El sueño se abstenía de visitarlo ahora más a menudo que antes, no ya una o dos veces por semana, sino cuatro, cinco incluso. ¿Cómo lo remediaba cuando le sucedía? No salía a dar largos paseos mientras se desplegaba el amanecer. No había un amigo o amiga a los que tanto quisiera como para angustiarlos con una llamada a tales horas. ¿Qué le quedaba en firme? Era cuestión de silencios, no de palabras.
Trataba de leer hasta que le venciera el sueño, pero leyendo sólo conseguía estar más despierto. Leía ciencia y poesía. Le gustaban los poemas escuetos, asentados minuciosamente sobre el espacio en blanco, hileras de trazos alfabéticos e inscritos a hierro y fuego en el papel. Los poemas le daban mayor conciencia de su respiración. Un poema despojaba el momento, lo dejaba reducido a cosas que por lo normal no estaba dispuesto a percibir. Ése era el matiz de cada poema, al menos en su caso, de noche, durante tan largas semanas, una respiración tras otra, en la sala rotatoria, en lo alto del tríplex.
Una noche trató de dormirse en pie, en su celda de meditación, pero no estaba aún tan avezado en esas técnicas, aún no era tan monje como para lograrlo. Puenteaba el sueño y lo redondeaba en forma de contrapeso, una calma en completa inmovilidad, dentro de la cual cada vector de fuerza se equilibra con otro. Le suponía un brevísimo reposo, una mínima pausa en la agitación de las identidades inquietas.
No existía respuesta a la pregunta. Probó con sedantes e hipnóticos, pero le causaban dependencia, lo proyectaban hacia su interior en tensas espirales. El más pálido de los pensamientos portaba una sombra de angustia. ¿Qué hizo? No fue a consultar con un analista encaramado en un alto taburete de cuero. Freud está acabado, ahora toca Einstein. Esta noche había decidido leer la Teoría Especial, en inglés y en alemán, pero al final dejó el libro a un lado y se tendió en completa inmovilidad, tratando de hacer acopio de la voluntad necesaria para pronunciar la sola palabra que le valdría para apagar las luces. Nada existía a su alrededor. Sólo el ruido dentro de la cabeza, la mente suspensa en el tiempo.
Cuando muriese, no sería su fin. Sería el fin del mundo.
Permaneció ante el ventanal y contempló el grandioso amanecer. La panorámica de que gozaba le asomaba a los puentes, a los estrechos y las vías acuáticas, hasta más allá de los barrios periféricos y las urbanizaciones dentífricas, para perderse en masas de tierra y cielo que sólo podían tacharse de lejanía profunda. No sabía qué quería. Abajo, a la orilla del río aún era de noche, noche a medias, y los vapores cenicientos ascendían temblorosos sobre las columnas de humo de la otra orilla. Imaginó que todas las putas habían huido ya de las esquinas iluminadas por una farola, con el temblor del pantalón de pata ancha, otras clases de arcaicos negocios a punto de comenzar a agitarse, camiones de reparto que saldrían de los mercados, nuevos camiones en los muelles de carga. Las camionetas de las panaderías ya cruzarían la ciudad, y algunos coches extraviados en plena locura avanzarían haciendo eses por las avenidas, los altavoces a todo meter.
Lo más noble, un puente que salvaba el río, con el sol que empezaba a vociferar detrás.
Observó a un centenar de gaviotas que seguían a una gabarra temblequeante río abajo. Tenían un corazón grande y fuerte. Lo sabía, un corazón desproporcionado al tamaño del cuerpo. Era algo que en otro tiempo le había interesado, llegó a dominar el millar de detalles de la anatomía de las aves. Los pájaros tienen los huesos huecos. Dominaba las materias más abstrusas en menos de una tarde.
No sabía qué quería. De pronto lo supo. Quería ir a cortarse el pelo.
Permaneció en pie todavía un rato, contemplando a una gaviota solitaria que planeaba y ascendía llevada por una corriente de aire, admirándola, pensándola a fondo, tratando de conocer al ave, sintiendo el recio y sonoro latir del corazón en el carroñero hambriento.
Llevaba traje y corbata. Un traje suavizaba en cierto modo la combadura de su pecho desarrollado en exceso. Le gustaba hacer ejercicio de noche, hacer pesas que se deslizaban sobre guías de metal, hacer flexiones en estoica reiteración, devorar los tumultos y compulsiones del día.
Echó a caminar por la vivienda, cuarenta y ocho habitaciones. Lo recorría cuando se sentía titubeante y deprimido. Pasó por delante de la piscina, del salón de cartas, del gimnasio; dejó atrás el acuario del tiburón y la sala de proyecciones. Se detuvo ante la perrera de los borzoi y habló con sus perros. Pasó al anexo, en donde era preciso registrar la evolución de las divisas y examinar sondeos de mercado.
Contra todo pronóstico, el yen había subido enteros de la noche a la mañana.
Volvió a la zona de estar, caminando ahora despacio, e hizo un alto en cada habitación para absorber lo que había en ellas, viéndolas en profundidad, reteniendo cada mota de energía que flotase en rayos y en ondas.
Las obras de arte expuestas eran sobre todo campos de color y geometrías, lienzos de gran tamaño que dominaban estancias enteras e imponían un recogimiento de oratorio en el atrio, bajo la claraboya, con sus altos cuadros de fondo blanco y la fuente que manaba en el centro. En el atrio se respiraba la tensión y el suspense de un espacio vertical, donde se exige un silencio piadoso a fin de verlo y experimentarlo como es debido, la mezquita de las blandas pisadas y las palomas de piedra que murmuran en la bóveda.
Le gustaban cuadros que sus invitados ni siquiera sabían de qué modo contemplar. Los cuadros blancos eran incognoscibles para la mayoría: capas de una coloración mucosa aplicadas a espátula. La obra era tanto más peligrosa por no ser nueva. Lo nuevo ya no reviste ningún peligro.
Bajó al vestíbulo revestido de mármol en un ascensor con música ambiental de Satie. Tenía la próstata asimétrica. Salió y cruzó la avenida, para darse la vuelta y plantarse de cara al edificio en que vivía. Se sintió contiguo a él. Tenía ochenta y nueve plantas, un número primo, envueltas en una funda indiscernible de vidrio broncíneo y nublado. Compartían los dos una arista o un límite, el rascacielos y el hombre. Tenía doscientos setenta metros de altura, la torre residencial más alta del mundo, un paralelepípedo anodino, cuyo único rasgo destacable era su altura. Poseía esa clase de banalidad que se revela con el tiempo como algo verdaderamente brutal. Por ese motivo le gustaba. Le gustaba plantarse enfrente y mirarlo cuando se sentía así. Se sentía aprensivo, algo mareado, insustancial.
El viento soplaba cortante desde el río. Sacó su palm-top y se dejó una nota sobre el anacronismo contenido en la palabra rascacielos. Ninguna estructura reciente debería ostentar ese vocablo. Era propio de un alma ya anticuada, reverencial, de la época de las torres en forma de flecha que ya eran un documento del pasado mucho antes de que él naciera.
El instrumento de mano era un objeto cuya cultura originaria había desaparecido poco antes, o estaba a punto de desaparecer. Sabía que tendría que tirarlo a la basura.
La torre le investía de fuerza y de hondura. Sabía qué quería, un corte de pelo, pero permaneció un rato más envuelto en el ruido creciente de la calle, estudiando la masa, la escala de la torre. La única virtud de su superficie consistía en que filtraba la luz del río e imitaba las corrientes del cielo abierto. Poseía un aura de textura y de reflejo. Oteó toda su longitud y se sintió conectado a ella, como si compartiera la superficie y el entorno que entraban en contacto con su superficie por ambas caras. Una superficie separa el interior del exterior sin pertenecer a uno ni a otro. Una vez, duchándose, había pensado en las superficies.
Se puso las gafas de sol. Volvió sobre sus pasos, cruzó la avenida en sentido inverso, se aproximó a las hileras de limusinas blancas. Eran diez, cinco pegadas al bordillo de la acera, a la entrada de la torre, en la Primera Avenida, y otras cinco alineadas en la bocacalle, mirando al oeste. Los automóviles eran idénticos entre sí a primera vista. Tal vez alguno fuese treinta, cincuenta centímetros más largo que los demás, según los detalles de la carrocería y las especificaciones particulares del propietario.
Los conductores fumaban y charlaban en la acera, sin gorra, con traje oscuro, compartiendo un estado de alerta que resultaría manifiesto sólo de manera retrospectiva, cuando se les recalentaran los ojos bien dentro de la cabeza y arrojasen los cigarrillos de cualquier manera y abandonaran sus poses no estudiadas, nada más descubrir al objeto de su vigilia.
Por el momento se limitaban a charlar, voces con acento muy marcado las de algunos, otros incluso en sus lenguas maternas, mientras aguardaban la aparición del gestor de inversiones, del promotor inmobiliario, del asesor financiero y experto en capital de riesgo, del empresario de la informática, del gran señor de la televisión por satélite y por cable, del agente de bolsa al por menor, del directivo de medios con gran olfato, del exiliado que fuera jefe del Estado en algún destrozado paisaje de hambrunas y de guerra.
En el parque, al otro lado de la calle, había estilizadas pérgolas de hierro forjado y fuentes de bronce, al fondo de cuyos platos brillaban iridiscentes y esparcidas las monedas sueltas. Un hombre con ropa de mujer paseaba a siete perros elegantes.
Le agradó el detalle de que todos los automóviles fueran indiscernibles entre sí. Deseaba un vehículo como ése por pensar que era una réplica platónica, ingrávido a pesar de su tamaño, no tanto un objeto cuanto una idea. Pero bien sabía que no era verdad. Era algo que decía por causar cierto efecto, sin creérselo siquiera un solo instante. Llegó a creérselo un instante, pero por los pelos. Deseaba el automóvil no sólo por su tamaño descomunal, sino también porque lo era de un modo agresivo y despectivo, metastásico, algo tremendamente mutante y capaz de pasarse por el arco del triunfo cualquier argumento que se esgrimiera en su contra.
A su jefe de seguridad personal le gustaba el automóvil por el anonimato. Las limusinas blancas y extralargas habían terminado por ser los vehículos que menos llamaban la atención en toda la ciudad. En ese momento aguardaba en la acera Torval, calvo, sin cuello, un hombre cuya cabeza parecía extraíble para proceder a su mantenimiento.
—¿Adónde? —dijo.
—Quiero cortarme el pelo.
—El presidente está en la ciudad.
—Nos da igual. Necesitamos un buen corte de pelo. Tenemos que ir a la otra punta de la ciudad.
—Se va a encontrar con tal atasco que cada centímetro será vital.
—Me alegro de saberlo. Por cierto, ¿de qué presidente estamos hablando?
—Del presidente de Estados Unidos. Habrá controles, barreras al tráfico rodado —dijo—. Habrá calles enteras borradas del mapa.
—Indíqueme cuál es mi vehículo —le dijo al hombre.
El chófer abrió la puerta, listo para dar la vuelta a la carrera por la parte de atrás y abrir su propia portezuela, a once metros de distancia. Allí donde terminaba la hilera de limusinas blancas, en paralelo a la entrada de la Sociedad Nipona, comenzaba otra hilera de automóviles, los automóviles urbanos, negros o de color índigo, y los conductores aguardaban a los miembros de las misiones diplomáticas, a los delegados, cónsules y agregados, cada cual con sus gafas de sol.
Torval se acomodó con el chófer en el asiento delantero, donde había pantallas de ordenador incrustadas en el salpicadero y aparatos de visión nocturna en la franja inferior del parabrisas, producto de la cámara de infrarrojos instalada en la parrilla del radiador.
Shiner esperaba dentro del vehículo: su experto máximo en tecnología, menudo y aniñado de cara. A Shiner ya ni siquiera lo miraba cuando estaba con él. No lo había mirado desde tres años antes. Una vez visto, ya no había más que ver. Sería facilísimo reconocer su médula ósea en un vaso de precipitados. Llevaba una camisa desvaída y unos vaqueros; adoptaba, sentado, una actitud masturbatoria y agazapada.
—Bien, ¿y de qué nos hemos enterado?
—Nuestro sistema es seguro. Somos impenetrables. No hay programa capaz de piratearnos —dijo Shiner.
—Pues parecía todo lo contrario.
—Eric, ni se te ocurra. Hemos hecho todas las comprobaciones. Nadie nos ha sobrecargado el sistema, nadie ha manipulado nuestras páginas web.
—¿Y cuándo hemos hecho todo eso?
—Ayer mismo. En el complejo. Nuestro equipo de respuesta rápida. No hay ningún punto vulnerable, no hay acceso que no controlemos. Nuestro garante hizo un análisis de amenazas. Estamos protegidos de todo ataque.
—En todas partes.
—Así es.
—Incluido el automóvil.
—Absolutamente incluido, así es.
—Mi automóvil. Este automóvil.
—Eric, por favor. Te digo que así es.
—Tú y yo estamos juntos desde… desde que toda esta nimiedad se puso en marcha. Quiero que me certifiques que todavía tienes la resistencia necesaria para este trabajo. La determinación, el ahínco.
—Este automóvil. Tu automóvil.
—Quiero que me confirmes que tienes una voluntad de hierro, que eres implacable. Todos éramos jóvenes y listos, a todos nos amamantó una loba. Pero el fenómeno de la reputación es un asunto muy delicado. Una persona sube como la espuma gracias a una palabra, y cae al vacío cuando tropieza en una sílaba. Sé que se lo pregunto a quien no debo.
—¿Cómo?
—¿Dónde estaba el automóvil ayer por la noche, después de realizar las comprobaciones?
—No lo sé.
—¿Adónde van todas estas limusinas de noche?
Shiner se derrumbó sin esperanza en las honduras de la pregunta.
—Ya sé que cambio de tema. No he dormido mucho. Ojeo libros, bebo brandy. Pero quiero saber qué pasa con todas las limusinas extralargas que durante el día entero rondan por la ciudad palpitante. ¿Dónde pasan la noche?
El automóvil se encontró con retenciones de tráfico antes de llegar a la Segunda Avenida. Iba sentado en el sillón al fondo del habitáculo, contemplando el despliegue de dispositivos visuales. Aparecían combinaciones de datos en todas las pantallas, símbolos de gráficos fluidos y gráficos como una cordillera alpina, el pulso titilante de los números polícromos. Absorbió todo ese material en un par de segundos prolongados, inmóviles, sin prestar atención a los sonidos del habla procedentes de los bustos parlantes lacados por el exceso de maquillaje. Había un microondas y el monitor de un electrocardiógrafo. Miró la cámara espía instalada en una plataforma giratoria, que le devolvió la mirada. Anteriormente permanecía allí sentado, en un espacio donde todo se controlaba mediante un mando a distancia, pero eso se había terminado. El contexto casi carecía de impulsos táctiles. Podía poner en funcionamiento la mayoría de los sistemas accionándolos con la voz, o bien agitar una mano ante una pantalla para que se apagara.
Un taxi se embutió por milímetros junto al automóvil. El conductor no paraba de tocar el claxon. Desencadenó otro centenar de bocinas.
Shiner se removió en el asiento del plegatín, junto al armario del mueble bar, en sentido contrario al de la marcha. Tomaba zumo de naranjas recién exprimidas con una pajilla de plástico que salía del vaso en ángulo obtuso. Parecía silbar una tonada en la pajilla, entre cada ingestión de líquido.
—¿Qué? —dijo Eric.
Shiner alzó la cabeza.
—¿No tienes algunas veces la impresión de no saber qué está pasando? —dijo.
—Veamos: ¿tengo yo ganas de preguntarte qué has querido decir con eso?
Shiner hablaba como si se dirigiera a la pajilla, como si estuviera ante un implemento de transmisión de a bordo.
—Todo este optimismo, todo este crecimiento desmesurado… Las cosas suceden cual si fuera de la noche a la mañana. Una y otra son simultáneas. Extiendo la mano y… ¿qué siento? Sé que hay miles de cosas que analizas cada diez minutos. Patrones de comportamiento, proporciones, índices, mapas enteros de información. Adoro la información. Es nuestra dulzura y nuestra luz. Es una maravilla tal que hay que joderse para no caerse. Y tenemos un sentido, una función en el mundo. Hay gente que come y que duerme a la sombra de lo que nosotros hacemos. Todo fantástico, pero al mismo tiempo… ¿qué?
Se hizo un largo silencio. Por fin se dignó mirar a Shiner. ¿Qué iba a decirle a ese hombre? No le dirigió un comentario duro y cortante. De hecho, no le dijo nada en absoluto.
Permanecían sentados en medio de la hinchazón de las bocinas. Algo había en el ruido que prefirió no desear que desapareciera. Era el tono de un dolor fundamental, un lamento tan arcaico que sonaba incluso original. Pensó en los miembros de unas bandas descabaladas y en sus alaridos ceremoniales, unidades sociales creadas para matar y comer. Carne cruda. Ése era el llamamiento, la pesarosa necesidad. En el frigorífico había bebidas. Nada sólido para el microondas.
—¿Alguna razón especial para que estemos en el automóvil y no en el despacho? —dijo Shiner.
—¿Cómo sabes que estamos en el automóvil y no en el despacho?
—Con sólo responder a esa pregunta.
—¿Basándote en qué premisa?
—Sé que diría algo medianamente inteligente, pero más bien superficial y sobre todo inexacto a determinados niveles. Y entonces me vendrás con que te apiadas de mí sólo por haber nacido.
—Estamos en el automóvil porque tengo que cortarme el pelo.
—Pues que vaya el peluquero al despacho. Que te corte el pelo allí. O que venga el peluquero aquí dentro. Que te corte el pelo para ir cuanto antes al despacho.
—A ver, dime una cosa: ¿qué tiene un peluquero? Connotaciones, asociaciones, un calendario en la pared, espejos por todas partes. Aquí no hay un sillón de peluquería. Aquí lo único que gira es la cámara espía.
Cambió de posición en el asiento y vio cómo se desplazaba la cámara para ajustarse a su nueva postura. Antes, su imagen era accesible en todo momento, difundida por videoconferencia al mundo entero desde el vehículo, el avión, el despacho y algunos puntos escogidos en su vivienda. Sin embargo, había ciertas cuestiones de seguridad que era preciso abordar; ahora, la cámara operaba sólo por circuito cerrado. Una enfermera y dos guardaespaldas armados vigilaban constantemente tres monitores en una sala sin ventanas, adjunta a su despacho. La palabra despacho estaba pasada de moda. Tenía una saturación cero.
Miró por la ventanilla de la izquierda, de un cristal que impedía que lo vieran desde el exterior. Le costó un momento entender que conocía a la mujer que viajaba en el asiento posterior del taxi situado junto a su automóvil. Era su esposa, con la que llevaba casado veintidós días: Elise Shifrin, poetisa con derecho consanguíneo a la fabulosa fortuna bancaria de los Shifrin, en Europa y el mundo entero.
Envió un mensaje en clave a Torval, al asiento delantero. Acto seguido bajó a la calle y dio unos golpes en la ventanilla del taxi. Ella le sonrió con gesto de franca sorpresa. Tenía veintitantos años, una delicadeza de rasgos que parecían grabados a fuego y unos ojos grandes y sin malicia. En su belleza había un ingrediente de lejanía. Era algo intrigante, aunque tal vez no. Adelantaba ligeramente la cabeza sobre un cuello largo y esbelto. Tenía una risa inesperada, un tanto hastiada, experta; a él le agradaba el modo en que se llevaba el dedo a los labios cuando quería mostrarse pensativa. Sus poemas eran una porquería.
Ella se deslizó al otro extremo y él tomó asiento a su lado. Remitió el fragor de las bocinas, que se reanudó al cabo en un ciclo ritual. El taxi se desvió entonces en diagonal, para salir del cruce, hacia un punto al oeste de la Segunda Avenida, donde se encontró de nuevo atascado. Torval corría acalorado tras el taxi.
—¿Y tu automóvil?
—Parece que no lo podemos encontrar —dijo ella.
—Me ofrezco a llevarte.
—No, imposible. De ninguna manera. Sé que trabajas cuando viajas. Y me gustan los taxis. Nunca se me ha dado bien la geografía. Aprendo cosas preguntando a los taxistas de dónde vienen.
—Vienen del horror y la desesperación.
—Sí, exactamente. Basta con coger un taxi para enterarse de cuáles son los países donde reina el malestar y el descontento.
—Hace tiempo que no te veo. Esta mañana te estuve buscando.
Se quitó las gafas de sol para subrayar el efecto. Ella le escrutó los ojos. Lo miró con atención absoluta.
—Tienes los ojos azules —le dijo.
Él le alzó la mano y se la llevó a la cara, oliéndosela, lamiéndosela. Al sij que conducía el taxi le faltaba un dedo. Eric observó el impresionante muñón, un asunto muy serio, una ruina corporal que llevaba en sí la historia y el dolor.
—¿Ya has desayunado?
—No —respondió ella.
—Me alegro. Tengo hambre de algo grueso y masticable.
—Nunca me habías dicho que tuvieras los ojos azules.
Detectó un ruido de electricidad estática en su risa. Le mordió la almohadilla del pulgar, abrió la puerta y saltaron a la acera, a la cafetería de la esquina.
Él se sentó de espaldas a la pared y vio a Torval colocarse junto a la entrada, desde donde disponía de una amplia visión del local. El sitio estaba atestado. Oyó palabras sueltas en francés y en somalí, filtrándose entre el ruido ambiental. Ésa era la disposición de ese extremo de la Calle 47. Mujeres de tez oscura con túnicas de marfil caminaban a favor de la corriente, camino de la Secretaría de la ONU. Había torres de apartamentos llamadas L’École y Octavia. Niñeras irlandesas empujaban los cochecitos de los niños por los parques. Y Elise, cómo no, suiza o algo así, sentada frente a él.
—¿De qué vamos a hablar? —le preguntó ella.
Estaba sentado frente a una fuente de panqueques y salchichas, a la espera de que se fundiera el cuadrado de mantequilla para emplear el tenedor y hacer un remolino con el sirope y contemplar entonces las huellas dejadas por los dientes del tenedor en la salsa. Comprendió que la pregunta que le había hecho iba en serio.
—Queremos instalar un helipuerto en el tejado. Ya he comprado los derechos de uso del espacio aéreo, pero todavía necesito la licencia de discrepancia de zona. ¿No te apetece comer algo?
Daba la impresión de que le repugnaba la comida en esos momentos. El té verde y la tostada seguían intactos ante ella.
—Y una galería de tiro junto a la zona de ascensores. Hablemos de nosotros.
—Tú y yo. Aquí estamos. Así podríamos estar.
—¿Cuándo vamos a disfrutar juntos del sexo otra vez?
—Lo haremos. Te lo prometo —dijo ella.
—Llevamos ya una temporada en ayunas.
—Es que cuando trabajo, ya lo sabes, la energía es algo valiosísimo.
—Cuando escribes.
—Sí.
—¿Dónde lo haces? Te suelo buscar, Elise.
Él miró a Torval mover los labios. Estaba a unos diez metros, doce a lo sumo. Hablaba a un micrófono oculto en la solapa. Llevaba un pinganillo en la oreja. El micrófono del móvil lo llevaba sujeto bajo la chaqueta, no lejos del arma de fuego activada por la voz que llevaba disimulada en el brazo, de fabricación checa, otro emblema del talante internacional del distrito en que se hallaba.
—Me acurruco en alguna parte. Siempre lo he hecho igual. Mi madre mandaba a gente en mi busca —dijo ella—. Las criadas y los jardineros peinaban la casa y los terrenos adyacentes. Llegó a pensar que yo era soluble en el agua.
—Me gusta tu madre. Tienes los mismos pechos que ella.
—Sólo los pechos.
—Tienes unas tetas sensacionales, nada caídas.
Comía deprisa, inhalando la comida. Luego ventiló la de ella. Le pareció que podía sentir la glucosa al entrar en sus células, alimentar los demás apetitos de su cuerpo. Hizo un gesto de asentimiento hacia el dueño del local, un griego de Samos, que le saludó desde el mostrador. Le agradaba visitar el sitio porque a Torval no le gustaba nada.
—Dime una cosa. ¿Adónde vas ahora? —preguntó ella—. ¿Tienes una reunión? ¿Vas a tu despacho? ¿Dónde está tu despacho? ¿Qué es lo que haces exactamente?
Lo miró por encima de las manos unidas ante la cara como un puente, ocultando su sonrisa.
—Sabes cosas. Creo que a eso te dedicas —dijo—. Creo que te dedicas a saber. Creo que adquieres información y la conviertes en algo estupendo y espantoso. Eres una persona peligrosa. ¿Estás de acuerdo? Eres un visionario.
Él observó a Torval inclinar la cabeza a un lado, escuchando a la persona que le hablaba por el pinganillo. Sabía que esos instrumentos ya eran vestigio del pasado. Eran estructuras degeneradas. Posiblemente, la pistola oculta todavía no lo fuera, pero el propio mundo se perdía a merced de la neblina que soplaba.
Se plantó ante la limusina, aparcada en un sitio ilegal, y escuchó a Torval.
—Informe desde el complejo. Hay una amenaza verosímil. No conviene descartarla. Es lo que trae consigo el ir a la otra punta de la ciudad.
—Ya hemos tenido amenazas más que suficientes, todas ellas verosímiles. Yo aún sigo aquí.
—No es una amenaza para su seguridad, señor, sino para la de otro.
—¿Para la de quién coño?
—La del presidente. Significa que ir a la otra punta de la ciudad es algo que no sucederá a menos que nos tomemos el día entero y nos llevemos el desayuno, la comida, la merienda y la cena.
Descubrió que la fornida presencia de Torval era una provocación. Estaba tenso y encorvado. Tenía el corpachón de un halterófilo, como si permaneciera erguido a la vez que acuclillado. Su porte era de roma persuasión, de esa alerta intensa que ponen los hombres corpulentos en cualquier tarea que emprendan. Era una instigación a la hostilidad. Ponía en tela de juicio la sensación que tenía Eric de su propia autoridad física, sus criterios de fuerza y musculación.
—¿Aún hay gente que se dedica a pegarles tiros a los presidentes? Creí que había dianas más estimulantes —dijo.
Buscó indicios de firmeza temperamental en su jefe de seguridad. Torval no daba la talla. A veces era irónico, y en otras ocasiones era tenuemente desdeñoso de cualquier procedimiento habitual. Además, tenía una cabeza… Algo había en la prominencia de su cabeza rasurada, en la aberrante disposición de los ojos, que transmitía por inferencia una cólera imborrable. Su cometido consistía en ser selectivo en sus modos de confrontación, no en odiar a un mundo sin rostro.
Se había percatado de que Torval ya no lo llamaba Mr. Packer. Ahora ya no lo llamaba de ninguna manera. La omisión dejaba en la naturaleza un espacio suficiente para que se colase un hombre entero.
Cayó en la cuenta de que Elise se había marchado. Olvidó preguntarle adónde tenía previsto encaminarse.
—En la manzana siguiente hay dos salones de peluquería —dijo Torval—. A falta de uno, dos. Ninguna necesidad de atravesar la ciudad. La situación no está estabilizada.
La gente pasaba presurosa, los otros de la calle, en un anonimato inagotable, veintiuna vidas por segundo, a carreras que se les notaban en la cara y en la pigmentación, chorros de ser fugacísimo.
Estaban allí para dejar bien claro que no tenía uno por qué contemplarlos ni un momento.
Michael Chin era el que ocupaba ahora el plegatín: su analista de divisas, modelando apaciblemente una cierta inquietud de no pequeña envergadura.
—Michael, conozco esa sonrisa.
—Creo que es el yen. Es decir, que existen toda clase de indicios para creer que lo estamos apalancando demasiado por las bravas.
—Tarde o temprano se nos pondrá el viento de cara.
—Sí, lo sé. Siempre ha sido así.
—Esa precipitación es algo que sólo crees ver.
—Lo que sucede no cuadra.
—Claro que cuadra. Sólo tienes que buscar un poco más a fondo. No te fíes de los modelos al uso. Piensa más allá de los límites. El yen acaba de emitir una declaración en toda regla. Léela. Y da el salto correspondiente.
—Aquí vamos a hacer una apuesta a lo grande.
—Conozco esa sonrisa. Quiero que lo respetes. Pero es imposible que el yen siga subiendo ni un punto más.
—Nos estamos metiendo en préstamos enormes, desmesurados.
—Cualquier ataque al borde de la percepción parecerá precipitado de entrada.
—Eric, no fastidies. Estamos especulando en el vacío.
—Tu madre culpaba a tu padre de esa sonrisa que tienes. Él la culpaba a ella. Tiene algo mortífero.
—Pienso que deberíamos adaptarnos.
—Tu madre llegó a pensar que tendría que ponerte al cuidado de un tutor especial.
Chin era doctor en matemáticas y economía y no era más que un chaval aún, con una franja de punk en el cabello, teñido de un descarado color remolacha.
Los dos hombres conversaban y tomaban decisiones. Eran decisiones de Eric, que Chin introducía no sin resentimiento en su agenda electrónica y sincronizaba con todo el sistema. El automóvil se desplazaba. Eric se contempló en la pantalla oval, bajo la cámara espía, pasándose el pulgar por la línea del mentón. El automóvil se detuvo, avanzó, tuvo la extraña sensación de haberse colocado el pulgar en la línea del mentón uno, dos segundos después de haberlo visto en la pantalla.
—¿Dónde está Shiner?
—Camino del aeropuerto.
—¿Por qué tenemos aún aeropuertos? ¿Por qué se llaman aeropuertos?
—Sé que no podría responder a esas preguntas sin que me perdieras todo el respeto —dijo Chin.
—Shiner me ha dicho que nuestra red es segura.
—Entonces, es que lo es.
—A salvo de toda penetración.
—Él es el mejor si se trata de encontrar agujeros.
—Entonces, ¿por qué veo cosas que aún no han sucedido?
El suelo de la limusina era de mármol de Carrara, de las canteras en donde estuvo Miguel Ángel hace medio milenio, tocando con la yema de los dedos la piedra blanca y estrellada.
Miró a Chin, al pairo en el plegatín, perdido en sus propios pensamientos descarrilados.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintidós.
—¿Cómo?
—Veintidós.
—Pareces más joven. Yo siempre era el más joven de la gente que me rodeaba. Un buen día eso empezó a cambiar.
—Yo no me siento más joven. No me siento completamente localizado en ninguna parte. Creo que básicamente ya estoy listo para dejar este negocio.
—Métete un chicle en la boca y prueba a no masticarlo. Para una persona de tu edad, con tus dones, hay en el mundo una sola cosa a la que valga la pena aspirar profesional e intelectualmente. ¿Sabes de qué se trata, Michael? Sencillo: la interacción entre tecnología y capital. La indisolubilidad.
—Los años del instituto fueron el último reto verdadero —dijo Chin.
El automóvil quedó atrapado en el atasco de la Tercera Avenida. Las órdenes recibidas por el chófer consistían en avanzar por intersecciones y bloques, no remolonear a cierta distancia del coche anterior.
—He leído un poema en el que una rata se convierte en moneda de curso legal.
—Pues sí, sería interesante —dijo Chin.
—Desde luego. Tremendo impacto en la economía mundial.
—Ya sólo por el nombre… Mucho mejor que el dong o la kwacha.
—El nombre lo es todo.
—Sí. La rata —dijo Chin.
—Sí. Hoy la rata ha cerrado por debajo del euro.
—Sí. Existe una preocupación creciente de que la rata rusa se devalúe.
—Ratas blancas. Piénsalo.
—Sí. Ratas preñadas.
—Eso. Liquidación en masa de ratas rusas preñadas.
—Gran Bretaña entra en la zona rata —dijo Chin.
—Eso mismo. Se suma a la lógica tendencia a adoptar una única unidad de cambio universal.
—Sí. Estados Unidos establece la unidad rata.
—Eso. Cada dólar estadounidense será canjeable por su valor en ratas.
—Ratas muertas.
—Eso. El acopio de reservas de ratas muertas se tiene por una amenaza contra la salud mundial.
—¿Cuántos años tienes? —dijo Chin—. Quiero decir ahora que ya no eres más joven que los demás.
Miró más allá de Chin, hacia el fluir de números que corría en direcciones opuestas. Entendió cuánto significaba para él todo ese desglose pasajero de datos en una pantalla. Estudió los diagramas y figuras que ponían en juego patrones orgánicos, alas de ave, la cámara en abanico de una concha de molusco. Era un pensamiento superficial sostener que los números y los gráficos equivalían a la fría compresión de las energías humanas levantiscas, toda clase de ansia y de sudor nocturno reducido a lúcidas unidades en los mercados financieros. De hecho, los propios datos tenían alma, resplandecían, un aspecto dinámico del proceso de la vida misma. Ésa era la elocuencia de los alfabetos y de los sistemas numéricos, plenamente plasmada en forma electrónica, en el binomio de ceros y unos del mundo, el imperativo digital que definía cada aliento de los miles de millones de seres vivos en el planeta. Ahí estaba el bullir de la biosfera. Nuestros cuerpos y los océanos estaban ahí plasmados, presentes, cognoscibles e íntegros.
El automóvil comenzó a moverse. Vio a su derecha el primero de los salones de peluquería, en la esquina noroeste: Filles et Garçons. Tuvo la impresión de que Torval aguardaba a la entrada, a la espera de recibir la orden de detener el automóvil.
Vio de reojo la marquesina del segundo establecimiento no muy lejos, una frase en clave dirigida a un procesador de señales situado en el tabique acristalado que dividía el habitáculo, el panel de partición entre el chófer y la zona de atrás. Ello generó un comando en una de las pantallas del salpicadero.
El automóvil se detuvo ante el edificio de viviendas que se hallaba entre ambas peluquerías. Salió, entró en el pasaje en forma de túnel, sin esperar a que el conserje se dirigiera al teléfono. Ingresó en el espacio cerrado del patio y mentalmente puso nombre a cuanto vio dentro, el evónimo contento con su sombra, la lobelia, el coleo estrella oscura, la acacia de la miel con sus hojas lanceoladas y yemas aún sin abrir. No alcanzó a evocar el nombre latino del árbol, aunque sabía que le vendría a la cabeza en el lapso de una hora más o menos, o en algún momento de calma en medio de la vorágine de la siguiente noche sin conciliar el sueño.
Pasó bajo una bóveda formada por dos arcos de enrejado blanco por los que trepaban las hortensias y entró en el edificio propiamente dicho.
Un minuto después se encontraba en el apartamento de ella.
Ella se llevó la mano al pecho, un gesto entre dramático y cohibido, para precisar que él estaba allí en carne y hueso. Acto seguido, abrazados, comenzaron a dar traspiés camino del dormitorio. Se golpearon contra la jamba de la puerta, rebotaron. A ella se le resbaló uno de los zapatos, aunque no pudo soltárselo del todo sin dar un par de patadas. Él la apretó contra el cuadro que cubría una de las paredes, una trama minimalista ejecutada a lo largo de varias semanas por dos de los ayudantes del artista, provistos de instrumentos de medición y de lápices de grafito grueso.
No se tomaron en serio la idea de desnudarse hasta que no terminaron de hacer el amor.
—¿Te estaba esperando yo?
—Es que pasaba por aquí.
Permanecían de pie cada uno a un lado de la cama, inclinándose, flexionándose, para despojarse de las últimas prendas de vestir.
—Y se te ocurrió hacerme una visita, ¿es eso? Qué amable. Me alegro. Me he enterado por la prensa, claro.
Estaba tendida en decúbito prono, vuelta la cabeza sobre la almohada, mirándolo.
—¿O lo habré visto por televisión?
—¿El qué?
—¿Cómo que el qué? La boda. Qué raro es que no me lo dijeras.
—No debería extrañarte.
—No, no es tan extraño. Dos grandes fortunas —dijo ella—. Como uno de aquellos grandiosos matrimonios de conveniencia pactados en la antigua Europa imperial.
—Sólo que yo soy ciudadano del mundo y tengo un par de cojones muy neoyorquinos.
Lo dijo sopesando los genitales en la mano. Luego se tendió en la cama, boca arriba, contemplando la pantalla de papel de una lámpara suspendida del techo.
—¿Cuántos miles de millones habéis juntado entre los dos?
—Ella es poetisa.
—¿A eso se dedica? Vaya, creí que era una Shifrin.
—Un poco de lo uno y otro poco de lo otro.
—Tan rica, tan tersa… ¿Te deja tocarle las partes pudendas?
—Hoy estás maravillosa.
—Para tener cuarenta y siete años y haber entendido al fin cuál es mi problema…
—¿De qué problema se trata?
—La vida es demasiado contemporánea. ¿Qué edad tiene tu consorte? Da lo mismo, no lo quiero saber. Dime que me calle. Antes, una pregunta más. ¿Es buena en la cama?
—Todavía no lo sé.
—Eso es lo malo que tienen las familias de dinero y abolengo —dijo ella—. Ahora, dime que me calle la boca.
Colocó una mano en su nalga. Permanecieron un rato tendidos en silencio. Era una rubia oxigenada, llamada Didi Fancher.
—Me he enterado de algo que te interesa.
—¿El qué? —dijo él.
—Hay un Rothko, propiedad privada, del que tengo conocimiento privilegiado. Está a punto de resultar disponible.
—Y tú lo has visto.
—Hace tres o cuatro años, sí. Es luminoso.
—¿Y la capilla?
—¿Qué pasa con la capilla?
—He estado pensando en la capilla.
—No puedes comprar la maldita capilla.
—¿Cómo lo sabes? Contacta con los directores.
—Creí que te iba a entusiasmar lo del cuadro. Y qué cuadro. Tú no tienes un Rothko importante. Siempre habías querido uno. Es algo de lo que hemos hablado.
—¿Cuántos cuadros hay en su capilla?
—No lo sé. Catorce o quince.
—Si me venden la capilla, la mantendré intacta. Díselo.
—¿Intacta? ¿Dónde?
—En mi vivienda. Hay espacio suficiente. Puedo disponer de más espacio.
—Pero tendrá que estar abierta a las visitas.
—Para eso tendrán que comprarla. A ver si mejoran mi oferta.
—Perdona que te lo diga de un modo bien jodido, pero la Capilla de Rothko es propiedad del mundo entero.
—Si la compro yo, es de mi propiedad.
Didi alargó la mano y le apartó la suya del trasero.
—¿Cuánto piden por ella? —preguntó él.
—Es que no quieren desprenderse de ella. Y yo no quiero darte lecciones sobre la abnegación y la responsabilidad social, porque ni tú mismo te crees, ni por un instante, que seas tan grosero como quieres parecer.
—Más te valdría creerlo. Si proviniera de otra cultura, aceptarías mi manera de pensar y de actuar. Bastaría con que fuese un dictador pigmeo —dijo—, o un caudillo adinerado gracias al tráfico de cocaína. Alguien llegado del fanatismo del trópico. Eso te encantaría, ¿verdad? Te encantaría el exceso, la monomanía. Esa clase de personas causan una deliciosa agitación en las demás. En los que son como tú. Pero tiene que haber una separación, claro. Si tienen la misma pinta que tú, si huelen igual que tú, la cosa resulta bastante confusa.
Arrimó el sobaco hacia la cara de ella.
—He aquí a Didi, atrapada en el viejo puritanismo de siempre.
Se colocó boca abajo y permanecieron muy juntos, rozándose de los hombros a las caderas. Le lamió el contorno de la oreja, enterró la cara en su cabello, husmeándola ligeramente.
—¿Cuánto? —dijo él.
—¿Qué significado tiene gastar dinero? Un dólar, un millón.
—¿Por un cuadro?
—Por cualquier cosa.
—Ahora tengo dos ascensores privados. Uno está programado de modo que siempre suenen piezas para piano de Satie y para que se desplace a una velocidad cuatro veces menor que la normal. Es lo que corresponde a Satie. Es el ascensor que utilizo cuando estoy digamos que de un humor inquieto. Me apacigua, me hace sentirme de una sola pieza.
—¿Y qué suena en el otro ascensor?
—Brutha Fez.
—¿Qué es eso?
—La estrella del rap sufí. ¿No lo conoces?
—Se me escapan algunas cosas.
—Me cuesta una pasta y me ha enemistado con todo el vecindario, que me quiere requisar el otro ascensor.
—Dinero por un cuadro, dinero por cualquier cosa. Me costó lo mío entender el dinero —dijo ella—. Me crié entre comodidades. Me costó un tiempo pensar en el dinero, contemplarlo en su justo punto. Y empecé a mirarlo a fondo. Miraba los billetes y las monedas incluso de perfil. Aprendí qué se sentía al amasar dinero y al gastarlo. Me pareció intensamente satisfactorio. Me ayudó a ser persona. Pero ya no sé en qué consiste el dinero.
—Yo hoy voy a perder dinero a espuertas. Muchos millones. ¿Cómo? He apostado contra el yen.
—¿No estaba dormido el yen?
—Los mercados de divisas nunca cierran. El índice Nikkei no para de correr ni de día ni de noche. En las principales bolsas del mundo. Siete días por semana.
—Se me ha escapado el detalle. Se me escapan muchas cosas. ¿Cuántos millones?
—Cientos de millones.
Ella se paró a pensar. Comenzó a hablar en susurros.
—¿Qué edad tienes? ¿Veintiocho?
—Veintiocho —dijo él.
—Creo que definitivamente quieres ese Rothko. Algo carillo. Pero sí, es absolutamente necesario que te hagas con él.
—¿Por qué?
—Te recordará que aún estás vivo. Tú tienes algo que te hace receptivo a los misterios.
Apoyó con levedad el dedo corazón en el surco entre sus nalgas.
—Los misterios —dijo.
—¿No te ves reflejado en todos los cuadros que amas? Sientes que te invade una oleada radiante. Es algo que no puedes analizar, algo de lo que no podrías hablar con claridad. ¿Qué estás haciendo en ese momento? Contemplas un cuadro colgado en una pared, eso es todo. Pero te hace sentirte vivo en este mundo. Te dice que sí, que estás aquí. Y sí, qué duda cabe: tienes una amplitud vital que es más honda, más dulce de lo que imaginabas.
Él cerró el puño y lo introdujo entre sus muslos, moviéndolo despacio de arriba abajo.
—Quiero que visites la capilla y que hagas una oferta. Me da igual a cuánto ascienda. Quiero todo lo que contiene. Las paredes incluidas.
Ella permaneció inmóvil un momento. Luego se separó, liberando el cuerpo con facilidad de la mano que la incitaba.
Él la miró vestirse. Se vistió con economía de movimientos, como si pensara por adelantado en algún asunto pendiente que necesitaba concluir, algo que él hubiera interrumpido con su llegada. Había dado por terminado el tiempo de la sensualidad; introdujo el brazo en una manga color crema, parecía más monótona, más triste que antes. Él quiso hallar una razón para despreciarla.
—Recuerdo algo que me dijiste una vez.
—¿Y de qué se trata?
—De que el talento es más erótico cuando se malgasta.
—A saber qué quise decir —dijo ella.
—Quisiste decir que soy de una eficacia despiadada. Con talento, desde luego. En los negocios, en las adquisiciones personales, en organizar mi vida en términos generales.
—¿Me referí también a cómo haces el amor?
—No lo sé, tú dirás.
—No, no eres tan despiadado. Pero sí. Con talento. Y tienes una presencia que impone. Vestido o desnudo. Lo cual supongo que es otra muestra de talento.
—Pero algo había que te faltaba. O no, no te faltaba. Ésa era la cuestión —dijo él—. Todo este talento, todo este ímpetu. Bien empleados. Coherentemente invertidos para que rindan fruto.
Ella buscaba un zapato perdido.
—Pero eso ya ha dejado de ser cierto —dijo ella.
Él la miró. No le pareció que deseara llevarse una sorpresa ni siquiera de una mujer, de esa mujer, que era quien le había enseñado a mirar, a sentir cómo humedecía el encanto su rostro, a fundir el placer en una pincelada, en una franja de color.
Ella se agachó hacia la cama. Pero lo miró a los ojos antes de recoger el zapato de debajo de un edredón que se había deslizado hasta el suelo.
—No, ya no lo es. ¿Sabes desde cuándo? Desde que empezó a impregnar tu vida cierto elemento de dubitación.
—¿De dubitación? ¿Qué es la duda? —dijo él—. No existe la duda. Ya nadie duda.
Se puso el zapato y se ajustó la falda.
—Estás empezando a pensar que dudar es más interesante que actuar. Para dudar hace falta más valor.
Aún hablaba en susurros, y en ese momento se dio la vuelta.
—No sé si me siento más sexy, pero ¿adónde vas?
Iba a contestar el teléfono que sonaba en el estudio.
Tenía puesto un solo calcetín cuando se acordó. G. triacanthos. Sabía que se acordaría tarde o temprano. El nombre botánico del árbol del patio. Gleditsia triacanthos. La acacia de la miel.
Se sintió mucho mejor. Sabía bien quién era. Alcanzó la camisa y se vistió despacio.
Torval montaba guardia ante la puerta. No se miraron a los ojos. Se encaminaron al ascensor y bajaron al vestíbulo en silencio. Dejó que Torval pasara primero por la puerta, para comprobar la situación de la zona. Tuvo que reconocer que eso era algo que el hombre sabía hacer, con una suave coreografía de movimientos precisos, viradas disciplinadas, limpias. Luego atravesaron el patio para salir a la calle.
Se plantaron junto al automóvil. Torval le indicó que a uno y otro lado le aguardaba un sitio excelente para cortarse el pelo, a muy pocos metros de allí. Se le enfrió entonces la mirada, quietos los ojos. Escuchaba algo que se le transmitía por el pinganillo. Hubo un momento de tensión, cargado de intensas expectativas.
—Situación de amenaza azul —dijo al final—. Tenemos un muerto.
El chófer abrió la puerta. Eric ni siquiera lo miró. En algunas ocasiones pensaba que tendría que mirar al chófer, pero era algo que aún no había hecho.
El hombre abatido era Arthur Rapp, director ejecutivo del Fondo Monetario Internacional. Arthur Rapp acababa de ser asesinado en Corea del Norte, o Corea de Nike. Había ocurrido momentos antes. Eric volvió a verlo suceder en obsesivas repeticiones, a medida que el automóvil avanzaba centímetro a centímetro hacia un punto de no retorno en el atasco, en la Avenida Lexington. Detestaba a Arthur Rapp. Lo había aborrecido desde antes de conocerlo. Era un odio propio de los más purasangres, ordenado, basado en diferencias irreconciliables de teoría y de interpretación. Luego conoció al hombre de carne y hueso y lo odió en persona, caóticamente, con una más que notable violencia de corazón.
Fue asesinado en vivo y en directo, ante las cámaras del Money Channel. Pasaba de medianoche en Pyongyang y estaba refiriendo sus últimos comentarios en una entrevista a mayor beneficio del público norteamericano, tras un día histórico que culminó con las consabidas celebraciones nocturnas, recepciones, cenas, discursos y brindis por doquier.
Eric lo vio firmar un documento en una pantalla y disponerse a morir en otra.
Un hombre con camisa de manga corta apareció ante la cámara y comenzó a apuñalar a Arthur Rapp en la cara y el cuello. Arthur Rapp se aferró al hombre y pareció arrastrarlo más cerca de sí, como si pretendiera compartir con él una confidencia. Se revolcaron juntos por el suelo, enmarañados con el cable del micrófono de la entrevistadora, que se vio arrastrada con ellos, una mujer delgada y huesuda cuya falda de corte lateral se le subió hasta el muslo, convirtiéndola en el punto capital en que se prendía la mirada del espectador.
Las bocinas atronaban en la calle.
Hubo un primer plano en una de las pantallas. La cara destrozada de Arthur Rapp se salía de sí misma en espasmos de sorpresa y de dolor. Recordaba una masa de materia vegetal prensada. Eric quiso que se la mostrasen otra vez. Quiero verla otra vez. Lo hicieron, cómo no, y supo entonces que iban a hacerlo reiteradamente, hasta bien entrada la noche, nuestra noche, hasta que la sensación causada desapareciera como por ensalmo de la secuencia o hasta que el mundo entero, todo el mundo, la hubiera visto a la fuerza, según qué sucediera primero, si bien en su mano estaba el verla de nuevo siempre que quisiera, mediante la recuperación del escáner, una tecnología que ya se antojaba onerosamente rácana, o bien mediante recuperación de la secuencia a cámara lenta de la mujer delgada y huesuda y su micrófono manual engullidos por el terror, y pasar las horas sentado con ganas de follársela allí mismo, en medio del sangriento remolino del arma blanca, las extremidades descoordinadas, la carótida rajada de golpe, en medio de los entrecortados gritos del asesino que se precipitaba, teléfono móvil sujeto al cinto, y los henchidos, gaseosos estertores del moribundo Arthur Rapp.
Un autobús turístico bloqueó la ruta al cruzarse en la avenida. Era un autobús de dos pisos, de cuyo vientre salía el humo, con hileras de cabezas afligidas que asomaban por la ventanilla del piso superior, impasibles suecos y chinos, con las riñoneras repletas de dinero contante y sonante.
Michael Chin seguía en el plegatín, mirando en sentido inverso al de la marcha. Oía la relación por audio del asesinato, pero no se había vuelto para contemplar las pantallas.
Eric lo observó preguntándose si el autocontrol del joven era una forma de rigor moral o fruto de una apatía de tan honda raigambre que no la rasgaban siquiera las musas del sexo y la muerte.
—Mientras estabas ausente… —dijo Chin.
—Sí, te escucho.
—Se ha recibido un informe acerca de que el gasto consumista se debilita en Japón. —Lo dijo con voz de locutor de telediario—. Arrecian las dudas sobre la fortaleza económica del país.
—Entiendo. Y qué. Eso ya lo dije yo.
—Se espera que el yen entre en declive. El yen bajará su cotización.
—En ello estamos. Entiendo. Tenía que suceder. La situación ha de cambiar. Imposible que el yen suba ni medio entero más.
Torval volvió caminando a su extremo del automóvil. Eric bajó la ventanilla. Aún era preciso bajar las ventanillas así.
—Un momento —dijo Torval.
—Di.
—El complejo recomienda reforzar la seguridad al máximo.
—Eso no te hace ninguna gracia.
—Primero, una amenaza para el presidente.
—Tienes la certeza de que sabrás afrontar todo lo que se presente.
—Ahora, la agresión contra el director ejecutivo.
—Acepta la recomendación.
Subió la ventanilla. ¿Qué sensación le producía el reforzar la seguridad? Se sintió relajado. La muerte de Arthur Rapp era relajante. La previsible caída del yen era revigorizante.
Oteó las unidades visuales. Se hallaban colocadas a distancias graduales del asiento de atrás, pantallas planas de plasma, de tamaños diversos, unas en un racimo, algunas más proyectadas desde los armarios laterales. La agrupación era una obra escultórica en vídeo, tan bella como etérea, con un potencial proteico, diseñada cada unidad para abrirse, plegarse u operar con absoluta independencia del resto.
Le gustaba mantener el volumen bajo o apagado.
Descendían los viajeros del autobús turístico, el cual parecía encogerse envuelto por el humo oscuro que, como la espuma, lo rodeaba al ascender. Trató de subir a bordo un vagabundo vestido con protector de burbujas de plástico. A lo lejos sonaban las sirenas, camiones de bomberos atrapados en medio del atasco, suspenso el sonido en el aire, sin pasar por un efecto Döppler, y las bocinas de los coches sonaban de un modo local, otra penuria que añadir a las adversidades del día.
Notó que su regocijo se ahondaba. Deslizó el techo solar para abrirlo y asomar la cabeza en medio del retumbar de la escena. Las torres de los bancos descollaban más allá de la avenida. Eran estructuras encubiertas a pesar de su tamaño, difíciles de ver, tan comunes y monótonas, altas, escarpadas, abstractas, con el retranqueado al uso, tan largas como la misma manzana, tan intercambiables entre sí que a la fuerza tuvo que concentrarse para verlas del todo.
Desde donde se hallaba le parecieron vacías. Le gustó la idea. Fueron construidas para ser el no va más en cuanto a la altura, vaciadas, diseñadas para precipitar el futuro. No es que exactamente estuvieran allí enfrente. Estaban en el futuro, un tiempo situado más allá de la geografía y el dinero tangible y las personas que lo apilan y lo cuentan.
Se sentó a mirar a Chin, que se mordía un pellejo en el lateral de la uña del pulgar. Lo vio roerlo. No era otra de las tiernas ensoñaciones de Michael. Se lo roía, trituraba con los incisivos el padrastro primero, luego la propia uña, la base de la uña, el arco pálido de luna menguante, la lúnula, y algo entrañaba la escena, algo que resultaba espantoso y atávico, Chin nonato, acurrucado en una bolsa membranosa, un temible humanoide con cabeza de geko, chupándose las manos llenas de dedos romos, sin alcanzar del todo su desarrollo fetal.
¿Por qué se llama padrastro un padrastro? Eric casualmente sabía que el término procedía de una época arcaica y tenía raíces en el tormento y el dolor.
A Chin se le escapó una de sus ventosidades vegetarianas. Desde el control ambiente fue devorada en el acto. Se despejó un trecho de calzada y la limusina avanzó de golpe y viró con un chirrido de frenos en torno al autobús turístico, para cruzar la avenida. El automóvil reprodujo el bache del bordillo y se libró del atasco cual si fuera por efecto de un esfínter, y los ojos de Chin abandonaron su encierro lunar cuando el automóvil emprendió a toda velocidad el camino hacia Park Avenue, por un trecho surreal de calle vacía.
—Vaya momento has elegido.
—Sí. Desde luego —dijo Chin.
—¿Tú no lo sabes? Lo sabemos los dos.
—Hay trabajo por hacer en el despacho. Sí. Tengo que repasar los acontecimientos en su decurso temporal y ver qué encuentro, qué casa, qué no chirría.
—No casa nada. Pero tiene que estar ahí. Concuerda. Ya lo verás.
—Tengo que revisar minuciosamente la evolución de las divisas, no sé, como quien se interna en un alba brumosa.
—Lo del alba brumosa puede esperar.
—Pues entonces lo haré aquí mismo. Así nos ahorramos tiempo. Seguro que te alegras. Repasaré ciclos temporales cuando duerma. Años, meses, semanas. Todos los sutiles patrones de conducta que he descubierto. Todas las matemáticas que he introducido en los ciclos temporales y el historial de precios al consumo. Así empezaremos a descubrir ciclos horarios. Luego, apestosos minutos. Hasta precisar los segundos.
—Eso se comprueba en la mosca de la fruta y los ataques de corazón. Son fuerzas muy comunes las que intervienen.
—Soy tan antiguo que ni siquiera he de masticar la comida. Como un insecto.
—Aquí no te puedes quedar.
—Me gusta estar aquí.
—No, ni mucho menos.
—Me gusta ir marcha atrás. —Chin adoptó su voz de locutor de noticiario—. Murió tal como había vivido. Marcha atrás. Más detalles al término del partido.
Se sentía bien. Se sentía más fuerte que en muchos días, mejor que en varias semanas, tal vez más tiempo incluso. El semáforo estaba rojo. Vio a Jane Melman al otro lado de la avenida, la jefa de su departamento financiero, vestida con un pantalón corto, de deporte, y una camiseta de tirantes también corta, avanzando a paso de loba. Se detuvo al llegar al lugar de recogida acordado de antemano, junto a la estatua de bronce de un hombre llamando a un taxi. Miró entonces hacia Eric entornando los ojos, tratando de precisar si era su limusina o bien pertenecía a otro. Él sabía lo que ella iba a decirle, lo sabía palabra por palabra, y le apetecía que se lo dijera. Llegó a oírlo antes de que lo dijera, con todo el detalle de su entonación nasal en lengua vernácula. Le agradaba saber lo que se avecinaba. Confirmaba la presencia de un guión hereditario, disponible para quienes supieran descifrarlo.
Chin saltó por la puerta antes de que el automóvil cruzara Park Avenue. Había una mujer enfundada en un mono de spándex gris, en la mediana de la avenida, que sostenía en alto una rata muerta. Parecía una performance teatral. Se puso el semáforo verde y comenzaron a resonar las bocinas. Por diversos edificios, en toda la zona, los nombres de las entidades financieras estaban grabados en placas de bronce encastradas en el mármol, con letras de pan de oro sobre cristal esmerilado.
Melman iba corriendo por su sitio. Cuando se detuvo el automóvil al llegar a la esquina, abandonó la sombra de la torre acristalada a sus espaldas y entró al trote por la puerta de atrás, codos separados, rodillas lustrosas, un móvil con tecnología wap sujeto a la cintura. Llegó sin resuello, sudorosa tras su carrera, y se derrumbó en el plegatín con la clase de entrega y liberación que señala la caída de un peso muerto en el retrete.
—Todas estas limusinas, dios del amor… No hay forma de distinguir unas de otras.
Él entornó los ojos y sonrió.
—Es como si fuéramos dos chiquillos en la noche del baile de fin de curso —dijo ella— o en una ridícula boda. ¿Qué encanto tiene lo idéntico?
Él miró por la ventanilla y habló con dulzura, con tanta frialdad para el asunto recién abordado que tuvo que dirigir su comentario hacia el acero y el cristal de allá fuera, a la indiferencia de la calle.
—Veamos. ¿Se trata de que soy una persona poderosa que prefiere no marcar su territorio con meaditas escogidas? ¿Es eso? ¿Y por eso he de pedir disculpas?
—A mí me entran ganas de ir corriendo a casa y darle un beso de tornillo a mi Toyota Máxima.
El automóvil estaba parado. Se oía un ruido que llevaba a cubrirse a quien pasaba cerca, un rugido gutural de la torre de granito que se estaba erigiendo en la acera sur de la calle, propiedad de una inmensa empresa de inversiones.
—Sabes qué día es hoy, supongo.
—Perfectamente.
—Es mi día libre, maldita sea.
—Ya lo sé.
—Necesito una enormidad disfrutar de este día libre.
—También lo sé.
—No, no lo sabes. No te puedes ni imaginar de qué se trata. Soy una madre soltera que se desvive por llegar a todo.
—Tenemos una situación…
—Soy una madre que ha salido a correr por el parque cuando me explota el móvil en el ombligo. Supongo que será la niñera, que nunca llama si la fiebre no sube a más de cuarenta. Pero tenemos una situación. Vaya situación tenemos, ya te digo. Tenemos un follón con el yen que podría aplastarnos en cuestión de horas.
—Tómate un vaso de agua. Acomódate en el sofá.
—Prefiero hablar cara a cara. Y no me hace falta mirar todas esas pantallas —dijo ella—. Ya sé lo que está pasando.
—El yen terminará por caer.
—Así es.
—Se está reduciendo el gasto consumista —dijo él.
—En efecto. Amén de lo cual, el Banco de Japón ha dejado intacto el tipo de interés.
—¿Eso ha sido hoy?
—Eso ha sido esta noche. En Tokio. He llamado a una fuente fidedigna, bien informada sobre el Nikkei.
—Mientras corrías por el parque.
—Mientras bajaba a todo correr por Madison Avenue para llegar aquí a tiempo.
—Es imposible que el yen suba ni medio entero.
—Muy cierto. Así es —dijo ella—. Con la particularidad de que acaba de subir.
La miró de hito en hito, toda sonrosada, goteando sudor. El automóvil avanzó débilmente; él sintió que le espoleaba una melancolía que parecía atravesar hondas hendiduras espaciales para alcanzarlo justamente allí, en medio del entramado callejero. Miró por la ventanilla y vio a la vez por separado y en conjunto un grupo de personas en plena calle, unos llamando a un taxi, otros cruzando con el semáforo en rojo, individualizados y desdibujados a la vez en el colectivo, algunos más que hacían cola ante los cajeros del Chase Bank.
Ella le dijo que lo encontraba algo alicaído.
Los autobuses atronaban a pares por la avenida, avanzando a empellones, entre jadeos, autobuses de dos en fondo o en fila india, que mandaban a la gente a la carrera a refugiarse en las aceras, presas acechadas, nada nuevo, allí donde los trabajadores de la construcción almorzaban sentados contra las paredes de los bancos, estiradas las piernas, las botas herrumbrosas, los ojos atentos para apreciar lo que pasara por delante o se pusiera a tiro, todos ellos fijos en la gente que pasaba de largo, la larga marcha, prestos a buscar miradas y paz y estilo, mujeres de faldas briosas, prieto el paso, mujeres con sandalias y tocados aparatosos en la cabeza, mujeres de pantalón corto y abolsado, turistas, otras altas y aceitadas, con uñas sacadas de una película de vampiros, largas, acolmilladas, pintadas como los frescos, y los trabajadores estaban ojo avizor, a la espera de cualquier extravagancia o monstruosidad, gente cuyo cabello o vestimenta o manera de caminar imitase a lo que hacen los trabajadores cuarenta pisos más arriba, o gilipollas pegados al móvil, que en general les provocasen resentimiento.
Ésas eran escenas que por lo común le animaban, el fluir desmedido y la rapiña, en donde la voluntad física de la ciudad, las fiebres de egolatría, las reafirmaciones de la industria, el comercio y la muchedumbre configuran cada momento en calidad de mera anécdota.
Se oyó hablar desde una distancia intermedia.
—Esta noche no he pegado ojo —dijo.
El automóvil atravesó Madison y se detuvo ante la Biblioteca Mercantil, conforme al plan trazado de antemano. Por toda la calle había sitios en los que comer. Pensó en la gente que estaría comiendo, vidas enteras agotándose ante un almuerzo. ¿Qué anidaba tras ese pensamiento? Pensó en los conductores de autobús peinando las migas de las mesas. Los camareros y los conductores de autobús eran imperecederos. Sólo perecían los clientes que no se presentaban a la hora, uno por uno, para ventilarse la sopa con un paquete de galletas saladas.
Un hombre de traje y corbata se acercó al automóvil provisto de una pequeña mochila. Eric apartó la mirada. Puso la mente en blanco, concentrándose sólo en lo tocante al patetismo de la palabra mochila. Es posible que la mente quede en blanco a raíz de una táctica de evasión o supresión, la reacción ante una amenaza tan inminente, un hombre bien trajeado con una bomba en el maletín, a tal punto que no se encuentre bendición ni alivio en el pensamiento mejor dotado de recursos, ni tiempo para un residuo de sensación, la precipitación natural que podría acompañar al peligro.
Cuando el hombre golpeó en la ventanilla, Eric no lo miró.
Apareció Torval en el acto con los ojos en tensión, la mano en la chaqueta, dos de sus ayudantes por los costados, varón y hembra, que le resultaron asombrosamente verosímiles cuando se destacaron del trasfondo visualmente indistinto que formaba el gentío a la hora del almuerzo en plena calle.
Torval se inclinó hacia él.
—¿Quién cojones es usted?
—Perdone, ¿cómo dice?
—Mi tiempo tiene un límite.
—Soy el doctor Ingram.
Torval ya lo tenía sujeto con el brazo a la espalda. Lo apretó contra un lateral del automóvil. Eric se inclinó hacia la ventanilla para bajarla. Los olores de la comida se mezclaron en el aire, coriandro y sopa de cebolla, el hedor de las hamburguesas de ternera puestas a freír. Los ayudantes formaron un cordón de protección, los dos dando casi la espalda a la acción.
Dos mujeres salieron de Yodo de Japón y volvieron a entrar.
Eric miró al hombre. Quiso que Torval le pegara un tiro, o que al menos lo encañonara a la altura de la sien.
—¿Quién cojones es usted? —dijo.
—El doctor Ingram.
—¿Y el doctor Nevius?
—Ha surgido un imprevisto. Asuntos personales.
—Hable despacio, alto y claro.
—Ha tenido que ausentarse de repente, no sé de qué se trata. Una crisis de familia. Soy su adjunto de la consulta.
Eric se paró a pensarlo.
—Una vez le desobturé los conductos auditivos.
Eric miró a Torval e hizo un gesto de asentimiento.
Subió la ventanilla.
Permaneció sentado y desnudo de cintura para arriba. Ingram abrió la mochila, que contenía instrumentos de intenso colorido. Aplicó el estetoscopio al pecho de Eric. Comprendió Eric por qué no llevaba camiseta interior. Se la había dejado tirada en el dormitorio de Didi Fancher.
Miró más allá de Ingram mientras éste exploraba al oído el abrir y cerrarse de sus válvulas cardiacas. La limusina avanzaba palmo a palmo en dirección oeste. No entendía por qué seguían empleándose los estetoscopios. Eran herramientas perdidas de la antigüedad, tan caprichosas como las sanguijuelas.
—Esto lo haces como qué —dijo Jane Melman.
—¿Como qué, qué? Lo hago a diario.
—Caiga quien caiga.
—Esté donde esté, eso mismo. Caiga quien caiga.
Ella reclinó la cabeza y se vertió por la cara una botella de agua mineral antes de beberse el resto.
Ingram le hizo un ecocardiograma. Eric estaba tumbado boca arriba, con una visión escorada del monitor, inseguro de que viera un mapa computerizado de su corazón o una foto del corazón mismo. Latía con fuerza en la pantalla. Tenía la imagen a menos de medio metro de la cara, pero el corazón asumió otro contexto, una dimensión de distancia, de inmensidad, al palpitar con el sensacional embeleso sanguíneo de una galaxia en plena formación. Qué misterio atisbó en ese músculo funcional. Sintió la pasión del cuerpo, su impulso de adaptación por encima del tiempo geológico, de la poesía y la química de sus orígenes en el polvillo de ancestrales estrellas explotadas. Qué enano se sintió comparado con su propio corazón. Allí estaba, inundándole de respeto reverencial por el hecho de ver su vida bajo el esternón, en unidades de formación de imagen que martilleaban fuera de él.
Nada le dijo a Ingram. No tenía ganas de conversar con el adjunto. De vez en cuando charlaba con Nevius. Nevius era pura definición. Tenía el cabello cano, era alto, fornido, con un residuo de acento centroeuropeo en la voz. Ingram hablaba musitando instrucciones. Respire deprisa. Vuélvase a la izquierda. Era difícil que dijera algo no dicho aún, palabras dispuestas en la misma y tediosa secuencia un millar de veces antes.
—Así que… ¿cómo lo haces? La misma rutina a diario —dijo Melman.
—Varía, depende.
—Entonces te visita en casa, qué bonito, los fines de semana.
—Jane, nos morimos en fin de semana. La gente. Suele suceder.
—Tienes razón. No lo había pensado.
—Nos morimos porque llega el fin de semana.
Seguía tendido de espaldas. Ella le miraba la coronilla, hablaba dirigiéndose a un punto situado ligeramente encima.
—Creí que avanzábamos, pero ya veo que no.
—El presidente está en la ciudad.
—Cierto. Lo olvidaba. Me pareció verlo cuando salía corriendo del parque. Bajaba un séquito de limusinas por la Quinta, con escolta de motoristas. Deduje que tal cantidad de limusinas era comprensible pensando en el presidente, pero es que era el funeral de un famoso.
—Nos morimos a diario —le dijo él.
Se sentó en la mesa e Ingram le exploró las axilas en busca de ganglios inflamados. Eric se señaló un grano sebáceo, con residuos celulares, en la parte baja del abdomen.
—¿Qué hacemos con eso?
—Dejar que se manifieste.
—¿Cómo? ¿Nada?
—Dejar que se manifieste —insistió Ingram.
A Eric le gustó cómo sonaba. No dejaba de resultar evocador. Trató de reparar en el adjunto. Por ejemplo, llevaba bigote. Eric no lo había visto hasta ese momento. Contaba con que también llevara gafas, pero el hombre no las llevaba, aun cuando parecía ser de los que debieran, basándose en la tipología facial y en el semblante en general: un hombre que llevase gafas desde la adolescencia, con aire de estar sobreprotegido y algo marginado, perseguido por el resto de compañeros. Era un hombre del que uno juraría que llevaba gafas.
Pidió a Eric que se pusiera en pie. Ajustó la mesa de operaciones a mitad de su longitud. Le pidió que se bajara los pantalones y los calzoncillos y que se inclinara apoyado sobre el extremo de la mesa con las piernas separadas.
Así lo hizo, de cara a la jefa de su departamento financiero.
—Veamos —dijo ella—. Tenemos dos rumores que cuentan a nuestro favor. Primero, las bancarrotas a lo largo de seis meses seguidos. Más a cada mes que pasa. Grandes empresas japonesas. Buena cosa.
—El yen tiene que caer.
—Esto es una pérdida de fe. Obligará a que caiga el yen.
—Y subirá el dólar.
—El yen se devaluará —dijo ella.
Escuchó el rumor del látex al deslizarse. Ingram le introdujo el dedo.
—¿Dónde está Chin? —dijo ella.
—Trabajando en patrones visuales.
—Esto es algo que no cuadra, no se refleja.
—Claro que cuadra.
—No se refleja tal como se reflejan los valores de la industria tecnológica. Ahí sí se pueden encontrar patrones de verdad, localizar componentes previsibles. Esto es distinto.
—Estamos enseñándole a ver.
—Eres tú el que debería ver. Tú eres el visionario, pero ¿él? No es más que un crío. Lleva el pelo pintado a rayajos. Y pendiente.
—No lleva pendiente.
—Si fuera un poquito más soñador habría que inscribirlo en un programa de apoyo para jóvenes con tendencias suicidas.
—¿Y el segundo rumor? —dijo él.
Ingram le examinaba la próstata en busca de síntomas. Le palpaba, el dedo hurgaba con astucia en la superficie de la glándula, a través de la pared rectal. Notaba dolor, seguramente meros músculos tensándose en el canal anal. Pero le dolía. Verdadero dolor. Viajaba por el circuito de las células nerviosas. Desde su postración, Eric miraba directamente la cara de Jane. Le gustaba hacerlo, cosa que le sorprendió. En el despacho, la suya era una presencia en tensión: escéptica, combativa, altiva, con grandes dotes para quejarse incluso por los codos. Allí, en cambio, era una madre soltera que había salido a correr por el parque, de pronto acomodada en el plegatín, patizamba y, de algún modo, conmovedoramente delgada. Tenía pegado a la frente un mechón de cabello húmedo y aplastado, donde se le notaba el primer asomo de encanecimiento aún tenue. En la mano lacia sostenía la botella de agua.
Ella no apartó la mirada de sus ojos. Trabó contacto ocular completo. Por encima de la caída del escote se le notaba la clavícula huesuda. Él quiso lamerle el sudor de la cara interna de la muñeca. Era todo muñecas y canillas y labios sin pintar.
—Parece que corre un rumor que implica al ministro de Economía. Se supone que tendrá que dimitir en cualquier momento —dijo ella—. Algún escándalo debido a un comentario tergiversado. Todo el país anda analizando con lupa la gramática y la sintaxis del comentario. Tal vez ni siquiera fue algo que dijo adrede, creo. Fue cuando hizo una pausa. Andan a la greña intentando dotar de sentido a la pausa. Podría ser incluso más profundo que la gramática. La misma respiración podría ser.
Cuando Nevius le introducía el dedo, lo sacaba en cuestión de segundos. Ingram sondeaba en busca de alguna tenebrosa realidad. La realidad era Jane. Se había puesto la botella en la entrepierna, estaba con las rodillas completamente distanciadas entre sí, lo miraba sin perder detalle. Tenía la boca abierta, dejando al aire sus dientes grandes y separados. Algo se transmitió entre ambos a gran profundidad, una simpatía que iba más allá de los sentidos habituales de la palabra, algo que también los abarcaba: compasión, afinidad, ternura, toda la psicología de las maniobras neuronales, del latido cardiaco y la secreción, un vastísimo sexus de excitación que lo arrastraba hacia ella, complejamente, con el dedo de Ingram metido hasta el fondo del culo.
—Así que toda la economía del país entrará en convulsión —dijo ella— porque al hombre le dio por respirar.
Sentía todas esas cosas. Sentía el dolor. Viajaba por los canales. Informaba el sistema linfático, la espina dorsal. Estaba dentro de su cuerpo, la estructura que deseaba descartar en teoría aun cuando le estuviera dando forma bajo el efecto bien mesurado de las pesas de halterofilia. Quería darlo por sobrante, declararlo transferible. Era algo susceptible de convertirse en visualizadores de ondas de información. Era justo lo que contemplaba en su pantalla oval cuando no estaba mirando a Jane.
—Estás apretando la botella de agua.
—Es que el plástico es blando.
—La aprietas. La vas a despachurrar.
—Es lo más normal del mundo.
—Es tensión sexual.
—Es el nerviosismo de la vida cotidiana.
—Es tensión sexual —dijo él.
Indicó a Ingram que, con la mano libre, le acercase las gafas de sol que tenía en la chaqueta del traje, colgada en la percha. El adjunto se las ingenió para hacerlo. Eric se puso las gafas.
—Hay que ver qué cosas.
—¿Qué? —dijo ella.
—Me cambia el humor cada dos por tres. Pero cuando me siento vivo, alerta, tengo una agudeza de percepción enorme. ¿Quieres saber qué veo cuando te miro? Veo a una mujer que desea vivir con desvergüenza en su cuerpo. Dime que no es cierto. Quieres seguir lo que dicte tu cuerpo, la pereza, lo carnal. Por eso mismo tienes que echar a correr, para escapar a la deriva de tu naturaleza más elemental. Dime que me lo estoy inventando. No, no podrías. Se te nota en la cara, en toda la cara, de un modo que rara vez trasluce en la cara de nadie. ¿Quieres saber qué veo? Veo a una persona perezosa, sexy, insaciable.
—Con eso me encuentro muy a gusto.
—Ésa es la mujer que tú eres por dentro, por debajo de tu vida. Te miro, ¿y qué? Me excito más de lo que nunca he estado, casi más que en las primeras noches de ardor, en el frenesí de la adolescencia. Me excito y me siento confuso. Te miro y noto que se me desencadena una erección, aun cuando la situación se empeña con denuedo en demostrarme lo contrario.
—No puede darse el lujo de empalmarse. Es algo que psicológicamente no se puede permitir —dijo ella—. Sabe lo que está pasando ahí detrás.
—Da lo mismo. Hay que ver qué cosas. Te miro y me siento eléctrico. Dime que tú no lo sientes. Desde el instante en que te acomodaste ahí delante, con toda la trágica parafernalia de la atleta aficionada, todo el triste asunto de las carreritas judeocristianas. Tú no has nacido para correr. Te miro y sé lo que eres. Eres una persona de cuerpo descuidado, maloliente, mojada, una mujer nacida para sentarse a horcajadas en una silla mientras un hombre le dice cuánto lo excita ella.
—¿Cómo nunca hemos pasado así ni siquiera un rato juntos?
—El sexo nos descubre. El sexo nos revela como somos. Por eso es tan estremecedor. Nos despoja de toda apariencia. Veo a una mujer prácticamente desnuda y agotada, necesitada, acariciando una botella de plástico que oprime entre las piernas. ¿El honor me obliga a pensar en ella como ejecutiva y como madre? Ella ve a un hombre en una situación de humillación flagrante. ¿Es quien yo creo que es, con los pantalones a la altura de los tobillos y el culo en pompa? ¿Cuáles son las preguntas que se formula desde esa posición en el mundo? Tal vez, preguntas de envergadura. Preguntas como las que se formula la ciencia de manera obsesiva. ¿Por qué tal y no cuál? ¿Por qué música y no ruido? Son bellas preguntas, extrañamente idóneas para este momento infecto. ¿O acaso tiene una perspectiva limitada de las cosas y sólo piensa en el momento en sí? ¿Tal vez sólo piensa en el dolor?
El dolor era localizado, pero parecía absorber todo cuanto lo rodeaba: órganos, objetos, ruidos callejeros, palabras. Era una punta de percepción infernal y constante, en gran medida invariable; ni siquiera era una punta, sino un revoltijo de otro cerebro, una contraconciencia, aunque tampoco eso, localizada en la base de la vejiga. Operaba desde dentro. Podía pensar en otras cosas y decirlas, pero sólo desde dentro del dolor. Estaba residiendo en la glándula misma, en esa escaldadura de la biología.
—¿Lamenta quizás haber rendido la dignidad y el orgullo? ¿O acaso existe un deseo secreto de autodegradarse? —sonrió hacia Jane—. ¿Es puro embauque su virilidad? ¿Se tiene en alta estima o se detesta? No creo que lo sepa. O, si no, es algo que cambia por momentos. O la pregunta es algo tan implícito en todas las actividades que desarrolla que no podrá salir de sí para contestarla.
Creía estar hablando en serio. No le pareció que sólo quisiera causar un efecto. Eran preguntas serias. Sabía que lo eran, aun sin estar seguro.
—Hay que ver qué cosas. Chasquea los dedos y salta una llamarada. Todo sensibilidad, todos sus esfuerzos por adaptarse. Están a punto de suceder cosas que por lo normal jamás suceden. Ella sabe lo que él quiere decir, que ni siquiera es preciso que se toquen. Lo mismo que le está ocurriendo a él le ocurre a ella. Ella no necesita meterse debajo de la mesa para comerle la polla. Eso está demasiado trillado como para que a alguno de los dos les interese. Entre ellos fluye algo fuerte. El tono de las emociones, que se manifieste. Él la ve refocilarse en la indolencia y siente que se le estremece la musculatura de la pelvis. Dice: dime que pare y paro ahora mismo, pero no espera a que ella responda. No hay tiempo. Las colas de sus células espermáticas ya están zigzagueando. Ella es el amor de su vida, su amante, su puta imperecedera. Él no tiene que hacer esa cosa innombrable que tanto desea hacer. Basta con que lo diga. Es así porque ambos están más allá de cualquier modelo de conducta establecida. A él le basta con decirlo.
—Pues dilo.
—Quiero follarte con la botella, muy despacio, con las gafas de sol puestas.
A ella, las piernas dejan de sostenerle su peso. Dijo algo, mero sonido, ella, su alma en rápida inflexión ascendente.
Él vio su propio rostro en la pantalla, los ojos cerrados, la boca helada en un breve aullido simiesco e insonoro.
Sabía que la cámara espía operaba en tiempo real, o al menos así debiera ser. ¿Cómo pudo verse si estaba con los ojos cerrados? No había tiempo para analizar. Sintió que su cuerpo alcanzaba de golpe a la imagen independiente.
Entonces, hombre y mujer alcanzaron el clímax más o menos juntos, sin tocarse uno a otro, sin tocarse cada uno el propio sexo.
El adjunto desgarró el guante con que se cubría la mano y lo soltó del revés en la papelera, el rasgado y el otro, oscuro el uno de puro significado.
Sonaban las bocinas por toda la calle. Eric comenzó a vestirse, a la espera de que Ingram pronunciara la palabra asimétrica. Pero no dijo nada. Su verdadero médico de cabecera, Nevius, había empleado una vez el término, en un tacto rectal, sin añadir más comentarios. Veía a Nevius casi a diario, pero nunca osó preguntarle a qué apuntaba la palabra.
Le gustaba remontarse tras la respuesta y llegar al duro meollo de la pregunta. En eso consistía su método, en alcanzar la maestría de las ideas y las personas. Pero algo tenía esa idea de la asimetría. Era intrigante en el mundo exterior al cuerpo, un vector contrario al equilibrio y la calma, el enigmático giro, subatómico, que hacía posible la creación. Estaba por un lado la propia palabra serpentina, levemente desbaratada, con esa sola letra adicional que todo lo transforma. Sin embargo, apartada la palabra de su registro cosmológico y aplicada al cuerpo de un mamífero varón, su cuerpo, comenzó a sentir que palidecía, que se asustaba. Sintió una cierta, perversa reverencia por la palabra. Miedo, una distancia que lo alejaba. Cuando oyó pronunciar la palabra en el contexto de la orina y el semen, y cuando pensaba en el mundo ensombrecido de los pantalones meados, uno, de la desolación de una polla alicaída, dos, le obsesionaba hasta el punto de sumirse en un silencio supersticioso.
Se quitó las gafas de sol y miró a fondo a Ingram. Trató de interpretar lo que decía su cara. No mostraba ni rastro de afecto. Pensó en encasquetarle sus gafas de sol al adjunto, darle realidad, dotarlo de sentido en medio del fluir de las percepciones de los demás, pero las gafas tendrían que haber sido transparentes, de lentes gruesas, definitorias de una vida. Quien conociese al hombre desde diez años antes podría tardar todo el tiempo del mundo en percatarse de que no usaba gafas. Sin ellas, su cara quedaba desdibujada.
No fue Ingram quien tomó la palabra. Fue Jane Melman, deteniéndose ante la puerta abierta antes de reanudar su carrera interrumpida por el parque.
—Quiero decir algo que es profundamente ajeno a toda complicación. Hay tiempo para elegir. Puedes tomártelo con calma y aflojar la marcha, aceptar una pérdida y volver a la carga refortalecido. No es demasiado tarde. La elección está en tu mano. Has hecho cosas grandiosas para nuestros inversores, en mercados estables y en mercados moviditos por igual. Casi cualquier gestor de activos se queda corto al conocer el mercado. Tú te has ido de largo con todas las consecuencias, y nunca te ha influido la opinión del común de los mortales. Es uno de tus dones.
No la estaba escuchando. Miraba más allá de ella, a una figura apostada ante el cajero del banco israelí, en la esquina noreste: un hombre delgado que mascullaba entre dientes.
—Nos hemos beneficiado, hemos sacado buena tajada, hemos prosperado incluso cuando otros fondos de inversión se iban a pique —dijo ella—. Sí, el yen caerá. No creo que el yen pueda subir ni medio entero más. Pero entretanto tendrás que retirarte. Echarte atrás. Te aconsejo en esta cuestión no sólo como jefa del departamento de finanzas, sino como mujer que aún seguiría casada con sus maridos si éstos la hubieran mirado tal como tú me has mirado hoy y aquí.
Ya no la miraba. Ella cerró la puerta y echó a correr hacia el norte por la Quinta Avenida, rebasando al individuo desaseado que seguía plantado ante el cajero. Tenía un aire familiar. No era su chaqueta caqui, de campaña, ni el pelo cortado poco menos que al azar, a trasquilones. A lo mejor, el modo de encorvar los hombros. Pero a Eric no le importaba que fuera una persona a la que alguna vez trató. Eran muchas las personas a las que había tratado. Unas habían muerto, otras disfrutaban de una jubilación anticipada, pasaban el tiempo en paz y a solas, en el lavabo, o paseaban por el bosque con sus perros cojos.
Estaba pensando en los cajeros automáticos. El vocablo había envejecido, lo lastraba su propia memoria histórica. Funcionaba con sentidos cruzados, incapaz de rehuir la inferencia del empleado de carne y hueso, embotado y zafio, y de sus propias extremidades remangadas, de sus movimientos a tirones. Era un término que formaba parte del proceso que la máquina aspiraba a reemplazar. Era antifuturista, tan entorpecido y mecánico que difícilmente podría estar más pasado de moda.
Ingram plegó la mesa de operaciones para guardarla en el armario. Recogió sus pertenencias en la mochila y salió por la puerta, donde se volvió un instante para mirar a Eric. Permaneció inmóvil a menos de un metro, pero ya estaba perdido entre la muchedumbre, olvidado incluso cuando habló, con los ojos como platos y una estudiada indiferencia en la voz.
—Tiene la próstata asimétrica —dijo.