El automóvil cruzó la avenida hacia el West Side y una vez más tuvo que reducir la marcha al atravesar el paso de cebra contra las ligeras, deshilachadas oleadas de peatones.
La voz de Torval informó de la rotura de una conducción de agua en algún lugar situado más adelante.
Eric vio a sus ayudantes de seguridad, uno a cada costado de la limusina, caminando a paso calculado, con idénticos atuendos de chaqueta oscura, pantalón gris, jersey de cuello vuelto.
Una de las pantallas mostró una columna de fango herrumbroso que formaba un géiser bien alto al brotar de un agujero en el suelo. Le gustó, se sintió bien. El resto de las pantallas mostraba el movimiento del dinero. Los números se deslizaban horizontalmente y los gráficos de barras subían y bajaban como por impulsos hidráulicos. Era sabedor de que había algo que nadie había detectado, un patrón latente en la misma naturaleza, un salto del lenguaje pictórico que rebasaba los modelos al uso del análisis técnico, susceptible de predecir incluso el registro y la representación, los arcanos de sus propios seguidores en el campo. Tenía que existir una manera de explicar el comportamiento del yen.
Tenía hambre. Estaba medio muerto de hambre. Algunos días deseaba comer a todas horas, hablarle a la gente a la cara, vivir en un espacio cárnico. Dejó de mirar las pantallas de los ordenadores y volvió a escrutar la calle. Se hallaba en el barrio de los joyeros, de modo que bajó la ventanilla para asistir a un ambiente en el que pujaba el comercio. Prácticamente todas las tiendas tenían joyas en el escaparate; los compradores trabajaban a uno y otro lado de la calle, colándose entre vehículos blindados de los bancos y furgonetas de empresas de seguridad para admirar espléndidos relojes suizos y almorzar en un pequeño y coqueto restaurante kosher.
El automóvil avanzaba a paso de gusano.
En los portales, conversando, se veía a los hasidíes con los levitones y los altos sombreros de fieltro, hombres con lentes sin montura y crespas barbas blancas, exentos del temblor reinante en la calle. Cientos de millones de dólares al día se movían de un lado a otro tras las paredes, un formato de dinero tan obsoleto que Eric ni siquiera sabía cómo pensar en él. Era duro, resplandeciente, con aristas y facetas. Era todo aquello que había dejado atrás o que jamás le salió al paso, cortado, biselado, pulido, intensamente tridimensional. La gente lo lucía con descaro. Se lo quitaban para dormir o acostarse, se lo ponían para acostarse o morir. Lo llevaban incluso muertos y enterrados.
Los hasidíes caminaban por la calle, hombres jóvenes de traje negro e imponentes sombreros de ala ancha, las caras pálidas e inexpresivas, hombres que sólo se veían unos a los otros, pensó, al verlos desaparecer en las tiendas o bajar por la boca del metro. Sabía que los tratantes y los especialistas en tallar las joyas estaban en las trastiendas, y se preguntó si aún se cerraban los tratos en los portales, con un apretón de manos y una bendición en yiddish. En las vetas de la calle aún percibió el Lower East Side de los años veinte, los centros europeos del tráfico de diamantes antes de la Segunda Guerra Mundial, Amsterdam y Amberes. Sabía algo de historia. Vio a una mujer sentada en la acera, mendigando con un bebé en brazos. Hablaba una lengua que no reconoció. Sabía algunas lenguas extranjeras, no ésa. La mujer parecía haber echado raíces en su parcela de cemento. Tal vez su bebé hubiera nacido allí mismo, bajo el rótulo de prohibido aparcar. Camionetas de Federal Express y UPS. Algunos negros portaban cartelones y farfullaban con deje africano. Dinero en metálico por oro y diamantes. Anillos, alianzas, monedas, perlas, joyería al por mayor, joyería de anticuario. Aquello era el zoco, el shtetl. Allí pululaban los expertos en el regateo y los cuentacuentos, los chatarreros y bisuteros, los que largaban en jerga callejera. La calle era una ofensa a la verdad del futuro. Sin embargo, respondió a sus estímulos. La sintió ingresar eléctricamente en cada receptor, en cada cámara de su cerebro.
El automóvil se detuvo en seco. Salió y se estiró. El tráfico, allá delante, era un largo y líquido rielar de metal inactivo. Vio a Torval caminar hacia él.
—Imperativo que variemos la ruta.
—En qué situación estamos.
—Esto. Inundación, desbordamiento en las calles hacia donde vamos. Estado de caos. Ni más, ni menos. La cuestión del presidente y su paradero. Él es fluido. Se desplaza. Y vaya por donde vaya, nuestro receptor satélite recibe informes del efecto de onda expansiva que genera en el tráfico y que causa una parálisis en masa. Y esto otro: hay una comitiva fúnebre que se desplaza muy despacio por el centro, que ahora se desvía hacia el oeste. Muchos vehículos, muchos asistentes a pie. Para postre, hemos recibido informes acerca de una actividad inminente en esta zona.
—Actividad.
—Inminente. De naturaleza por ahora desconocida. Dicen desde el complejo que extrememos precauciones.
El hombre quedó a la espera de una respuesta. Eric miraba más allá de él hacia un escaparate grande, uno de los muy contados que en toda la calle no exhibían hileras de metal precioso con gemas engastadas. Percibió la calle que lo rodeaba sin tregua, gente que se desplazaba junto a otra gente, con movimientos, gesticulación, coreografía codificadas. Trataban de caminar sin perder el paso, porque un mínimo desvío o un frenazo son muestra de buenas intenciones y debilidad, aunque a veces sí se veían obligados a esquivarse, a detenerse, y prácticamente siempre rehuían el mirarse a los ojos. El contacto ocular era un asunto delicado. Un cuarto de segundo de una mirada compartida equivalía a una violación de los acuerdos en virtud de los cuales la ciudad era operativa. ¿Quién ha de apartarse para dejar el paso a quién? ¿Quién mira o no mira a quién? ¿Qué grado de ofensa constituye un roce, un contacto? Nadie deseaba que nadie lo tocara. Imperaba un pacto de intocabilidad. Ni siquiera en el barrio, en el meollo de las culturas antiguas, táctiles y estrechamente entretejidas, con algunos transeúntes ajenos sólo de paso, y guardias de seguridad, y compradores pegados a los escaparates, y algún imbécil que ni siquiera sabía adónde encaminar sus pasos, ni siquiera allí se tocaban entre sí las personas.
Se ubicó en la sección de poesía de Gotham Book Mart para ojear escuálidos libros de poemas. Siempre ojeaba libros delgados, de medio dedo de lomo, o menos, en busca de poemas que leer según su longitud y anchura. Buscaba poemas de cuatro, cinco, seis versos. Esos poemas los examinaba a fondo, sopesaba cada insinuación, y sus sentimientos parecían flotar entonces en el espacio en blanco que circundaba los propios versos. Había huellas en la página, estaba la página misma. El blanco era vital para el alma del poema.
Sonaban los cláxones hacia el oeste, el eléctrico toque de difuntos de los vehículos de urgencia que a veces aún eran denominados ambulancias, clavados en el tráfico estancado.
Una mujer se desplazó a sus espaldas y se dio la vuelta para mirarla, demasiado tarde, sin estar muy seguro de cómo había supuesto que era una mujer. No la había visto entrar a la trastienda, pero supo que estaba allí. También supo qué iba a suceder entonces.
Torval no había entrado con él en la librería. Uno de los ayudantes quedó apostado junto a la entrada principal, la fémina del par, que levantaba a menudo la vista del libro que tenía en las manos.
Atravesó el umbral que comunicaba con la trastienda, donde varios clientes desenterraban novelas perdidas de los hondos anaqueles. Había una mujer entre ellos, le bastó mirarla de reojo para precisar que no era la mujer que estaba buscando. ¿Cómo era capaz de saberlo? No es que lo supiera, pero lo sabía. Verificó dónde estaban los despachos y los lavabos para empleados de la casa y vio que había dos puertas que daban a esa parte de la tienda. Cuando él entrase por una de las dos, ella saldría por la otra, la mujer a la que estaba buscando.
Volvió a la sala principal y se plantó sobre la vieja tarima del suelo, entre cajas todavía sin abrir, envuelto por la fragancia de las décadas ya pulverizadas, escrutando la zona. No estaba entre los clientes ni entre el personal. Se dio cuenta de que su guardaespaldas sonreía al mirarle, una mujer negra con una cara llamativa, que jugueteaba con la vista dejándola mecer hacia la puerta situada a su derecha. Hacia allí encaminó sus pasos y abrió la puerta, que daba a un pasillo con libros apilados en una pared, fotografías de poetas sociópatas en la otra. Un tramo de escaleras conducía a la galería superior de la planta principal, y en los escalones estaba sentada una mujer, inconfundiblemente la mujer. Era inequívoca su manera de reposar, una levedad en su compostura que le hizo entender quién era: Elise Shifrin, su esposa, y estaba leyendo un libro de poemas.
—Recítame uno —le dijo él.
Ella alzó la vista y sonrió. Él hincó la rodilla en el peldaño inferior y le puso las manos en los tobillos, admirando sus ojos lechosos y asomados por encima del canto superior del libro.
—¿Dónde has dejado la corbata? —dijo ella.
—Me acabo de hacer el chequeo. Me he visto el corazón en una pantalla.
Sus manos ascendieron por sus piernas, hasta los pliegues de detrás de las rodillas.
—No me gusta decirte esto.
—Pero…
—Hueles a sexo.
—Lo que hueles es mi cita con el médico.
—Hueles a sexo de los pies a la cabeza.
—Eso es. Es hambre lo que hueles —dijo él—. Me apetece almorzar. A ti te apetece almorzar. Somos personas, estamos en el mundo. Tenemos que almorzar y conversar un rato.
La tomó de la mano y salieron en fila india para atravesar el tráfico atascado hasta el restaurante del otro lado de la calle. Un hombre vendía relojes sobre una toalla de baño extendida en la acera. El comedor, alargado, estaba repleto de comensales, ruidoso; dejó a un lado a quienes esperaban sus comandas para salir con ellas y encontró un par de banquetas en la barra.
—No estoy muy segura de tener mucha hambre.
—Tú come, ya lo averiguarás —dijo él—. Hablando de sexo.
—Llevamos casados sólo unas semanas. Apenas unas semanas.
—Todo es cuestión de apenas unas semanas, cuestión de días. Nos quedan minutos por vivir.
—No nos apetece empezar a contar las veces, ¿o sí? Ni menos aún sostener una solemne conversación sobre el tema.
—No. Lo que queremos es hacerlo.
—Y lo haremos. Cuenta con ello.
—Queremos hacerlo —dijo él.
—Sexo.
—Sí. Porque no tenemos tiempo para no hacerlo. El tiempo es un bien que cada día escasea más. Cómo, ¿no lo sabías?
Ella miró la carta, pintada en una pizarra en la pared, y pareció desanimada por su amplitud y su tenor. Él citó en voz alta algunas suculencias que le pareció que podrían apetecerle. No es que supiera qué le gustaba comer.
Reinaba un cafarnaúm de acentos y lenguas diversas, sumado a un camarero que anunciaba las comandas por medio de un altavoz. En la calle arreciaban los bocinazos.
—Me gusta esa librería. ¿Sabes por qué? —dijo ella—. Porque la mitad queda bajo tierra.
—Te sientes escondida. Te gusta esconderte. ¿De qué?
Los hombres hablaban de negocios en sampleados, bruscos, deshilachados, con una entonación formalmente acompasada al metro que puntuaba el estrépito de la vajilla.
—A veces, sólo del ruido —dijo ella acercándose a él, susurrándole las palabras risueña.
—Así que de pequeña eras una de esas niñas calladas y melancólicas. Pegadita a las sombras.
—¿Y tú?
—No lo sé. Es algo en lo que no pienso nunca.
—Piensa en una cosa y dime lo que era.
—De acuerdo. Una sola cosa. Cuando tenía cuatro años —dijo él—, calculé cuánto pesaría yo en cada uno de los planetas del sistema solar.
—Qué maravilla. Me encanta —dijo ella, y lo besó en la mejilla con gesto un poco maternal—. Qué combinación de ciencia y egolatría. —Y se echó a reír con retintín dilatado, mientras él daba la comanda al camarero.
Una voz amplificada sonaba desde lo alto de un autobús turístico empantanado en el atasco.
—¿Cuándo iremos al lago?
—A tomar por culo el lago.
—Yo creía que aquello nos iba a gustar. Con todos los planes que hemos hecho, la construcción de la casa… Además, escaparnos, estar juntos y a solas… Reina la paz en el lago.
—Reina la paz en la ciudad.
—Sí, supongo que donde vivimos es verdad. Allá en lo alto, lejos de todo. ¿Y tu automóvil? Seguro que no es tan pacífico el ambiente. Pasas allí mucho tiempo.
—Ordené proustificar el automóvil.
—No me digas.
—Te explicaré cómo se construye una limusina extralarga. Toman la unidad de base del vehículo en cuestión y la parten por la mitad con un instrumento enorme, como un serrucho de precisión. Añaden entonces un segmento para darle al chasis y a la carrocería la longitud que se desee, que puede ser tres metros, tres y medio, cuatro metros mayor de lo habitual. Se le da la dimensión que se desee. Hasta seis metros más larga si quieres. Mientras hacían esta operación en mi automóvil, indiqué que lo proustificaran, que lo insonorizaran con paneles de corcho para protegerlo del ruido de la calle.
—Qué maravilla, qué gran idea. Me encanta.
Charlaban muy juntos, apretados los dos. Él se dijo que ella era su esposa.
—El vehículo está blindado, cómo no. Eso complicó la insonorización. Pero al final lo consiguieron. Es un gesto. Es una cosa de hombres.
—¿Funciona?
—¿Cómo iba a funcionar? No. La ciudad come y deglute y duerme ruido. Emite ruidos de cada siglo. Emite los mismos ruidos que en el siglo XVII, junto con todos los ruidos que desde entonces han evolucionado. No. Pero a mí el ruido no me importa. El ruido me da energía. Lo que cuenta es que está ahí.
—El corcho.
—Exacto. El corcho. Eso es lo que cuenta en definitiva.
Torval no estaba a la vista. Encontró al guardaespaldas masculino de pie, cerca de la caja registradora, como si estudiase a fondo una carta. Quiso entender por qué las cajas registradoras no estaban todas reducidas a las vitrinas de un museo de cajas registradoras, ya fuera en Filadelfia o en Zurich.
Elise miró su cuenco de sopa, donde flotaban formas de vida.
—¿Esto es lo que yo quería?
—Dime qué querías.
—Consomé de ave a las finas hierbas.
Lo dijo como si se burlara de sí misma, impostando un acento extraterritorial y sólo muy ligeramente más elevado que su sistema habitual de inflexiones. Él la miró a fondo, como si esperase admirar el arco de las fosas nasales, la fina, levísima curvatura a lo largo del puente de la nariz. En cambio, se dio cuenta de que había dado en pensar que tal vez no fuera, en suma, precisamente hermosa. Tal vez algo le faltaba. Fue una cuchillada de conciencia. Tal vez fuera del montón, en modo alguno excepcional, y sin esperanza de serlo. Estaba más guapa en la librería, cuando a él le pareció que era otra persona. Comenzó a entender que habían inventado su belleza entre los dos, que habían conspirado para ensamblar una ficción que funcionaba a pedir de boca para su mutua maniobrabilidad y deleite. Se casaron envueltos por el velo de ese tácito acuerdo. Necesitaban la última concordancia de la serie. Ella era rica, él era rico; ella era una heredera, él había amasado su fortuna; ella era culta, él era despiadado; ella era quebradiza, él era inquebrantable; ella tenía obvios dones, él era de una deslumbrante inteligencia; ella era hermosa. Ése era el meollo de su entendimiento, aquello en lo que necesitaban creer antes de poder ser pareja.
Ella sostuvo la cuchara sobre el cuenco, inmóvil, mientras formulaba un pensamiento.
—¿Sabes? Es verdad. La verdad es que apestas a descarga sexual —dijo, empeñada en no apartar la vista de la sopa.
—No es por el sexo que crees que he disfrutado. Es por el sexo del que deseo disfrutar. Ése es el olor que percibes en mí. Cuanto más te miro, más sé sobre nosotros dos.
—Dime qué quieres decir con eso. O no. Mejor no.
—Y más ganas tengo de sexo contigo. Porque hay cierta clase de sexo que contiene un elemento purificador. Es el antídoto de la desilusión. El contraveneno.
—Tienes que estar enardecido, ¿verdad? Así es como estás en tu elemento.
A él le entraron ganas de morderle el labio inferior, atraparlo entre los dientes e hincárselos con la fuerza justa para que le saliera una erótica gota de sangre.
—¿Adónde tenías pensado ir —preguntó él— después de la librería? Te lo digo porque hay un hotel.
—Sólo iba a la librería, punto. Allí estaba a gusto. ¿Adónde ibas tú?
—A cortarme el pelo.
Ella le puso la mano en la mejilla y se tornó triste, complicada.
—¿De veras te hace falta un corte de pelo?
—Me hace falta cualquier cosa que tú me des.
—Sé bueno —dijo ella.
—Me hacen falta todos los significados del enardecimiento. Hay un hotel en la avenida, al otro lado. Podemos empezar de nuevo. O bien terminar con intensidad de sentimiento. Ése es uno de los significados que tiene. Suscitar un sentimiento apasionado. Podemos terminar lo que apenas hemos iniciado. Son dos hoteles en realidad. Podemos elegir.
—No creo que quiera seguir con eso.
—No, claro que no. A ti ni se te pasaría por la cabeza.
—Sé bueno conmigo —dijo ella.
Él agitó el bocadillo de hígado en trozos, le dio un sonoro mordisco y, sin dejar de masticar, siguió hablando y probó la sopa de ella.
—Algún día te harás adulta —dijo—, y ese día tu madre no tendrá con quién hablar.
Algo estaba ocurriendo tras ellos. El camarero más cercano dijo una frase en español que contenía la palabra rata. Eric se volvió en el taburete y vio a dos hombres con monos de spándex gris plantados en el estrecho pasillo, entre la barra y las mesas. Estaban inmóviles, de espaldas el uno al otro, con el brazo derecho en alto, cada uno de ellos sosteniendo en vilo a una rata sujeta por la cola. Comenzaron a dar gritos que Eric no supo descifrar. Las ratas estaban vivas, movían las patas delanteras como si pedaleasen. Se sintió fascinado, se olvidó completamente de Elise. Quiso entender qué decían, qué hacían los dos hombres. Eran jóvenes, los trajes eran de cuerpo entero: trajes de rata, comprendió. Bloqueaban el paso. Miró al espejo alargado de la pared más lejana y vio prácticamente todo el restaurante, reflejado o directamente. A sus espaldas, los camareros, con sus gorras de béisbol, habían adoptado una pose pensativa, en la que todo quedaba en suspenso.
Los dos hombres se separaron, dieron varios pasos a largas zancadas en direcciones opuestas, y comenzaron a zarandear las ratas sobre sus cabezas, gritando no en sincronía algo acerca de un espectro. La cara del hombre que cortaba lonchas de pastrami asomaba sobre la cortadora, la indecisión en los ojos. Los comensales no sabían cómo reaccionar. Al final lo hicieron, medio frenéticos, apartándose de los círculos que trazaban las ratas por el aire. Un par de personas empujaron las puertas de la cocina para desaparecer dentro, y se desencadenó un movimiento generalizado, con sillas derribadas y cuerpos que abandonaban a toda prisa los taburetes.
Eric estaba embelesado. Estaba prácticamente hechizado. Fuera lo que fuese, aquello le causaba admiración. El guardaespaldas seguía ante la barra, hablaba con el micro de la solapa. Eric extendió un brazo para indicarle que no era necesario pasar a la acción. Que se manifestara. La gente profirió amenazas e insultos que acallaron las voces de los dos jóvenes. Eric notó que el más cercano a él se ponía nervioso, que empezaba a extraviársele la mirada. Las amenazas sonaban antiguas, frases hechas, cada una de las cuales daba pie a la siguiente. Incluso los improperios en inglés tenían tintes épicos, mortuorios, elásticos. Quiso hablar con el tipo, preguntarle qué se celebraba, cuál era la misión, la causa.
Los camareros de la barra ya se habían armado con cuchillos.
Entonces, los hombres arrojaron las ratas al aire y la sala volvió a aquietarse. Los animales meneaban las colas como látigos por el aire, rebotando contra diversas superficies, deslizándose sobre las mesas patas arriba, presa del impulso, dos horrendas bolas peludas que se subieron corriendo por las paredes, entre chirridos, y los hombres también echaron a correr, llevándose los gritos a la calle, así fuera una advertencia, un encantamiento o un eslogan.
Al otro lado de la Sexta Avenida el automóvil avanzaba despacio a la altura de la agencia de cambio y bolsa de la esquina. Se veían los cubículos expuestos en la planta calle, hombres y mujeres atentos a las pantallas, y le embargó la seguridad de sus circunstancias, la rapidez, la implicación de todo ello, su envolvente crecimiento embrionario, secreto, interno, animado. Pensó en las personas que antaño visitaban su página web, en los tiempos en que se dedicaba a las previsiones de mercado, cuando la previsión era poder en estado puro, cuando daba pistas sobre los activos de una empresa de tecnología o daba su bendición a un sector entero, y automáticamente causaba una duplicación en el precio de las acciones y un desplazamiento de varias cosmovisiones, cuando efectivamente estaba escribiendo páginas de la historia, antes de que la historia se tornara monotonía y baboseo, antes de ceder a su afán de encontrar algo más puro, técnicas de registro que predijeran los movimientos del dinero mismo. Comerció con divisas de toda suerte de entidades territoriales, naciones modernas y democráticas, polvorientos sultanatos, paranoicas repúblicas populares, estados en rebeldía, en el culo del mundo, al mando de unos cuantos chavales pasados de rosca.
En aquello había encontrado la belleza y la precisión, ritmos ocultos en las fluctuaciones de una divisa determinada.
Había salido del restaurante con medio bocadillo aún en la mano. Se lo estaba zampando ahora, a la vez que escuchaba el éxtasis del rap en el sistema de sonido, la voz de Brutha Fez, con un violín beduino por todo acompañamiento. Sin embargo, le escamaba una de las imágenes emitidas por una de las pantallas de a bordo. Era el presidente en su limusina, visible de cintura para arriba. Era un programa de la administración Midwood, el jefe del ejecutivo en una de sus emisiones de vídeo en vivo, accesibles en el mundo entero. Eric estudió al hombre. Lo contempló inmóvil durante diez largos minutos. No se movió, pero tampoco se movió el presidente, salvo de manera refleja. Y tampoco se movía el tráfico en ninguno de los dos puntos de la ciudad. El presidente iba en mangas de camisa, sentado en una postura de cotidiano estupor. Movió la comisura de los labios, parpadeó varias veces. Tenía la mirada perdida, sin fijarse en nada, inexpresiva. Tenía un aire de aburrimiento eterno, suspendido en el vuelo de una mosca. No se rascó, no bostezó, comenzó a parecerse a una persona sentada en un ambigú, a la espera de participar como invitado en el rodaje de un spot para televisión. Sin embargo, era más sobrecogedor y más profundo que eso, porque sus ojos no denotaban el menor síntoma de inmanencia, de ocupación vital, y porque parecía existir en un pliegue mínimo y remoto del no tiempo, y porque era el presidente. Eric lo odió por ello. Había conversado con él en varias ocasiones. Había esperado a que lo recibiera en la sala de recepciones amarilla del ala oeste. Le había asesorado en materias de cierta importancia, tuvo que ponerse en pie cuando alguien se lo indicó para que otro tomara fotografías. Odiaba a Midwood por su omnipresencia, tal como antes él mismo fuera omnipresente. Lo odiaba por ser el objeto de una amenaza verosímil para su propia seguridad. Y lo odiaba y lo vituperaba por tener un torso ginecoideo, con las bolsas mamarias abultadas bajo la simple camisa blanca. Contempló la pantalla con ánimo de venganza, convencido de que la imagen no podía hacer mayor justicia al presidente. Era un muerto viviente. Vivía en un estado de reposo inerte y recóndito, a la espera de ser reanimado.
—Queremos pensar en el arte de hacer dinero —dijo ella.
Estaba sentada en el asiento de atrás, el suyo, el sillón del fondo. Él la miró y siguió a la espera.
—Los griegos tienen un término para designarlo.
Siguió esperando.
—Crematística —dijo ella—. Pero es un término al que debemos dar cierto margen, adaptarlo a la situación actual. Porque el dinero ha dado un vuelco. Toda la riqueza ha pasado a ser riqueza por y para sí. No existe otra clase de riqueza si de veras es inmensa. El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal como le sucediera a la pintura hace ya tiempo. El dinero habla sólo para sí mismo.
Por lo común se tocaba con una boina, pero hoy iba con la cabeza descubierta Vija Kinski, una mujer menuda con camisa lisa, antiguo chaleco bordado y una larga falda, plisada, superviviente a un millar de lavados y centrifugados, su experta en teoría, que llegaba tarde a su cita semanal.
—Y al dinero sigue la propiedad, por descontado. El concepto de propiedad está cambiando día a día, hora tras hora. La enormidad de los gastos en que incurre la gente para adquirir tierras y casas y barcos y aviones. Esto no guarda ninguna relación con la seguridad que uno tenga en sí mismo, de acuerdo. La propiedad ya nada tiene que ver con el poder, la personalidad, el mando. No se trata de un despliegue de vulgaridad o de buen gusto. Porque ya no posee peso ni forma definidos. Lo único que importa es el precio que uno pague. Tú mismo, Eric, piensa. ¿Qué compraste por tus ciento cuatro millones de dólares? No han sido docenas de habitaciones, una panorámica incomparable, ascensores privados. No han sido el dormitorio giratorio y la cama informatizada. No ha sido el acuario ni el tiburón. ¿Derechos de uso del espacio aéreo? ¿Los sensores de regulación, el software? No han sido los espejos que te dicen cómo te sientes cuando te miras en ellos por la mañana, no. Ese precio lo has pagado por el número en sí. Ciento cuatro millones. Eso es lo que has comprado. Y bien que lo vale. El número se justifica por sí mismo.
El automóvil se hallaba preso en el atasco entre dos avenidas, donde Kinski había subido a bordo tras salir de la iglesia de Santa María la Virgen. Era curioso, aunque tal vez no. La miró desde el asiento del plegatín, preguntándose por qué desconocía la edad de ella. Tenía el cabello gris humo y parecía como si estuviera alcanzado por un rayo, marchito, abrasado, pero en la cara apenas tenía arrugas, ni otras marcas que un gran lunar en un pómulo.
—Ah, y este automóvil, que me encanta. El resplandor de las pantallas. Me fascinan las pantallas. El resplandor del capital cibernético. Qué radiante, qué seductor. No entiendo ni papa de todo esto.
Hablaba poco menos que en susurros, con una sonrisa persistente, que experimentaba crípticas variaciones.
—Pero ya sabes que soy una desvergonzada cuando me hallo en presencia de algo que se haga llamar una idea. La idea es el tiempo. Vivir en el futuro. Mira cómo corren esos dígitos. El dinero genera el tiempo. Antes era al revés. El tiempo cronológico aceleró el ascenso del capitalismo. Todo el mundo ha dejado de pensar en la eternidad. Se concentran en las horas, en cantidades de tiempo mensurable, en horas humanas, para emplear con más eficacia la mano de obra.
—Hay algo que quiero enseñarte —dijo él.
—Espera. Estoy pensando.
Aguardó. A ella se le tensó ligeramente la sonrisa.
—Es el capital cibernético lo que crea el futuro. ¿A qué equivale esa medida llamada nanosegundo?
—Diez elevado a menos nueve.
—Que viene a ser…
—Una milmillonésima fracción de segundo —dijo él.
—No entiendo ni papa de eso. Pero me indica qué rigor tenemos que emplear a fin de medir adecuadamente el mundo que nos rodea.
—Están los heptasegundos.
—Vaya, me alegro.
—Y los octosegundos. La septimomilmillonésima parte de un segundo.
—Porque el tiempo es ahora un activo empresarial. Pertenece al sistema del libre mercado. El presente es cada vez más difícil de encontrar. Es algo que resulta succionado del mundo para dejar lugar al futuro de los mercados incontrolados y de un desmesurado potencial inversor. El futuro resulta insistente. Ésa es la razón de que algo vaya a suceder pronto, hoy mismo tal vez —dijo, mirándose las manos a hurtadillas—. Se trata de corregir la aceleración del tiempo. Más o menos, devolver la naturaleza a su estado natural.
La acera sur de la calle estaba prácticamente desierta. La condujo fuera del automóvil, hasta la acera, desde donde pudieron gozar de una visión parcial del visualizador electrónico de la información de los mercados de valores, el desplazamiento de las unidades de sentido que surcaban la superficie de una torre de viviendas, al otro lado de Broadway. Kinski se sintió paralizada. Aquello era muy distinto del relajamiento que presidía las noticias del mundo entero que envolvían la vieja Times Tower, pocas manzanas al sur de donde estaban. Aquello era un total de tres escalones superpuestos de datos que se desplazaban de un modo concurrente, con agilidad, unos treinta metros por encima de la calle. Noticias financieras, precios de valores, el mercado de divisas. La acción era infatigable. El endemoniado sprint de los números y los símbolos, las fracciones y los decimales, el estilizado símbolo del dólar, el chorreo incesante de palabras, de noticias de las multinacionales, tan fugaz todo que difícilmente resultaba absorbible. Él sin embargo supo que Kinski lo estaba absorbiendo.
Estaba de pie tras ella, señalándole por encima del hombro. Bajo las franjas de datos, o retahíla, había dígitos fijos que indicaban la hora en las principales ciudades del mundo. Supo qué estaba pensando ella. Poco importaba la velocidad que dificultaba el seguimiento de lo que pasa volando ante los ojos. Es la propia velocidad lo que cuenta. Poco importa la urgencia inacabable de la reposición, el modo en que los datos se disuelven por un extremo de la serie, mientras ésta cobre forma por el otro. Eso es lo que cuenta, ese impulso, el futuro. No es que seamos testigos tanto del flujo de la información cuanto de un espectáculo puro, o de la sacralización de la información, ritualmente convertida en algo ilegible. Los pequeños monitores del despacho, del domicilio y del automóvil se habían convertido allí en una suerte de idolatría, ante la cual podía congregarse el gentío presa de su asombro.
—¿Se para alguna vez? —dijo ella—. ¿Se ralentiza? Por supuesto que no. ¿Por qué habría de parar o ralentizarse? Es fantástico.
Vio un nombre conocido destellar en la cinta de noticias. Kaganovich. Pero no llegó a captar el contexto. Comenzó a avanzar el tráfico muy poco a poco, de modo que regresaron al automóvil con los dos guardaespaldas, que les proporcionaron escolta con toda discreción. Esta vez tomó asiento en el sofá corrido, de cara al despliegue de visualizadores, y se enteró del contexto, que resultó ser la muerte de Nikolai Kaganovich, un hombre de pasmosa riqueza y sombría reputación, dueño del conglomerado de medios de comunicación más grande de Rusia, con diversificaciones tales como las revistas porno o las operaciones de televisión vía satélite.
Respetaba a Kaganovich. Era un hombre taimado, duro de pelar, cruel, todo ello en el mejor sentido de los términos. Nikolai y él habían sido amigos, dijo a Kinski. Sacó del frigorífico una botella de vodka al aroma de naranjas sanguinas y sirvió dos vasitos con elegancia. Vieron la cobertura de la noticia en varios monitores.
Ella se acaloró un poco y dio un sorbo.
El hombre yacía boca abajo en un barrizal, a la entrada de su dacha, en las afueras de Moscú. Se había llevado abundantes balazos a su regreso de un viaje a Albania, es decir, Albania Online, donde acababa de crear una red de televisión por cable y había firmado el acuerdo para la construcción de un parque temático en Tirana, la capital.
Eric y Nikolai habían cazado jabalíes en Siberia. Se lo contó a Kinski. Habían visto un tigre a lo lejos, un mero atisbo, un puyazo de trascendencia pura, ajeno a toda experiencia previa. Le describió cómo había sido aquel instante, el valor inapreciable de la vida en sus últimos momentos, una especie en peligro de extinción, la vastedad del silencio que los rodeaba. Permanecieron inmóviles los dos hombres mucho después de que hubiera desaparecido el animal. La visión del tigre como una llamarada en la profunda capa de nieve les hizo sentir una ligazón que los unía mediante un código no expresado en palabras, una hermandad en la belleza y en la pérdida.
Pero se alegró de verlo muerto en el barrizal. El periodista no dejaba de emplear la palabra dacha. Se hallaba en ángulo a la cámara, permitiendo que ésta captara una clara vista de la villa, la dacha, al fondo de un sendero abierto en el pinar. En otra pantalla, una comentarista hizo vagas referencias a ciertos socios suyos en negocios de mal gusto, así como a los elementos antiglobalización y a las guerrillas locales. Luego habló de la dacha. Buscaban seguridad en esa palabra, confianza en sí mismos. Era todo lo que sabían del hombre y del asesinato, algo con sabor a Rusia, que había muerto ante su dacha, en las afueras de Moscú.
Eric se sintió bien con todo ello, al verlo allí, innumerables balazos acribillándole el cuerpo y la cabeza. Fue el suyo un contento apacible, un alivio de alguna presión imposible de especificar que sentía en los hombros y en el pecho. Le relajó la muerte de Nikolai Kaganovich. Esto no se lo dijo a Kinski. Luego sí. ¿Por qué no? Era su experta en teoría. Que teorizara, pues.
—Tu genio y tu inquina siempre han tenido plena y estrecha relación —dijo ella—. Tu mente se extasía con la animadversión hacia los demás. Yo creo que tu cuerpo también. La mala sangre suele ayudar a gozar de una larga vida. Él en cierto modo era un rival, ¿no? Quizás físicamente fuera fuerte. Tenía una gran personalidad. Era un tipo asquerosamente rico. Mujeres hasta en la sopa. Razones de sobra para sentir una suerte de euforia clandestina cuando el hombre encuentra una muerte horrible. Siempre, siempre hay motivos. No examines la cuestión —dijo—. Él ha muerto para que tú vivas.
El automóvil alcanzó la esquina y se detuvo. Los turistas se apiñaban en la zona de los cines y teatros hasta el punto de que formaban una multitud en todos los sentidos. Se desplazaban en remolinos y corrientes, entraban y salían de las megatiendas arrastrando los pies, circulaban en torno a los carritos de los vendedores. Guardaban cola y la cola formaba circunvoluciones, se plegaba sobre sí misma, para sacar entradas rebajadas en los espectáculos de Broadway. Eric los vio cruzar la calle, seres humanos atrofiados a la sombra de los dioses de la ropa interior que adornaban los desmesurados carteles. Éstas eran figuras más allá de todo género y procreación, mujeres de ensueño y en pantalón corto, de hombre, más allá del comercio incluso, u hombres en plenitud de facultades musculares, de bultos apretados en la entrepierna.
El transporte pesado bajaba dando tumbos hacia el centro, camiones con destino a la zona de las tiendas de ropa o a las plantas de envasado de productos cárnicos, sin que nadie los viera. Veían en cambio al británico que vendía libros para niños con una caja de cartón delante, proclamando a voces la mercancía hincado de rodillas. Eric pensó que eran una y la misma cosa, los camiones y el británico, y otrosí el viejo chino que daba masajes con técnicas de acupuntura, y los técnicos de electricidad que introducían cableado de fibra óptica por un registro, desenrollándolo de una bobina amarilla enorme. Pensó en el amasamiento, en el aplastamiento material, en los días y noches de atascos tales que se rozaba el parachoques delantero de un coche con el trasero del anterior, semáforos en rojo, en verde, la fijeza de las cosas, las obsolescencias, y en que todo aquello sucedía sin que nadie lo viera. Veían los que estaban en la cola al viejo practicar su masaje terapéutico, que aplicaba a la espalda y las sienes de una mujer sentada en un banco, la cara oprimida contra un cojín elevado y sujeto con clavos a un bastidor improvisado. Leían el cartel escrito a mano, alivio contra la fatiga y el pánico. Cómo persisten las cosas, los hábitos de la gravedad y el tiempo, en esta realidad nueva y fluida. El británico arrodillado decía: no os pregunto de dónde sacáis el dinero, luego no me preguntéis de dónde saco mis libros. Se detenían, los ojeaban, manoseaban la caja de cartón. El viejo chino estaba erguido, en pie, amasando los puntos cruciales, según la acupuntura, de la mujer, aplicándole presión con los pulgares en los surcos que se le formaban tras las orejas.
Eric vio a la gente detenerse en la cabina de cambio de moneda, en la esquina sureste. Esto le animó a abrir el techo deslizante y asomar la cabeza, para disponer de una vista sin estorbos de los precios de las divisas que surcaban un rótulo luminoso en el edificio de enfrente. El yen seguía subiendo aún, próximo a ponerse a la par del dólar.
Se acomodó en el plegatín frente a Kinski y le explicó en líneas generales cuál era la situación: que estaba comprando yenes a crédito, a un tipo de interés extraordinariamente bajo, a la vez que empleaba el dinero para especular a lo bestia en acciones que potencialmente habrían de rendir muy altos beneficios.
—Por favor. Eso para mí no significa nada.
Sin embargo, cuanto más fuerte se hiciera el yen, más dinero tendría que pagar en restitución de los préstamos.
—Basta. No entiendo ni papa.
Si insistía en hacerlo era por saber que el yen ya no podía subir ni medio entero más. Le explicó que era imposible que accediera a ciertos niveles. Era de sobra sabido en el mercado. Existían oscilaciones y sobresaltos que el mercado toleraba hasta cierto punto, pero no más allá. El mismo yen era consciente de que no podía subir más. Pero seguía subiendo una y otra vez.
Ella sostenía el vaso de vodka entre las manos, haciéndolo rodar mientras pensaba. Él esperó. Ella llevaba unos mocasines de minúsculas tachuelas, y calcetines bajos.
—Lo más sabio sería recular, olvidarlo. Se te aconseja que lo hagas —dijo.
—Sí.
—Pero hay algo que tú sabes. Tú sabes que el yen no puede subir más. Y si sabes algo y no actúas a tenor de lo que sabes, es como si de entrada ni siquiera lo supieras. Hay un proverbio chino —le dijo—. Conocer y no actuar es como no conocer.
Amaba a Vija Kinski.
—Echarse atrás no sería lo auténtico. Sería como citar las vidas de los demás. Una paráfrasis de un texto sensato que quiere hacerte creer que hay realidades viables, de acuerdo, que pueden localizarse y analizarse.
—Cuando en realidad qué pasa.
—Que quiere hacerte creer que hay tendencias y fuerzas previsibles. Cuando en realidad todo son fenómenos que obedecen al azar. Aplicas las matemáticas y otras disciplinas, desde luego. Pero al final te las ves con un sistema que escapa a todo control. Histeria a muy altas velocidades, día a día y un minuto tras otro. Los habitantes de las sociedades libres no tienen por qué temer la patología del Estado. Generamos nuestros propios frenesíes, nuestra propia convulsión en masa, impulsados por máquinas pensantes sobre las cuales no tenemos en definitiva ninguna autoridad. El frenesí apenas es perceptible durante la mayor parte del tiempo. Es sencillamente nuestra manera de vivir.
Terminó con una carcajada. En efecto, él admiraba por sus dones para los discursos contundentes, bien articulados, persuasivos, a los que aplicaba un acabado reluciente. Eso era lo que quería de ella. Pensamientos ordenados, comentarios desafiantes. Pero había algo sucio en sus carcajadas. Eran desdeñosas, groseras.
—Claro que todo esto tú ya lo sabes —dijo ella.
Él lo sabía sí y no. No al menos en un grado tan nihilista. No hasta ese punto en el que todos los juicios carecen de fundamento.
—Existe un orden a un nivel profundo —dijo—. Un patrón a la espera de que alguien acierte a descubrirlo.
—Pues descúbrelo.
Él oyó voces a lo lejos.
—Siempre lo he hecho. Pero en este caso se me escapa. Mis expertos se han estrujado el cerebro y a punto están de tirar la toalla. Yo no he dejado de trabajar en el asunto, lo he repasado en sueños, me ha quitado el sueño. Existe una superficie común, una afinidad clara entre los movimientos del mercado y el mundo de la naturaleza.
—Una estética de la interacción.
—Sí. Sólo que en este caso empiezo a dudar que alguna vez llegue a dar con ella.
—¿Dudar? ¿Qué es dudar? Tú no crees en la duda. Me lo has dicho tú mismo. El poder de la informática elimina todo rastro de duda. Toda duda brota de las experiencias pasadas. Pero el pasado desaparece. Antaño conocíamos el pasado, pero no el futuro. Esto está cambiando —dijo ella—. Necesitamos una nueva teoría del tiempo.
El automóvil avanzó un trecho y salvó un carril de tráfico con rumbo sur, pero no llegó a sobrepasar el siguiente, suspenso en un espacio comprimido en donde la Séptima Avenida y Broadway comienzan a cruzarse. Oyó las voces con mayor claridad, por encima del ruido del tráfico, y vio gente a la carrera, hacia él, a la vez que otros viraban por las bocacalles para escapar del tumulto alarmados, confusos, y una rata de espuma de poliestireno de seis metros de altura que sorteaba los taxis en plena calle.
Asomó la cabeza por el techo y miró. ¿Qué estaba pasando? Difícil saberlo.
En ambas avenidas se había colapsado el tráfico, vehículos bloqueados, gente por todas partes. Los peatones huían por las bocacalles, alejándose de la línea por la que avanzaban quienes iban a la carrera. No era una línea, sino un alabeo en la muchedumbre. Había corredores y otros, los que intentaban correr y se desviaban en busca de ángulos, de espacio donde moverse con mayor libertad, abriéndose paso a empellones entre los cuerpos atenazados.
Quiso entender, disgregar una cosa de la otra por medio de una detallada información. Sonaban a todo volumen las bocinas y las sirenas. La masa de voces clamaba por encima del salpicoteo ambiente del gentío. Eso aún dificultaba más si cabe la visión.
Miró hacia el sur, al corazón de Times Square. Oyó reventar de cristales, cristaleras que caían enteras al suelo. Había un disturbio aislado a la entrada del Centro Nasdaq, a escasas manzanas de distancia. Cambiaban las formas y los colores, una lenta inclinación de los cuerpos que se enjambraban a las puertas. Imaginó el pandemónium del interior, gente corriendo por los pasillos recubiertos de información. Se iban a abrir paso hasta las salas de control, atacar el mural de vídeos, el visualizador digital.
Directamente frente a él, ¿qué? La gente en la isleta en medio de la calzada, los aspirantes a comprar entradas a precio de ganga para ir al teatro. Aún formaban una hilera, al menos la mayoría, reacios a perder su sitio en la cola. Era la única imagen de todo su campo visual que no resultaba chirriante, revuelta.
Amplificadas por los megáfonos, en son de cántico, las voces se propagaban con los mismos contornos tonales que había percibido en los alaridos de los jóvenes a la hora de almorzar. La rata de poliestireno estaba en la acera, transportada sobre unas parihuelas por cuatro o cinco individuos ataviados con trajes de roedor, de spándex, que avanzaban hacia donde se encontraba él.
Vio a Torval en la calle con los dos guardaespaldas, girando los tres sobre sí mismos a distintas velocidades para registrar toda la zona de una manera impresionante. La mujer, de perfil, parecía egipcia, de la undécima o duodécima dinastía, inclinándose sobre el seno izquierdo para comunicarse por el móvil incorporado. Ya era hora de jubilar la palabra teléfono.
Comenzó a aparecer más gente a la carrera por ambos lados del puesto de venta de entradas, la mayoría con pasamontañas, deteniéndose algunos al ver el automóvil. El automóvil los había obligado a detenerse. Algunos vehículos de policía llegaban a toda velocidad, derrapando por las bocacalles más despejadas. Comenzó a sentirse implicado en todo aquello. De un autobús salieron policías con uniforme antidisturbios y máscaras de morro ahusado.
Un taxista se había bajado de su vehículo y fumaba con los brazos cruzados sobre el pecho, surasiático y paciente, a la espera, en plena capital del mundo, a que todo aquello cobrase algo de sentido.
Algunos se acercaban al automóvil. ¿Quiénes eran? Manifestantes, anarquistas, quienes fueran, una muestra de teatro en la calle, incondicionales del saqueo sin miramientos. El automóvil seguía atascado, cómo no, envuelto en el marasmo, rodeado de más vehículos por tres costados y el puesto de venta de entradas por el cuarto. Vio a Torval hacer frente a un hombre que llevaba un ladrillo en la mano. Lo dejó frío de un derechazo. Eric decidió que era digno de admiración.
Torval lo miró en ese momento. Pasó volando un chiquillo en monopatín, dando un bote sobre el parabrisas de un coche de policía. Estaba muy claro lo que su jefe de seguridad deseaba que hiciera y que lo hiciera cuanto antes. Los dos hombres se miraron de un modo siniestro durante largos instantes. Eric se introdujo en el habitáculo del automóvil y cerró el techo solar.
Por televisión todo tenía más lógica. Sirvió un par de vodkas y se dispuso a verlo, a confiar a ciegas en lo que vieran. Era una manifestación en toda regla, estaban haciendo añicos los escaparates de los establecimientos de las grandes cadenas comerciales, soltando batallones de ratas en los restaurantes, en los vestíbulos de los hoteles.
Las figuras enmascaradas rondaban por la zona saltando de coche en coche, arrojando bombas de humo a los policías.
Oía los cánticos con mayor claridad, canalizados por las antenas parabólicas de las unidades móviles, extraídos del clamor de la masa y del estruendo de sirenas y alarmas de automóvil.
Un espectro recorre el mundo, vociferaban.
Estaba disfrutando de lo lindo con todo aquello. Los adolescentes en monopatín rociaban de pintadas los rótulos publicitarios en los laterales de los autobuses. La rata de poliestireno había caído derribada, había policías en densa formación que avanzaban tras los escudos antidisturbios, hombres con casco que avanzaban con severidad tan adusta y totalitaria que a Kinski pareció arrancarle un suspiro.
Los manifestantes habían empezado a zarandear el automóvil. La miró y sonrió. Por televisión aparecieron primeros planos de caras abrasadas por el gas mostaza. Un zoom recogió la imagen de un hombre que saltaba en parapente de una de las torres cercanas. Tanto la tela del parapente como el uniforme del saltador eran a franjas rojinegras, anarquistas, y éste llevaba el pene al aire, con idéntico logo bicolor. Bamboleaban el automóvil de un lado a otro. De los lanzadores de gases lacrimógenos salían volando los proyectiles y los policías se introdujeron por libre entre la multitud, cubiertos por máscaras antigás provistas de cámaras de filtración doble y sacadas de algún cómic letal.
—Ya sabes qué produce el capitalismo. Según Marx y Engels, claro.
—Sus propios enterradores —dijo él.
—Pero éstos no son los enterradores. Esto es el libre mercado, sin más. Toda esta gente sólo es una fantasía generada por el mercado. No existen fuera del mercado. A ningún sitio podrían ir si se empeñaran en quedar fuera. No existe ese afuera.
La cámara siguió a un policía que perseguía a un joven entre la masa, imagen que parecía existir a cierta distancia variable del momento presente, un residuo del pasado.
—La cultura del mercado es total. Genera a esos hombres y mujeres. Son necesarios para el sistema que desprecian. Lo dotan de energía y concreción. El impulso que los mueve pertenece al mercado. Son producto de cambio en los distintos mercados del mundo. Por eso mismo existen, para refortalecer y perpetuar el sistema.
Vio cómo el vodka se derramaba del vaso de ella al compás de los bamboleos. La gente aporreaba las ventanillas y el capó. Vio a Torval y a los guardaespaldas barrerlos de la carrocería. Pensó fugazmente en el tabique de partición a la espalda del chófer. Tenía un marco de madera de cedro y llevaba encastrado un pergamino de escritura cúfica, ornamental, de finales del siglo X, originario de Bagdad, con un valor incalculable.
Ella se tensó el cinturón de seguridad.
—Tienes que entender.
—¿El qué? —dijo él.
—Cuanto más visionaria sea la idea, más gente dejará tirada por el camino. En eso consiste toda manifestación de protesta. Visiones de la tecnología y la riqueza. La fuerza del capital cibernético que mandará a la gente al arroyo, a que mueran entre sus propios vómitos. ¿Cuál es el defecto de la racionalidad humana?
—¿Cuál? —dijo él.
—Que finge no ver el horror y la muerte que aguardan en la culminación de los planes que idea. Esto es una manifestación contra el futuro. Lo que quieren es aplazar el futuro, normalizarlo, impedir que arrolle al presente.
Había coches en llamas en la calle, el sisear y escupir del metal, figuras desconcertadas a cámara lenta, envueltas en una marea de humo, vagando entre la masa compacta de vehículos y cuerpos, mientras otros no dejaban de correr por todas partes, y un policía abatido, postrado de hinojos, ante un establecimiento de comida rápida.
—El futuro es siempre una totalidad, una igualdad absoluta. Allí todos seremos altos, fuertes, felices —dijo ella—. Por eso fracasa el futuro. Siempre fracasa. Nunca podrá ser ese lugar cruelmente feliz en que aspiramos a convertirlo.
Alguien arrojó una papelera contra la ventanilla posterior. Kinski hurtó el cuerpo sólo un ápice. Inmediatamente al oeste, pasado Broadway, los manifestantes habían erigido barricadas de neumáticos en llamas. En todo momento, en todo lugar parecía existir un plan rector, una meta. La policía lanzaba balas de goma en medio de la humareda, que ya ascendía por encima de los carteles publicitarios. Otro policía se hallaba a escasos metros, ayudando al equipo de seguridad de Eric en la protección del automóvil. No supo qué sentir a ese respecto.
—¿Cómo sabremos cuándo habrá llegado oficialmente el final de la era de la globalización?
Aguardó la respuesta.
—Cuando las limusinas extralargas comiencen a desaparecer de las calles de Manhattan.
Unos hombres orinaban contra el automóvil. Las mujeres lanzaban botellas de refrescos rellenas de arena.
—Esto es una muestra de ira controlada, diría yo. Pero me pregunto qué sucedería si supieran que el mandamás de Packer Capital se encuentra a bordo del automóvil.
Ella lo dijo con maldad, encendidos los ojos. Los ojos de los manifestantes resplandecían entre los pañuelos rojinegros con que se cubrían la cabeza y se tapaban la cara. ¿Los envidiaba? En las ventanillas blindadas a prueba de balas se pintaban grietas finas como un cabello, y tal vez pensó que le gustaría estar ahí fuera, destrozándolo todo.
—Toda esa gente trabaja para ti. Actúan de acuerdo con las condiciones contractuales que impones —dijo ella—. Si te matan, será sólo porque tú lo has permitido, con tu arrobada reticencia, como forma de subrayar una y mil veces la idea de que todos estamos a las órdenes de alguien.
—¿Qué idea es ésa?
El bamboleo fue a peor. La observaba seguir los bandazos de su vaso de lado a lado, antes de dar un trago.
—La destrucción —dijo ella.
En uno de los monitores vio figuras que descendían por una superficie vertical. Le costó un momento entender que bajaban en rappel por la fachada del edificio de enfrente, donde estaban situados los visualizadores digitales del mercado de valores.
—Ya sabes lo que siempre han creído los anarquistas.
—Sí.
—Pues dímelo —dijo ella.
—El afán de destruir es un afán creador.
—Ése es también el sello distintivo del pensamiento capitalista. La destrucción forzosa. Es preciso eliminar sin contemplaciones las industrias anticuadas. Hay que reclamar a la fuerza nuevos mercados. Es necesario reexplotar los mercados anticuados. Destruyamos el pasado, construyamos el futuro.
Sonreía como para sus adentros, como siempre, y un músculo secundario le temblaba en la comisura de los labios. No tenía por costumbre manifestar simpatías ni desafectos. No tenía aguante para lo uno ni para lo otro, pensó él, pero se preguntó si no estaría equivocado en ese aspecto.
Estaban pintando la limusina con sprays, haciendo cabriolas con los monopatines. Al otro lado de la avenida, los hombres suspendidos de las cuerdas trataban de reventar las ventanas a patadas. La torre ostentaba el nombre de uno de los mayores bancos de inversiones, en letras de tamaño más bien modesto, bajo un descomunal mapa del mundo. Los precios de las acciones bailaban a medida que menguaba la luz.
Hubo muchas detenciones, personas de cuarenta países, cabezas ensangrentadas, los pasamontañas en la mano. Ninguno parecía dispuesto a prescindir del pasamontañas. Vio a una mujer quitárselo de un tirón, maldiciendo, mientras un policía le hurgaba en las costillas con la porra, y asestarle un revés, con el pasamontañas sujeto en el puño, contra el visor del casco. Desaparecieron en ese momento del alcance de la cámara. Y todas las pantallas se concentraron en el bamboleo del automóvil.
Le sorprendió su propia imagen en directo, en la pantalla oval, bajo la cámara espía. Pasaron unos segundos. Se vio encogerse del sobresalto. Pasó más tiempo. Se sintió en suspenso, a la espera. Hubo una detonación potente, tan cercana que consumió cuanta información lo rodeaba. Se encogió sobresaltado. Igual que todos. La frase formó parte del gesto, la expresión archisabida, encarnada en el movimiento de la cabeza y los hombros. Se encogió del sobresalto. La frase misma reverberó en el cuerpo.
El automóvil dejó de bambolearse en seco. Reinó un instante de contemplación generalizada. Se hallaron todos los presentes ligados por un segundo nivel de hostilidad.
La bomba acababa de explotar a la entrada del banco de inversiones. Vio en otra pantalla una película ensombrecida, figuras que esprintaban a velocidad digitalizada por un pasillo, corriendo de manera tartamuda, en lecturas de décimas de segundo. Era la cobertura de las propias cámaras de vigilancia de la torre. Los manifestantes estaban tomando al asalto el edificio, irrumpiendo por la entrada misma, destrozadas las puertas, y se adueñaban de ascensores y rellanos.
Se reanudó la batalla en la calle. La policía empleó mangueras de agua a presión contra las barricadas en llamas y los manifestantes de nuevo entonaron su himno con ganas, reingresados en la intrepidez y la fuerza moral.
Pero parecían haber dado por concluida al fin su inquina contra el automóvil.
Permanecieron callados un momento.
—¿Has visto eso? —dijo él.
—Sí, claro. ¿Qué ha sido?
—Estoy aquí sentado. Estamos conversando. Miro la pantalla. De pronto.
—Te encoges sobresaltado.
—Sí.
—Luego, la deflagración.
—Sí.
—Me pregunto yo si esto ha ocurrido antes.
—Sí. Hice que verificaran la seguridad de los ordenadores.
—Nada raro.
—No. Claro que nadie, obviamente, podría generar ese efecto. Anticiparse a tal cosa.
—Te encogiste sobresaltado.
—En la pantalla.
—Y luego el estallido. Y luego.
—Luego sí me encogí de verdad —dijo él.
—Aunque a saber qué podrá significar una cosa así.
Se acariciaba el lunar. Se toqueteaba con los dedos el lunar de la mejilla, retorciéndoselo según pensaba. Él esperaba sentado.
—Esto es lo que tiene la genialidad —dijo ella—. La genialidad altera las condiciones objetivas de su hábitat propio.
Le gustó, pero quiso algo más.
—Piénsalo de este modo. Hay mentes únicas en funcionamiento, sólo unas pocas, aquí y allá: el erudito, el auténtico futurista. Una conciencia como la tuya, hipermaníaca, bien podría tener puntos de contacto más allá de la percepción general.
Aguardó.
—La tecnología es crucial para la civilización. ¿Que por qué? Porque nos ayuda a configurar nuestro destino. No necesitamos a Dios, ni los milagros, ni el vuelo de un abejorro. Pero también es algo que vive agazapado, no está sujeto a decisiones. Puede tirar por un lado o por otro.
Los visualizadores de la fachada, en la torre invadida, se apagaron.
—Has hablado de que el futuro es impaciente. De que nos presiona.
—Eso era pura teoría —dijo ella de un modo escueto—. Yo me ocupo de teorías.
Apartó la mirada de ella para contemplar las pantallas. Al otro lado de la avenida, la serie superior del visualizador digital mostraba este mensaje:
UN ESPECTRO RECORRE EL MUNDO…
EL ESPECTRO DEL CAPITALISMO
Reconoció la variación sobre la famosa frase inicial del Manifiesto comunista, en la que es Europa la que se ve asolada por el fantasma del comunismo, más o menos en 1850.
Estaban confusos y eran tercos. No obstante, en este sentido el ingenio de los manifestantes ganaba certidumbre. Abrió el techo del automóvil y se asomó en medio de la humareda y los gases, el fuerte olor de la goma quemada, y pensó que era un astronauta que desembarca en un planeta de pura flatulencia. Era tonificante. Una figura con casco de motorista se encaramó al capó y comenzó a reptar por el techo del coche. Torval lo alcanzó y lo arrancó de allí. Lo arrojó al suelo, donde se ocuparon de él los guardaespaldas. Tuvieron que emplear una pistola paralizante para reducirlo. El voltaje de la descarga mandó al individuo a otra dimensión. Eric apenas reparó en el chasquido, en el arco de la corriente que salvó el abismo entre los electrodos. Estaba pendiente de la segunda serie del visualizador, que empezaba a operar mediante palabras que se desplazaban de norte a sur.
LA RATA DEVIENE MONEDA DE CURSO LEGAL
Le costó un solo instante absorber las palabras e identificar el verso. Lo conocía, cómo no. Estaba tomado de un poema que había leído últimamente con asiduidad, uno de los contados poemas de cierta extensión en los que había decidido ahondar, un verso, medio verso tomado de la crónica de una ciudad asediada.
Le colmó de alborozo verse con la cabeza en medio de la humareda, asistir a la batalla callejera, ver las ruinas a su alrededor, los hombres y mujeres gaseados y aún desafiantes, que esgrimían un botín de camisetas con el lema del Nasdaq, y caer en la cuenta de que habían leído el mismo poema que había estudiado él.
Se sentó durante el tiempo suficiente para extraer el teléfono wap de la ranura y dar la orden de comprar más yenes. Se estaba endeudando en yenes y en cantidades pavorosas. Quería hacerse con todos los yenes que hubiera a tiro.
Luego asomó la cabeza para ver cómo saltaban repetidamente las palabras sobre la fachada gris y reluciente. La policía lanzó un contraataque contra la torre, encabezado por una unidad especial. Le gustaban las unidades especiales. Llevaban cascos a prueba de balas y chaquetas oscuras, impermeabilizadas. Eran hombres provistos de armas automáticas que en realidad no pasaban de ser sino el esqueleto de un arma, todo bastidor, nada superfluo.
Algo más estaba ocurriendo. Un desplazamiento, una fractura espacial. De nuevo estaba inseguro ante lo que veía, a menos de treinta metros. Era indigno de confianza, engañoso. Un hombre sentado en la acera con las piernas cruzadas temblaba en medio de una llama trenzada.
Estaba tan cerca que se fijó en que el hombre llevaba gafas. Un hombre en llamas. La gente se apartaba de él y se agazapaba, o se plantaba ante él con las manos en la cara, antes de caer de rodillas, o bien pasaba de largo sin darse cuenta, corriendo en medio de la escabechina y del humo sin reparar, o lo miraban hechizados, cuerpos que perdían tensión, caras que se entontecían.
Al soplar el viento en rachas repentinas, las llamas perdieron volumen hasta casi desaparecer, pero el hombre siguió rígido, la cara bien visible. Vieron fundírsele las gafas sobre los ojos.
La cadena de lamentos comenzó a extenderse. Un hombre gimoteaba en pie. Dos mujeres sentadas en el bordillo lloraban sin consuelo. Se cubrían con los brazos la cara y la cabeza. Otra mujer quiso sofocar las llamas, pero sólo se acercó lo suficiente para agitar la chaqueta ante el hombre, con cuidado de no rozarle. Se mecía ligeramente, la cabeza ardía con independencia del cuerpo. Se había producido un corte en la combustión.
Tenía la camisa consumida, recibida espiritualmente por el aire en forma de andrajos de tejido humeante, y la piel oscurecida y llena de ampollas, y a eso empezaba a oler en esos momentos, a carne quemada y mezclada con gasolina.
Un bidón seguía de pie junto a su rodilla. También ardía, incendiado cuando se prendió fuego. No había monjes que entonaran cánticos con hábitos de tonalidad ocre, ni monjas con uniformes de color tordo. Parecía que lo hubiera hecho por su cuenta y riesgo.
Era joven, o no. Había hecho un juicio a partir de una lúcida convicción. Prefirieron que fuese joven y rebosante de convicción. Eric creyó que ése era el deseo incluso de la policía. Nadie quería a un tipo desquiciado. Sería una deshonra para la acción, para el riesgo asumido por todos, para el enorme trabajo llevado a cabo en comunión. No podía ser alguien aquejado de locura transitoria, alguien que padeciera episodios de tal o cual cosa, que oyera voces.
Eric quiso imaginar el dolor sufrido por el hombre, su elección, la voluntad abismal que había tenido que concitar. Procuró imaginárselo en la cama, esa misma mañana, mirando de costado a la pared, pensando en su camino hacia el momento final. ¿Tuvo que ir a una tienda a comprar las cerillas? Imaginó una llamada telefónica a alguien que estuviera muy lejos, una madre o una amante.
Los cámaras se acercaron entonces, abandonando la unidad especial que reconquistaba la torre al otro lado de la calle. Llegaron corriendo a la esquina hombres de anchas espaldas, de carrera veloz, agazapados, con las cámaras rebotándoles al hombro, y se cernieron en torno al hombre que se había pegado fuego.
Se introdujo de nuevo en el coche y se acomodó en el plegatín, frente a Vija Kinski.
A pesar de las palizas y los gases, de la descarga de explosivos, a pesar del asalto al banco de inversiones, creyó que en la manifestación había algo teatral, incluso obsequioso en los parapentes y los monopatines, en la rata de poliestireno, en el golpe táctico para reprogramar los visualizadores digitales de los mercados de valores con citas de poesía y de Karl Marx. Creyó que Kinski estaba en lo cierto cuando dijo que era una fantasía del mercado. Se percibía la sombra residual de una transacción entre los manifestantes y el Estado. La protesta fue una forma de higiene sistémica, purgante y lubricante. Por diezmilésima vez era testimonio de la brillantez innovadora de la cultura del mercado, de su capacidad de configurarse sobre sus propios y flexibles fines, de absorber cuanto la rodease.
Veamos. Un hombre que se prende fuego. Tras Eric, esa imagen titilaba en todas las pantallas. Y toda la acción detenida en una pausa, los manifestantes y las fuerzas antidisturbios que circulaban en derredor y sólo los cámaras disputándose una buena toma. ¿Qué cambiaba todo eso? Todo, pensó. Kinski se había equivocado. El mercado no era total. No podía reclamar a ese hombre ni asimilar su acto. No abarcaba ese horror descarnado. Aquello era algo fuera de su alcance.
Vio la cobertura en la cara de ella. Estaba abatida. El interior del automóvil se estrechaba hacia la parte posterior, prestando cierta autoridad al asiento que ella ocupaba, por lo normal el suyo, claro está, y él sabía cuánto disfrutaba ella al sentarse en el sillón de cuero para surcar las calles de la ciudad de día o de noche y hablar ex cátedra. En esos momentos estaba desalentada y ni siquiera le miró.
—No es original —dijo al fin.
—Eh. ¿Qué es original? Lo ha hecho, ¿sí o no?
—Es una usurpación.
—Se ha rociado de gasolina y se ha prendido fuego.
—Todos aquellos monjes vietnamitas, uno tras otro, todos en la posición del loto.
—Imagina qué dolor. Siéntate allí y siéntelo.
—Se inmolaban inagotablemente.
—Todo por decir algo. Por hacer pensar a la gente.
—No es original —dijo ella.
—¿Tiene que ser budista para que se le tome en serio? Ha hecho algo muy serio. Se ha quitado la vida. ¿No es eso lo que hay que hacer para demostrarles que uno va en serio?
Torval deseaba hablar con él. La puerta estaba abollada, abombada, de modo que le costó unos instantes la apertura. Eric se acuclilló antes de salir del automóvil y pasó muy cerca de Kinski al hacerlo, pero ella no le miró.
Los miembros del equipo de una ambulancia avanzaban despacio entre el gentío, empleando el megáfono para abrirse paso. Las sirenas atronaban por las bocacalles.
El cadáver había dejado de arder y seguía sentado en una postura rígida. Desprendía vapores, neblina. El pestazo iba y venía acorde con el viento, que soplaba con más fuerza. Se oían truenos a lo lejos.
Al costado del automóvil se encontraban los dos en situación de evitarse formalmente, mirando cada cual más allá del que tenía delante. El automóvil parecía anonadado. Estaba cubierto de chafarrinones rojinegros. Tenía docenas de abolladuras, pinchazos de armas punzantes, largas rayaduras, franjas de impactos y decoloraciones. En algunos lugares, los salpicotazos de orina estaban conservados en manchas in pentimento bajo los graffiti.
—Ahora mismo —dijo Torval.
—¿El qué?
—Informe desde el complejo. Relativo a su seguridad.
—Pues llegan un poco tarde, ¿no?
—Éste es específico y categórico.
—Así pues, se ha recibido una amenaza.
—Valoración roja. Totalmente verosímil. Orden prioritaria de emergencia. Significa que ya ha comenzado una incursión.
—Ahora lo sabemos.
—Y ahora hemos de actuar a partir de lo que sabemos.
—Pero todavía queremos lo que queremos —dijo Eric.
Torval readaptó su enfoque visual. Miró a Eric. Parecía una transgresión monumental, una violación de la lógica de las miradas codificadas, los tonos de voz y otros parámetros gestuales que regían sus particulares términos de referencia mutua. Era la primera vez que estudiaba a Eric de un modo tan ostensible. Lo miró y asintió, sin dejar de perseguir algún sombrío decurso en sus pensamientos.
—Queremos un corte de pelo —le dijo Eric.
Vio a un teniente de policía con un walkie-talkie. ¿Qué se le pasó por la cabeza cuando lo vio? Quiso preguntarle por qué seguía utilizando semejante artilugio, por qué seguía llamándolo como lo llamaba, empeñado en transportar esa rima de medio lelos más allá de la era de la saturación industrial, en transplantarla a los espacios de la elegancia, construidos sólo con haces de luz.
Volvió al automóvil a esperar el lento desenmarañarse del atasco. La gente empezaba a moverse, algunos con pañuelos sobre la cara para protegerse de los efectos de los gases lacrimógenos y de la indiscreción de las cámaras policiales. Había algunas escaramuzas en liza, pocas y espaciadas, hombres y mujeres que echaban a correr sobre los cristales rotos que tapizaban las aceras, otros que abucheaban a los estoicos policías apostados en la isleta del tráfico.
Comunicó a Kinski lo que acababa de oír.
—¿Piensan que la amenaza es verosímil?
—Valoración de emergencia.
Ella estaba encantada. Volvió a ser la misma de siempre, sonriendo para sus adentros. Lo miró entonces y se echó a reír sin poder contenerse. Él no estaba seguro acerca de lo que tuviera gracia en todo eso, pero también se echó a reír sin pensar en contenerse. Se sintió definido, acotado a trazos nítidos. Sintió un agolparse de la comprensión y supo quién era, tal vez cuál era su destino, que le engrandeció y le aclaró.
—Es interesante, ¿eh? —dijo ella.
Él esperó.
—Me refiero a los hombres y la inmortalidad.
Cubrieron el cuerpo quemado y se lo llevaron en camilla, semierecto, con ratas en las calles y las primeras gotas de lluvia y la luz transformándose radicalmente, de esa manera preternatural que es completamente natural, por supuesto, toda la premonición eléctrica que adensa el cielo y lo torna una representación teatral completamente orquestada por el hombre.
—Vives en una torre que se yergue en el cielo y no recibes el castigo de Dios.
A ella, esto le pareció entretenido.
—Y te compraste un avión. Por poco lo olvido. Soviético o ex soviético, da igual. Un bombardero estratégico. Capaz de arrasar una ciudad de pequeño tamaño. ¿Es cierto?
—Es un viejo Tupolev 160. En la OTAN lo llaman la Cachiporra. Construido en torno a 1988. Transporta bombas y misiles de crucero —dijo—. Eso no estaba incluido en el acuerdo de compra.
Ella dio una palmada, encandilada y feliz.
—Pero no te permiten pilotarlo. ¿Podrías pilotarlo?
—Puedo y lo he hecho. No me permiten que despegue con armas.
—¿Quién?
—El Departamento de Estado. El Pentágono. La Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego.
—¿Y los rusos?
—¿Qué rusos? Lo compré en el mercado negro, tan barato que da grima, a un traficante de armas, un belga, en Kazajstán. Allí me hice cargo de los mandos durante media hora, sobrevolando el desierto. En dólares estadounidenses, treinta y un millones.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—Aparcado en un hangar de almacenamiento en Arizona. A la espera de unos recambios que nadie es capaz de encontrar. Viendo cómo pasa el viento. De vez en cuando viajo hasta allá.
—¿Para qué?
—Para mirarlo. Es mío —dijo.
Ella cerró los ojos y pensó. Los monitores mostraban gráficos de barras, actualizaciones del mercado. Se sujetó una mano con la otra haciendo fuerza, aplanándose las venas, de modo que no le llegara la sangre a los nudillos.
—El pueblo no morirá. ¿No es ése el credo de la nueva cultura? El pueblo será absorbido por los flujos de la información. De todo esto no sé nada. Desaparecerán los ordenadores. Ya han empezado a extinguirse en la forma en que los conocemos. En su condición de unidades discretas ya están extintos. Una caja, una pantalla, un teclado. Se funden en la textura de la vida cotidiana. ¿Es cierto o estoy equivocada?
—Incluso la palabra ordenador, y qué decir de computadora.
—Computadora suena a algo propio del Paleolítico inferior.
Ella abrió los ojos y pareció traspasarlo con la mirada sin dejar de hablar con voz sosegada, y él comenzó a imaginársela en cuclillas sobre su pecho, en medio de la noche, a la luz de las velas, no sexualmente, ni debido a un impulso diabólico, sino para hablarle en sueños entrecortados, para inquietar sus sueños a golpe de teoría.
Ella hablaba. Era su trabajo. Tenía un don innato y además le pagaban por ello. ¿En qué más creería? Sus ojos no delataban nada. Al menos para él eran de un gris tenue, remotísimos, carentes de vida propia, brillantes en ocasiones, pero sólo al calor de una intuición o una conjetura. ¿En dónde estaba su vida? ¿Qué hacía al regresar a su casa? ¿Quién la esperaba allí, además del gato? Creía que sin duda tenía gato. ¿Cómo era posible que ellos dos hablasen de las cosas que comentaban? No estaban cualificados para ello.
Preguntarle si tenía gato, meditó, y mucho más marido, amante, seguro de vida, sería faltar a la confianza que se tenían. ¿Qué planes tienes para el finde? La pregunta en sí equivaldría a una agresión. Ella respondería dándose la vuelta, enojada y humillada. Era en realidad una voz con un cuerpo que más bien parecía una idea a posteriori, una sonrisa ladina que navegaba en medio del tráfico más denso. Dotándole de una historia propia desaparecería.
—Yo no entiendo nada de esto —dijo ella—. Microchips pequeñísimos y eficacísimos. La fusión del ser humano con el ordenador. Todo eso queda bien lejos de mi alcance. Y comienza la vida inacabable. —Se tomó un respiro para mirarlo—. La gloria que entrañase la muerte de un gran hombre ¿no debería desmentir sus sueños de alcanzar la inmortalidad?
Kinski desnuda encima de su pecho.
—Los hombres piensan en la inmortalidad. Da lo mismo qué piensen las mujeres. Somos demasiado reducidas y reales para tener importancia en eso —dijo—. Históricamente, los grandes hombres contaban con vivir eternamente incluso mientras supervisaban la construcción de sus mausoleos en la otra orilla del río, en la ribera occidental, por donde se ponía el sol.
Kinski muy presente en sus pesadillas, comentando el contenido de las mismas.
—Ahí estás aposentado, sobre magnas visiones y acciones merecedoras de todo el orgullo. ¿Por qué morir, si puedes seguir vivo en un disco? Un disco, ojo, no una tumba. Una idea superior al cuerpo. Una mente que sea todo lo que siempre fuiste y serás, sólo que nunca fatigada, confusa, dolorida ni impedida. Para mí es un misterio cómo podría acaecer algo semejante. ¿Llegará a ocurrir algún día? Antes de lo que pensamos, porque todo se adelanta a nuestras previsiones. Quizás hoy mismo, algo más tarde. Quizás sea hoy el día en que todo haya de suceder para bien o para mal, zacatás, tal cual.
Atardecía, menguaba la luz y daba un tinte de plata al aire, y se hallaba fuera de su automóvil, observando cómo se desembarazaban los taxis del atasco. No llegaba a saber cuánto había pasado desde la última vez que se sintió así de bien.
¿Cuánto tiempo hacía? Ni idea.
Restablecido el funcionamiento del indicador digital de divisas a su plena normalidad, el yen demostró poseer una vitalidad renovada, avanzando contra el dólar en incrementos microdecimales a cada sextimilmillonésima de segundo. Excelente. Perfecto, lo suyo. Le encandilaba pensar en zeptosegundos, observar las cifras en su carrera implacable. El visualizador digital también le sentaba bien. Contempló el paso fugaz de las principales cuestiones, las más candentes, y se sintió purificado de mil maneras incalificables al ver la espiral de los precios precipitarse de modo lúbrico. Sí, el efecto que le producía era sexual, cunnilingüe en concreto, de modo que echó la cabeza atrás, mirando al cielo y la lluvia sin verlos.
La lluvia cayó en tromba sobre la amplitud cada vez más despejada de Times Square, donde las vallas publicitarias adquirían una luz fantasmal y las barricadas de neumáticos ya estaban casi del todo apartadas de las calzadas justo por donde pretendían seguir, dejando la Calle 47 expedita rumbo al oeste. La lluvia le sentó bien. La lluvia era todo un acierto en términos teatrales. Pero la amenaza aún era mejor. Vio a unos cuantos turistas que avanzaban despacio por Broadway bajo paraguas grandes, deseosos de ver las quemaduras y los restos en la acera, allí donde un hombre desconocido se había pegado fuego. Era grave, era sobrecogedor. Era lo más idóneo para el momento del día. Pero la amenaza verosímil era lo que le daba alas. Le sentaba bien la lluvia en la cara, la hediondez agria era excelente, el hedor de la orina que maduraba en la carrocería de su automóvil, y le esperaba el temblor del placer por encontrar, el alborozo y el infortunio, en el rápido desplome de los mercados de valores. Pero era la amenaza de muerte al filo de la noche lo que le hablaba con mayor certeza acerca de un principio del destino que siempre supuso, supo, que se iba a despejar a su debido tiempo.
Ahora sí podía dedicarse de lleno a vivir.