Debería habérmelo olido hace tiempo, pensaba Bill. La vida habría resultado muchísimo más sencilla. Ahora podía decir y hacer lo que se le antojara. Los modales que le habían enseñado, la cosa esa de la sensibilidad que tuvo que aprender más adelante, lo de tener que aguantar las chorradas de los demás tanto si le apetecía como si no… Todo eso había saltado por la ventana y no iba a volver.

Ahora podía limitarse a mirar fijamente a Wendell cuando este le preguntaba si quería salir y sentarse con los demás, para ver la tele o jugar a las cartas. Ya no tenía que reaccionar en absoluto si no le apetecía. Llegarían a la conclusión de siempre: «El bueno de Bill no está muy fino hoy». Lo achacarían al Alzheimer, o a lo que pensaran que tuviese.

En cierta manera estaban en lo cierto. El mundo de ahí fuera, en el que ellos vivían, no consistía más que en pastillas, comida mala y esperar. Olía mal. Pero el mundo que él transportaba alrededor estaba lleno de gente a la que había conocido, lugares en los que había estado y cosas que había hecho. Allí, las imágenes aún se movían.

La verdad es que Wendell le caía bien. Y se preguntaba si tal vez Wendell sabría lo que le pasaba. A veces, cuando Bill se quedaba ahí sentado sin responder, Wendell lo miraba a los ojos y le sonreía. Sucedió hacía cosa de un mes, aproximadamente, cuando el «entretenimiento semanal» consistió en un cantante de folk. Bill detestaba los putos años sesenta, y ahí los tenía de repente, delante de él. En forma de un tipo de cabello largo, camisa desteñida y una de esas sonrisas que dan ganas de partir la cara a quien las esboza. Menudo gilipollas. Se reía de sus propios chistes. Y hacía como que coqueteaba con las viejas de la primera fila.

Su primera canción empezaba diciendo: «Mi vida es un río», y Bill pensaba que los cojones, que mi vida es como mi cabeza y en ambas no hay más que hojas secas. La vida no ha terminado, decía una y otra vez Eli, su amigo más antiguo y el único que lo visitaba, además de Billie. Pero sí que había terminado, o estaba a punto.

Volvió la vista y vio a Wendell mirándolo.

De todos modos, la víspera había sido la bomba, por lo menos para su estilo de vida. La hija de su compañero de cuarto, Bobby, había colado de matute un par de los productos favoritos de su padre: galletas de las Chicas Exploradoras y una botellita de bourbon Early Times. No es que hubiera una norma escrita al respecto, pero se suponía que no podían tomar alcohol. La lista de motivos era interminable: confusión, deshidratación, interacciones de medicamentos, hígados ya machacados… Bill y Bobby se zamparon las galletas en un santiamén y le dieron al bourbon por turnos, a sorbitos.

Ahora Bill estaba sentado, observando cómo el camión de la basura iba haciendo sus paradas en la calle. Se le iba derramando un líquido por la parte de atrás. Parecía un caracol gigante, dejando tras de sí un rastro de baba mientras avanzaba lentamente.

Faltaban tres horas para el almuerzo.