—¿Esta es tu idea de pasar desapercibido?
—He perdido la costumbre.
Driver estaba junto a un contenedor. Félix lo había llamado en respuesta al mensaje que le había dejado en el salón de tatuajes de Camelback.
—Cabe deducir que no sirve de nada refugiarse en vertederos.
—Exacto. No sé cómo, pero me localizaron enseguida.
—A mí tampoco me hace mucha gracia. Si te han encontrado a ti, también es muy posible que sepan de mí más de lo estrictamente necesario.
—Eso mismo pensaba yo. Por eso te lo comento.
—Te has cepillado a cuatro de los suyos y siguen en sus trece. No sé que tendrían contra ti, pero ahora tendrán mucho más. ¿Qué puedo hacer?
—Voy a necesitar otro sitio para quedarme.
—¿Dinero?
—Eso ya está arreglado.
Las viejas costumbres no habían desaparecido del todo con su antigua vida. Tenía dinero guardado, carnés de identidad, tarjetas bancarias.
—Igual deberías llamar a Maurice.
—¿Tu amigo, el de la documentación falsa?
—No solo documentación. Fabrica identidades completas: partida de nacimiento, cartilla militar, títulos universitarios… Pero también es muy bueno borrándolas. En tu caso, estaría bien ser aún más invisible.
—Tienes razón.
—Déjate caer por The Ink Spot dentro de una hora o dos. Justin tendrá todo lo que necesites. Llaves, ropa. Cualquier otra cosa, llámame directamente.
Félix le dio el número:
—Este lo llevo siempre encima, y siempre conectado.
—Muchas gracias, amigo mío.
—De nada. Tú tranquilo…
—… Y a cuidarse —Driver colgó.
La segunda llamada no le apetecía nada, pero sabía que tenía que hacerla. El señor Jorgenson descolgó al séptimo tono. Una vez dicho «dígame», no añadió nada más, ni cuando Driver le dijo quién era, ni cuando le dijo cuánto lo lamentaba, ni cuando le aseguró que no volverían a saber nada de él.
Con Elsa siempre había bromeado acerca de lo típicamente americanos de pura cepa que eran los padres de ella. «¡Queso tostado!», decía uno de ellos, y el otro respondía: «¡Sofá de módulos!». «¡Ensalada de gelatina!». «¡Puré de patatas!». «¡Lawrence Welk!».
Cuando Driver dejó de hablar, se hizo un silencio durante un instante.
—La señora Jorgenson y yo supimos desde un buen principio que no sabíamos de la misa la mitad, Paul. Lo teníamos claro. Pero nuestra hija te quería y tú la querías a ella, y lo que nosotros sintiéramos acerca de esa parte oculta de ti que no podía ser vista, acerca de todas esas cosas que no acababan de encajar… Nada de eso tenía mucha importancia.
Nuevo silencio antes de añadir:
—No tienes ni idea de hasta qué punto la echamos de menos.
Alguien más, pensó Driver, debería ofrecer homilías en esos momentos: está en un lugar mejor, ha ido a recibir su recompensa, su viaje ha concluido. Ahora veía de dónde procedían tantas cosas de Elsa. Su espíritu, su serenidad, su generosidad.
—Pero también te echaremos de menos a ti, Paul. Somos tu familia. Pase lo que pase a partir de ahora, sea lo que sea, esperamos que vuelvas. Aquí estaremos… Tengo que dejarte, hijo.
Driver estaba en el America’s Tacos de la Séptima Avenida, lleno de gente, aunque aquí, en el patio, no había nadie. En el interior, parejas, básicamente, al otro lado de las ventanas. Dos hombres comiendo a solas. Uno de ellos, joven, con tupé, camisa vaquera con las mangas cortadas y moviendo la cabeza al ritmo de unos auriculares. El otro, de cincuenta y tantos o sesenta y algo, mirando a la pared mientras comía. ¿Perdido en alguna ensoñación? ¿O en algún recuerdo?
Al marcharse, Driver arrojó el plato de cartón, el vaso y el teléfono móvil al contenedor de reciclaje.