El coche salió de un aparcamiento situado al extremo de Tempe. A Driver lo atraparon dos vendedores: a uno de ellos, entusiasta, de veintitantos años, solo le faltaba dar saltitos de alegría; el otro tenía cierto aire de cocodrilo con su edad indescifrable y su aspecto resistente, deslizándose en silencio mientras Driver iba internándose cada vez más en la sección de vehículos usados. «Lo que usted quiere es un coche que no destaque demasiado, que no ruja, sino que salga disparado». Cuando se detuvo por segunda vez ante un Ford Fairlane, un mecánico joven con mono y gorra de béisbol le gritó: «Eh, con ese más vale que se lleve un libro; para leer mientras conduce, no sé si me explico».
Volvió a levantar el capó. Al cabo de unos momentos aparecieron unos pantalones de loneta más bien gastados. El cocodrilo. Esperó a que Driver se incorporara, y entonces le sonrió. «Me temo que alguien ha estado manoseando un poco el motor y se ha liado».
Driver ya había bajado el capó y estaba contando los billetes antes de que el hombre acabara la frase.
Alguien había estado manoseando un poco la cosa, ciertamente, alguien que sabía lo que hacía. Y lo que ese alguien había empezado, Driver lo terminó en un garaje situado al final de Van Burén.
Aunque medio siglo atrás había sido el camino principal hacia Phoenix y un abrevadero para aquellos viajeros que recorrían las autopistas 70, 80 y 89, ahora Van Burén no era más que una ristra polvorienta de moteles cutres, tiendas abandonadas, terrenos vacíos infestados de basura y pringados que los recorrían a pie: la viva imagen del desastre, la desidia y el abandono. La ciudad se había largado dejando atrás todas sus inmundicias.
Al garaje de Boyd no le habían ido mucho mejor las cosas, pero aguantaba, desde 1948, según ese cartel cuyos antiguos números y letras habían sido repintados recientemente. Se había hecho sin plantilla alguna, por lo que proliferaban los manchurrones y las rebabas en todos los extremos. A la cruda luz del día, los nuevos brochazos resaltaban en toda su grosería.
En el interior, flotando en un pestazo a grasa, productos químicos de limpieza, humos, gasolina, aceite capilar y colonia masculina, todo seguía como si nada hubiese cambiado en el exterior. La pared junto al despacho (que llevaba tiempo sin usarse, a juzgar por las cajas apiladas dentro) estaba cubierta de calendarios de chicas; algunos de ellos, de cuando la Segunda Guerra Mundial. La parte de arriba de la vetusta máquina de Coca-Cola se abría hacia unos listones horizontales de acero. Echabas el dinero y la botella se deslizaba por los listones hasta la salida, donde la agarrabas del cuello. La parte de abajo estaba llena de agua fría de una antigüedad imprecisa. Más valía no mirarla muy de cerca, pues vete tú a saber lo que podía estar nadando por ahí.
El Fairlane era un coche callejero, sin duda alguna. Y el propietario se había esmerado en darle un aire lo más anodino posible, lo cual hacía pensar a Driver si no sería alguien como él, alguien dedicado, de una u otra forma, a lo que él solía hacer. También se preguntaba cómo habría acabado ese trasto en medio de aquel rebaño. Y por qué nadie lo había reconocido como lo que realmente era.
¿O sí?
Nada más pagar el coche, Driver preguntó por un mecánico.
—Bueno, verá…
—Solo quiero hablar con él. Con un mecánico, no con un encargado. Con uno de esos que nunca consiguen desprenderse del todo de las manchas de grasa en las manos.
Se fue con el coche hacia la parte de atrás y entró. Un tal Luis echó un vistazo al vehículo por encima, y luego miró brevemente a Driver antes de asentir en su dirección.
Estaba en el ajo.
Driver le preguntó y Luis le habló de Boyd’s. El propietario era un tío llamado Matthew Sweet. Todo el mundo lo llamaba Sweet Matthew. Él y su mujer, Lupa, se encargaban de todo y disponían de todas las herramientas que pudiese necesitar. Buena gente, le dijo. Ideales para tu buen coche.
Todo lo llevaba al pasado: los olores, manosear los higadillos del Fairlane, deslizarse debajo de él y volver a salir, arañarse una mano con la llave inglesa, la cal cayendo de las paredes de alrededor… Era como en sus primeros días, cuando empezaba a descubrir sus habilidades en garajes muy parecidos a éste, así como en la pista improvisada del desierto, entre Tucson y Phoenix. Herb fue el inicio de todo, un marginal como él del que se hizo amigo en el colegio y para el que los motores, las transmisiones y las suspensiones eran cosas que vivían y respiraban. Luego vinieron Jorge y su familia, y los amigos de la familia, que constituían la práctica totalidad de la población de Tucson Sur. Esa había sido la primera vez que Driver se encontraba a gusto en algún sitio.
Recordó aquella vez en que Manny soltaba una de sus jeremiadas favoritas sobre el mal uso de las palabras. Estaban bebiendo en un sitio al lado del aeropuerto de Los Ángeles, un bar teóricamente consagrado al blues en el que un tío tocaba la guitarra con los dientes a las dos de la tarde para una parroquia compuesta por cuatro borrachos irredentos, una puta, un par de ejecutivos japoneses trajeados y ellos dos. Manny se había ventilado otro vaso de vino y se disponía a divagar:
—¿Alguna vez has visto un tesauro? Una tercera parte de esa mierda es el índice. Igual que nuestras vidas. Nos pasamos una tercera parte tratando de entender las otras dos.
Con Manny, nunca sabías dónde le daba el aire.
Bueno, y con los demás tampoco.
Como ese tío que estaba al lado de la máquina de Coca-Cola, con la cabeza y las cejas afeitadas, y el aspecto carcelario, con sus tatuajes y todo. Era igual que otros mil ya vistos. La única diferencia estribaba en que todos los tatuajes de ese tío eran religiosos —parecía una vidriera andante— y en que lucía una sonrisa tan dulce como la de un niño.
—Es como todo en la vida —le había dicho ayer Manny, por teléfono—. Tienes que decidir qué es lo que quieres, porque si no, vas a estar dando vueltas hasta el día del juicio. ¿Tú quieres perder de vista a esos tíos?
—Por supuesto.
—¿O prefieres matarlos? —Se quedó a la espera un instante, y luego se echó a reír—. Pues ahí está la cosa. Hay que ponderar la situación y debatir. Aunque mientras tanto, en silencio, entre la oscuridad que hay tras las palabras, otros decidan por nosotros.