Félix las llamaba sus madrigueras. A diferencia de la gente que no echa raíces, cuando se iba de algún sitio, no se deshacía de él, lo conservaba. Seguía la teoría del «nunca se sabe», que también aplicaba a casi todo lo que la vida le pedía o le ponía en el camino: por qué hacía las cosas, las acciones ajenas, las posibilidades que veía de que el sol saliera al día siguiente. Félix tenía apartamentos, alojamientos varios y escondrijos desperdigados por los alrededores de Phoenix.

Esta madriguera en concreto ocupaba la parte sudeste de un cuádruplex, unidad separada de lo que había sido una respetable residencia familiar cuando lo que ahora era el centro de la ciudad habían sido unas primorosas afueras. El enrejado que corría parejo al sendero del aparcamiento lucía fragmentos de parras muertas. Las lagartijas recorrían la pared de detrás. La llave estaba debajo de un ladrillo que sostenía una maceta junto al garaje de dos plazas que ahora servía a los inquilinos como trastero. Driver miró por la ventana. Docenas de cajas, muebles, una estufa panzuda, cuadros enmarcados, un viejo amplificador Fender. Todo tenía, más o menos, el mismo aspecto que la última vez que lo había visto, hacía más de un año, aunque era posible que los inquilinos hubieran cambiado dos o tres veces desde entonces.

Driver contó rápidamente las cucarachas —dos en la bañera, aún vivas, y seis en la cocina, la mayoría muertas— antes de deshacer el equipaje. Una actividad que le llevó tanto tiempo como el recuento de cucarachas. Poseer cosas nunca había sido lo suyo, así que le había resultado muy sencillo despedirse de su alojamiento y de todo lo demás. Lo peor había sido alejarse del cuerpo de Elsa.

Llevaba un equipaje básico, una bolsa de lona con prendas básicas a juego: tejanos, pantalones de loneta, camisas azules y un blazer, camisetas, calzoncillos, calcetines negros… Todo ello de lo más normal, de sitios como Target o Sears. Guardó la ropa en una cajonera de color sirope de arce cuyas capas superiores de laminado se habían ido gastando por etapas, como piedras erosionadas por el agua del río. El recuento de cucarachas sumó otras tres unidades.

Algún pájaro había construido su nido, ahora abandonado, en el alféizar exterior de la ventana del dormitorio, en un agujero de la rejilla. Aún se veía un trocito de color cáscara de huevo con puntitos.

Llevaba desde ayer por la mañana viviendo de café, del aire y de sus propios nervios, y había detectado una cafetería a dos calles de distancia, Billy’s o Bully’s, vete tú a saber lo que ponía el rótulo, donde se levantaba un restaurante mexicano la última vez que había estado por allí.

Los viejos aromas se habían mantenido en la nueva propiedad. Como si el chile, el cilantro y el comino fuesen pigmentos adicionales de la pintura azul de la pared. A juzgar por los asientos del mostrador, los reservados y las ventanillas que daban a la cocina, el sitio debería haber sido en un buen principio un Big Boy’s o un Denny’s. Un viejo con cuatro pelos blancos en la cabeza estaba sentado al mostrador, como si hubiese crecido allí mismo. Un camarero se mantenía en pie, a una prudente distancia, hablando a través de la semipuerta que daba a la cocina. Había una pareja joven en el reservado de atrás, a la izquierda, junto a la salida de emergencia, y ambos se mostraban muy interesados en sus artilugios, iPods, móviles o lo que fuese.

Driver se sentó al mostrador, a cierta distancia del pelón, que no dejaba de mirar en su dirección. Los huevos estaban sorprendentemente buenos, y las lonchas de panceta eran gorditas, pero con la cantidad justa de grasa. El café era recién hecho, pero aguado. Cuando el cocinero se asomó por la ventanilla, Driver lo saludó con la cabeza y levantó el tenedor a guisa de saludo.

Alguien había grabado el nombre Gabriel en el mostrador de formica; con una navaja de bolsillo puesta de lado, a juzgar por el aspecto. Driver se puso a pensar en qué etapa del local habría tenido lugar esa acción, en la persona que la había llevado a cabo, en la historia que había detrás: ¿sería su nombre?, ¿el de un amigo?, ¿el de un ser querido? También le dio por reflexionar sobre esa manía que tenemos de dejar señales a nuestro paso, señales de que estuvimos allí, de que pasamos por allá. Sobre cómo esas huellas, al igual que esos grafitis tan enrollados en paredes, edificios y pasos elevados, constituían el equivalente urbano de las pinturas rupestres.

Pagó en caja, siete dólares con veintiocho, y atajó por el aparcamiento en el camino de regreso. Se topó con una serie de casas, cinco seguidas, que encajaban tan poco en el entorno, gracias al orden perfecto que parecía reinar en ellas —ventanas limpias, tejados libres de inmundicias, césped recién cortado, huecos de medio centímetro al extremo de los cimientos y de las entradas respectivas para coches y peatones—, que se preguntó si no pertenecerían todas a la misma persona compulsiva, que también podía ser un simple guardés. Acto seguido, nada más cruzar la calle, ya estaba de nuevo en el mundo real, entre el cutrerío y la chapuza.

Y tomando nota del coche aparcado delante de su casa, un bonito sedán Buick, con un solo ocupante, que cantaba lo suyo en un vecindario de furgonetas y utilitarios.

El otro tío, supuso, andaría rondando por la parte de atrás.

Driver atajó por la pared contigua al callejón. Estaba lleno de cosas, apiladas contra la pared, en cantidad suficiente como para amueblar cinco o seis hogares, aunque mutiladas: faltaban patas en las sillas, vidrios en los espejos y cables y elementos varios en los electrodomésticos. La verja, como ya sabía de antes, estaba cerrada con una cadena por cuyo hueco se podía pasar, pero no sin hacer ruido. Aunque eso tampoco era un problema, ya que la pared no mediría mucho más de dos metros; a través del hueco, podía ver al otro tío apoyándose contra el costado del viejo garaje, mirando hacia la casa.

Driver se le echó encima mientras pasaba lentamente un coche por ahí delante, captando de inmediato la atención del sujeto en cuestión. Unas uñas muy bien arregladas arañaron el brazo de Driver, que se fijó en el anillo de rubí o de sanguinaria que destacaba en un dedo por su notable tamaño. Una buena llave no permite gran capacidad de movimiento. No solo le cortas la respiración a quien sea, sino que también le aprietas la carótida, cerrando el paso del flujo sanguíneo al cerebro. Si trabajas en películas de artes marciales, te tiras horas de cháchara con actores y especialistas mientras esperas que te toque ponerte al volante. Y aprendes un montón de cosas.

Sin pararse a pensarlo —había llegado a un nivel en el que el pensamiento y la acción eran una sola cosa—, estampó al sujeto contra el flanco del garaje, obteniendo un ruido como de tambor, más contundente de lo previsto, y una serie de reverberaciones. Cayó hacia atrás, en el estrecho canal que había entre el garaje y la pared.

Pasaron tres minutos hasta que apareció el otro. Lo hizo sosteniendo algo en la mano izquierda, una pistola, una cachiporra, una Taser. Vio a su socio y se acercó lentamente hacia él. Agachado, Driver lo observaba a través de las rendijas que había entre las tablas.

O sea, que era zurdo. Y con unos quince kilos de más.

Driver se mantuvo a la espera.

El hombre se acercó un poco más y miró alrededor por última vez. Echó un poco el bofe al acuclillarse y se apoyó ligeramente en el suelo con la mano izquierda.

Nada más mover los ojos, Driver ya estaba allí, machacándole la mano. Sus dedos, que seguían sosteniendo el arma, se rompieron. Pero el tío no dijo ni mu. Levantó la vista con el estupor en los ojos, esperando a ver qué le pasaba ahora.

Driver le pateó la cabeza.

Sonaron sirenas a distancia, hacia la zona de McDowell o por ahí; puede que vinieran hacia aquí, puede que no. Driver miró alrededor. El ruido no había sido suficiente como para alertar a los vecinos, pero había tres o cuatro casas de planta y piso a la vista: alguien podría haber visto algo y llamado a la policía. Prestó de nuevo atención a las sirenas. ¿Estaban más cerca? Por mucho que deseara hablar con esos dos, mantener una conversación con ellos, como diría Félix, no podía arriesgarse.

Estaba abandonando el callejón por una esquina cuando dos coches de policía torcieron hacia San Jacinto.