Vinieron por él justo después de las once de la mañana de un sábado; eran dos. Cada vez hacía más calor; la luz solar relucía en la fina película de sudor que cubría la frente de Elsa. Un atisbo de movimiento por el rabillo del ojo mientras ellos pasaban por un breve callejón: ahí estaba el primero. Saltó, golpeando con el pie y con todo su cuerpo la rodilla derecha de ese sujeto: la oyó crujir. Cuando el tipo estuvo en el suelo, le cayó el mismo pie en la garganta. Resopló un par de veces, intentando que le llegara un poco de aire a la tráquea machacada, y luego se quedó quieto. A esas alturas, ya había aparecido el otro, pero Driver, tras dar una voltereta, se colocó detrás de él, con el brazo izquierdo en torno a su cuello y el codo derecho inmovilizándole la muñeca.

Todo acabó en cuestión de minutos. Entonces entendió qué era lo que había retrasado el ataque del segundo matón. Elsa yacía contra la pared de un café abandonado, desangrándose por la herida que tenía debajo del pecho.

Había intentado sonreírle mientras se apagaba la luz de sus ojos.