3

Tenía la piel castaño coralino y unos pómulos bien definidos. En los labios llevaba una película de propóleo. Le gustaba que la mirasen, hacía del acto de desnudarse un gesto orgullosamente público, un modo de desvelarse por encima de las fronteras de las naciones, al que añadía un punto desafiante y ligeramente ostentoso.

No se quitó el body acorazado, de ZyloFlex, mientras tuvieron trato carnal. La idea había sido de él. Ella le dijo que esa fibra a prueba de balas era la más ligera y la más flexible que era posible encontrar en el mundo, así como la más fuerte, resistente incluso a las puñaladas.

Se llamaba Kendra Hays y parecía estar a sus anchas en su presencia. Boxearon en broma un segundo y medio. Él le lamió el cuerpo aquí y allá, dejando regueros de saliva.

—Estás en plena forma —le dijo ella.

—Un seis por ciento de grasa corporal.

—Ése es el número que gastaba yo. Luego me entró la pereza.

—¿Cómo te lo trabajas?

—Pesas y máquinas por la mañana. Salgo a correr de noche por el parque.

Tenía la piel canela, o rojiza, o una aleación de cobre y bronce. Él se preguntó si a ella le parecía tan normal cuando subiera sola en un ascensor o pensara en el almuerzo.

Se despojó ella del chaleco y se llevó el whisky, atentamente escanciado por el servicio de habitaciones, hasta la ventana. Sus ropas estaban plegadas en una silla cercana. Él deseaba pasar un día en silencio en esa celda de meditación, limitándose a mirar la cara y el cuerpo de ella, como si fuera un ejercicio Tao o una suerte de ayuno mental. No le preguntó qué conocía acerca de la amenaza verosímil. No le interesaban los detalles al menos de momento, y Torval de todos modos habría dicho poca cosa a los guardaespaldas.

—¿Ahora dónde está?

—¿Quién?

—Tú ya sabes quién.

—En el vestíbulo. ¿Torval? Viéndolos subir y bajar. Danko está fuera, en el descansillo.

—¿Quién es ése?

—Danko. Mi socio.

—Es nuevo.

—Yo soy nueva. Él te guarda los pasos desde hace algún tiempo, desde las guerras de los Balcanes. Es un veterano de guerra.

Eric estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la cama, metiéndose cacahuetes en la boca, mirándola.

—¿Qué te dirá de esto?

—¿Torval? ¿A él te refieres? —parecía divertida—. Di su nombre.

—¿Qué te va a decir?

—Que mientras estés sano y salvo… Es su trabajo —dijo ella.

—Los hombres se vuelven posesivos. Cómo, no me digas que no lo sabías.

—Había oído el rumor. Lo cierto es que técnicamente hablando yo dejé de estar de servicio hace una hora. De modo que aquí estoy, disfrutando de mi tiempo libre.

Ella le gustaba. Cuanto más seguro estaba de que Torval iba a detestarla, más le gustaba ella. Por aquello, Torval iba a aborrecerla con hervores de sangre. Se iba a pasar semanas fulminándola con los ojos, bajo sus cejas tormentosas.

—¿Te resulta interesante?

—¿El qué? —dijo ella.

—Proteger a alguien que corre peligro.

Deseaba que se moviera un ápice a la izquierda, para que le alcanzara en la cadera el resplandor de la lámpara de mesa.

—¿Por qué lo haces voluntariamente? ¿Por qué asumes los riesgos?

—Quién sabe, tal vez tú lo valgas —dijo ella.

Mojó un dedo en el líquido, pero olvidó lamérselo.

—A lo mejor lo hago por la pasta. El sueldo no está nada mal. ¿Riesgos? Yo no pienso en los riesgos. Supongo que el riesgo es asunto tuyo. Eres tú el que está en la telaraña.

A ella le pareció gracioso.

—Pero ¿es interesante?

—Es interesante estar cerca de un hombre al que alguien quiere matar.

—Ya sabes lo que dicen por ahí, ¿no?

—¿El qué?

—La lógica ampliación de los negocios es el asesinato.

También resultó gracioso.

—Muévete un poco a la izquierda —dijo él.

—Un poco a la izquierda.

—Eso es. Estupendo. Perfecto.

Tenía la piel de un castaño trigueño, el pelo recogido y muy pegado al cuero cabelludo.

—¿Qué clase de arma te facilitó?

—Una pistola paralizante. Aún no se fía de mí para el uso de la fuerza asesina.

Ella se acercó a la cama y retiró el vaso de vodka que tenía él. Era incapaz de dejar de meterse cacahuetes en la boca.

—Tendrías que comer de manera más sana.

—Hoy es un día distinto. ¿Cuántos voltios descarga el arma a tu disposición?

—Cien mil. Te bloquea el sistema nervioso. Te caes de rodillas. Así —dijo ella.

Vertió unas gotas de vodka en sus genitales. Le picó, le ardió. Ella se rió al hacerlo, él quiso que lo repitiera. Vertió otro chorrito y se inclinó a lamérselo, a limpiarle con la lengua el rastro de vodka, y se arrodilló a horcajadas encima de él. Ella sostenía un vaso en cada mano y trataba de mantenerse en equilibrio para no derramar más líquidos mientras los dos rebotaban y reían.

Él se terminó el whisky de ella y se puso a devorar cacahuetes a puñados mientras ella se duchaba. La vio ducharse y pensó que era una mujer de cinchas y cinturones. A determinados niveles, nunca estaría desnuda del todo.

Luego se plantó junto a la cama para verla vestirse. Ella se tomó su tiempo, la coraza corporal abrochada sobre el torso, los pantalones a punto de abrochar, luego los zapatos, y se encajaba la cartuchera en la cintura cuando lo vio de pie en calzoncillos.

—Paralízame —dijo él—. En serio. Saca la pistola y dispara. Quiero que lo hagas, Kendra. Muéstrame cómo sienta. Necesito más. Enséñame algo que no conozca. Paralízame, redúceme a mi ADN. Adelante, vamos, hazlo. Acciona el gatillo. Apunta y dispara. Quiero que me descargues todos los voltios que contenga el arma. Hazlo. Dispara. Ahora.

El automóvil estaba aparcado ante el hotel, al otro lado de la calle, frente al Barrymore, donde un grupo de fumadores se congregaba a la hora del descanso de la función teatral bajo la marquesina.

Se sentó en el coche a comprar más yenes a crédito, a contemplar los números de su fondo hundirse en la bruma por varias pantallas. Torval permanecía bajo la lluvia con los brazos cruzados. Era una figura solitaria en medio de la calle, frente a una serie de muelles de carga desiertos.

Gastar en yenes a espuertas liberaba a Eric del influjo de su neocórtex. Se sentía incluso más libre que de costumbre, afinado para percibir los registros de su cerebro inferior, cobrando distancia de la necesidad de tomar acción de manera inspirada, de hacer juicios originales, de mantener la independencia de sus principios y convicciones, todas las razones por las cuales las personas están bien jodidas, pero las aves y las ratas no.

Seguramente algo tenía que ver la pistola paralizante. El voltaje le había hecho gelatina la musculatura durante diez minutos, un cuarto de hora, en los que estuvo rodando sobre la moqueta del hotel con electroconvulsiones, extrañamente alborozado, privado de sus facultades de raciocinio.

Pero ahora era capaz de pensar con claridad, lo suficiente para entender qué estaba ocurriendo. Las divisas daban tumbos por doquier. Se extendían como la pólvora los fallos bancarios. Encontró la cava humidificada y encendió un puro. Los estrategas no eran capaces de explicar la velocidad ni la profundidad del desplome. Abrían la boca, farfullaban palabras. Él sabía que era el yen. Sus actos relacionados con el yen estaban provocando tormentas de total desorden. Estaba tan apalancado, la cartera de su empresa era tan grande y se ramificaba tanto, ligada de manera crucial a los asuntos internos de tantas instituciones clave, todas ellas recíprocamente vulnerables, que todo el sistema empezaba a correr grave peligro.

Fumó mirando los monitores, sintiéndose fuerte, orgulloso, idiota y superior. También estaba aburrido y un tanto desdeñoso. Estaban haciendo una montaña de un grano de arena. Creía que todo concluiría en un día o dos, y a punto estaba de enviar una orden en clave al chófer cuando se percató de que la gente congregada bajo la marquesina miraba boquiabierta el automóvil, abollado, baqueteado, pintarrajeado.

Bajó la ventanilla y miró con más atención a una de las mujeres que allí estaban. En principio le pareció que era Elise Shifrin. En ocasiones, así pensaba en su mujer, con su nombre completo, debido a su relativa fama en las columnas de sociedad y en los libros de moda. Luego no estuvo muy seguro de quién era, porque la visibilidad se la obstruía en parte el propio grupo, o porque la mujer en cuestión tenía un cigarrillo en la mano.

Abrió con cierta dificultad la puerta y cruzó la calle. Torval lo acompañó a menos de un metro, a duras penas capaz de contener la ira.

—Necesito saber adónde va.

—Espera y entérate.

La mujer apartó la mirada cuando se acercó. Era Elise, evasiva, de perfil.

—Desde cuándo fumas.

Le respondió sin volverse a mirarlo, hablándole como si estuviera bastante lejos.

—Empecé a los quince. Es una de esas cosas de chicas. Así una sabe que es algo más que un cuerpo flacucho al que nadie mira siquiera. Pone una nota de dramatismo en su vida.

—Se fija en sí misma, luego se fijan otros en ella, luego se casa con uno de ellos, luego se van a cenar —dijo él.

Torval y Danko flanqueaban la limusina, que se desplazaba con parsimonia en medio de un tráfico poco denso, marido y mujer valorando despacio la perspectiva de cenar en alguno de los lugares más inmediatos. Uno de los monitores exponía un listado de los restaurantes de la calle y Elise eligió el pequeño local, infalible y subterráneo. Eric miró por la ventanilla y vio una rendija en el muro llamada Little Tokio.

El restaurante estaba desierto.

—Llevas un jersey de cachemir.

—Así es.

—Beis.

—Sí.

—Y tu falda de abalorios cosidos a mano.

—En efecto.

—Me acabo de fijar. ¿Qué tal el teatro?

—Me salí en el descanso, ¿no se nota?

—¿De qué trataba, quién actuaba? Trato de entablar una conversación.

—Fui por puro impulso. No había mucho público. A los cinco minutos de alzarse el telón entendí el porqué.

El camarero esperaba junto a la mesa. Elise pidió una ensalada mixta pero sobre todo verde, si pudiera ser, y una botella pequeña de agua mineral. No, con gas no, gracias, natural.

—Yo quiero el pescado crudo envenenado con mercurio —dijo Eric.

Se sentó mirando a la calle. Danko estaba ante la puerta, sin que lo acompañase la hembra.

—¿Y tu chaqueta?

—Y mi chaqueta.

—Antes llevabas una chaqueta. ¿Dónde la has dejado?

—Supongo que se habrá perdido en medio del follón. Ya has visto cómo quedó el automóvil. Nos agredieron los anarquistas. Hace tan sólo dos horas estábamos en pleno fregado, una manifestación antiglobalización. Ahora qué más da, olvídalo.

—Hay otra cosa que ojalá pudiera olvidar.

—Lo que notas es sólo olor a cacahuetes.

—¿No te he visto salir del hotel mientras estaba ante el teatro?

Él lo estaba disfrutando. Ella se ponía en desventaja al jugar a la interrogadora mezquina, y él se sentía juvenilmente inventivo y rebelde.

—Podría decirte que tuve una reunión de emergencia con todo el personal para afrontar la crisis. La sala de reuniones más cercana se encontraba en el hotel. O podría decirte que necesitaba ir al lavabo. En el automóvil hay retrete, pero eso tú no lo sabes. O que fui al gimnasio del hotel para quitarme con un poco de ejercicio las tensiones del día. Podría decirte que pasé una hora haciendo pesas. Que fui a nadar un rato, si es que el hotel tiene piscina. O que subí al ático para ver el destello de los rayos. Me maravilla que la lluvia tenga esa calidad de titilación que rara vez adquiere hoy en día. Es como un trallazo, un latigazo, cuando se ondula la lluvia sobre los tejados. O bien que el mueble bar del automóvil estaba inexplicablemente vacío y que entré a tomar una copa. Podría decirte que entré a tomar una copa en el bar del vestíbulo, donde siempre tienen cacahuetes frescos.

—Que aproveche —dijo el camarero.

Ella miró la ensalada. Comenzó a comérsela. Excavaba en la comida como si fuera comida de veras, no alguna extrusión de la materia que la ciencia no podría explicar.

—¿Ése es el hotel al que querías llevarme?

—No nos hace ninguna falta un hotel. Podemos hacerlo en el lavabo de señoras. Podemos hacerlo en el callejón de ahí atrás y armar un buen escándalo con los cubos de basura. Mira. Trato de hacer contacto de la manera más normal. Ver, oír. Reparar en tu estado de ánimo, tu manera de vestir. Es importante. ¿Llevas las medias rectas? Es algo que entiendo a determinados niveles. Qué pinta tiene la gente, qué se ponen para salir.

—Cómo huelen —dijo ella—. ¿Te molesta que lo diga? ¿Me porto como una esposa excesiva? Te voy a decir cuál es el problema. No sé cómo ser indiferente. No lo puedo dominar. Y esto me hace susceptible al dolor. Dicho de otro modo, me duele.

—Excelente. Ahora hablamos como habla la gente. ¿O no es así como hablan, eh?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Él se terminó el sake de un trago. Se hizo el silencio.

—Tengo la próstata asimétrica —dijo él.

Ella se retrepó en la silla y se paró a pensar, mirándolo no sin cierta preocupación.

—Y eso ¿qué significa?

—No lo sé —dijo él.

Hubo un ajuste palpable entre ambos, una inquietud compartida, la sensatez.

—Tienes que ir al médico.

—Acabo de estar en el médico. Recibo al médico todos los días.

La sala y la calle estaban completamente en silencio, hablaban en susurros. Él no creía que nunca hubieran estado tan estrechamente unidos.

—Acabas de ver al médico.

—Por eso lo sé.

Los dos se pararon a pensar. Con la solemnidad del momento, cada vez mayor, algo tenuemente humorístico se transmitió del uno al otro. Tal vez anide el humor en ciertas partes del cuerpo incluso a medida que su propia disfunción nos mata lentamente, los seres queridos congregados en torno al lecho, sobre las sábanas ensuciadas, otros fumando en el pasillo.

—Mira. Me casé contigo por tu belleza, pero no tienes por qué ser bella. Me casé contigo en cierto modo por tu dinero, por la historia que tiene, por el modo en que se ha acumulado a lo largo de las generaciones, a través de las guerras mundiales. No es algo que necesite, pero siempre sienta bien un poco de historia. Los criados de la familia. Las bodegas repletas de las mejores añadas. Reuniones íntimas de cata. Escupir juntos el residuo del merlot. Es una estupidez, pero es agradable. El vino embotellado en la propiedad de la familia. Las estatuas en el jardín renacentista, a los pies de la villa, en lo alto de un cerro, entre los limoneros. Pero no tienes que ser rica.

—Basta con que sea indiferente.

Ella se echó a llorar. Él nunca la había visto llorar, se sintió algo desvalido. Extendió la mano. Quedó ahí mismo, extendida entre ambos.

—En nuestra boda llevabas un turbante.

—Sí.

—A mi madre le encantó.

—Sí. Pero percibo un cambio. Introduzco un cambio. ¿Has mirado la carta? Tienen té verde helado. Es algo que te puede gustar. Las personas cambian. Ahora sé qué es lo que tiene importancia.

—Qué aburrimiento me produce. Por favor.

—Ahora sé qué es lo que tiene importancia.

—De acuerdo. Pero no pases por alto el tono de escepticismo —dijo ella—. ¿Qué es lo que ahora tiene importancia?

—Ser consciente de lo que me rodea. Entender la situación de los demás, los sentimientos de los demás. Saber, dicho en dos palabras, qué es lo que tiene importancia. Creía que tú tendrías que ser bella. Eso ya no es verdad. Era verdad a primera hora del día. Pero nada de lo que entonces era verdad es verdad ahora.

—Lo cual significa, entiendo yo, que no te parezco una mujer bella.

—¿Por qué tendrías que ser bella?

—¿Por qué tendrías tú que ser rico, famoso, inteligente, poderoso y temido?

Su mano seguía suspendida en el aire entre los dos. Tomó la botella de agua que pidió ella y se bebió lo que quedaba. Entonces le comunicó que la cartera de Packer Capital se había reducido prácticamente a la nada en el transcurso del día, y que su fortuna personal, de cientos de millones, se hallaba en ruinosa convergencia con esa realidad. También le dijo que alguien, en la noche que barría la lluvia, había hecho una amenaza verosímil, la amenaza de quitarle la vida. Luego la observó asimilar las noticias.

—Veo que comes —dijo él—. Eso es bueno.

Pero ella no estaba comiendo. Estaba asimilando las noticias, sentada en la blancura del silencio, con el tenedor en alto. Él quiso llevársela fuera, al callejón, y tener trato carnal con ella. Más allá de eso, ¿qué? No lo sabía. No lo podía imaginar. Nunca podría. Para él, tenía lógica que su futuro inmediato y su futuro a largo plazo se comprimieran en los acontecimientos, cualesquiera, que podrían constituir las siguientes horas, o minutos, o menos. Tales eran los únicos términos de la expectativa de vida que alguna vez había reconocido como algo real.

—Está bien. No pasa nada —dijo—. Me hace sentirme libre de un modo tal como nunca había conocido.

—Es espantoso. No digas cosas así. ¿Libre para qué? ¿Para arruinarte y morir? Escúchame. Te ayudaré financieramente. De veras que haré cuanto esté en mi mano para ayudarte. Te restablecerás a tu ritmo, a tu manera. Dime qué necesitas. Te prometo que te ayudaré. Pero como pareja, como matrimonio, creo que hemos terminado, ¿no te parece? Hablas de ser libre. Hoy debe de ser tu día de suerte.

Él se había dejado la cartera en la chaqueta, en la habitación del hotel. Ella pagó la cuenta y se echó a llorar de nuevo. Lloró mientras se tomaba un té al limón y cuando salieron juntos a la calle, muy abrazados los dos, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él.

Encontró el habano apagado en un cenicero, sobre el mueble bar, y lo volvió a encender. El aroma del puro le dio la sensación de gozar de una robustísima salud. Olía a bienestar, a una larga vida, incluso a plácida paternidad, todo ello escondido en las hojas que se quemaban.

Había otro teatro al otro lado de la calle, cerca del extremo más desolado de la manzana, el Biltmore. Vio los andamios que lo cubrían, los escombros de una reforma en un contenedor cercano. Se había emprendido una obra de restauración, las puertas de entrada estaban reforzadas por vigas, pero había gente que se colaba por la entrada de camerinos, jóvenes hombres y mujeres, en parejas y grupos apretados, provocativos, y le llegaron ruidos al azar, o sonidos industriales, o música en masivos latidos, en manchurrones, que procedía de lo más profundo del edificio.

Supo que iba a entrar. Pero antes tenía que perder algo más de dinero.

El cristal de su reloj de pulsera también era una pantalla. Cuando activó la función online, el resto de los rasgos de la esfera desaparecieron. Le costó unos instantes descodificar una serie de signaturas cifradas en clave. Ése era el medio que empleaba para piratear los sistemas de las corporaciones, para verificar gratuitamente sus medidas de seguridad. Lo hizo en ese momento para examinar la cuenta bancaria, la agencia de bolsa y las cuentas en diversos paraísos fiscales a nombre de Elise Shifrin, y para usurpar por medio de un algoritmo manipulado su personalidad y transferir los depósitos de tales cuentas a Packer Capital, donde abrió una nueva cuenta a nombre de ella, de modo más o menos instantáneo, pulsando con la uña del pulgar unos cuantos números en el minúsculo teclado que circundaba el bisel del reloj. Acto seguido procedió a perder más dinero, dilapidándolo de manera sistemática en medio de la humareda de los mercados más estruendosos. Lo hizo para cerciorarse de que no fuera posible aceptar su ofrecimiento de ayuda financiera. El gesto le había conmovido, pero era necesario resistirse, cómo no, a menos que pretendiera culminar la muerte de su propia alma. No fue ésta la única razón para derrochar lo que a ella le pertenecía por derecho de primogenitura. El gesto en sí también era una afirmación por su parte, una rúbrica de irónica vinculación definitiva. Que se derrumbase todo a la vez. Que se vieran uno al otro en estado puro, perecidos. Ésa era la venganza del individuo contra la mítica pareja.

¿A cuánto ascendía el capital de ella?

La suma le sorprendió. En dólares estadounidenses, el total alcanzaba setecientos treinta y cinco millones. Era un número lastimoso, un premio de lotería compartido por diecisiete trabajadores de una oficina de correos. Las propias palabras sonaban lastimosas, enclenques, y trató de sentir vergüenza por ella. De todos modos, ya todo era aire. Era el aire que fluye por la boca cuando todo está ya dicho. Eran líneas de un código que interactúan en un espacio simulado.

Que se vieran uno al otro bien limpios, bajo una luz asesina.

Danko lo precedió camino de la puerta de camerinos. Allí se hallaba estacionado un gorila inmenso, esteroideo, con anillos en los pulgares que representaban calaveras enjoyadas. Danko habló con él a la vez que se abría la chaqueta para mostrarle el arma y la cartuchera, buena prueba de sus credenciales, y el hombre le dio indicaciones. Eric siguió a su guardaespaldas por un pasillo enyesado y húmedo, para subir por un tramo de escaleras metálicas, estrechas, y salir a una pasarela sobre el escenario.

Contempló el teatro eventrado, dentro del cual era machacón el ruido electrónico. Los cuerpos se apretaban al máximo en el foso de la orquesta y en los palcos, y había gente que bailaba en medio de los escombros de la platea, aún no derruida del todo, y se prolongaban sin fisuras por las escaleras hasta el foyer, cuerpos en una danza ciclónica, y en escena y en el foso más cuerpos que se meneaban al compás, inundados por una luz acromática.

Una pancarta en una sábana, escrita a mano, colgaba de la platea:

LA ÚLTIMA JUERGA TECHNO

La música era fría y repetitiva, con bucles de ordenador que daban lugar a largos pasajes percusivos, a distantes túneles sonoros bajo el pulso del ritmo.

—Esto es una locura —dijo Danko—. Apropiarse del teatro entero. ¿Qué opina?

—No lo sé.

—Yo tampoco lo sé, pero me parece una locura. Yo diría que aquí hay droga para parar un tren. ¿Qué le parece?

—Que sí.

—Creo que es lo último en drogas de diseño. Lo llaman novo. Desaparece el dolor como por ensalmo. Vea qué bien se sienten.

—Son como niños.

—Es que son niños. Exactamente. ¿Qué dolor sentirán para necesitar empastillarse? La música, de acuerdo, demasiado alta, qué más da. Es hermoso cómo bailan. ¿Pero qué dolor sentirán si son tan jóvenes que ni siquiera podrían comprar unas cervezas?

—Ahora hay dolor a mansalva para todo el mundo —le dijo Eric.

Era difícil hablar y escuchar. Por fin tuvieron que mirarse el uno al otro, leerse los labios en medio del ruido paralizante. Ahora que conocía el nombre de Danko era capaz de verlo al menos de un modo parcial. Era un hombre de unos cuarenta años, de talla mediana, con cicatrices en la frente y la mejilla, la nariz curva y el cabello muy corto y erizado. No residía en sus prendas de vestir, en el jersey de cuello vuelto y la chaqueta, sino en un cuerpo amartillado a partir de experiencias vividas en crudo, cosas sufridas e infligidas hasta límites extremos.

La música devoraba el aire alrededor de ambos, brotando de enormes altavoces colocados en medio de los muros arruinados, en dos paredes opuestas. Comenzó a sentir algo propio del más allá, una extraña arritmia en la escena. Los bailarines parecían moverse en contra de la música, desplazarse cada vez con mayor lentitud, a medida que el tempo se comprimía y se aceleraba. Abrían la boca, giraban la cabeza. Todos los chicos tenían la cabeza ovoidal, las chicas formaban un culto a la inanición. La fuente de la luz se hallaba en el nivel del proyector, sobre la balaustrada de la platea, e irradiaba largas, frías oleadas de un gris a franjas. Para alguien que lo viese desde arriba, la luz caía entre los juerguistas con un cierto efecto de clemencia, un contrapunto visual al sonido ominoso. Había bajo la música una pista muy remota que recordaba una voz femenina, pero que no lo era. Hablaba y gemía. Decía algo que parecía tener sentido, pero no. La escuchó hablar fuera del alcance de todo el lenguaje humano jamás empleado, comenzó a echarla en falta cuando dejó de sonar.

—No me puedo creer que esté aquí —dijo Danko.

Miró a Eric y sonrió ante la idea de estar allí, entre adolescentes norteamericanos, en una revuelta estilizada, con una música que se apoderaba de uno, que reemplazaba la piel y el cerebro por un tejido digital. Había en el aire algo contagioso. No eran sólo la música y la luz las que los arrastraban, el espectáculo del baile en masa en un teatro despojado de asientos, de cuadros, de historia. Eric pensó que debía de ser también por la droga, el novo, que ampliaba sus efectos a partir de quienes la tomaban, hasta infectar a quienes no la habían ingerido. A uno se le pegaba aquello, lo que fuese. Primero estaba al margen, contemplándolo, y luego estaba dentro, con y en el gentío, densamente ensamblado, bailando como un solo cuerpo.

Allí abajo eran ingrávidos. Pensó que la droga seguramente tenía efectos de disociación, que desgajaba la mente del cuerpo. Era una masa sin rasgos diferenciadores, lejos de la preocupación y del dolor, arrastrada a una vítrea repetitividad. Toda la amenaza de la electrónica radicaba en la propia reiteración. Ésa era su música, a todo volumen, informe, exangüe, controlada. Y le empezaba a gustar.

Pero se sentía envejecido al verlos bailar. Había llegado y había pasado toda una época, una era sin contar con él. Los que bailaban se fundían unos en otros para no tener que encogerse en calidad de individuos. El estruendo era punto menos que insufrible, echaba raíces en su cabello, en sus dientes. Veía y oía en exceso. Pero ésa era su única defensa en contra de la ampliación de su estado mental. Como nunca había tocado ni probado la droga, como ni siquiera la había visto, se sentía un poco menos él mismo, un poco más los demás, los que allá abajo se corrían la juerga.

—Me dice cuándo nos vamos. Yo lo saco.

—¿Dónde está él?

—A la entrada. ¿Torval? Vigila a la entrada.

—¿Has matado a gente?

—¿A usted qué le parece? Como quien cose y canta —dijo.

Se hallaban en estado de trance, bailando a cámara lenta. La música adquirió una cadencia tendente hacia un canto fúnebre, con líricas florituras de teclado que entretejían cada segmento de lamentación. Era la última juerga techno, el fin de todo lo que supusiera el fin de algo.

Danko lo condujo abajo por la larga escalera y lo ayudó a atravesar el pasillo. Allí estaban los camerinos llenos de juerguistas, sentados y tendidos por todas partes, desparramados, derrumbados unos sobre otros. Se plantó en un umbral y miró. No eran capaces de articular palabra, de caminar siquiera. Uno le lamía la cara a otro, el único movimiento en el interior. A medida que se debilitaba su conciencia de sí mismo vio quiénes eran en medio de su delirio químico, y le pareció tierno, conmovedor, conocerlos en su fragilidad, la añoranza de su propio ser, porque no pasaban de ser más que niños que se esforzaban por no esparcirse por los aires.

Había llegado casi a la puerta del escenario cuando comprendió que Danko no estaba con él. Lo entendió. El hombre estaba allí dentro bailando, lejos del alcance de sus guerras y sus cadáveres, de sus francotiradores del alma que disparaban con la primera luz del día.

Fue paso a paso con Torval hasta el automóvil. Había dejado de llover. Buena cosa. Era claramente lo que tenía que haber sucedido. En la calle se posaba un relumbre de lámparas de sodio, un humor de suspense que fuera a desplegarse poco a poco.

—¿Dónde está?

—Decidió quedarse —dijo Eric.

—Bien. No lo necesitamos.

—¿Y ella?

—La he mandado a casa.

—Bien.

—Bien —dijo Torval—. Esto empieza a ponerse bien.

Alguien había acampado en la limusina. Estaba sentada en el sofá, medio arrellanada, a punto de quedarse roque, toda de plástico y andrajos, y Torval la echó a patadas. Hizo un baile para desembarazarse de sus garras y se quedó allí como un apósito, un montón de ropa que a duras penas se tenía en pie, sus pertenencias envueltas en hatillos, bolsas de bocadillos para las limosnas, colgadas del cinto.

—Necesito a una gitana. ¿Alguien sabe leer las líneas de la mano?

Una de esas voces sin uso, que suenan fuera del mundo.

—¿Y qué tal los pies? Léeme las plantas de los pies.

Él rebuscó algo de dinero en los bolsillos y se sintió un poco idiota, un poco desilusionado, tras haber amasado y haber perdido sumas con las que se podría colonizar un planeta, pero la mujer ya se marchaba por la calle con sus zapatos de suelas levantadas, sin billetes ni monedas que encontrar en sus pantalones, sin documentos de ninguna clase.

El automóvil atravesó la Octava Avenida, salió de la zona de los teatros, de la fila de restaurantes y salones, lejos de los locales de alquiler, más allá de las sucursales de las líneas aéreas y los expositores de automóviles, para ingresar en las manzanas más locales, mixtas, las más anodinas, donde abundaban las tintorerías y los patios de escuela, un indicio de las reyertas de antaño, del arcaico bullir acalorado de la Cocina del Infierno, el temblor de las escaleras de incendios adosadas a viejos edificios de ladrillo.

Escaseaba el tráfico, si bien el automóvil mantuvo el ritmo arrastrado de todo el día. Era porque Eric iba en su sillón hablando por la ventanilla abierta con Torval, que caminaba a la par que la limusina.

—¿Qué es lo que sabemos?

—Sabemos que no es un grupo. No es una célula terrorista organizada, no es un grupo internacional de secuestradores que actúe movido por el afán de obtener rescate.

—Es un individuo. ¿Nos importa?

—No le hemos puesto nombre. Pero tenemos la llamada telefónica. En el complejo están analizando las particulares inflexiones de la voz. Han hecho ciertas valoraciones. Y han empezado a proyectar el curso de acción más susceptible de tomar por parte del individuo.

—¿Cómo es que no me suscita la menor curiosidad este asunto?

—Porque no tiene importancia —dijo Torval—. Da igual quién sea, no tiene peso.

Eric estuvo de acuerdo, al margen de lo que significara. Avanzaban por la calle entre hileras de cubos de basura a la espera de que pasaran los camiones, dejando atrás algún hotelucho de medio pelo, la sinagoga de los actores. Había agua embarrada en las calles, más profunda a cada trecho que avanzaban, veinte, veinticinco centímetros de profundidad en los charcos, residuos de la rotura de la conducción de agua. Algunos trabajadores con petos luminosos y botas altas aún rondaban por la zona, bajo los focos, y Torval atravesaba a grandes zancadas generaciones de barrillo, chapoteando con cada paso enconado, hasta que el riachuelo disminuyó a poco más de dos dedos de agua estancada.

Más adelante unas barreras policiales impedían el acceso a la Novena Avenida. Al principio, Torval supuso que guardaba relación con las calles inundadas. Sin embargo, no había equipos de limpieza a uno y otro lado de la avenida. Pensó entonces que la comitiva presidencial iba de camino al centro, a alguna función de carácter social, tras haberse librado por fin del atasco. Pero se oía música a lo lejos y empezaba a congregarse la gente, demasiada gente, demasiado joven, con diversos tocados en la cabeza, de modo que no se explicaría el paso por la zona del séquito presidencial. Por fin habló con uno de los policías de las barreras.

Se trataba de un funeral.

Eric bajó del automóvil y se ubicó en la tienda de reparación de bicicletas de la esquina, Torval plantado cerca de él. Un hombre de enormes proporciones se aproximó en medio del gentío congregado, un tipo de anchas espaldas, carnoso, solemne, con pantalón de lino pálido y una camisa de cuero negro, sin mangas, accesorios de platino aquí y allá. Era Kozmo Thomas, mánager de una docena de raperos, que en tiempos había sido copropietario de un establo de purasangres en sociedad con Eric.

Se estamparon la palma de la mano y se dieron medio abrazo.

—¿Tú qué pintas aquí?

—¿No te has enterado?

—De qué —dijo Eric.

Kozmo se dio una palmada en el pecho con gesto reverencial.

—Brutha Fez.

—¿Qué le pasa?

—Ha muerto.

—No. Cómo. No puede ser.

—Muerto. Murió hoy mismo.

—¿Cómo no me he enterado?

—El funeral ha estado en marcha el día entero. La familia quiere dar a la ciudad la ocasión de rendirle sus respetos. El sello discográfico pretende un gran acontecimiento de explotación. Por todo lo alto. Calle tras calle. Hasta bien entrada la noche.

—¿Cómo no me he enterado? ¿Cómo es posible? Me encanta su música. Tengo su música en el ascensor de mi domicilio. Lo conozco.

Lo conocía. La tristeza, el tono plañidero del comentario encontró su eco en la música, el modelo qawwali de los ritmos devotos y las improvisaciones, con más de un milenio de antigüedad, limpio por fin del estrépito del tráfico y los coches aparcados.

—¿Qué, le han metido un tiro?

Primero la escuadrilla de motocicletas, las fuerzas policiales en formación de cuña. Dos furgonetas de seguridad privada, flanqueando a un coche oficial de la policía. Estaba más claro que el agua, otro rapero muerto, el protocolo de la estrella del rap que se va al otro barrio tarareando una tonada tras una salva de disparos, luego de no lograr rendir tributo feudal en forma de respeto, de dinero, de mujeres, a algún individuo veleidoso. Eran tiempos, vaya si lo era, de que los hombres influyentes topasen con un final tan turbio.

Kozmo parecía receloso.

—Fez tenía problemas de corazón desde hace años. Desde los tiempos del instituto. Había visitado a especialistas, había visitado a sus curanderos mediante la fe. Se le había desgastado el corazón. No, nada que ver con un tunante abatido en un callejón. Al bueno de Fez no le habían hecho apenas la prueba de la alcoholemia desde que cumplió los diecisiete.

Llegaron entonces los diez coches cubiertos de coronas florales, repletos de rosas que se mecían con la brisa. Acto seguido, el coche fúnebre, un coche descubierto, dentro del cual yacía Fez de cuerpo presente, en un féretro colocado con cierta inclinación, de modo que el muerto fuera visible, asfódelos por doquier, de un rosa carne, las flores del Hades, adonde las almas de los muertos acuden para hallar descanso eterno en los prados.

La voz amplificada del muerto sonaba desde algún lugar situado muy a la cola de la procesión, cantando en síncopas lentas, hipnóticas, acompañada por un armonio y unas panderetas.

—Espero que no estés disgustado.

—Disgustado, ya te digo.

—De que nuestro hombre no muriese a tiros. Confío que no te dijera nada. Causas naturales. Suele ser una decepción.

Kozmo señaló con el pulgar por encima del hombro.

—¿Qué le pasó a tu extralarga? Mira que dejar que se degrade en público una máquina tan espléndida. Es un escándalo, tío.

—Todo es un escándalo. Morir es un escándalo. Pero a todos nos pasa.

—Yo debo de oír voces en la noche. Sé que no puedes ser tú quien hable de ese modo.

Decenas de mujeres caminaban a la par que las limusinas, todas con las cabezas cubiertas por amplias pañoletas, con chilabas, las manos teñidas con jena, descalzas, gimiendo. Kozmo volvió a golpearse el pecho, Eric hizo lo mismo. Le pareció que su amigo estaba impresionante en su compostura, con una barba crecida y un caftán de seda blanca, la capucha plegada hacia el cogote y el icónico fez rojo sobre la frente, inclinado con elegancia, y lo mucho que afectaba ver al hombre en la espiral de sus propias adaptaciones vocales de la antigua música sufí, rapeando en punjabí y en urdu, con el descaro del inglés de los negros de la calle.

Fácil que te peguen un tiro

Siete veces lo he intentado

Ahora sólo soy un poeta solo

Con mis versos trabajados

El gentío era nutrido, avanzaba en silencio, ahondándose en las aceras, y la gente en pijama observaba desde las ventanas de las casas de vecindad. Cuatro de los guardaespaldas personales de Fez acompañaban el coche fúnebre en lenta procesión, uno en cada esquina. Vestían trajes occidentales, traje oscuro y corbata, zapatos de cordones abrillantados, las escopetas cruzadas en posición de presenten armas.

A Eric le gustó. Guardaespaldas incluso en puertas de la muerte. Sí, señor, se dijo Eric.

Llegaron después los bailarines de break con sus ceñidos vaqueros y calzado deportivo, con el objetivo de reafirmar la historia del difunto, nacido con el nombre de Raymond Gathers en el Bronx, en otro tiempo bailarín de cierta fama. Eran sus coetáneos, seis hombres en hilera de a seis, sobre los seis carriles de la avenida, todos de treinta y tantos años de edad, de regreso a las mismas calles tras tantos años de ejercicio físico, de pesas y estiramientos, de molinetes e imposibles giros axiales cabeza abajo.

—Pregúntame si me gusta esta mierda —dijo Kozmo.

Sin embargo, la energía deslumbrante de la comitiva prestaba cierta melancolía a la muchedumbre, más pesar que excitación. Hasta los más jóvenes parecían apagados, presa de un respeto desmedido, sobrecogedor, a la vez que los bailarines de break giraban sobre los codos y ponían el cuerpo en paralelo a la calle, volando en frenesíes horizontales.

La pena siempre debiera ser poderosa, se dijo Eric. Pero el gentío aún estaba por aprender cómo llorar a un rapero tan singular como Fez, que mezclaba lenguas, tempos, temas.

Sólo Kozmo desprendía vitalidad.

—Siendo lo grandullón que soy, además de ser un retro-negro de mierda, me tiene que encantar lo que veo. Es algo que jamás soñaría con hacer en mi peor día en la tierra.

Sí, giraban cabeza abajo, los cuerpos en vertical, las piernas ligeramente separadas, y uno de los bailarines incluso llevaba las manos esposadas a la espalda. Eric creyó que había un elemento místico en todo ello, algo que sobrepasaba de largo el espectro de la comprensión humana, la pasión medio enloquecida de un santón del desierto. Qué lejos del mundo tenía que sentirse, allí en medio del asfalto, el alquitrán, la grasa de la Novena Avenida.

Pasaron después la familia y los amigos, en un total de treinta y seis limusinas blancas y extralargas, de tres en fondo, con el alcalde y el comisario de policía como sobrios perfiles impasibles, y una docena de miembros del Congreso, y las madres de los negros desarmados que habían sido abatidos por la policía, y otros raperos amigos en la falange del medio, y ejecutivos de los medios de comunicación, altos dignatarios de países extranjeros, rostros del cine y la televisión, y mezclados con el resto había figuras prominentes de varias religiones del mundo, cada cual con su túnica, echarpe, kimono, sandalias y sotana.

Pasaron cuatro helicópteros de las cadenas de televisión.

—Le gustaba que el clero estuviera cerca de él —dijo Kozmo—. Una vez se presentó en mi despacho con un imán y dos muchachos blancos de Utah, cada cual muy trajeado. Siempre se deshacía en disculpas para retirarse a rezar.

—Hubo un tiempo en que vivió en un minarete, en Los Ángeles.

—Eso tenía entendido.

—Fui a visitarle una vez. Lo había construido como un anexo a su casa, pero luego dejó la casa para residir solamente en el minarete.

La voz del muerto sonaba a mayor volumen, según se acercaba el camión de la megafonía. Sus mejores canciones eran sensacionales, e incluso las que no eran buenas eran muy buenas.

Detrás de su voz, las palmas del coro ganaban intensidad, apremiando a Fez a que improvisara rimas que sonaban a pura temeridad, punto menos que insostenibles. Se oían grandes alaridos devocionales, hurras, gritos callejeros. Las palmas se extendían desde la cinta grabada hasta la gente que ocupaba las limusinas y el gentío que atestaba las aceras, otorgando una gran claridad de emoción a la noche, un goce de integridad embriagada, él y ellos, el muerto, los que provisionalmente seguían con vida.

Una hilera de ancianas monjas católicas, con hábito completo, recitaba el rosario. Maestras de la escuela primaria a la que había asistido.

Su voz cobraba más velocidad, en urdu, y luego frenaba en un inglés chapurreado, taladrada por los agudos chillidos de una mujer que formaba parte del coro. Había un embeleso imponente, un feroz regocijo, y había algo más, algo inefable, que perdía filo y se desdibujaba una vez agotada toda posibilidad de sentido, hasta no quedar sino el habla carismática, el repliegue de las palabras sobre sí mismas, sin tamboriles ni palmas, sin los desaforados alaridos de la mujer.

Por fin la voz cedió al silencio. La gente dio en pensar que había terminado el gran acontecimiento. Temblaban, exhaustos, los presentes. El deleite de Eric ante su ruina parecía bendecido, autenticado. Se había vaciado de todo, no le quedaba sino una sensación de calma insuperable, una condenación que se le antojaba desinteresada, libre.

Pensó entonces en su propio funeral. Se encontró indigno, patético. Para qué hablar de los guardaespaldas, cuatro contra tres. ¿Qué conjunto de elementos se podría confeccionar de modo que no desmereciera demasiado de lo que allí ocurría? ¿Quién acudiría a verlo de cuerpo presente? (Un análogo embalsamado en busca de un cadáver que hiciera juego con el suyo.) Los hombres a quienes había aplastado, para nutrir sus rencores. Los que él daba por hecho que ya eran mero papel pintado, sólo para refocilarse ante su suerte. Él sería el cuerpo momificado y empolvado en el ataúd, el que todos habían sobrevivido aunque sólo fuese para chacotearse.

Era por tanto un motivo de desánimo pensar en quienes pudieran llorar su desaparición. Aquél sería un espectáculo que él claramente no podría dominar. Y el funeral aún no había terminado.

Llegaron entonces los derviches, girando sin cesar sobre sí mismos al tenue llamamiento de una sola flauta. Eran hombres enjutos, con túnicas y faldones largos, con gorros de color topacio, ambarinos, sin ala, cilíndricos, muy altos. Giraban, giraban lentamente con los brazos extendidos, las cabezas ligeramente ladeadas.

La voz de Brutha Fez, áspera y sin acompañamiento, desgranaba despacio un sencillo rap que Eric no conocía de antes.

El chico pensaba que era sabio ante el sistema

El rey de la calle hace las cosas a su manera

Pero el suyo era un caso de sabiduría convencional

Nunca digas nada que no digan los demás

El joven bailarín de break que incita los peligros de la calle, detenciones, palizas, que baila y mendiga en los andenes del metro, verso a verso desgranando sus vergüenzas, resplandecientes mujeres con ropas prietas, inasequibles, y el momento de la revelación.

La hilatura del alba que despierta el Este

Al clamor de las almas que se despliegan

Su entrega a la tradición sufí, la pugna por convertirse en un pordiosero de otro tipo, un mendigo de rimas al entonar su rap antimateria (así lo llamaba él) y al aprender lenguas y costumbres que se le antojaban de lo más naturales, no envueltas por el misterio, la extranjería, una bendición incrustada en la piel.

Oh Dios, Oh Hombre que vivís por fin en uno

Mamando la leche de la oración y el ayuno

La riqueza, los honores en un centenar de países, vehículos blindados y guardaespaldas, mujeres resplandecientes, así es, de nuevo, ahora por doquier, otra bendición de la carne, mujeres con velo y vaqueros azules, portando los orinales, mujeres pintadas y sin pintar, y él con su canto un poco apenado sobre todo esto, sobre la voz, en un sueño visionario que le habló de un corazón fallido.

El tío me dio la noticia en una sala con tamiz

Y fue cual cuchillada de verdad helada, dura como una roca

Mi alma de triste culo inquieto se me escapaba por la boca

Mi diente de oro se quebró de raíz

Había veinte derviches por la calle, que eran el arquetipo, el modelo arcaico y sagrado, tal vez, de la pose habitual en los bailarines de break, sólo que por el lado positivo. Y las últimas palabras de Fez no hallaban la menor belleza en el hecho de morir joven.

Dejadme ser quien era

Un idiota sin rima

Que se ha perdido, pero sigue con vida

La música colmaba la noche, los laúdes, las flautas, los címbalos y tamboriles, y los bailarines giraban en remolinos, en sentido contrario a las agujas del reloj, ganando velocidad con cada vuelta sobre sí mismos. Giraban hasta salirse de sus cuerpos, le pareció, camino del final de toda posesión. El coro entonaba los cánticos con renovado vigor.

Y es que todo es remolino. El remolino es la dramaturgia del despojamiento. Gritan y giran hasta fundirse en un alma común. Y todo porque esta noche ha muerto alguien, porque sólo ese girar vertiginoso podrá aplacar su pesar.

Creía en esas cosas. Trató de imaginar una suerte de estado ajeno a la carne. Pensó en la delicuescencia de los que giraban, pensó en que se resolverían en un estado líquido, en líquido en rotación, anillos de agua y niebla que a la sazón se volatilizarían en el aire.

Comenzó a llorar cuando pasó el destacamento de seguridad que cerraba la procesión, una furgoneta de policía y varios coches de camuflaje. Lloró con violencia. Se aporreó el pecho, cruzando los brazos y dándose recios puñetazos sobre el esternón. Aparecieron los autobuses de la prensa, tres en total, y otros dolientes no oficiales, a pie, muchos de los cuales parecían peregrinos, de todas las razas y tipos de creencia imaginables, con todos los atuendos posibles, y él siguió meciéndose y llorando a medida que los dolientes seguían su camino en sus coches, un continuum improvisado, ochenta, noventa vehículos sin mayores prisas.

Lloró por Fez y por todos los presentes, y lloró por sí mismo, cómo no, hasta ceder a unos sollozos enormes, incontenible. Otras personas lloraban allí cerca. Hubo una oleada de llanto, alaridos, pechos golpeados con los puños. Kozmo le pasó un brazo por los hombros y lo arrastró hacia sí. No le pareció extraño que sucediera tal cosa. Cuando muere alguien, uno llora. Cuanto más grande sea la figura del finado, más se extienden los lamentos. La gente se tiraba de los pelos, exclamaba con voz quebrada el nombre del difunto. Poco a poco, Eric quedó en calma. Con el cuero y la carne de Kozmo en torno a su masa corporal notó que entraba en un inicio de melancólica, pensativa aceptación.

Aún restaba una cosa que deseaba de ese funeral. Deseaba que el coche fúnebre pasara de nuevo por delante, el cadáver inclinado y a la vista de todos los presentes, un cadáver digital, un bucle, una réplica. No parecía oportuno que el coche fúnebre hubiera pasado de largo para no volver. Quiso que reapareciera a determinados intervalos, el cuerpo cargado de orgullo, abierto a la noche, para rellenar una y mil veces la pena y el pasmo de la muchedumbre.

Estaba cansado de mirar a las pantallas. Los monitores de plasma no eran suficientemente planos. Antes sí lo parecían, ahora ya no. Vio al presidente del Banco Mundial dirigirse a una congregación de tensos economistas. Le pareció que la imagen podría ser algo más nítida. Entonces el presidente de Estados Unidos tomó la palabra desde el interior de su limusina, tanto en inglés como en finés. Sabía un poco de finés. Eric lo odió por eso. Sabía que a la sazón, tarde o temprano, iban a averiguar cómo había precipitado los acontecimientos, cómo era todo obra de un solo hombre, ahora dolido y fatigado. Codificó las pantallas para que cada una quedara encerrada en su escotilla correspondiente, restableciendo en el interior del automóvil su natural grandeza de proporciones, sin que la visibilidad quedara obstruida por nada, su cuerpo aislado en medio del espacio, y notó que en su sistema inmunológico empezaba a desarrollarse un estornudo.

Las calles quedaron desiertas deprisa, las barreras cargadas en camiones, despejadas. La limusina avanzaba con Torval en el asiento de delante.

Estornudó y tuvo la sensación de estar incompleto. Se dio cuenta de que siempre estornudaba dos veces, o al menos se lo pareció retrospectivamente. Aguardó y obtuvo la compensación de un segundo estornudo.

¿Cuáles son las causas de que estornudemos? Un reflejo protector de las membranas de la mucosa nasal, necesitadas de expulsar cualquier partícula invasora.

La calle estaba en silencio. El automóvil rebasó la iglesia española, una piña de casas de ladrillo cubiertas por los andamios. Se sirvió un brandy y de nuevo sintió la punzada del hambre.

Había un restaurante poco más allá, en la acera sur de la calle. Vio que era etíope e imaginó un buen trozo de pan moreno y esponjoso, bien mojado en unas lentejas. Se imaginó un yebeg wat en salsa bereber. Era demasiado tarde para que estuviera abierto, pero quedaba una tenue luz en la cocina, e indicó al chófer que se detuviera.

Le apetecía el yebeg wat. Le apetecía decirlo, olerlo, comerlo.

Lo que sucedió a continuación sucedió deprisa. Nada más saltar a la acera se le acercó un hombre a la carrera y lo golpeó. Alzó un brazo para defenderse, Eric, cuando ya era tarde, y lanzó un puñetazo a ciegas, rozando tal vez al hombre en la cabeza o en el hombro. Notó el fango, un puré de sangre y de materia en la cara. Se quedó sin ver. Aquella cosa viscosa le cubría los ojos, aunque oyó a Torval muy cerca, sus susurros y jadeos mientras los dos hombres se enzarzaban en combate.

Sacó un pañuelo del bolsillo y, casi al borde de la acera, comenzó a limpiarse la cara con cautela, por si acaso se le hubiera salido un ojo de la órbita. Acertó a ver que Torval tenía sujeto al hombre sobre el capó de la limusina, con el antebrazo inmovilizado a la izquierda.

—Sujeto reducido —dijo Torval hablando para su solapa.

Eric notó un olor y un sabor inconcretos. Primero en el pañuelo, agriado por sus secreciones testiculares y de sus vesículas seminales y de otras glándulas diversas, recogidas a lo largo del día, cuando utilizó el trozo de tela para limpiarse tras una u otra expulsión de fluido. En cambio, le dejó confundido el sabor que notaba en la lengua.

El hombre, el sujeto, decía algo. Se oían estallidos radiantes, como de un destello de disparos allí cerca, sólo que no fueron seguidos de ninguna descarga de arma de fuego. Torval arrancó al hombre del automóvil y le obligó a abrirse de piernas empujándolo hacia Eric, no sin sujetarle la cabeza con el antebrazo.

—Llevo tiempo tras tus pasos. Hijo de puta —dijo—. Vaya pastelazo que te he encasquetado.

Eric vio en ese momento a tres fotógrafos a la derecha, y a un hombre que tomaba la vista con un vídeo arrodillado en la acera. La limusina permanecía con las puertas abiertas.

—Hoy te ha ennatado el maestro en persona —dijo—. Ésta es mi misión en el mundo entero. Sabotear a los ricos y a los poderosos.

Comenzó a entender qué sucedía. Se trataba de André Petrescu, el asesino de las pastelerías, un hombre que rondaba a los directores ejecutivos, a los altos mandos del ejército, a las estrellas del fútbol y los políticos. Los golpeaba en toda la cara con pasteles. Había cegado con pasteles de nata a algunos jefes de Estado y fue condenado a arresto domiciliario. Tendía emboscadas a los criminales de guerra y a los jueces que lo habían condenado.

—Tres años llevo esperando esto. Recién salido del horno. He pasado del presidente de Estados Unidos en persona para llevarme este gato al agua. A ése lo embadurno de nata cuando se me ponga. Tú eres palabras mayores. Dificilísimo de dar contigo desprevenido, no te jode.

Era un tipo más bien bajo, con el pelo teñido de un rubio llamativo, con una camiseta de Disneylandia. Eric reparó en el punto de admiración con que hablaba. Con todo cuidado, le asestó un rodillazo en toda la entrepierna. Lo vio desmoronarse, no se desplomó al suelo porque aún lo sujetaba Torval. Cuando se encendieron los flashes atacó a los fotógrafos, a los que asestó unos cuantos puñetazos, sintiéndose mejor con cada uno que colocaba. Los tres hombres retrocedieron a toda prisa y tropezaron contra unos cubos de basura antes de salir corriendo por la calle. El del vídeo se dio a la fuga en un coche.

Volvió caminando hacia la limusina, quitándose la crema pastelera de la cara y comiéndosela, una cobertura nívea con un sabor a restos de limón. Ahora, Torval y él estaban ligados por la violencia. Intercambiaron una mirada de respeto, de estima.

Petrescu se retorcía de dolor.

—Packer, no tienes ningún sentido del humor.

Eric le dio un golpe con el canto del antebrazo, con lo que el hombre rebotó arrancado del pecho de Torval. Le costó un rato decir algo.

—Veo que estás a la altura de la fama que te gastas, de acuerdo. Pero me han aporreado y pateado los seguratas tantas veces que soy un muerto andante. Cuando estoy en Inglaterra me obligan a llevar un transmisor de radio que no me puedo quitar del cuello, para que la reina esté sana y salva. Me hacen un seguimiento como si fuera una grulla en vías de extinción. Pero me vas a creer una cosa, por favor. A Fidel lo empastelé tres veces durante seis días que pasó en Bucarest el año pasado. Soy un pintor activista de los pasteles de nata. Una vez, a Michael Jordan le alcancé con uno tirándoselo desde un árbol. El famosísimo Pastel Volador. Es un vídeo con calidad de museo para toda la eternidad. Al puto Sultán del puto Brunei le aticé con una quiche cuando se estaba dando un baño, no te lo pierdas. Me metieron en un agujero negro hasta que me puse a gritar despavorido.

Lo vieron alejarse dando tumbos. El restaurante estaba cerrado, vacío, de modo que permanecieron callados en la quietud del momento. A Eric le quedaba nata montada en el pelo y en las orejas. La ropa la tenía llena de churretones de nata y restos de tarta de limón. Notaba en la frente un corte producido con la cámara fotográfica que uno de los mirones había esgrimido en defensa propia. Tenía que mear.

Se sentía fenomenal. Se sujetaba el puño cerrado con la otra mano. Se sentía fenomenal con el escozor, con el dolor acalorado. El cuerpo entero le hablaba en susurros. Vibraba con la acción, con la agresión a los fotógrafos, los sopapos que había asestado, el subidón de adrenalina, el latido cardiaco, la gran belleza desparramada de los cubos de basura derribados uno a uno.

De nuevo se sentía con los cojones en su sitio.

Encontró las gafas de sol en el compartimento de las botellas de champán. Se las colocó en el bolsillo de la camisa. Oyó un ruido fuera, una pelota que botaba. Estaba a punto de indicar al chófer que arrancase cuando oyó los botes secos y esporádicos, inconfundibles, de un balón de básket. Salió del automóvil y cruzó la calle hacia el lado norte, donde se encontraba el campo de juego. Miró a través de dos verjas, una de hierro, otra de alambre, y vio a un par de chavales agazapados, jadeantes, jugando uno contra uno.

La primera de las puertas de la verja estaba cerrada. La saltó sin titubear a pesar de las púas de hierro que la remataban. La segunda también estaba cerrada. Trepó la verja de alambre, que era el doble de alta que la primera. Torval lo siguió escalando ambas verjas sin decir palabra.

Fueron al extremo más lejano del campo de juego, donde vieron a los chavales jugando al balón, medio engullidos por las sombras y tinieblas.

—¿Juegas?

—Algo. En realidad no es el deporte que más me gusta —dijo Torval—. A mí lo que me gustaba era el rugby. ¿Y a usted?

—Algo, sí. Me gustaba trabajar bajo el aro, en la zona. Ahora prefiero hacer pesas.

—Claro que entenderá. Todavía hay alguien que lo sigue.

—Aún anda alguien al acecho.

—Esto no ha sido más que una bobada. El pastel de nata. Técnicamente irrelevante.

—Lo entiendo. Comprendo. Claro.

Los dos chavales jugaban con intensidad, buscándose las manos, chocando en cada rebote, emitiendo sonidos guturales.

—A la siguiente no será cosa de pasteles y tartas.

—Se ha terminado el postre.

—Ronda por ahí fuera y está armado.

—Él está armado, tú estas armado.

—Eso es cierto.

—Tendrás que esgrimir tu arma.

—Muy cierto —dijo Torval.

—Déjame ver ese trasto.

—Que le deje ver el trasto. De acuerdo. ¿Por qué no? A fin de cuentas, lo ha pagado usted.

Los dos emitieron sonidos nasales, una risa insípida, contenida.

Torval se sacó el arma de la chaqueta y se la entregó, un pedazo de artilugio bellísimo, plateado y negro, con cañón de doce centímetros de largo, culatas de castaño.

—Fabricado a mano en la República de Chequia.

—Qué bonito.

—Y bueno. Tan bueno que da miedo.

—Funciona por reconocimiento de voz.

—Eso es —dijo Torval.

—Cómo. Le hablas y reconoce tu voz.

—Así es. El mecanismo no se activa a no ser que la voz coincida plenamente con los datos que contiene. Sólo coincide plenamente mi voz.

—¿Tienes que decir algo en checo antes de disparar?

Torval esbozó una generosa sonrisa. Era la primera vez que Eric lo veía sonreír. Con la mano libre, se sacó las gafas de sol del bolsillo de la chaqueta y abrió las patillas agitándolas.

—Pero el reconocimiento de voz sólo es la mitad del operativo —dijo Torval, e hizo una pausa incitadora.

—Quieres decir que además tiene un código.

—Un código de voz preprogramado.

Eric se calzó las gafas.

—¿Y cuál es?

Torval esta vez sonrió para sus adentros y alzó los ojos para mirar a Eric, quien a su vez alzó el arma.

—Nancy Babich.

Le descerrajó un tiro. Un pequeño terror blanco, de incredulidad, destelló en el ojo de Torval. Hizo un solo disparo y el hombre cayó abatido. Perdió automáticamente toda autoridad. Parecía idiotizado, confundido.

Dejó de botar el balón de básket a menos de veinte metros.

Conservaba la masa, pero ni un ápice de fluidez. Estaba claro al verlo allí tendido, muriéndose. Tenía disciplina, tenía sentido del ritmo, pero no tenía verdadera fluidez de movimientos.

Eric miró de reojo a los chavales, que se habían quedado inmóviles mirándolos. El balón estaba en el suelo, rodaba despacio. Les hizo como si tal cosa un gesto con la mano, indicándoles que continuaran. No había ocurrido tampoco nada tan cargado de sentido como para que suspendieran el juego.

Arrojó el arma entre los arbustos y volvió caminando hacia las verjas.

No se había abierto de golpe ninguna ventana, no se oían gritos de preocupación que llamaran a nadie. El arma no estaba equipada con un silenciador, pero sólo había sonado un disparo, y tal vez la gente tuviera que oír tres, cuatro, más, para desperezarse del sueño o levantarse de delante del televisor. Era uno de los detalles efímeros y rutinarios de cualquier noche, no muy distinto de unos gatos que fornicasen o de un coche que emitiera detonaciones por el tubo de escape. Aun cuando uno sepa que no es un coche que petardea, porque nunca lo es, no siente que le aguijonee la conciencia a menos que ese disparo aparente se repita y se oiga correr a alguien. En la densa conmoción de la vecindad, cuando uno vive tan pegado a los demás y tan al nivel de la calle, oyendo ruidos a todas horas, sin contar con el propio acarreo a la deriva de pesos muertos que entraña su propio anonimato urbano, es difícil que reaccione ante un estampido aislado.

Asimismo, el disparo fue menos molesto que el partido de básket. Si el efecto del disparo fue poner fin al partido, agradezcamos los favores que nos depara la luz de luna.

Hizo una pausa imperceptible, pues pensó que debería regresar a por el arma.

La había arrojado entre los arbustos porque deseaba que pasara lo que tuviera que pasar. Las armas eran pequeños objetos de tipo práctico. Deseaba confiarse al poder de los acontecimientos predeterminados. A lo hecho, pecho. Mejor prescindir del arma.

Saltó la verja de alambre y se desgarró los pantalones a la altura del bolsillo.

Había arrojado el arma con violencia, pero qué fantástica sensación le produjo. Se deshizo del hombre, prescindió del arma. Ya era tarde para reconsiderar nada.

Bajó de un salto y avanzó hacia la verja perimetral.

No llegó a preguntarse quién podría ser Nancy Babich, y tampoco creyó que el código elegido por Torval lo humanizase siquiera un poco, ni que exigiera de él un arrepentimiento a posteriori. Torval era su enemigo, era una amenaza para su amor propio. Cuando uno paga un hombre para que lo mantenga con vida, éste gana sobre uno cierta mordiente psíquica. Era una función de la amenaza verosímil y la pérdida de su empresa y de su fortuna personal la conducente a que Eric se pudiera expresar de esa manera. La defunción de Torval despejó la noche para la llegada de más profundas confrontaciones.

Escaló la segunda valla y caminó hasta el automóvil. Un hombre del siglo anterior tocaba el saxofón en una esquina.