Era digna de verse la limusina bajo la luz de la farola, la carrocería un amasijo de magulladuras y abolladuras, de dibujos animados, un mero coche en un friso narrativo, que tiene sentimientos e incluso habla. Las luces piloto estaban encendidas, doce en cada lateral, situadas entre las ventanas en conjuntos de cuatro. El chófer se encontraba en la parte posterior, sujetando la puerta abierta. Eric no entró de inmediato. Se detuvo y miró al chófer. Era algo que nunca había hecho, y le llevó un buen rato ver al hombre.
Era magro y negro, de mediana estatura. Tenía la cara más bien alargada, y un ojo, el izquierdo, que costaba trabajo encontrar bajo la pronunciada combadura del párpado. Era visible el borde inferior del iris, encerrado en un rincón. Era un hombre con historia, saltaba a la vista. Se le marcaban unas rayas crepusculares en el blanco del ojo, lo cual le daba el aspecto de un sol sanguinolento. En su vida habían pasado unas cuantas cosas.
A Eric le agradó la idea de que un hombre con el ojo arrasado condujera una limusina para ganarse la vida. Su limusina. Todavía mejor.
Recordó que tenía la necesidad de orinar, cosa que hizo en el automóvil, agachándose, y vio después regresar el orinal plegable a su compartimento. Ignoraba qué sucedía con los residuos. Tal vez se almacenaran en algún tanque, en el vientre del automóvil, o más probablemente fueran vertidos a la calle sin más contemplaciones, violando un centenar de disposiciones legales.
La limusina llevaba encendidos los faros antiniebla. El río sólo quedaba a dos manzanas, soportando su cotidiano inventario de productos químicos y despojos al azar, objetos flotantes de uso doméstico, algún que otro cuerpo aporreado o tiroteado, todos cual prosaicos fantasmas rumbo sur, hacia el extremo de la isla y la apertura al océano.
Estaba rojo el semáforo. Sólo circulaba por la avenida, más adelante, un tráfico escasísimo. Siguió dentro del automóvil y comprendió cuán curioso era que siguiera muy dispuesto a esperar, no menos que el chófer, sólo porque una luz fuera de un color y otra de otro. Pero no eran los términos del pacto social lo que observaba. Se encontraba de ánimo pacienzudo, eso era todo, y quizás un tanto pensativo por estar ya mortalmente solo, sin sus guardaespaldas.
El automóvil atravesó la Décima Avenida hasta rebasar la primera, pequeña tienda de comestibles, y el solar donde aparcaban los camiones, completamente desierto. Vio dos coches aparcados en la acera, envueltos en lonas azules y desgarradas. Había un perro callejero, siempre hay un perro flaco y gris que husmea entre las hojas arrugadas de los periódicos. Los cubos de basura allí eran de metal baqueteado, no los productos aburguesados, de goma, que se veían en las calles del este, y había basura en cajas de cartón sin cerrar, y basura esparcida desde un carrito de supermercado vuelto ruedas arriba en medio de la calle. Sintió desplomarse un silencio, una ausencia que no guardaba relación con el estado anímico reinante en la calle a esas horas, y el automóvil dejó atrás la segunda, pequeña tienda de comestibles. Vio los terraplenes sobre las vías del tren, engastadas bajo el nivel de la calle, y los garajes y talleres mecánicos ya cerrados a cal y canto, persianas de acero embadurnadas de graffiti en español y en árabe.
La peluquería estaba en el lado norte de la calle, frente a una hilera de casas de vecindad, todas de ladrillo viejo. Se detuvo el automóvil y Eric permaneció sentado en donde estaba, embebido en sus pensamientos. Siguió así cinco, seis minutos. Entonces se abrió la puerta rechinando y el chófer se plantó en la acera, mirando al interior.
—Hemos llegado —dijo al fin.
Eric salió a la acera y miró a las casas de alquiler. Contempló el edificio del medio en una hilera de cinco y sintió un solo escalofrío, cuarto piso, ventanas oscuras, ninguna planta en la escalera de incendios. Era un edificio lúgubre. Era una calle lúgubre, pero antes allí vivía gente en ruidosa vecindad, en pisos atestados, largos como un vagón de ferrocarril, y felices como en el mejor de los lugares, pensó. Y todavía vivían allí, todavía eran allí felices.
Su padre se había criado allí. En algunas ocasiones, Eric sentía la compulsión inaplazable de visitar la calle y dejar que le echase el aliento encima. Deseaba percibirla en plenitud, cada compungido matiz del anhelo. Pero no era su anhelo, ni su nostalgia, ni su idea del pasado. Era demasiado joven para sentir tales cosas, y además inapropiado, y aquélla nunca había sido su casa, ni su calle. Trataba de sentir lo que hubiera sentido su padre, ponerse en su lugar.
La peluquería estaba cerrada. Sabía que a esas horas iba a estar cerrada. Se acercó a la puerta y vio que en la trastienda había una rendija de luz. Fuera la hora que fuese, siempre estaría iluminada. Llamó con los nudillos, esperó y el viejo llegó hasta la puerta caminando en la penumbra, Anthony Adubato, con su ropa de trabajo, una camisola blanca, a rayas, de manga corta, con pantalones abolsados y calzado deportivo.
Eric sabía qué iba a decir el hombre en cuanto abriese la puerta.
—Vaya si estás desconocido de un tiempo a esta parte.
—Hola, Anthony.
—Tiempo hacía.
—Y tanto. Me hace falta un corte de pelo.
—Tienes toda la pinta. A ver, pasa, que te eche un vistazo.
Encendió el interruptor y esperó a que Eric tomara asiento en el único sillón de barbero que le quedaba. Había un agujero en el suelo de linóleo, donde antaño hubo otro, y estaba la silla de juguete para los niños, un coche deportivo, verde, con el volante rojo.
—Nunca había visto a un ser humano con semejante pelo de rata.
—Me desperté esta mañana y vi que ya era hora.
—Sabías adónde venir.
—Y me dije: necesito un corte de pelo.
El hombre le quitó a Eric las gafas de sol de la cabeza y las colocó en la repisa, junto al espejo que ocupaba toda una pared, examinándolas primero por si tuvieran manchas de grasa o polvorilla.
—A lo mejor te apetece comer algo antes.
—No me vendría mal un bocado.
—Hay alguna cosilla para llevar a la que le hinco el diente cuando me entra el jai.
Fue a la trastienda y Eric miró en derredor. La pintura se descascarillaba de las paredes, dejaba a la vista chafarrinones de yeso entre blanco y rosado, y el techo estaba lleno de resquebrajaduras. Muchos años atrás allí lo llevó su padre por vez primera, y puede que el sitio estuviera algo más presentable, pero no demasiado.
Anthony apareció en el umbral, con un pequeño envase de cartón en cada mano.
—Así que te casaste con esa mujer.
—Así es.
—Y resulta que su familia tiene forrados los tres riñones, aunque nadie sepa cómo. Nunca pensé que te fueras a casar tan joven. En fin, ¿qué sabré yo? Tengo puré de guisantes y berenjena rellena de arroz con nueces.
—Me quedo con la berenjena.
—Toda tuya —dijo Anthony, pero se quedó donde estaba, en el umbral.
—Fue muy rápido en cuanto se lo encontraron. Tras el diagnóstico, se acabó. Fue como si estuviera hablando conmigo un día y se hubiera muerto al siguiente. Al menos, así lo recuerdo yo. También tengo otra berenjena con ajo y limón, todo machacado, si lo prefieres. Cuando lo diagnosticaron era enero. Se lo encontraron, se lo dijeron. Pero él no se lo dijo a tu madre hasta que no le quedó más remedio. En marzo ya la había espichado. Para mí, fue como si tardara un día o dos. Dos días a lo sumo.
Eric había oído la misma historia en varias ocasiones. Para contarla, el hombre utilizaba casi las mismas palabras en todas ellas, con alguna variación de interés. Eso era lo que deseaba de Anthony. Las mismas palabras. El calendario de una compañía petrolera en la pared. El espejo pendiente de azogar.
—Tú tenías cuatro años.
—Cinco.
—Exacto. Tu madre era el cerebro del equipo. De ella sacas tú la mentalidad. Tu madre era una sabia. Eso lo dijo él mismo.
—Y tú. ¿Cómo te va?
—Ya me conoces, chaval. Podría decirte que no me quejo de nada, pero podría quejarme hasta hartar. Lo que pasa es que no me apetece.
Se asomó al salón, sólo el torso, la cabeza poco menos que calva, con pelusilla, los ojos azules.
—Porque no queda tiempo para eso.
Tras una pausa, se dirigió a la repisa delante de Eric y dejó los dos envases. Sacó dos cucharas de plástico del bolsillo de la pechera.
—A ver qué tenemos por aquí que se pueda beber. Agua del grifo, claro. Yo ahora bebo agua. Y hay una botella de licor que anda por aquí desde no me preguntes cuándo.
Era temeroso de la palabra licor, a Anthony se le notaba. Todas las palabras que había dicho eran las que había dicho siempre, las que diría en cualquier otra ocasión, con la excepción de esa palabra, lo cual le puso nervioso.
—No me importaría catarlo.
—Me alegro, porque como entrase tu padre por la puerta y yo le diera de beber agua del grifo, me haría trizas hasta la última silla del tenderete.
—A lo mejor, podríamos invitar a mi chófer a que entrase. Mi chófer está fuera, en la limusina.
—Podríamos darle la otra berenjena.
—Estupendo. Muy amable. Gracias, Anthony.
Iban a mitad de cena, sentados, conversando, Eric y el chófer, mientras Anthony charlaba, pero de pie. Había encontrado una cuchara para el chófer, los dos bebían agua en tazones desparejos.
El chófer se llamaba Ibrahim Hamadou. Resultó que Anthony y él habían conducido sendos taxis por Nueva York, sólo que con muchos años de diferencia.
Eric estaba sentado en el sillón de barbero observando al chófer, que no se había quitado la chaqueta ni se había aflojado la corbata. Estaba sentado en una silla plegable, y cenaba a cucharadas con gesto sedado.
—Yo conducía un taxi a cuadros blancos y negros. Grande y lustroso —dijo Anthony—. Hacía el turno de noche. Era joven. ¿Qué me iban a hacer a mí?
—El turno de noche no es buena cosa cuando se tiene mujer e hijo. Además, te aseguro que bastante locura era conducir de día.
—A mí me encantaba mi taxi. Hacía turnos de doce horas seguidas. Paraba sólo a mear.
—Un día, a un tío lo atropella un taxi. Viene volando hasta el mío —dijo Ibrahim—. Quiero decir que vino volando por el aire. Se estampa contra el parabrisas. En mi propia jeta. Sangre desparramada por todas partes.
—Yo nunca salía del garaje sin el Netol —dijo Anthony.
—Yo he sido Secretario en Funciones de Asuntos Exteriores en mi encarnación anterior. Voy y le digo: eh, bájese de ahí. No puedo conducir con su cuerpo en el parabrisas.
Era el lado izquierdo de su cara el que Eric no conseguía dejar de mirar con insistencia. El ojo desmoronado de Ibrahim lo fascinaba de un modo infantil, que anulaba la vergüenza del mirarlo fijamente. El ojo retorcido se alejaba de la nariz, la ceja seguía derecha, incluso enarcada a su pesar. El párpado lo atravesaba un costurón rugoso de tejido cicatricial. Pero es que incluso con el párpado semicerrado había un sedimento de agitación que se detectaba en el globo ocular, una veladura de clara de huevo y motas de sangre. El ojo tenía una especie de autonomía, una personalidad propia, que otorgaba al hombre una escisión, una inquietante personalidad alternativa.
—Yo comía ante el volante —dijo Anthony a la vez que agitaba su envase de cartón—. Me envolvían los bocadillos en papel de estaño.
—Yo también comía sentado al volante. No podía permitirme el lujo de parar un rato.
—¿Tú dónde meabas, Ibrahim? Yo meaba bajo el Puente de Manhattan.
—Exactamente en el mismo sitio que yo.
—Meaba en los parques y en los callejones. Un vez meé en un cementerio de perros y gatos.
—La noche en cierto modo tiene sus ventajas —dijo Ibrahim—. De eso estoy seguro.
Eric escuchaba distante, comenzaba a entrarle el sueño. Se bebía el licor en un vaso pequeño de cristal mellado. Cuando terminó de comer dejó la cuchara en el envase y depositó éste con cuidado sobre el brazo del sillón. Las sillas y sillones tienen brazos y tienen patas a las que habría que llamar de otra manera. Recostó la cabeza y cerró los ojos.
—Pasaba aquí… ¿qué? —dijo Anthony—. Unas cuatro horas al día. Ayudaba a mi padre, que era barbero y peluquero. De noche conducía el taxi. Me encantaba mi taxi. Tenía un pequeño ventilador que funcionaba con pilas, porque en aquellos tiempos olvídate tú del aire acondicionado. Tenía una taza imantada que depositaba sobre el salpicadero.
—Yo llevaba el volante tapizado —dijo Ibrahim—. Una chulada, imitación de piel de cebra. Y a mi hija en una foto, en la visera.
Con el tiempo, las dos voces se tornaron un único sonido de vocal, y ése había de ser su medio de fuga, un pasaje entrecortado que lo llevara fuera del largo cortinaje de la vigilia que había señalado tantas noches. Se fue dejando ir, caer, y percibió un interrogante que titilaba en la tiniebla, en algún lugar.
¿Hay algo más sencillo que dormirse?
Primero oyó un ruido de masticación. En el acto supo dónde estaba. Abrió los ojos y se vio en el espejo, el salón apiñado a su alrededor. Se entretuvo un tiempo en la imagen. El ojo rebuscaba por el rabillo en donde la masa del pastel le había alcanzado. El primer plano sobre su frente enfocó una costra de tarta de mora. Tenía delante la cabeza llena de espuma, el pelo alborotado, enfurruñado, impresionante en cierto modo, y se dedicó un gesto de asentimiento al asumirlo todo, cara a cara, y recordar quién era.
El peluquero y el chófer compartían un postre a base de tarta de fino hojaldre, con nueces y miel. Cada uno de ellos sostenía un rectángulo en la palma de la mano.
Anthony lo miraba a él, pero se dirigía a Ibrahim, o quizás miraba a los dos, hablando a las paredes y las sillas del salón.
—A este tío yo fui el primero que le hizo un corte de pelo. Se negaba en redondo a sentarse en el cochecito. Su padre intentó encasquetarlo ahí a la fuerza. Y él, que no, que no y que no. Así que voy y lo siento justo donde está ahora mismo. Su padre lo sujetó en la silla —decía Anthony—. A su padre también le cortaba yo el pelo cuando era un chaval. Luego le tocó a él.
Hablaba para sí mismo, para el hombre que había sido, con la tijera en la mano, trasquilando un millón de cabezas. No dejaba de mirar a Eric, quien sabía lo que se avecinaba y lo esperaba tal cual.
—Su padre se crió con sus cuatro hermanos y hermanas. Vivían en esta misma calle, ahí enfrente. Los cinco chavales, la madre, el padre, el abuelo, todos en una vivienda.
Eric lo escuchaba.
—Ocho personas. Cuatro habitaciones. Dos ventanas. Un retrete. Aún oigo el vozarrón de su padre. Cuatro habitaciones, dos ventanas. Era una declaración que le gustaba hacer.
Eric seguía sentado en el sillón, soñando a medias algunas escenas, rostros desdibujados y extraídos de la mente de su padre, rostros que levitaban en los sueños de su padre, sus ensoñaciones pasajeras, o el definitivo alivio gracias a la morfina, y vio una cocina que iba y venía, la mesa de sobre esmaltado, las manchas en el papel de la pared.
—Dos con ventanas —dijo Anthony.
A punto estuvo de preguntar cuánto tiempo llevaba dormido. Pero ésa es una pregunta que hace todo el mundo. En cambio, les habló de la amenaza verosímil. Se confió a ellos. Le sentó bien confiar en alguien. Parecía idóneo exponer la cuestión en ese lugar en concreto, donde el tiempo transcurrido queda en suspenso en el aire, bañando de luz los objetos macizos y las caras de los hombres. Era allí donde se sentía a salvo.
Quedó claro que Ibrahim no tenía el menor conocimiento.
—Pero… —dijo— ¿dónde está el jefe de seguridad en esta situación?
—Le he dicho que se tomara libre el resto de la noche.
Anthony se plantó junto a la caja registradora, masticando.
—Pero… tienes protección, o sea, la limusina, ¿no?
—Protección.
—Protección, eso mismo. ¿O no sabes qué significa?
—Tenía una pistola, pero la tiré.
—Y… ¿por qué? —preguntó Ibrahim.
—Por no pensar en lo que podía pasar. No quise hacer planes ni tomar precauciones.
—¿Tú sabes a qué suena eso? —dijo Anthony—. ¿A ti qué te parece cómo suena eso? Caramba, yo creía que tenías una reputación, que eras capaz de hacer trizas a un menda en un abrir y cerrar de ojos, pero me da muy mala espina lo que me cuentas. ¿Éste es el hijo de Mike Packer? ¿Tenía una pistola y la tiró? Pero… ¿qué cuento es éste?
—¿Qué cuento es éste? —dijo Ibrahim.
—¿En esta zona de la ciudad? ¿Y no llevas pistola?
—Hay pasos que es preciso dar para cuidar uno de su propia salvaguardia.
—¿En esta zona de la ciudad? —dijo Anthony.
—Aquí es imposible dar ni cinco pasos después que anochezca. Como te descuides, te liquidan sobre la marcha.
Ibrahim lo miraba. Era una mirada plana, distante, sin buscar un punto de contacto.
—Como te muestres razonable con ésos, se toman algo más de tiempo. Antes te arrancan las entrañas.
Miraba a Eric como si lo fuera a traspasar. Modulaba la voz. El chófer era una figura no menos modulada, de traje y corbata, sentado con un trozo de tarta en la mano extendida, y sus comentarios eran de índole claramente personal, extendiéndose más allá de esta ciudad, estas calles, las circunstancias que se estaban comentando en detalle.
—¿A ti qué te pasó en el ojo, que se te ha retorcido así? —preguntó Anthony.
—Veo perfectamente. Puedo conducir sin problemas. Aprobé el examen que me hicieron.
—Te lo pregunto porque mis dos hermanos eran entrenadores de lucha hace años. Pero nunca he visto una cosa así.
Ibrahim apartó la mirada. No estaba dispuesto a someterse a las oleadas de la memoria y la emoción. Tal vez sintiera lealtad por su historia. Una cosa es hablar en torno a una experiencia, emplearla como referencia y analogía. En cambio, detallar una cosa en sí tan infernal ante desconocidos que sólo darán asentimiento y olvidarán, eso debía de parecerle una traición intolerable de su dolor.
—Te dieron una paliza, te torturaron —dijo Eric—. Un golpe militar. O la policía secreta. O creyeron que te habían pasado por las armas. Un disparo en toda la cara. Te dieron por muerto. O los rebeldes. La toma de la capital. Apresaron al azar a los fieles al gobierno. Se liaron al azar a culatazos en toda la cara con el primero que acertara a pasar.
Lo dijo sin levantar la voz. Una tenue película de sudor cubría la cara de Ibrahim. Parecía cauteloso, preparado, en un estado de ánimo que había aprendido a asumir en alguna llanura, un arenal, varios siglos antes de nacer.
Anthony le dio un mordisco a su tarta. Lo escucharon masticar y hablar a la vez.
—A mí me encantaba mi taxi. Devoraba la comida. Conducía doce horas sin descanso, noche tras noche. De las vacaciones, ni hablar.
Estaba de pie junto a la caja registradora. Estiró una mano y abrió el armarito de debajo de la repisa, de donde sacó unas toallas de mano.
—¿Y qué hacía yo para garantizarme una buena protección?
Eric ya lo había visto antes, un viejo revólver de cachas agujereadas que reposaba en el fondo del armario.
Hablaron con él. Le mostraban los dientes al hablar y comer. Insistieron en que se llevara el arma. Él no estaba seguro de que eso tuviera gran importancia. Mucho se temía que la noche hubiera concluido. La amenaza debiera haber cobrado forma material poco después de que Torval cayera abatido, pero no había sido así desde ese punto al presente, y comenzaba a pensar que jamás llegaría a sobrevenir. Era la más fría de las perspectivas posibles, que allí fuera no hubiera nadie. Lo dejó en un estado de suspense, todo lo que tenía peso en el mundo, consecuencias, desdibujado en ruinas tras él, pero sin que lo aguardase ningún momento culminante.
Lo único que le restaba era el corte de pelo.
Anthony ahuecó a sacudidas la capa de rayas. Roció con un poco de agua la cabeza de Eric. Hablaban con calma. Le volvió a llenar el vasito de sambuca. Dio unos tijeretazos al aire preparándose, a dos dedos de la oreja de Eric. La conversación pasó a ser mera rutina de peluquería, alquiler de autos y atascos en los túneles. Eric sostenía el vaso a la altura de la barbilla, con el brazo recogido contra el cuerpo, sorbiendo con parsimonia.
Al cabo de un rato se despojó de la capa. Ya no podía seguir allí sentado ni un minuto más. Se levantó de un salto y se pulió el resto del licor de un solo trago.
Anthony de pronto pareció muy menguado, con el peine en una mano y esas tijeras en la otra.
—Pero ¿cómo coño?
—Tengo que marcharme. No sé cómo coño. O sea, tal cual, coño.
—Pero déjame acabarte al menos el lado derecho, dejártelos bien igualados.
Para Anthony eso era importante. Saltaba a la vista, era hora de tomar partido.
—Volveré. Te doy mi palabra. Me quedaré sentado y esperaré a que termines.
Fue el chófer quien lo entendió. Ibrahim se acercó al armario y extrajo el arma. Se la tendió a Eric de modo que éste la tomase por la culata, con una vena hinchada en el dorso de la mano.
Se notaba la determinación en sus rasgos, una solemne insistencia en el deber contraído, en reconocer lo duro de este mundo donde no hay remordimiento, y Eric quiso responder al serio, casi aburrido semblante del hombre, o arriesgarse a decepcionarlo.
Empuñó el arma. Era un pedazo de mierda niquelada. Pero notó la hondura de la experiencia acumulada por Ibrahim. Trató de descifrar el ojo destrozado del hombre, la franja sanguinolenta bajo el párpado caído como un capuchón. El ojo le infundía respeto. Allí había una historia que contar, una historia popular e inquietante sobre el tiempo y el destino.
Salía el vapor a bocanadas por un registro, a través de una chimenea alta y azul: la más corriente de las visiones, pensó, aunque de pronto le resultó hermosa, dotada de la extrañeza, el carácter indescifrable de algo que se ve de nuevas, el vapor que brotaba del subsuelo urbano, poco menos que una aparición.
El automóvil se acercó a la Undécima Avenida. Iba sentado delante, con el conductor, al que había pedido que cortase todas las vías de comunicación con el complejo. Así lo hizo Ibrahim. Luego activó el aparato de visión nocturna. En el visor del parabrisas apareció una serie de imágenes térmicas abajo a la izquierda, objetos que escapaban al espectro de los faros. Dio más brillo al precisar una toma de unos contenedores situados más abajo, a la orilla del río, ajustando la proyección de modo que apareciera un poco más arriba. Activó las microcámaras que monitorizaban la actividad perimetral del automóvil. Todo el que se acercase por uno de los flancos aparecería de inmediato, bien visible, en una de las pantallas del salpicadero.
Todos esos detalles eran meros juguetes para Eric, tal vez útiles en un montaje de videoarte.
—Ibrahim, dime una cosa.
—Sí.
—Todas esas limusinas extralargas que se ven rondar por las calles… Me estaba preguntando si…
—¿Sí?
—¿Dónde se aparcan de noche? Seguro que se necesita mucho espacio. Tendrá que ser fuera de la ciudad, cerca de los aeropuertos, o en las praderas, en Long Island, en Nueva Jersey.
—Yo soy el que irá a Nueva Jersey. La limusina se queda aquí.
—¿En dónde?
—En la manzana de al lado. Hay un garaje subterráneo sólo para limusinas. Allí dejaré su automóvil, cogeré mi vehículo y volveré a casa por el apestoso túnel.
Un viejo edificio industrial se destacaba en la esquina sureste, diez plantas de altura, monolítico, una fábrica medieval tardía donde se explotaba a los trabajadores, una ratonera en caso de incendio. Muchas ventanas estaban tapiadas, había andamios, la acera aparecía vallada. Ibrahim arrimó el automóvil más hacia la derecha, manteniéndose a una distancia prudencial de los trechos vallados. Arrancó un vehículo algo más adelante, una furgona de catering, improbable a esas horas: algo anormal, digno de verse.
Se había guardado bien la pistola bajo el cinturón, estaba incómodo. Recordó que se había dormido. Estaba alerta, ansioso de entrar en acción, de tomar resoluciones. Tenía que suceder algo y tenía que suceder pronto, algo que despejara las dudas y que señalara la aparición de un plan bien trazado, un plan de acción bien visible, perfilado al detalle.
Entonces se encendieron los focos justo ante ellos, un destello como de luz de tormenta, acompañado de un crujido, un zumbido; un gran arco de carbono, unos reflectores montados sobre unos trípodes y sujetos a los fustes de las farolas. Apareció una mujer vestida con vaqueros y haciendo señales al automóvil. El cruce de las dos calles quedó inundado de luz vibrante, la noche bruscamente viva.
La gente cruzaba la calle llamándose unos a otros, hablando por micros y auriculares; unos transportistas descargaban el equipo de varios tráilers aparcados a uno y otro lado de la avenida. Otros tráilers descansaban en la gasolinera, al otro lado de la calle. El hombre de la furgona bajó el lateral plegable para servir la comida, y sólo en ese instante reparó Eric en la presencia de la pesada plataforma rodante que sostenía una pluma móvil, que lentamente se acercaba a ocupar su sitio. En el extremo más alto de la pluma había una pequeña tarima sobre la cual se erigía una cámara cinematográfica, tras la que estaban sentados dos individuos.
No era la grúa lo único que había pasado por alto en su inspección. Salió del automóvil y, al acercarse a un punto desde el que no le bloqueaba la visión la furgona del catering, vio los distintos elementos de la escena que se estaba preparando.
Había trescientas personas desnudas y esparcidas por la calle. Apenas dejaban libre un solo palmo en el cruce; estaban tumbadas al azar, en toda clase de posturas, unos cuerpos tendidos encima de otros, otros al ras, como si estuvieran aplastados, en posición fetal, niños entre ellos. Nadie se movía, ninguno tenía los ojos abiertos. Una visión increíble para encontrársela de pronto, una ciudad de carne aturdida, inconsciente; la desnudez, las luces inclementes, tantos cuerpos desprotegidos, punto menos que inconcebibles en un lugar de tránsito humano habitual.
Claro está que había un contexto. Alguien rodaba una película. Aquello sólo era un marco de referencia. Los cuerpos eran verdades rotundas, desnudos en la calle. El poder que ejercían era el suyo propio, independiente de cualquier circunstancia concurrente en el evento. Pero era un poder curioso, pensó, pues había algo tímido, lánguido, pálido en la escena, un cierto retraimiento. Una mujer tosió con una violenta sacudida de cabeza, un estremecerse de la rodilla. Ni siquiera se le pasó por la cabeza el preguntarse si se pretendía que pareciesen muertos o sólo inconscientes. Los encontraba a un tiempo tristes y atrevidos, y más desnudos de lo que estarían jamás en su vida.
Los técnicos iban y venían entre el grupo con los fotómetros en la mano, pasando con cuidado sobre las cabezas, las piernas extendidas, recitando una letanía de cifras en la noche, y una mujer con una claqueta en la mano y una plantilla bajo el brazo estaba lista para indicar el comienzo del rodaje, la escena y la toma. Eric se acercó a la esquina y se coló entre dos vallas alabeadas que cerraban el paso a la acera. Se introdujo en el bastidor de contrachapado, notó el olor a mortero y a polvo y se despojó de la ropa. Le costó un poco recordar por qué le dolía tanto la zona ventral. Era la región en la que se había hecho cosquillas, poco más que un roce, con la pistola paralizante, y qué sensacional aspecto el de ella dentro del arco estroboscópico de la descarga, su guardaespaldas con la prenda blindada. Sintió una comezón residual a mitad de la polla, donde ella le había derramado el vodka.
Enrolló el pantalón bien prieto sobre la pistola y dejó toda su ropa en la acera. Avanzó a tientas hasta doblar la esquina y arrimar el hombro a un tablón, hasta que atisbó una franja de luz. Empujó despacio el tablón, lo oyó rechinar contra el asfalto y se asomó del todo hasta pisar la calle. Dio diez pasitos cortos hasta alcanzar los límites de la intersección, la frontera de los cuerpos caídos.
Se tendió entre ellos. Percibió las variaciones de textura de los grumos de chicle comprimidos por décadas de tráfico rodado, el olor de la humareda a ras de suelo, los derrames de aceite lubricante, los patinazos y los restos de neumáticos, los veranos de alquitrán recalentado. Se tumbó boca arriba, la cabeza ladeada, un brazo doblado sobre el pecho. Su cuerpo se sentía estúpido allí, un perlino espumarajo de grasa animal en medio de los desperdicios industriales. Por el rabillo del ojo vio la cámara barrer la escena a unos seis metros de altura. Aún se estaba preparando el plano maestro, pensó, mientras una mujer con una cámara manual rondaba por todas partes grabando un vídeo digital.
—¡Bobby, bloquéalo! —gritó un foquista a un auxiliar.
Con el tiempo, la calle se sumió en el silencio. Se apagaron las voces, desapareció la sensación de movimiento en el perímetro. Notó la presencia de los cuerpos, de todos ellos, la respiración de los cuerpos, el calor y el correr de la sangre, personas distintas entre sí que en ese momento eran todas iguales, amasadas, seres humanos amontonados en cierto modo, vivos y muertos a la vez, todos juntos. No eran más que extras en una escena multitudinaria, pero la experiencia era fuerte, total, abierta, tanto que a duras penas acertó a pensar en nada ajeno a ella.
—Hola —dijo alguien.
Era la persona que estaba más cerca de él, una mujer tendida boca abajo, un brazo extendido, la palma hacia arriba. Tenía el cabello castaño claro, o rubio oscuro. Quizás fuera beis. ¿Qué es el beis? Un castaño entre gris y amarillento, virado hacia un castaño rojizo. O alazán. Alazán le sonó mejor.
—¿Se supone que hemos de parecer muertos?
—No lo sé —dijo él.
—Nadie nos lo ha dicho. Y eso me frustra.
—Pues entonces hagámonos los muertos.
Por la postura de su cabeza estaba obligada a hablar con la boca pegada al asfalto, por lo que sus palabras le llegaban en sordina.
—Yo he optado adrede por esta postura tan incómoda. Al margen de lo que nos haya pasado, pensé, seguramente nos pasó sin advertencia previa. Quise reflejarlo individualizando a mi personaje por la postura. Tengo un brazo tan torcido que me duele, pero no me parecería bien cambiar de postura ahora. Me han dicho que la financiación se ha hundido del todo. No queda ni gota de dinero. Parece ser que sucedió en cuestión de segundos. Ésta es la última escena que van a rodar antes de posponer el rodaje indefinidamente. No tenemos excusa para compadecernos ahora, ¿verdad?
¿No tenía Elise el cabello alazán? No atinaba a ver la cara de la mujer, ella tampoco le veía la suya. Pero él había hablado, ella obviamente le había tenido que oír. Si se trataba de Elise, ¿no reaccionaría al oír la voz de su marido? De todos modos, ¿por qué iba a hacerlo? Esa reacción no era ni siquiera interesante.
El rumor de un camión a lo lejos le retumbó en la columna vertebral.
—Yo sospecho que en realidad no estamos muertos. A menos que seamos miembros de una secta —dijo—, implicados en un suicidio colectivo. Y de veras confío en que no sea el caso.
Se oyó una voz amplificada.
—A ver, atención todo el mundo. Ojos cerrados. Ahora, ni una palabra, ni un movimiento.
Comenzó el plano de la grúa con el lento descenso de la cámara, y cerró los ojos. Sin posibilidad de ver nada entre todos los demás, escrutó la masa de cuerpos igual que la cámara, con frialdad absoluta. ¿Fingían estar desnudos o lo estaban de veras? Eso ya no lo tenía nada claro. Eran muchas las tonalidades del color de la piel, pero él los veía a todos en blanco y negro, sin saber por qué. Tal vez una escena como ésa precisaba una monocromía sombría y apagada.
—Se rueda —gritó otra voz.
Le desgarró la mente el empeño por verlos allí en verdad, independientemente de la imagen proyectada en una pantalla de Oslo o Caracas. ¿O acaso eran esos lugares indiscernibles del lugar en que estaban? ¿Por qué hacerse tales preguntas? ¿Por qué ver tales cosas? Lo aislaban. Lo desplazaban, lo apartaban, y no era eso lo que deseaba. Deseaba estar entre ellos, convertido del todo en cuerpo, entre los tatuados, los de culo peludo, los que apestaban. Deseaba instalarse en el medio del cruce, entre los viejos de venas hinchadas y manchas hepáticas, junto al enano del bulto en la cabeza. Se le ocurrió que allí probablemente había gente con enfermedades que los consumían, al menos unos cuantos que no se dejaban disuadir, mientras se les desescamaba la piel. Estaban los jóvenes, los fuertes. Él era uno de ellos. Era uno de los patológicamente obesos, los bronceados, los que estaban en plena forma, los de mediana edad. Pensó en los niños, en la escrupulosa belleza de su fingimiento, tan formal, tan nítida en el perfil de sus huesos. Él era uno. Estaban los que tenían la cabeza apoyada en el cuerpo de otros, en el pecho o la axila, sea cual fuese la agria prestación de refugio. Pensó en los que estaban tumbados boca arriba, las extremidades bien abiertas al cielo, los genitales en el centro del mundo. Había una mujer morena con una pequeña mancha roja en el centro de la frente, por los buenos auspicios. ¿Había algún hombre con una extremidad amputada, con un valiente muñón amarrado por debajo de la rodilla? ¿Cuántos cuerpos ostentaban cicatrices quirúrgicas? ¿Y quién es la chica de los tirabuzones, doblada sobre sí misma, prácticamente perdida del todo bajo su cabello, a la que se le ven las puntas rosadas de sus pies?
Quiso volverse a mirar, pero no abrió los ojos hasta que no pasó un largo momento y oyó la voz suave de un hombre:
—Corten.
Dio un paso y extendió un brazo hacia atrás. Sintió una mano depositada en la suya. Ella lo siguió hasta la sección vallada de la acera. A oscuras, él se dio la vuelta y la besó a la vez que pronunciaba su nombre. Ella se encaramó a su cuerpo, lo envolvió con ambas piernas e hicieron allí el amor, el hombre de pie, la mujer a horcajadas, en medio del pétreo olor de la demolición.
—He perdido todo tu dinero —le dijo él.
La oyó reír. Notó el espontáneo aliento en la cara, el golpe de aire húmedo. Había olvidado el placer de sus risas, una media tos humeante, una risa de fumadora, salida de una vieja película en blanco y negro.
—Yo pierdo cosas a todas horas —dijo ella—. Esta mañana perdí el automóvil. ¿Hemos hablado antes de esto? No lo recuerdo.
Eso es lo que parecía, la escena siguiente en una película en blanco y negro que se proyectara en los cines del mundo entero, sólo que al margen del guión y necesitada de una ampliación de fondos para redondear el presupuesto. Tras el gentío desnudo, los dos amantes aislados, libres de la memoria y del tiempo.
—Primero robé el dinero, después lo perdí.
—¿Y dónde, si se puede saber? —dijo ella entre risas.
—En el mercado.
—Pero ¿dónde? —dijo ella—. Quiero decir, ¿adónde va cuando lo pierdes?
Ella le lamió la cara y se apretó contra su cuerpo y él no supo recordar adónde había ido a parar el dinero. Ella le pasó la lengua por un ojo y la frente. Extasiado, la aupó aún más y le hundió la cara en los pechos. Los notó saltar, vibrar.
—¿Qué sabrán los poetas del dinero? Lo suyo no es más que amar el mundo y recorrerlo en un verso. Nada más que eso —dijo ella—. Y esto otro también.
En esto, ella le puso una mano en la cabeza y lo sujetó, lo agarró del pelo con un puño escalofriante, apartando de sí su cabeza e inclinándolo para besarlo, un beso tan prolongado, con tal abandono, con tal calor de su ser, que él creyó que por fin la conocía, su Elise, suspirando, con la lengua entera, mordiéndole la boca, respirando palabras entrecortadas y difusas y murmullos agonizantes, entre besos y susurros y palabras aniñadas, el cuerpo de ella fundido al suyo, las piernas enrolladas en torno a él, las nalgas calientes en sus manos.
En el instante en que él supo que la amaba, ella deslizó el cuerpo y escapó de sus brazos. Se coló por la estrecha abertura entre los tablones y él la vio atravesar la calle. Allí fuera no se movía nada. Ella era el único indicio de movimiento, desaparecidos el equipo de rodaje y los extras, los aparatos, y ella fresca y plateada y esbelta, caminando con la cabeza bien alta, con precisión técnica, hacia el último tráiler que aún quedaba en la gasolinera, en donde encontraría su ropa, se vestiría deprisa y desaparecería.
Se vistió a oscuras. Notó la polvorilla de la calle, minuciosamente áspera, que le tachonaba la espalda y las piernas. Buscó a tientas los calcetines sin hallarlos, de modo que volvió descalzo a la calle, con los zapatos en la mano.
Había desaparecido el último de los tráilers, el cruce estaba desierto. Esta vez no se sentó delante, con el chófer. Prefería viajar en el camarín posterior de su limusina forrada de corcho, bañado por la luz broncínea, a solas en el fluir del espacio, fijándose en las líneas y las texturas, las suaves transiciones, tal forma, tal rugosidad moduladas hasta ser tales otras. El alargado interior disponía de un empuje, de un fluido movimiento hacia atrás, y le llegaba el olor a cuero que lo rodeaba, el panel de cedro rojo empleado en el tabique de partición. Notaba el mármol bajo los pies, frío como un hueso. Contempló el mural que decoraba el techo, una aguada en tinta oscura, semiabstracta, que mostraba la alineación de los planetas en el momento de su nacimiento, calculado con todo detalle de hora, minuto y segundo exactos.
Cruzaron la Undécima Avenida hasta adentrarse en los eriales. Garajes destartalados, almacenes y tinglados hechos pedazos. Reparación de automóviles, lavado y engrase, venta de coches usados. Un rótulo que decía Colisiones, S. L. Automóviles despiezados y apilados en la acera, de espaldas a la calle. Era la última manzana antes del río, una zona no peatonal, no residencial, aparcamientos vallados con alambre de espino, una zona perfectamente adecuada para su limusina en el estado en que se encontraba. Se puso los zapatos. El automóvil se detuvo ante la entrada de un garaje subterráneo, donde pasaría la noche y probablemente el resto de la eternidad, al menos hasta que fuese desahuciado, aprovechado por piezas, desguazado del todo.
Se levantó el viento. Estaba en la calle, cerca de una vivienda abandonada, con las ventanas tapiadas mediante tablones, un candado de hierro allí donde estuvo en su día la puerta. Pensó que no le importaría hacerse con una lata de gasolina y pegarle fuego al coche. Crear a la orilla del río una pira de madera, cuero, goma e instrumentos electrónicos. Sería la gran cosa, tanto de hacer como de ver. Esto es la Cocina del Infierno. Quemar el automóvil hasta dejarlo reducido a un amasijo de chatarra renegrida, metal inerte, allí mismo, en plena calle. Sólo que a Ibrahim no podía someterlo a semejante espectáculo.
Soplaba el viento con fuerza desde el río. El chófer y él se encontraron al costado del automóvil.
—Por la mañana, a primera hora, allí se pueden ver equipos de hombres con monos blancos. Son los que lavan las limusinas. Todo un mercado de limusinas. Vuelan los trapos.
Los dos hombres se dieron un abrazo. Ibrahim montó en el automóvil y lo guió sin sobresaltos hacia la rampa de bajada al garaje. La reja de acero bajó tras él. Saldría con su propio vehículo por la rampa de la calle siguiente para poner rumbo a su casa.
La luna era más que nada una sombra, una rodaja menguante que llevaba veintidós días de órbita, según calculó.
Siguió de pie en la calle. No quedaba nada por hacer. No había supuesto que esto pudiera sucederle a él. Era un momento carente de apremios, de propósitos. No lo había planeado así. ¿Dónde quedaba la vida que había llevado siempre? A ningún sitio deseaba encaminarse, en nada le apetecía pensar, nadie lo esperaba. ¿Cómo iba a dar un solo paso en ninguna dirección, si todas las direcciones eran la misma?
Entonces sonó un disparo. Un sonido que voló en el viento. Era algo, sí, un sucedido, aunque también era prescindible, un ruido hueco que apareció y desapareció en un aliento, llevándose sólo una muy tenue insinuación de peligro. No quiso exagerarlo, sacarlo de la debida proporción. Hubo otro disparo al que siguió la voz de un hombre que gritaba su nombre a voz en cuello, en una serie de ritmos trocaicos, en un tono muy agudo, más helador que el ruido de un arma de fuego.
ERIC MICHAEL PACKER
Así que era algo personal. Recordó el arma que llevaba en el cinto. La empuñó y se dispuso a esprintar hacia un par de contenedores pequeños que había en la acera, no muy lejos. Allí hallaría resguardo, un parapeto desde el cual devolver los disparos. En cambio, siguió donde se hallaba, en medio de la calle, de cara al edificio con el candado. Sonó otro disparo, apenas nada, perdido en el viento desgarrado. Le pareció procedente de la tercera planta.
Contempló su pistola. Era un revólver de cañón corto, pequeño, romo, con el gatillo grande. Verificó el estado del tambor, donde sólo había cinco balas. Sin embargo, ya sabía que no iba a contar sus disparos.
Se preparó para disparar con los ojos cerrados, visualizando su dedo en el gatillo con todo detalle, y viendo también mentalmente al hombre en la calle, a sí mismo, telescópicamente, frente a la casa abandonada.
Sin embargo, algo se movía hacia él. Lo vio por el rabillo del ojo, por encima del hombro izquierdo. Abrió los ojos del todo. Era un hombre en bicicleta, un mensajero con el torso desnudo, que pasó con olímpico desprecio, los brazos bien abiertos, antes de dar un brusco giro para enfilar por West Side Highway, rumbo al norte, entre las terminales y los muelles.
Eric lo miró un instante, maravillado a medias ante la visión. Entonces se volvió y disparó. Disparó contra el edificio en sí mismo, en cuanto edificio. Ése era el blanco. Para él, tenía perfecto sentido. Le resolvía muchos problemas sobre el quién o a quiénes.
El hombre también disparó.
¿Por qué interpreta la gente los disparos como fuegos de artificio, como resultado de un tubo de escape defectuoso? Porque no es a ellos a quienes ha cercado un asesino.
Se acercó al edificio. El candado de hierro parecía formidable, la puerta entera un mamparo de hierro chapado. Pensó en pegarle un tiro al candado por la simple estupidez cinemática del gesto. Supo que debía haber otra entrada, porque el candado no lo podría abrir quien estuviera dentro. Había un portón a su izquierda, unos peldaños, un callejón estrecho y lleno de cagadas de perro, que conducía a un patiecillo atestado de desechos, a espaldas del edificio.
Empujó el viejo portón destartalado. Su entrenadora de musculación era mujer, una letona. Cedió en el acto el portón y entró en el edificio. En la parte de atrás, el vestíbulo, si es que eso es aún una palabra, era cenagoso. Había un hombre muerto o dormido allí tirado. Caminó sorteando el cuerpo y subió dos tramos de escaleras, en la penumbra que proyectaban dos escuálidas bombillas.
El viento soplaba por las plantas superiores. El yeso de los rellanos estaba desconchado, el suelo cubierto por toda suerte de residuos, despojos, basura de la calle. En la tercera planta pasó por encima de diversas comidas sin terminar, todas en bandejas de poliestireno, llenas de colillas apuradas al máximo. No quedaba en pie más que una puerta, y el viento soplaba racheado por una ventana sin tapiar con tablones. Le agradó el ruido del viento al golpetear en las habitaciones, por los pasillos. Le gustó ver un par de ratas que avanzaban hacia los restos de comida allí cerca. Las ratas, buena cosa. Las ratas eran espléndidas, acertadas, de gran solidez temática.
Se plantó ante la única vivienda que aún conservaba la puerta. Estaba de espaldas a la pared, el hombro contra la jamba. Sostenía la pistola junto a su cara, la boca del cañón hacia arriba, mirando adelante, el pasillo por donde corría el viento, sin ver nada con un máximo de claridad, aunque pensando a fondo en el momento.
Entonces volvió la cabeza y vio el arma a escasos centímetros de su cara.
—Tuve un arma con la que podía hablar —dijo—. En checo. Pero me deshice de ella. De lo contrario, estaría aquí de pie tratando de imitar la voz de Torval para que respondiera el mecanismo de disparo. Resulta que sé cuál es el código. Me veo aquí de pie, susurrando Nancy Babich Nancy Babich e impostando la voz de Torval. Puedo decir su nombre porque está muerto. Era un sistema de armamento, no un arma. Tú sí eres un arma. He visto cien situaciones como ésta. Un hombre y un arma y una puerta cerrada. Mi madre me llevaba a menudo al cine. Eso hacíamos cuando éramos madre e hijo. Y vi doscientas situaciones en las que un hombre se encuentra ante una puerta cerrada con una pistola en la mano. Mi madre se sabía los nombres de todos los actores. Él adoptaba la misma postura que yo ahora, de espaldas a la pared. Está tieso como una estaca, sostiene la pistola tal como yo la sostengo ahora, con la boca del cañón para arriba. Se vuelve de repente y abre la puerta de una patada. La puerta siempre está cerrada, pero siempre se abre al primer patadón. Igual pasaba en las películas antiguas y en las películas modernas. Daba lo mismo. Estaba junto a la puerta, propinaba la patada. Ella se sabía hasta el segundo nombre de los actores, su historia conyugal, el nombre del asilo donde dormita su madre, abandonada en un sillón. Siempre basta con una sola patada. La puerta se abre de golpe. He dejado las gafas de sol en el automóvil o en la peluquería. Me veo aquí mismo, de pie, susurrando en vano. Nancy Babich, coño de mierda. Bien, y otra vez ¿qué? En cuanto pronunció su nombre, tal vez el sistema de fuego quedó en estado operativo durante un período específico, o bien hasta agotar el último de los proyectiles que contuviera. Y es que no logro imaginar que fuera necesario pronunciar su nombre una y otra vez, disparando con febril rapidez en un callejón frente a unos asesinos sin rostro. Ay, las madres y sus películas de media tarde. Nos sentábamos en salas de cine que estaban desiertas, en donde le explico que no es posible pegar una patada a una puerta y contar con que se abra a la primera. No hablamos de puertas escuálidas, meras mosquiteras en las peores barriadas, donde las matanzas tienden a ser la película que más se proyecta al azar. Yo era un niño y era algo pedante, pero sostengo que no me faltaba razón. Él no ha dicho mi nombre, yo no he dicho el suyo. Pero ahora que ha muerto puedo decir su nombre. Sé algo de checo, cosa que suele tener cierta utilidad en los restaurantes y los taxis, pero nunca he estudiado a fondo la lengua. Podría seguir aquí plantado y confeccionar una lista de las lenguas que sí he estudiado, pero ¿qué sentido tendría? Nunca me ha gustado pensar en el pasado, remontarme en el tiempo, revisar el día o la semana o la vida misma. Aplastar y destruir. Eviscerar. El poder funciona mejor cuando no se le adhieren los recuerdos. Tieso como una estaca. Siempre que sucedía siendo madre e hijo me daba por decirle que quien hubiera hecho la película en cuestión no tiene ni idea de lo mucho que cuesta pegarle una patada a una puerta bien recia en la vida real. Me las debí de dejar en la peluquería, ¿no? Titanio y neoplástico. Daba lo mismo qué clase de película fuésemos a ver, siempre era una película de suspense, de espías, del Oeste, un romance, una comedia en la que siempre aparecía un hombre ante una puerta, con la pistola en la mano, preparado para echarla abajo de una patada. Al principio me daba lo mismo cómo fuera su relación. Ahora tiendo a pensar que hicieron cosas asombrosas, pues, si no, ¿por qué iba a empeñarse en decirle el nombre de ella en un susurro, hablando con su arma? El poder funciona mejor cuando no hace distingos. Incluso en las de ciencia ficción, se planta con la pistola de rayos y echa la puerta abajo de una patada. ¿Qué diferencia hay entre el protector y el asesino si los dos hombres están armados y los dos me odian? Veo su estúpida mole encima de ella. Nancy Nancy Nancy. O dice si no su nombre entero, porque eso es lo que le dice a su arma. Me pregunto dónde vive ella, en qué piensa cuando toma el autobús para ir a trabajar. Me puedo plantar aquí mismo y verla salir del cuarto de baño secándose el pelo. Las mujeres descalzas sobre un suelo de parquet me vuelven loco, me producen flojera en las rodillas. Sé que estoy conversando con una pistola que no me puede responder, pero ¿cómo se desviste cuando se desviste? Estoy pensando que ella lo veía en su casa, o en casa de él, para hacer lo que hacían. Aquellas madres y sus tardes en el cine. Íbamos al cine porque intentábamos aprender a estar juntos a solas los dos. Éramos fríos uno con otro, estábamos perdidos, el alma de mi padre intentaba localizarnos, acomodarse en nuestros cuerpos, no es que yo necesitara ni buscara tu simpatía. Me la imagino a ella en celo, acalorada en pleno sexo, inexpresiva, porque lo que hace es muy propio de Nancy Babich, con la cara como una máscara. Digo su nombre, pero no el de él. Antes era capaz de decir el nombre de él, pero ahora sé que no, porque sé qué sucedió entre ambos. Pienso en una fotografía de él, enmarcada, sobre la cómoda de ella. ¿Cuántas veces tienen que follar dos personas antes de que una de las dos merezca morir? Estoy aquí de pie, presa de la ira por dentro. Dicho de otro modo: ¿cuántas veces voy a tener que matarlo? Estas madres que se tragan la ficción consistente en derribar una puerta de una patada. ¿Qué es una puerta? Una estructura móvil, que por lo común pivota sobre unas bisagras, que cierra una vía de entrada y requiere embates de una fuerza tremenda, y bien prolongados, antes de que se pueda forzar su apertura.
Retrocedió un paso alejándose de la pared y se dio la vuelta, situándose directamente frente a la puerta. Le asestó una patada con el talón. Se abrió a la primera.
Entró pegando tiros. No apuntó antes de disparar. Se limitó a disparar a quemarropa. Que se manifestara.
Las paredes estaban derribadas. Eso fue lo primero que vio a la luz temblorosa. Se encontraba ante un espacio de tamaño indefinido, lleno de escombros por todas partes. Trató de vislumbrar al sujeto. Había un sofá hecho harapos, vacío, y una bicicleta estática al lado. Vio un pesado escritorio de metal, como de un barco de guerra de época, cubierto de papeles. Vio los restos de una cocina, un cuarto de baño, espacios brutalmente vaciados allí donde estuvieron las instalaciones al uso. Había un retrete portátil, una cabina de color naranja, tomada de un solar en construcción, de unos dos metros de altura. Estaba embarrado, ahumado, abollado. Vio una mesita de café, una vela sin encender en un platillo, una docena de monedas esparcidas en torno a una pistola Mk.23, con un acabado negro, mate, y una longitud total de veintitrés centímetros, equipada con un módulo de mira láser.
Se abrió la portezuela del cuarto de baño y salió un hombre. Eric volvió a disparar con indiferencia, trastornado por la apariencia del individuo. Iba descalzo, con vaqueros y camiseta, una toalla sobre la cabeza y los hombros, como si fuese un echarpe de oraciones.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Ésa no es la pregunta. La pregunta —dijo Eric— es la que tú tienes que contestar. ¿Por qué quieres matarme?
—No, ésa no es la pregunta. Eso es demasiado fácil para ser la pregunta. Quiero matarte para que algo tenga cierto peso en mi vida. ¿Ves qué fácil?
Se acercó a la mesa y empuñó el arma. Luego se sentó en el sofá y se agazapó, medio perdido bajo el sudario de la toalla.
—No eres un hombre reflexivo. Yo tengo una vida interior consciente —dijo—. Dame un cigarrillo.
—Dame algo de beber.
—¿Me reconoces?
Era un hombre menudo, iba sin afeitar, parecía absurdo al intentar manejar un arma tan formidable. La pistola lo dominaba, a pesar del dramatismo que le daba la toalla sobre la cabeza.
—No te alcanzo a ver bien.
—Siéntate. Hablemos.
Eric no quería sentarse en la bicicleta estática. La confrontación quedaría reducida a mera farsa. Vio una silla de plástico, la silla del escritorio, y la acercó a la mesa del café.
—Eso sí me apetece. Sentémonos a charlar —dijo—. He tenido un día largo y complicado. Cosas, gente. Es buena hora para una pausa filosófica. Un poco de reflexión, eso es.
El hombre hizo un disparo contra el techo. Se sobresaltó. No Eric, sino el otro, el sujeto.
—No estás familiarizado con esa arma. Yo he disparado esa arma. Es un asunto muy serio. Esto, en cambio… —dijo enredando con el revólver—. Estoy pensando en instalar una galería de tiro en mi vivienda.
—¿Y por qué no en el despacho? Podrías ponerlos a todos en fila y pegarles un tiro uno por uno.
—Conoces el despacho. ¿Es así? Has estado en el despacho.
—Dime quién crees que soy.
El espanto que entrañaba esa necesidad imperiosa, la expectación a medias consentida, dejó bien claro que la siguiente palabra que dijera Eric, o la que dijera después, bien podría ser la última que saliera de sus labios. Estaban frente a frente, la mesita de por medio. Prácticamente no se le ocurrió que él podría ser el primero en disparar. Tampoco sabía a ciencia cierta si le quedaba alguna bala en el tambor.
—No lo sé. ¿Quién eres? —dijo.
El hombre se despojó de la toalla. A Eric no le dijo nada. Tenía la frente despejada. El cabello era una escarificación que le colgaba en guedejas sucias, lacias, ralas.
—A lo mejor, si me dijeras cómo te llamas.
—No reconocerías mi nombre.
—Los nombres se me dan mejor que las caras. Dime cómo te llamas.
—Benno Levin.
—Ese nombre es de pega.
El hombre se quedó un tanto paralizado.
—Es de pega. Es falso.
Estaba molesto, avergonzado.
—Es falso. No es el verdadero. Pero creo que ahora sí te reconozco. Estabas ante el cajero automático de un banco esta mañana, poco después de mediodía.
—Así que me viste.
—Me resultabas conocido. No entendí por qué. A lo mejor trabajabas para mí. Me odias. Me quieres matar. Estupendo.
—Todo lo acaecido en nuestras vidas, en la tuya y en la mía, nos ha traído hasta este instante.
—Excelente. No me sentaría nada mal una cerveza grande, bien fresca.
A pesar de su desaseo, su aspecto macilento y greñudo, la ceniza de la desesperanza, brillaba una luz en los ojos del sujeto. Encontró un motivo de ánimo en la idea de que Eric lo hubiera reconocido. No era tanto que lo hubiera reconocido, sino más bien que lo había visto sin más. Lo había visto y había encontrado la ligazón, por tenue que fuera, en una calle saturada de gente. Era algo prácticamente extraviado dentro de la desesperada compostura del hombre, un grado de atención que no era ni propia de una fiera ni por fuerza mortífera.
—¿Qué edad tienes? Es algo que me importa.
—¿Acaso piensas que la gente como yo no podemos existir?
—¿Qué edad?
—Existimos. Cuarenta y uno.
—Un número primo.
—Pero no es interesante. A lo mejor ya he cumplido cuarenta y dos, es posible, porque ahora ya no llevo la cuenta, ¿o quizás debería?
El viento soplaba por los pasillos. Parecía helado. Se volvió a cubrir la cabeza con la toalla. Las puntas le colgaban sobre los hombros.
—Me he convertido en un enigma para mí mismo. Eso dijo San Agustín. Y ahí radica mi enfermedad.
—Es un buen comienzo. Es una visión crucial de uno mismo —dijo Eric.
—No estoy hablando de mí. Es de ti de quien hablo. Toda tu vida consciente es una pura contradicción en los términos. Por eso has orquestado tu propia caída en desgracia. ¿Por qué estás aquí? Eso es lo primero que te dije cuando salí del retrete.
—Me había fijado en el retrete. Es una de las primeras cosas en que me fijé al entrar. ¿Qué sucede con tus desperdicios?
—Hay un agujero bajo la instalación. Abrí un agujero en el suelo. Luego coloqué la cabina de tal modo que los dos agujeros encajen uno en otro.
—Los agujeros son interesantes. Hay libros enteros que tratan sobre agujeros.
—Hay libros que tratan de una mierda. Pero queremos saber por qué razón has entrado por tu propio pie en una casa en la que dentro hay alguien dispuesto a matarte.
—De acuerdo. Dímelo tú. ¿Por qué estoy aquí?
—Tendrás que ser tú quien me lo diga. Alguna especie de fallo inesperado. Un espasmo de tu amor propio.
Eric se paró a pensarlo. Al otro lado de la mesa, el hombre estaba cabizbajo. Sujetaba el arma entre las rodillas con ambas manos. Era una actitud paciente y pensativa.
—El yen. No he conseguido averiguar qué pasa con el yen.
—El yen.
—No casa, no he sabido interpretarlo.
—Así que te lo has llevado todo por delante.
—El yen se me escapaba. Esto no me había pasado nunca. Me sentí descorazonado.
—Es porque no tienes corazón. Dame un cigarrillo.
—No fumo cigarrillos.
—La ambición desmedida. El desprecio. Podría hacer la lista entera. Puedo poner nombre a los apetitos, a las personas. Unas maltratadas, otras ignoradas, otras perseguidas. La totalidad del yo. La ausencia de remordimientos. Ésos son tus dones —dijo con tristeza, sin asomo de ironía.
—¿Qué más?
—Una extraña sensación en los huesos.
—¿El qué?
—Dime si me equivoco.
—¿El qué?
—Intuición de una muerte prematura.
—¿Qué más?
—Veamos. Dudas secretas. Dudas que jamás podrías reconocer.
—Sabes unas cuantas cosas.
—Sé que sólo fumas puros. Sé todo lo que se ha dicho y se ha escrito sobre ti. Sé lo que se te ve en la cara, tras años de estudiarla.
—Has trabajado para mí. ¿En qué?
—Análisis de divisas. Me ocupaba del baht.
—El baht es interesante.
—Me encantaba el baht. Pero tu sistema obedece a una norma tan rigurosamente microtemporal que no podía ponerme al día. No lo encontraba. Es infinitesimal. Empecé a aborrecer mi trabajo, y a ti, y a todos los dígitos que aparecían en mi pantalla, y cada minuto de mi vida.
—Cien satangs por cada baht. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—No lo reconocerías.
—Dime cómo te llamas.
Se retrepó y apartó la mirada. Decir su nombre se le antojaba una derrota esencial, el más íntimo de los fracasos de carácter, de voluntad, pero era también tan inevitable que no tenía sentido ofrecer resistencia.
—Sheets. Richard Sheets.
—No me dice nada.
Dijo estas palabras a la cara de Richard Sheets. No me dice nada. Notó una huella del viejo placer rancio, dejando caer un comentario improvisado que basta para que quien lo recibe se sienta indigno. Tan nimio, tan olvidable, que genera semejante turbulencia.
—Dime. ¿Supones que te robé alguna idea? Propiedad intelectual, vaya.
—¿Qué más da lo que suponga nadie? Cientos de cosas por minuto. Que lo suponga o lo deje de suponer es lo de menos, para mí es algo real. Tengo síndromes provenientes de donde son reales, de Malasia por ejemplo. Las cosas que imagino y supongo se convierten en realidad. Poseen el tiempo y el espacio de las realidades.
—Me estás obligando a ser razonable. Eso no me gusta.
—Padezco ataques de ansiedad grave. Pienso que el órgano sexual se me está reabsorbiendo en el cuerpo.
—Pero no es así.
—Que se me encoge y se me hunde en el abdomen.
—Pero no es así.
—Tanto si lo es como si no, yo sé que sí.
—Enséñamelo.
—No me hace falta verlo. Hay creencias populares. Hay epidemias que sobrevienen y punto. Millares de hombres, presa de verdadero miedo y de dolor.
Cerró los ojos y disparó contra la tablazón del suelo, entre sus pies. No los volvió a abrir hasta que el eco dejó de reverberar en la estancia.
—De acuerdo. La gente como tú puede existir. Esto lo entiendo. Lo creo. No así en la violencia. No con esa arma. Esa arma es un craso error. Tú no eres un hombre violento. La violencia ha de ser real, basarse en motivos reales, en fuerzas del mundo que en fin. Por eso aspiramos a defendernos o a realizar una acción agresiva. El crimen que deseas cometer no es más que una imitación de medio pelo. Es una fantasía rancia. La gente lo hace porque lo hace otra gente. Es otro síndrome, una cosa que te infectan los demás. Carece de historia.
—Todo es historia —dijo—. Todo absolutamente es historia. Eres repugnante, demencialmente rico. No me hables ahora de tus obras de caridad.
—No hago obras de caridad.
—Ya lo sé.
—Tú no estás resentido con los ricos. Ésa no es tu sensibilidad.
—¿Cuál es mi sensibilidad?
—Mera confusión. Por eso no encuentras empleo.
—¿Por qué?
—Porque quieres matar a la gente.
—Ésa no es la razón de que no encuentre empleo.
—Entonces ¿cuál es?
—Pues que apesto. Huéleme.
—Huéleme tú —dijo Eric.
El sujeto se paró a pensar.
—Incluso cuando te autodestruyes, lo que deseas es fracasar más, perder más, morir más que los demás, apestar más que los demás. En las antiguas tribus, el jefe que destruía sus propiedades en mayor medida que los demás jefes era el más poderoso.
—¿Y qué más?
—Tienes infinidad de razones por las cuales vivir y morir. Yo no tengo nada, ni para lo uno ni para lo otro. Ésa es otra razón para matarte.
—Richard. Escucha.
—Quiero que se me conozca por el nombre de Benno.
—Estás agitado por creer que no tienes un papel que realizar, que no tienes lugar. Pero tienes que preguntarte de quién es la culpa. Porque en realidad poca cosa merece tu odio en esta sociedad.
Benno se rió al oír esto. Se le desorbitaron un tanto los ojos y miró en derredor estremeciéndose de risa. Era una risa sin un ápice de alegría, cada vez más estremecida. Tuvo que depositar el arma sobre la mesa para reírse y estremecerse a sus anchas.
—Piensa —dijo Eric.
—Piensa, ya.
—La violencia requiere una causa, una verdad.
Estaba pensando en el guardaespaldas de la cara llena de cicatrices, con aire de combatiente, la estampa dura y achaparrada y el nombre eslavo, Danko, que había peleado en guerras de sangre ancestral. Estaba pensando en el sij al que le faltaba un dedo, el conductor al que entrevió fugazmente al compartir un taxi con Elise, muy a primera hora del día, de la vida, en una hora de la que apenas guardaba memoria. Pensaba también en Ibrahim Hamadou, su propio chófer, torturado por razones políticas o de religión o de odio entre clanes, víctima de una violencia enraizada e impulsada por los espíritus de los antepasados de sus enemigos. Pensaba incluso en André Petrescu, el asesino pastelero, en todos los pasteles en la cara y las palizas que se había llevado por toda recompensa.
Pensó por fin en el hombre que se había pegado fuego y se imaginó de nuevo en la escena, en Times Square, viendo arder su cuerpo, o en el cuerpo, si era un cuerpo, que miraba entre gases y llamas.
—En el mundo no hay más que otras personas —dijo Benno.
Le costaba trabajo hablar. Las palabras le explotaban en la cara, no tanto sonoras cuanto impetuosas, barbotadas en tensión.
—Un día se me ocurrió esta idea. Fue la idea de mi vida. Estoy rodeado por otras personas. Es cuestión de comprar y vender, cuestión de almorzar juntos. Pensé: míralos, mírame. En la calle, la luz brilla a mi través. Soy un como se diga, permeable a la luz visible.
Abrió por completo los brazos.
—Pensé en todas esas otras personas. Pensé cómo conseguían llegar a ser quienes son. En bancos y aparcamientos. En billetes de avión en sus ordenadores. Restaurantes llenos de gente que conversa. Gente que firma el original del albarán de pago. Gente que saca la copia al carbón del soporte de cuero y separa la copia del comerciante de la copia del cliente y se guarda la tarjeta de crédito en la cartera. Ya sólo con eso bastaría. Es gente que tiene médico que a su vez los somete a pruebas. Sólo con eso —dijo—. Yo soy un desamparado en un sistema que para mí no tiene ni pies ni cabeza. Tú quisiste que yo fuera un desvalido robot soldado, pero yo sólo llegué a ser un desamparado.
—No —dijo Eric.
—O el calzado de mujer. Los nombres que tienen para todos esos zapatos. Las personas en el parque, detrás de la biblioteca, tomando el sol.
—No. Tu crimen carece de conciencia. No te ves impulsado a ello por una opresiva fuerza social. Odio ponerme a razonar. Tú no estás en contra de los ricos. Nadie está en contra de los ricos. A todo el mundo le faltan diez segundos para hacerse rico. Al menos, eso piensa todo el mundo. No. Tu crimen es sólo mental. Otro imbécil que se lía a tiros en un restaurante porque sí, sin más.
Miró la Mk.23 posada sobre la mesa.
—Las balas que atraviesan las paredes y el suelo. Qué inútil, qué estúpido —dijo—. Tu propia arma es una fantasía. ¿Cómo se llama?
El sujeto parecía dolido y traicionado.
—¿Cómo se llama el añadido que sobresale encima del protector del gatillo? ¿Cómo se llama? ¿Para qué sirve?
—De acuerdo. No tengo hombría para saber esos nombres. Los hombres saben esos nombres. Tú tienes la experiencia de la hombría. Yo no me puedo adelantar a pensar con tanta antelación. Es cuanto puedo hacer para ser persona.
—La violencia requiere una carga, un propósito.
Apretó el cañón de su pistola, Eric, contra la palma de la mano izquierda. Tenía que pensar con total claridad. Pensó en su jefe de seguridad tirado en el asfalto cuando aún le restaba un segundo de vida. Pensó en otros a lo largo de los años, nublados, sin nombre. Sintió la enorme conciencia del remordimiento. Lo atravesó despacio con el nombre de la culpa, extrañó qué blando le parecía el gatillo contra el dedo.
—¿Qué haces?
—No lo sé. Quizás nada —dijo.
Miró a Benno y apretó el gatillo. Comprendió que en el arma quedaba una bala más o menos en el instante en que disparó, un brevísimo instante antes, demasiado tarde para que importara. El disparo le abrió un agujero en toda la mano.
Agachó la cabeza sin ideas y notó el dolor. Sintió el calor en toda la mano. Era abrasador el destello. Parecía disgregado del resto de él, con una perversa vida propia en su pequeña trama secundaria. Cerró los dedos, el corazón con temblores. Creyó que estaba notando un descenso de tensión sanguínea hasta la franja en que perdería el conocimiento. Le manaba la sangre por la palma y el dorso, y una oscura decoloración, una marca abrasiva, comenzó a extenderse por la palma.
Cerró los ojos para resistirse al dolor. No tenía ningún sentido, a pesar de lo cual lo hizo de un modo intuitivo, como gesto de mera concentración, su implicación directa en la actividad hormonal que reduciría el dolor.
Frente a él, al otro lado de la mesa, el hombre estaba envuelto en un sudario. No parecía que le quedase ya nada en ninguna parte, nada que valiese la pena hacer ni pensar. Las palabras caían de la toalla, meros sonidos, una mano sujeta en la otra, la mano inclinada apretando con fuerza la quieta, la inerte, la otra mano, a modo de identificación compasiva.
Estaba el dolor y estaba el sufrimiento. No era seguro que padeciera sufrimiento. Sí lo estaba de que Benno sufría. Eric lo vio aplicar una compresa fría a la mano destrozada. No era una compresa y no estaba fría, pero acordaron emplear ese término por el efecto paliativo que pudiera tener.
El eco del disparo le resonaba eléctrico en la muñeca, en la frente.
Benno anudó la compresa con esmero por debajo del pulgar, dos pañuelos que había dedicado unos minutos a trenzar en una sola espiral. En la zona inferior del antebrazo le había aplicado un torniquete, un mecanismo improvisado con un trapo y un lápiz.
Volvió al sofá y estudió a Eric, presa del dolor.
—Creo que deberíamos hablar.
—Estamos hablando. Llevamos un rato hablando.
—Tengo la sensación de conocerte mejor que nadie. Tengo asombrosas intuiciones, sean verdaderas o falsas. Antes te observaba meditar en tiempo real, online. La cara, el sosiego de tu postura. No podía abstenerme de mirarte. A veces te pasabas horas meditando. Sólo te servía para bajar aún más al fondo de tu corazón helado. Te observaba minuto a minuto. Te miraba a fondo. Te conocía. Ésa era otra razón para odiarte, que pudieras sentarte en una celda a meditar y yo no. A mí no me faltaba la celda. Pero nunca dispuse de la fijeza necesaria para adiestrar la mente, vaciar la mente, centrarme en un único pensamiento. Luego cerraste la página web. Cuando cerraste la página estuve no sé, muerto, durante mucho tiempo.
Había cierta blandura en la cara, un deje de arrepentimiento al reseñar el odio y la frialdad de corazón. Eric quiso corresponder. El dolor lo trituraba, lo empequeñecía, creyó, reducía su talla, su persona y su valor. No era la mano, sino el cerebro, aunque también la mano. La mano le parecía necrótica. Le pareció percibir el olor de un millón de células al morir.
Quiso decir algo. Soplaba de nuevo el viento, ahora más fuerte, revolviendo el polvo de las paredes derruidas. Había algo intrigante en ese ruido, el viento de puertas adentro, un filo, la sensación de desprotección, un salto sin transiciones del interior al exterior, los papeles que se arremolinaban por los pasillos, la puerta al cerrarse de golpe y abrirse de nuevo.
—Tengo la próstata asimétrica —dijo.
Lo dijo con un hilillo de voz apenas audible. Se hizo un silencio que duró medio minuto. Notó que el sujeto de nuevo lo miraba de hito en hito, el otro. Cierta sensación de calidez, de implicación humana.
—Yo también —musitó Benno.
Se miraron uno al otro. Nueva pausa.
—¿Qué quiere decir eso?
Benno asintió unos momentos. Fue feliz de estar allí sentado, asintiendo.
—Nada. No quiere decir nada —dijo—. Es algo inofensivo. Una mutación inofensiva. Nada de qué preocuparse. A tu edad, ¿por qué vas a preocuparte?
Eric jamás creyó que llegaría a percibir tan gran alivio al oír esas palabras de labios de un hombre con el cual compartía una misma situación. Sintió que le invadía el bienestar. Una vieja aflicción desaparecida de un plumazo, esa clase de conocimiento a medias sofocado que ronda los pensamientos más vagos. Los pañuelos estaban empapados de sangre. Notó la paz, una dulzura que se asentaba en todo su ser. Aún sostenía la pistola con la mano buena.
Benno seguía asintiendo envuelto en la toalla.
—Debieras haber escuchado lo que te decía la próstata —dijo.
—¿Cómo?
—Intentaste predecir los movimientos del yen inspirándote en patrones tomados de la naturaleza, cómo no. Las propiedades matemáticas de los anillos que se forman en los árboles, las pepitas de girasol, las extremidades de las espirales galácticas. Todo eso lo aprendí yo con el baht. Me encantaba el baht. Me maravillaban las armonías cruzadas entre la naturaleza y los datos. Eso me lo enseñaste tú. El modo en que las señales de un pulsar, en la mayor profundidad del espacio, siguen secuencias numéricas clásicas, que a su vez pueden describir las fluctuaciones de un determinado valor de mercado, de una divisa. Eso me lo enseñaste tú, cómo pueden ser intercambiables los ciclos del mercado con los ciclos temporales de la cría del saltamontes, la cosecha del trigo. A esa forma de análisis le diste una horrorosa, sádica precisión. Pero algo se te olvidó por el camino.
—¿El qué?
—La importancia que tiene lo que se tuerce, las cosas que se desvían un poco. Ibas en busca del equilibrio, de la belleza del equilibrio, la igualdad de las partes, la igualdad de las caras. Lo sé de sobra. Te conozco. Pero tendrías que haber estado atento al yen en sus tics, en sus caprichos. Sus caprichitos. El contratiempo.
—El error de fábrica.
—Ahí estaba la respuesta, en tu cuerpo. En tu próstata.
En la afable comprensión de Benno no quedaba el menor residuo de reprimenda. Probablemente tenía razón. Algo había en lo que acababa de decir. Tenía sentido, cuadraba, registraba la curva del sentido. A fin de cuentas, tal vez resultara un asesino digno de serlo.
Rodeó la mesita y le despegó los pañuelos para observar la herida. Los dos lo hicieron. La mano estaba rígida, una pieza de tosco cartón, las venas reventadas cerca de los nudillos, engrisecida. Benno fue al escritorio y encontró unas servilletas de papel. Volvió, retiró la compresa ensangrentada y colocó las servilletas sobre la herida, por la palma y por el dorso. Luego alzó ambas manos, las suyas, bien separadas, en un gesto de incertidumbre, de expectación. Las servilletas se pegaron a la herida. Se puso en pie y observó hasta quedar seguro de que no iban a moverse.
Permanecieron un rato en silencio, cara a cara. El tiempo estaba suspendido, palpable en el aire. Benno se inclinó encima de la mesa y le quitó la pistola de la mano.
—Todavía tengo la necesidad de pegarte un tiro. Estoy deseoso de hablar de esto. Pero no me queda vida a no ser que lo haga.
El dolor era el mundo. La mente no podría hallar lugar fuera de él. Oía el dolor, un zumbido como de electricidad estática, en la mano y la muñeca. Cerró de nuevo los ojos un solo instante. Se sintió contenido en la oscuridad pero también más allá, en la superficie exterior ya levemente iluminada, al otro lado, como si perteneciera a las dos caras, percibiendo las dos, siendo el que era y viéndose como era.
Benno se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro. Estaba inquieto, descalzo, una pistola en cada mano. Fue más allá de las ventanas tapiadas de la pared norte, pasando por encima de unos cables de electricidad, de los desconchones del yeso y la tablazón demolida de las paredes.
—¿Nunca se te ocurre ir a caminar por el parque que está detrás de la biblioteca, a ver a toda esa gente que se sienta en las sillitas y bebe algo en las mesas de las terrazas después del trabajo, a oír cómo se mezclan sus voces en el aire, y te entran ganas de matarlos a todos?
Eric se lo pensó despacio.
—No —dijo.
El hombre dio la vuelta entre los restos de la cocina, deteniéndose para separar un tablón suelto en la ventana y mirar a la calle. Algo dijo mirando a la noche, y reanudó su ir y venir. Estaba nervioso, con tembleque, caminaba como si bailase, musitaba algo audible esta vez, sobre un cigarrillo.
—Me está entrando el ataque de pánico coreano. Se debe a que he contenido la cólera durante todos estos años. Pero ya no ha de ser. Es preciso que mueras. Lo demás no importa.
—Podría decirte que mi situación ha cambiado, y mucho, en el transcurso del día.
—Yo tengo mis síndromes, tú tienes tu complejo. La caída de Ícaro. Es lo que te has hecho tú solito. Te has derretido al sol. Te precipitarás casi metro y medio de cabeza a la muerte. No es demasiado heroico.
Estaba a espaldas de Eric, quieto, respirando de manera ruidosa.
—Incluso si un hongo vive entre los dedos de mis pies, me habla. Incluso si un hongo me dijera que te matase, tu muerte quedaría más que justificada debido al lugar que ocupas en la tierra. Incluso si fuera un parásito que residiera en mi cerebro. Incluso así. Me transmite mensajes del espacio exterior. Incluso así, el crimen es real porque tú eres una figura cuyos pensamientos y actos afectan a todo el mundo, a la gente, donde quiera que esté. Yo tengo la historia, como tú la llamas, de mi parte. Tienes que morir por cómo piensas, por cómo actúas. Por tu vivienda, por lo que has pagado por ella. Por tus chequeos médicos diarios. Bastaría con eso. Chequeos médicos diarios. Por lo mucho que tenías y lo mucho que has perdido, tanto da. Tanto por perderlo como por amasarlo. Por la limusina que desplaza el aire que la gente necesita para respirar en Bangladesh. Bastaría con eso.
—No me hagas reír.
—No te hagas reír tú.
—Eso te lo acabas de inventar. Tú no has pasado ni un instante de tu vida preocupado por los demás.
Entendió que el sujeto iba a echarse atrás.
—De acuerdo. Pero el aire que respiras. Bastaría. Los pensamientos que tienes.
—Podría decirte que mis pensamientos han evolucionado. Ha cambiado mi situación. ¿No importaría eso? Tal vez no tenga por qué.
—No importa. Pero si tuviera un cigarrillo, quizás sí. Un cigarrillo. Una calada a un cigarrillo. Entonces probablemente no tendría que pegarte un tiro.
—¿Eso es lo que te dice el hongo que te habla? Te lo digo en serio. Todo el mundo oye voces. Hay quien oye a Dios.
Lo dijo completamente en serio. Quiso decirlo con la máxima seriedad, oír cualquier cosa que dijera el hombre, toda la narración informe de su desentrañamiento.
Benno dio la vuelta a la mesita y se dejó caer en el sofá. Dejó el viejo revólver y admiró su arma de tecnología punta. Tal vez fuera un arma de precisión, tal vez fuera un simple descarte del ejército con uno o dos días de antigüedad. Se bajó más la toalla sobre la cara y apuntó a Eric.
—De todos modos, ya estás muerto. Eres como alguien que ya estuviera muerto. Como alguien que llevara cien años muerto. Muchos siglos muerto. Los reyes. La realeza en pijama, devorando un cordero lechal. ¿Había utilizado yo la palabra lechal alguna vez? Se me acaba de ocurrir, a saber de dónde ha salido, lechal.
Eric lamentó no haber matado a tiros a sus perros, a sus borzois, antes de salir de la vivienda por la mañana. ¿Se le había llegado a ocurrir hacerlo, con la frialdad de una premonición? Además estaba el tiburón en el acuario de nueve metros de largo, con coral y algas marinas, encastrado en una pared de bloques de cristal pulidos al chorro de arena. Podría haber dejado órdenes a sus ayudantes para que transportaran al tiburón a las costas de Jersey y lo pusieran en libertad.
—Yo aspiraba a que tú me sanaras, me salvaras —dijo Benno.
Le brillaban los ojos bajo el dobladillo de la toalla. Los tenía clavados en Eric de una forma devastadora. Pero no fue una acusación lo que encontró en ellos. En los ojos había una súplica retroactiva, una esperanza, una necesidad en ruinas.
—Quería que tú me salvaras.
En la voz vibraba una intimidad terrible, una proximidad de sentimiento y de experiencia que Eric no pudo corresponder recíprocamente. Sintió tristeza por el hombre. Qué solitaria dedicación, qué odio, qué decepción. El hombre lo conocía de una manera tal como nadie lo había conocido jamás. Estaba medio derrumbado en el sofá, apuntándolo con la pistola, pero ni siquiera la muerte que tan necesaria le parecía para su liberación podría servir de nada, cambiar nada. Eric le había fallado a ese hombre dócil y sin amistades, a ese hombre enfurecido, un lunático, y volvería a fallarle, de modo que hubo de apartar de él la mirada.
Miró el reloj. Por pura casualidad miró el reloj. Estaba aún en su muñeca, la correa de piel de cocodrilo, entre las servilletas pegadas a la herida y el torniquete con el lápiz amarillo. Pero el reloj no daba la hora. Había una imagen, una cara en la esfera, y era la suya. Eso significaba que había activado la cámara electrónica sin proponérselo, quizás cuando se pegó el tiro. La cámara era un instrumento de tal refinamiento microscópico que era casi información en estado puro. Era casi metafísica. Operaba desde dentro de la armazón del reloj, recopilando imágenes en la más inmediata vecindad para desplegarlas sobre la esfera.
Giró el brazo y desapareció la cara, sustituida por unos cables que colgaban del techo. Siguió un zoom gracias al cual apareció una cucaracha sobre el cable, en tránsito lento. La estudió, tanto las partes de la boca como las alas delanteras, absorto en su belleza, tan detallada y reluciente. Cambió entonces algo a su alrededor. No entendió qué podría significar tal cosa. ¿De qué podía tratarse? Cayó en la cuenta de que ya había tenido esa misma sensación, de manera muy tenue, no desde luego con esa densidad, con esa textura, y la imagen resultó ser un cuerpo boca abajo en el suelo.
Notó que se le callaba la sangre, una pausa en el ser.
No había ningún cuerpo a la vista. Pensó en el que había visto antes, en el vestíbulo, pero ¿cómo iba a mostrar la pantalla la imagen de un objeto que no estaba en el espectro de barrido de la cámara?
Miró a Benno, meditabundo y distante.
¿De quién era el cuerpo? ¿Cuándo? ¿Se habrán refundido todos los mundos, se habían vuelto todos los estados posibles presentes de golpe al mismo tiempo?
Movió el brazo, enderezándolo y flexionándolo, enfocando con el reloj de seis maneras distintas, pero el cuerpo de un hombre en un plano general persistía en pantalla. Contempló la cucaracha que avanzaba con su especializada lentitud por los bucles y costuras del cable, a un paso embobado, arcádico, devorador de hojas, creyendo que se encontraba en un árbol, y redirigió la cámara al insecto. Pero el cuerpo en decúbito prono permanecía en pantalla.
Miró a Benno. Tapó el reloj con la mano buena. Pensó en su mujer. Echaba en falta a Elise, quiso hablar con ella, decirle que era hermosa, mentir, engañarla, vivir con ella en sagrado y regular matrimonio, cenar con los amigos, preguntarle qué le había dicho el médico.
Cuando miró el reloj vio el interior de una ambulancia, bolsas de suero colgadas, cabezas que daban botes. La imagen no duró ni un segundo, aunque la escena, la circunstancia, resultaba familiar de un modo ultraterreno. Tapó el reloj y miró a Benno, que se mecía de delante atrás con un ligero aire místico, musitando. Miró la esfera del reloj. Vio una serie de cámaras, un muro entero de cámaras o compartimentos, todos ellos sellados. Vio entonces que uno se abría por deslizamiento. Tapó el reloj. Volvió a mirar al insecto en el cable. Cuando de nuevo miró el reloj, vio una etiqueta de identificación. Era una etiqueta en primer plano, adherida a una pulsera de plástico. Supo, supuso que seguiría un zoom. Pensó en tapar el reloj, pero no lo hizo. Vio un primerísimo primer plano de la etiqueta y leyó la inscripción. Varón Z. Sabía qué quería decir. No sabía cómo lo sabía. ¿Cómo sabemos lo que sabemos? ¿Cómo sabemos que es blanca la pared que estamos mirando? ¿Qué es el blanco? Tapó el reloj con la mano buena. Sabía que Varón Z es la designación que se da a los cuerpos de un varón no identificado en un depósito de cadáveres.
Mierda, estoy muerto.
Siempre había tenido la aspiración de convertirse en polvillo cuántico, de trascender su masa corporal, el blando tejido que recubre los huesos, los músculos y la grasa. La idea consistía en vivir más allá de los límites asignados, en un chip, en un disco, mera colección de datos, en un remolino, un giro radiante, una conciencia salvada del vacío.
La tecnología era inminente o no lo era. Era algo cuasimítico. Era el siguiente paso natural. Nunca sucedería. Es ahora cuando sucede, un avance evolutivo que necesitaba sólo de la configuración práctica de un mapa del sistema nervioso para traducirlo a un soporte de memoria digital. Ése había de ser el golpe maestro del capital cibernético, ampliar la experiencia humana hacia el infinito en tanto medio propicio para el crecimiento empresarial y de las inversiones, de la acumulación de beneficios, de poderosas inyecciones de retroinversión.
Pero su dolor era una interferencia en su inmortalidad. Era crucial para su condición inconfundible, era demasiado vital para puentearlo, y no era susceptible, le pareció, de una emulación por ordenador. Las cosas que le hacían ser quien era a duras penas podían identificarse, y mucho menos convertirse en meros datos, las cosas que vivían y bullían en su cuerpo, en todas partes, al azar, levantiscas, cientos de miles de millones de billones, en las neuronas y los péptidos, en el latir de una vena en la sien, en los virajes de su libidinoso intelecto. Con todo lo que había ido y venido, ése es quien era, el sabor perdido de la leche mamada en el pecho materno, lo que estornuda cuando estornuda, ése es él, y es de ver cómo se convierte una persona en un reflejo que ve en un escaparate polvoriento al pasar. Llegará a conocerse de una manera intraducible a través de su dolor. Qué cansado se encontraba. La fuerza con que había sujetado el mundo entero, las cosas materiales, grandes cosas, sus recuerdos verdaderos y los falsos, la vaga y enfermiza incomodidad de los crepúsculos en invierno, intransferibles, las noches de palidez en que su identidad se aplana por la falta de sueño, la minúscula verruga que percibe en el muslo siempre que se ducha, todo eso es él, y el modo en que el jabón que emplea, el olor y el tacto de la pastilla cóncava le hace ser quien es porque pone nombre a la fragancia, amandina, y el modo en que le pende la polla, intransferible, y esa rodilla que le duele de una manera extraña, el ruido que emite cuando la flexiona, todo eso es él, y tantas cosas más que no resultan convertibles a una sublimación, a la tecnología de la mente sin fin.
Miró la pared del fondo, que era blanca. El insecto seguía posado en el cable. Lo vio descender por el cable. Retiró entonces la mano buena del reloj y miró la esfera. Seguía la leyenda en pantalla: Varón Z.
Quedaba un rastro enzimático, la vieja bioquímica del ego, el yo en plena saturación. Se imaginó a Kendra Hays, su guardaespaldas y amante, en el proceso de enjugar sus vísceras con vino de palma para la ceremonia del embalsamamiento. Ella daba la talla exacta para la tarea, por su estructura ósea, por el color de su piel, por la superposición de planos. El suyo era un rostro tomado de un mural de algún templo funerario enterrado en la arena durante cuatro mil años, con dioses cinocéfalos postrados a su alrededor.
Pensó en la jefa de su departamento financiero y amante sin que mediara contacto, Jane Melman, masturbándose con discreción en la última fila de la capilla fúnebre, con un vestido azul oscuro, con cinturón, durante la penumbra susurrante del velatorio.
Había otra cosa por considerar, que se había casado cuando se casó por dejar una viuda. Imaginó a su esposa, su viuda, afeitándose la cabeza tal vez como reacción ante su muerte, decidida a llevar luto durante un año, y contemplando el entierro desde un terreno aislado, desde cierta distancia, acompañada por su madre y los medios de comunicación.
Quiso que lo enterrasen en su bombardero nuclear. No tanto que lo enterrasen, sino que lo incinerasen, lo deflagrasen y lo enterrasen también. Quiso que lo solarizasen. Quiso que el avión, guiado por control remoto y con su cuerpo embalsamado en la bodega, con traje y corbata, y turbante, junto con los cuerpos de sus perros muertos, sus altos y sedosos lebreles rusos, alcanzase la altitud máxima, se estabilizara a velocidad supersónica y se precipitase en picado contra la arena, convertido en una única bola de fuego, dejando una obra de arte terrestre, arte de tierra abrasada que entraría en interacción con el desierto y sería custodiado a perpetuidad bajo los auspicios de su marchante y legataria, Didi Fancher, amante suya durante muchos años, para su respetuosa contemplación por parte de grupos previamente aprobados y de individuos esclarecidos y acogidos a la sección de exenciones fiscales contemplada en el apartado 501 (c) (3) del Código de la Dirección General de Hacienda.
¿Qué dijo el médico?
Está bien, no es nada, es normal.
Tal vez tampoco deseara esa vida a fin de cuentas, empezar desde la ruina, tener que llamar un taxi en el tráfago de un cruce atestado, lleno de ejecutivos todavía jóvenes y bromistas, los brazos en alto, el cuerpo en ágil movimiento para abarcar a la vez los cuatro puntos cardinales. ¿Qué deseaba que no fuera póstumo? Contempló el espacio sin ver nada. Comprendió qué le faltaba, el impulso depredador, la sensación de excitación inmensa que le había impulsado a lo largo de sus días, la inapelable, embriagadora necesidad de ser.
Su asesino, Richard Sheets, está sentado frente a él. Ha perdido todo interés por el hombre. En sus manos contiene el dolor de su vida, todo el dolor, no sólo emocional, y cierra los ojos una vez más. Éste no es el fin. Está muerto dentro de la esfera de cristal de su reloj, pero aún está vivo en el espacio original, a la espera de que suene el disparo.