Hacía ya mucho tiempo —antes de la casa, antes del trabajo, antes de Paul West— que sentía fascinación por los centros comerciales. Aunque no entendía muy bien por qué, lo atraían. Los colores brillantes, los escaparates repletos de cosas, la sensación y el sonido de todos esos cuerpos moviéndose juntos y por separado, la música, los gritos de los niños, la cháchara amistosa. Los centros comerciales eran como países en miniatura. Cuando los visitaba, entraba en ellos como si acabara de bajar del barco. Era como si a base de quedarse en ellos el tiempo necesario, incrementando el kilometraje por esas arcadas y esos suelos bruñidos, comiendo los platos del día de los restaurantes, algo —cierta comprensión, cierta sensación de pertenencia— pudiera llegar a solidificarse a su alrededor.

Era una atracción que aún sentía cuando conoció a Elsa; de hecho, fue en este mismo centro comercial. Volvieron con regularidad. Y un buen día, ahí mismo, puede incluso que en la misma mesa, le había hablado a ella del asunto, preguntándose en voz alta por qué seguía volviendo.

Elsa lo había mirado con esa serenidad tan suya:

—Realmente no lo sabes, ¿verdad?

Levantó la vista mientras una paloma emprendía el vuelo desde las riostras de arriba, hacia el techo en forma de cúpula. ¿Pensaría que era el cielo?

—Estás haciendo los deberes, Paul. Antropología. Estás aprendiendo a disimular.

Y debía de seguir en las mismas, pues ahí estaba de nuevo.

Recordó cómo solía sentarse a observar, relacionando voces y cadencias con apariencias: esa es una mujer de negocios, aquella una trabajadora manual, la de más allá una maestra, basándose en los fragmentos de frases que captaba hasta que se insinuaba una historia, la historia de sus vidas.

Ahora tenía a la izquierda a una pareja no mucho mayor que él: el hombre llevaba tejanos negros gastados en la rodilla, camisa con los faldones por fuera y mangas arremangadas; la mujer lucía unos pantalones amplios que se arrugaban en las pantorrillas y una blusa ligera, estampada. El hombre negó con la cabeza y sonrió por quinta o sexta vez.

—Vamos a ver, Doris. Los políticos que elegimos son básicamente ricos y forman parte de una u otra clase de sociedad elitista; y están sujetos a grupos de presión que no tienen nada que ver con nosotros porque solo piensan en salvarse a sí mismos. Las empresas que procesan nuestra comida cada vez le echan más aditivos que causan ataques al corazón, una obesidad rampante y cánceres varios. Y mientras tanto, el setenta por ciento de los telespectadores norteamericanos se engancharon anoche a ese programa en el que una petarda elige a su gañán favorito, todo ello después de dejar de llorar, de limpiarse el maquillaje corrido y de escupir a cámara sus sermones. Ahí tienes a tu gran país. Por eso tengo tantas esperanzas en el futuro.

Desde una mesa ocupada por dos señoras mayores, le llegó lo siguiente: «Lo que te pasa, Annie, es que tienes que creer. Eso es lo primero de todo: creer. Luego ya viene todo lo demás».

Desde otra mesa: «Me acabo de dar cuenta de que el hecho de que él esté muerto no implica que yo deba dejar de escribirle, así que me he puesto a ello. Me he sentado delante del ordenador y, como el que no quiere la cosa, he llenado ocho folios. Explicándole cómo estaba el patio, las cosas que pasan, poniéndolo al día de mis actividades, vamos».

Los grillos se imponían a las cucarachas en el nuevo sitio, por cien a una. Estaba sentado en el porche de atrás cuando empezaron a aparecer, y enseguida llenaron el patio; los más pequeños eran del tamaño de los tábanos, otros alcanzaban un centímetro, más o menos. Los más diminutos se desplomaban por las grietas del cemento, que para ellos debían de ser como profundas trincheras.

Grillos y grietas describían muy bien ese lugar. Las cañerías del agua apenas estaban soterradas, el agua fría salía únicamente tibia. Cualquier estructura con filo —techo, cimientos, ventana, pared interior— estaba desmoronándose. Las adelfas crecían a lo bestia, sin control alguno, con las raíces intentando, sin duda alguna, apoderarse de los desagües de la casa, hasta que cualquier día las verías salir del fregadero como tentáculos. Y mientras tanto, a juzgar por el ruido, un centenar de palomas vivían por ahí atrás, en alguna parte.

El conductor que lo había llevado al centro comercial no había mirado por el retrovisor ni una sola vez. Cosa extraña, pues la mayoría de taxistas solía ejercer algún tipo de vigilancia sutil. A ese se la sudaban los espejos. Había un hueco donde debería estar el retrovisor del lado del conductor, y el de la derecha se había quedado sin espejo.

Cuando llamó a Manny, este se tronchó con lo del taxi.

—¡Esta sí que es buena! Un tío que nunca se ha subido a un coche conducido por otro, ahora resulta que va en taxi.

Hacía bastante que no hablaban. Pero Manny estaba al corriente de su vida reciente y no lo sorprendió en absoluto el cambio tan repentino.

—Es lo que hay… Aunque no sé qué cojones quiere decir eso. ¿Te has fijado que esa frase sale en todos los guiones de los últimos dos años? Siempre está ahí incrustada, como ese punto negro que hay en cada patata.

Manny le dio las gracias por llamar y apartarlo así de los proyectos de mierda que tenía sobre la mesa.

—¿Sabes qué pasa? Pues que te lanzas a escribir mierda y al final ya no se te ocurre nada bueno, da igual, pon lo primero que se te ocurra, ¿a quién le importa?, seguro que cuela.

Estaba trabajando, decía, en un par de cosas:

—Una es un bodrio colosal. Resulta que hay un ricachón en el Valle que tiene una cadena de ferreterías, pero siempre ha querido hacer cine. El tío dice que los vampiros ya están muy trillados, y los zombis, que ahora lo que viene son las sirenas y su relación con los hombres. No sabes lo útil que me está siendo Joseph Conrad. Estoy explotando a lo grande a Little Nell. La otra es un pestiño para un noruego cerúleo que quiere explicarnos de qué va Norteamérica.

A Manny le entró otra llamada. Estuvo ausente siete segundos, como mucho.

—Los he enviado a tomar por culo. Bueno, estabas diciéndome que te has dado el piro, ¿no?

—Exacto. Adiós a la casa, al coche, a la vida que llevaba.

—¿Y ahora qué?

—Quién sabe. Estoy en el aire. Esperando a ver hacia donde me lleva, supongo.

—Me suena de algo, ¿no? Como si ya hubiese pasado antes. El eterno retorno de Nietzsche y toda esa mierda. —Volvió a sonar la llamada de alerta, pero esta vez la ignoró—. Aquí podrías recuperarte. No es que nade en la abundancia, pero siempre puedo invitarte a un plato de tocino con yuca.

—En eso estoy. Pero de momento…

—Vale, vale. Pero ten cuidado. Puede que las cosas no sean tan fáciles como antes. Las hay que vuelven y las hay que no.

Driver miró alrededor. Las parejas se habían ido. Parecía que ahora era el turno de una clientela más joven, con sus iPods y sus móviles, eternamente conectados.

Por cierto, ¿por qué había llamado a Manny? Cuando comentamos a alguien nuestros problemas, suele ser para cerciorarnos de que hacemos lo que hay que hacer o para convencernos de hacer algo que sabemos que es una estupidez.

Pues sí, se dijo, no hay más motivos.

Darle vueltas a eso de las motivaciones, de por qué él o cualquier otro hacían lo que hacían, era algo que tenía tendencia a evitar. ¿Qué coño ibas a saber nunca de nada? Actúa cuando llegue el momento. Hasta entonces, mantente a la espera.

Y si ahora tocaba actuar era para conseguir unas ruedas.

Evidentemente, ahí afuera había un enorme aparcamiento lleno de coches, y cualquiera de ellos podría ser suyo. Si no había más remedio que trincarlo, no dudaría en hacerlo.

Pero de momento no era estrictamente necesario.