y la puesta del sol, se dio cuenta de que eso era lo que había, de que no iba a volver a su antigua vida.

Tenía 26 años e iba camino de convertirse en Paul West.

Veintiséis años, sin historial laboral digno de tal nombre, sin referencias, sin habilidades comerciales ni grandes bazas sociales. Solo sabía de una cosa. De coches.

En la población de Guadalupe, una pequeña comunidad hispana y de nativos americanos situada entre Tempe y Phoenix, encontró un garaje con una zona de trabajo en alquiler. Básicamente, se dedicaban a las tareas habituales —manos de pintura, chapados, recogida de vehículos, lo que se espera de un sitio así—, así que él empezó pillando el trabajo sobrante y cosas que los demás no querían hacer. Un aviso a Félix le granjeó un par de trabajillos privados, y luego algunos más. Los demás mecánicos tomaron nota, lo observaron e hicieron correr la voz, con lo que no tardó nada en tener más encargos de los que podía satisfacer. De forma gradual pudo ir desentendiéndose de las chapuzas para concentrarse en las restauraciones. Reconstruyó un par de clásicos, un Hudson y un roadster británico, y luego fabricó un coche de carreras que le habían encargado, de principio a fin. Lo que cobró por eso le hizo pensar en otras posibilidades.

Descubrió un garaje con un enorme espacio de almacenamiento susceptible de ser convertido en un despacho. Estaba en una zona industrial en ruinas, al sur del centro urbano. Había formado parte de una cadena, pero llevaba años abandonado y se lo vendieron por casi nada. Empezó comprando, arreglando y vendiendo coches clásicos. A continuación, tras hacerse con un buen inventario —ya no formaba parte de ello ni le apetecía, pero sabía cómo funcionaban las cosas por ahí afuera— montó un servicio de alquiler para los estudios de Hollywood. Si necesitaban un Terraplane o un Rolls antiguo, Paul lo tenía, en buen estado y de lo más fotogénico.

Paul West también tenía una secretaria y dos empleados. Y a veces Driver se preguntaba cómo estaban montándoselo, qué estaban haciendo. Igual se les ocurría una manera de aposentar el negocio y mantenerlo en plena forma.