A Murdo le llevó dos días de angustias e indecisiones, debatiéndose entre la esperanza y la más negra desesperación, encontrar una excusa para ir a ver a Flora Lutterworth. Y le costó por lo menos media hora lavarse, afeitarse y vestirse con un uniforme, planchado hasta el perfeccionismo y con los botones abrillantados. En realidad odiaba aquellos botones, por cuanto delataban su rango con una evidencia apabullante, pero, puesto que no podía evitarlos, mejor era llevarlos relucientes.
Había pensado en presentarse ante ella y expresarle con franqueza la admiración que le inspiraba, pero se había ruborizado sólo de imaginar cómo se reiría ella de su presunción. Y sobre todo podía molestarse porque, de todos los oficios más miserables, un policía —y sin graduación— se atreviera a pensar en una cosa así, y a su vez a expresarla en voz alta. Había pasado mucho rato despierto en la cama muerto de vergüenza.
No, la única forma era buscar alguna excusa profesional y luego, en el transcurso de la conversación, insinuar que ella contaba con su más profunda admiración. Y luego retirarse con la mayor dignidad posible.
De modo que a las nueve y media llamaba a la puerta de los Lutterworth. Cuando le abrió la doncella, preguntó por la señorita Flora Lutterworth. Explicó que quería pedir su colaboración en cierto asunto oficial.
Tropezó con el escalón de la entrada y se quedó convencido de que la doncella debía estar riéndose de su torpeza. Se sintió enojado consigo mismo y al mismo tiempo avergonzado, y al instante deseó no haber ido. Estaba condenado al fracaso. Iba a ponerse en ridículo y lo único que iba a conseguir de ella iba a ser su desdén.
—Si espera en el saloncito, iré a ver si la señorita Lutterworth puede recibirlo —dijo la doncella, alisándose el blanco delantal almidonado sobre las caderas. Pensó que parecía un hombre muy agradable y que tenía ojos bonitos y mirada franca. Cuando hubiera acabado con la señorita Flora, ya se ocuparía de ser ella la que le enseñara la salida. Y no le importaría que él le pidiera acompañarla a dar una vuelta por el parque el día de su media jornada libre.
—Gracias. —Se quedó de pie sobre la alfombra, dándole vueltas al casco entre las manos mientras esperaba. En un momento de pánico pensó en huir de allí, pero tenía los pies clavados en el suelo, así que mientras en espíritu volaba en dirección a la comisaría, su cuerpo permaneció inmóvil, dominado por la indecisión, en el elegante saloncito de los Lutterworth.
Flora entró por fin, sonrojada e irremediablemente hermosa, con los ojos brillantes. Llevaba un vestido rosa de tonalidad oscura, el más elegante y favorecedor que él hubiera visto nunca. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que pensó que ella lo advertiría. Tenía la boca seca.
—Buenos días, agente Murdo —dijo con dulzura.
—Bu… buenos días, señorita —graznó. Debía de considerarlo un completo idiota. Respiró hondo y dejó escapar el aire sin decir nada.
—¿Qué puedo hacer por usted, agente? —Se sentó en una silla con un movimiento ondulatorio de la falda. Miraba a Murdo con expectación.
—Ah… —No pudo sostenerle la mirada—. Eh… señorita, ¿es…? —Clavó los ojos en la alfombra y pronunció de sopetón lo que traía preparado—. Señorita, ¿es posible que algún joven caballero que la admire a usted haya podido malinterpretar sus visitas al doctor Shaw y se haya sentido muy celoso… señorita? —No se atrevía a levantar los ojos hacia ella. Se dio cuenta de que el ardid, que tan creíble le había parecido en la soledad de su habitación, no servía más que para ponerlo en evidencia. Resultaba de lo más pueril.
—No lo creo, agente Murdo —contestó ella tras breve reflexión—. No conozco, la verdad, a ningún joven caballero que tenga hacia mí sentimientos tan intensos como para provocarle tales… celos. No me parece verosímil.
—Oh, yo creo que sí, señorita… —dijo él impulsivamente—. Si hubiera algún caballero que la hubiera frecuentado a usted, en sociedad quiero decir, y se hubieran visto varias veces, bien podría haberse visto arrastrado a… a tales… pasiones… —Un intenso rubor le subió a las mejillas, aunque fue incapaz de apartar sus ojos de ella.
—¿De verdad lo cree así? —Flora bajó la mirada con decoro—. Eso significaría que estaría enamorado de mí, agente… en un grado muy elevado. ¿Cree usted que es eso lo que sucede?
Murdo se lanzó. Ni en sus más locos sueños había imaginado una oportunidad mejor.
—No sé si es eso, señorita, pero a mí no me costaría nada creerlo. Si no ha pasado ya, pasará… Estoy seguro de que hay muchos caballeros que darían todo lo que poseen por tener la oportunidad de ganarse su afecto. Quiero decir que… eh… —Ella lo miraba con una sonrisa mitad interesada mitad divertida. Murdo era consciente de que se había delatado y sintió el impulso de huir a toda carrera. Pero seguía notándose los pies clavados al suelo.
Ella lo miró con una sonrisa más abierta.
—Qué encantador por su parte, agente. Lo dice como si de verdad pensara que soy una mujer guapa y atractiva. Sin duda es lo más bonito que me han dicho hasta donde recuerdo.
Murdo no tenía idea de cómo seguir. Se limitó a devolverle la sonrisa, feliz y ridículo a un tiempo.
—No se me ocurre nadie en quien haya podido suscitar emociones tan fuertes como para causarle algún daño al doctor Shaw —continuó, sentándose muy erguida en la silla—. Estoy segura de no haber dado pie a que nadie las sintiera. Aunque el asunto es muy serio, por supuesto, y me doy cuenta de ello. Le prometo que lo pensaré con calma y le diré algo.
—¿Puedo volver dentro de unos días para que usted pueda decírmelo?
Flora esbozó una débil sonrisa.
—Si no le importa, agente, preferiría hablar de ello en un lugar donde papá no pueda oírnos. Tiene tendencia a malinterpretar lo que digo… por interés hacia mí, claro está. Quizá tendría la bondad de dar un pequeño paseo conmigo por Bromwich Walk. Aún hace buen tiempo, así que no sería desagradable. Si quiere que nos encontremos en la esquina de la parroquia, pasado mañana, podríamos subir caminando hacia Highgate y hasta podríamos tomar una limonada.
—Yo… —La voz apenas lo obedecía. Se notaba el corazón en la garganta—. Me parece que eso sería de lo más… —pretendía decir «maravilloso», pero eso era ir demasiado lejos— de lo más satisfactorio, señorita. —Deseó borrar aquella bobalicona sonrisa de su cara, pero no lo consiguió.
—Muy bien, pues —dijo mientras se levantaba y pasaba tan cerca de él que pudo oler su perfume y oír el suave roce de su falda—. Buenos días, agente Murdo.
Éste tragó saliva.
—Bu… buenos días, señorita Lutterworth.
—¿Modelo de artistas? —Micah Drummond abrió los ojos con regocijo irónico—. ¡Así que Maude Dalgetty es aquella Maude!
Ahora era Pitt el sorprendido.
—¿Ya sabía quién era?
—Sin duda. —Drummond estaba de pie junto a la ventana de su despacho. La luz otoñal que entraba a borbotones formaba un caprichoso y brillante mosaico en la alfombra—. Era una de las mujeres más bellas… de determinado canon de belleza, claro. —Esbozó una sonrisa más amplia—. Tal vez se salga un poco de su generación, Pitt. Pero créame, cualquier joven caballero que asistiera a las temporadas musicales y comprara las postales artísticas de moda conocía el rostro, y otros atributos, de Maude Racine. Era algo más que una simple mujer guapa. Desprendía cierta generosidad, una emoción. Estoy encantado de saber que se ha casado con alguien que la quiere y que ha fundado con ella un hogar respetable. Supongo que eso quería ella, una vez acabada la diversión y llegada la hora de abandonar la fiesta.
Pitt sonrió. A él también le había gustado Maude Dalgetty, quien había sido además amiga de Clemency Shaw.
—¿Y la ha descartado? —inquirió Drummond—. No es que esté imaginándome a una Maude tan celosa de su reputación que estuviera dispuesta a matar para preservarla. En los tiempos de que le hablaba no era ni mucho menos una mujer hipócrita. ¿Está tan seguro con respecto a su esposo, John Dalgetty? ¡No me venga con evasivas, Pitt!
Pitt se apoyó contra la repisa de la chimenea y miró a Drummond de frente.
—Por completo —dijo sin pestañear—. Dalgetty es un apasionado de la libertad de expresión. De ahí vino ese estúpido numerito del duelo. Nada de censuras. Todo ha de ser público y transparente. Todo el mundo puede decir y escribir lo que le plazca, y expresar las ideas más novedosas y atrevidas que se le ocurran. Las personas que a él le importan no iban a cortar su relación con él porque su mujer se dedicara al arte y posara para pintores algo ligera de ropa.
—Pero a ella puede que sí le importe. ¿No ha dicho que trabaja en la parroquia, que va a la iglesia y que está integrada en una respetabilísima comunidad?
—Sí, eso he dicho. —Pitt se metió las manos en los bolsillos. Uno de los pañuelos de seda de Emily le asomaba, bien doblado, por el bolsillo del pecho. Drummond se había fijado, cosa que a él le proporcionó una satisfacción que lo compensaba del frío y tempranero viaje en el ómnibus público que había cogido para sumar unos peniques más a los ahorros para el cumpleaños de Charlotte—. Pero la única persona que lo sabía, por lo menos hasta donde sé, era Shaw… y Clemency, supongo. Clemency era su amiga, y Shaw no se lo diría a nadie. —Le asaltó un recuerdo súbito—. De no ser en un arranque de ira, ya que Josiah Hatch cree que Maude es la mujer más excelente que ha conocido. —Arqueó las cejas—. Y Hatch es un individuo rígido en extremo, que defiende todas esas ideas del viejo obispo en torno a la pureza y la virtud de las mujeres, y a sus deberes como guardianas de la santidad del hogar entendido como una isla al margen de las mezquinas realidades del mundo exterior. No me resulta difícil imaginar a Shaw desengañándole en su apreciación acerca de Maude, sólo por servirle un trago amargo imposible de soportar. Aunque la verdad, sigo creyendo que no la traicionaría por una simple riña.
—Me siento inclinado a pensar como usted. —Drummond apretó los labios—. No hay motivo para sospechar de Pascoe, al menos que sepamos nosotros. Ya ha descartado a Prudence Hatch, por cuanto Shaw jamás descubriría sus secretos profesionales. —A Drummond le brillaban los ojos—. Por favor, salude a Charlotte de mi parte. —Se arrellanó en la silla y apoyó los pies en el escritorio—. El reverendo es un zoquete, en su opinión, pero no hay motivo de querella con Shaw, que usted sepa, salvo que a su mujer la obnubila un poco la virilidad de éste… Pero no parece suficiente para llevar a un clérigo al incendio y el asesinato múltiples. ¿No le parece posible que la señora Clitheridge se encariñara de Shaw hasta tal punto que, al verse rechazada, intentara matarlo por despecho? —Observaba a Pitt mientras hablaba—. De acuerdo, de acuerdo: no. Y supongo que tampoco habría matado a la señora Shaw por celos. No… supongo que no. ¿Qué me dice de Lutterworth, en el asunto de su hija?
—Podría ser —concedió Pitt con tono dubitativo. Visualizó de nuevo el rostro amplio y poderoso de Lutterworth, así como su expresión de rabia al mencionarle el nombre de Shaw, y el de Flora. Quería profundamente a su hija, y sus emociones eran lo bastante intensas y su carácter lo bastante fuerte y decidido como para llevar a cabo un acto semejante si lo consideraba justificado—. Sí, lo creo posible. Al menos lo fue cuando sucedió, ya que ahora sabe, creo, que la relación de Flora con el doctor sólo era la de médico y paciente.
—Entonces ¿a qué se debe que entrara y saliera siempre a escondidas en lugar de asistir a la consulta habitual?
—A causa de la naturaleza de su dolencia. Es algo personal que afecta a su sensibilidad y no quiere que nadie más lo sepa. No es difícil de entender.
Drummond, que también tenía mujer e hijas, no necesitó más comentario.
—¿Quién queda, pues?
—Hatch… Pero él y Shaw llevan años peleándose por una cosa u otra. Y uno no mata a otra persona de repente por una diferencia de carácter o de opinión. También están las hermanas Worlingham, si es que de verdad lo consideran responsable de la muerte de Theophilus…
—¿Y lo creen así? —Drummond lo dijo sin apenas convencimiento—. Y en cualquier caso, ¿tanto les importa? A mí me resulta más verosímil que hubieran querido matarlo por el asunto de la fortuna de los Worlingham. Eso ya me suena más creíble.
—Shaw sostiene que Clemency no se lo dijo —repuso Pitt, si bien a él también le parecía más verosímil—. Aunque también podría ser que él no supiera que ella se lo había contado. Podría haberlo hecho la noche antes de morir. Necesito averiguar qué fue lo que precipitó el primer asesinato. Algo sucedió aquel día, o el día anterior, que hizo que alguien se asustara o encolerizara más de lo que podía soportar. Algo cambió la situación de una manera tan drástica que lo que hasta entonces había sido difícil (o tal vez ni eso), de repente se convirtió en algo tan amenazador o injusto que llevó a una o varias personas a cometer un asesinato.
—¿Qué sucedió aquel día? —Drummond le escrutaba.
—No lo sé —admitió Pitt—. Me he centrado en Shaw y él no me ha dicho nada. Desde luego, siempre es posible que fuera él quien matara a Clemency, en cuyo caso habría prendido el fuego antes de marchar a la urgencia médica, y que después matara a Amos Lindsay por haberse delatado ante él con alguna palabra de más, o por omisión, y Lindsay se hubiera dado cuenta de lo que había hecho. Eran amigos, pero no creo que Lindsay hubiera guardado silencio de haber sabido con certeza que Shaw era el culpable. —Era una posibilidad particularmente repugnante, pero en honor a la verdad se veía obligado a admitirla.
Drummond percibió el reparo que le inspiraba.
—No sería la primera vez que usted le toma simpatía a un asesino, Pitt… Tampoco lo sería en mi caso, por lo demás. La vida sería más fácil si siempre nos agradaran los héroes y nos desagradaran los villanos. Personalmente me conformaría con no sentir la misma compasión por el villano que por la víctima, como me pasa la mitad de las veces.
—Yo no siempre soy capaz de establecer la diferencia. —Pitt sonrió con tristeza—. He conocido asesinos que me han parecido poseer la misma calidad de víctimas que los demás implicados en el caso. Sin ir más lejos sería lo que me pasaría esta vez si las culpables resultaran Angeline y Celeste. El viejo obispo dominaba sus vidas desde la infancia. Dispuso con toda exactitud cómo tenían que ser como mujeres, e hizo prácticamente imposible que pudieran ser de otro modo. Imagino que debió ir despachando a todo posible pretendiente y que hizo de Celeste su compañera intelectual, mientras que a Angeline le reservaba el papel de ama de casa y anfitriona cuando fuera necesario. Para cuando murió, ya eran demasiado mayores para casarse, además de haberse convertido en personas totalmente dependientes de la forma de pensar, la posición social y el dinero de su padre. Si Clemency, en un acto de ultraje, había amenazado con destruir aquello sobre lo que se había sustentado sus vidas y las había expuesto no sólo a la vergüenza pública, sino a la negación de todo aquello en lo que habían creído y justificaba su pasado, no es difícil entender por qué era posible que hubieran conspirado para matarla. A sus ojos, Clemency no sólo habría sido una amenaza mortal, sino también una traidora a la familia. Podían haber considerado su infidelidad como un pecado merecedor de la muerte.
—Podían, sí —convino Drummond—. La posibilidad restante sería la de algún señor de la miseria que se hubiera sentido amenazado por la labor de Clemency. Supongo que habrá indagado qué otros propietarios había investigado ella. ¿Qué me dice de Lutterworth? Usted dijo que era un hombre socialmente ambicioso, en particular en sus expectativas sobre Flora, a la que quiere casar con alguien de buena posición tras haber renegado de sus orígenes mercantiles. Desde luego, la especulación inmobiliaria en barrios pobres no contribuiría a tales fines. —Hizo una agria mueca—. Aunque tampoco estoy del todo seguro de que fuera a desbaratarlos. Hay muchos aristócratas que han debido de hacer su dinero por caminos más que cuestionables.
—Sin duda. Pero siempre de un modo discreto. Pueden hacer la vista gorda con el vicio, y hasta aceptar la vulgaridad, con reparos, eso sí, y siempre que haya dinero de por medio; pero la indiscreción no la consentirían jamás.
—Se está volviendo muy cínico, Pitt. —Drummond sonrió.
Pitt se encogió de hombros.
—Lo único que he podido averiguar acerca de Lutterworth es que hizo su fortuna en el norte y que vendió prácticamente todos sus intereses. En Londres no llegó siquiera a tenerlos, hasta donde sé.
—¿Qué opina de las implicaciones políticas del caso? —Drummond no se daba por vencido—. ¿El asesinato de Clemency no podría estar relacionado con Dalgetty y sus contactos con la Fabian Society? Y lo mismo en el caso de Lindsay…
—No he hallado conexión alguna. Pero Clemency sin duda conocía a Lindsay, y ambos se apreciaban. Puesto que ambos están muertos, es imposible saber cuáles eran sus conversaciones al respecto, a menos que Shaw lo sepa y consigamos que nos lo cuente. Y dado que las dos casas han sido reducidas a escombros, no hay papeles que buscar.
—Podría ir a hablar con otros miembros de la sociedad…
—Lo haré si surge la ocasión. Pero hoy quiero ir al funeral de Lindsay. Tal vez pueda averiguar qué hizo Clemency el último o los dos últimos días antes de morir, con quién habló, qué ocurrió para que alguien se sintiera tan colérico o atemorizado para decidir matarla.
—Notifíquemelo luego, ¿quiere? Quiero saberlo.
—Sí, señor. Y ahora me voy, o llegaré tarde. Odio los funerales. Sobre todo cuando miro los rostros de los asistentes y pienso que tal vez uno de ellos le mató… a él y a ella.
Charlotte también estaba preparándose para ir al funeral, pero acababa de recibir en mano una nota de Emily que decía que no sólo asistirían ella y Jack, y que por comodidad pasarían a recoger a Charlotte con su carruaje a las diez, sino que también iba Vespasia. La nota no incluía explicación alguna. Y ahora, a las nueve y cinco, no había ya tiempo para poner peros a lo que habían dispuesto ni buscar otras alternativas.
«Gracias a Dios que al menos mamá y la abuela se quedan en su casa», pensó. Charlotte dobló la nota y la dejó en el canastillo de la costura, donde Pitt no pudiera encontrarla, por mera cuestión de hábito. Por descontado que al final se enteraría de que iban todos, pero no podía pretender hacer creer a Pitt que el motivo era el dolor moral que sentía, por mucho que hubiera simpatizado con Lindsay. Iban por mera curiosidad, y porque creían que aún podían descubrir algo significativo acerca de la muerte de Lindsay y Clemency, cosa que era posible que Pitt desaprobara.
¿O tal vez Emily sabía ya algo? Ella y Jack habían dicho que sondearían en los ambientes políticos, y Jack había mantenido ya algunos contactos con el Partido Liberal con vistas a presentarse como miembro al Parlamento cuando hubiera un escaño vacante y le aceptaran como candidato. Y si había hablado en serio al manifestar su deseo de continuar con la obra de Clemency, tal vez se hubiera entrevistado ya con los fabianos y otros grupos de marcada tendencia socialista. Por supuesto, no se trataba de que tuvieran opción de ver elegido un miembro suyo a la Cámara de los Comunes, pero las ideas eran necesarias, ya fuera para formular argumentos a favor o en contra.
Charlotte se aplicaba de forma maquinal al arreglo del peinado y a adecentar su aspecto. No se dio cuenta del esfuerzo que realizaba hasta que llevaba media hora y aún no estaba enteramente satisfecha. Se ruborizó ante su propia vanidad y apartó los pensamientos que la llevaban hacia Stephen Shaw.
—¡Gracie!
Gracie apareció procedente del descansillo de la escalera, con un plumero en la mano y el rostro radiante.
—¿Sí, señora?
—¿Te gustaría acompañarme al funeral del señor Lindsay?
—¡Oh, sí señora! ¿Cuándo es, señora?
—Dentro de un cuarto de hora… o por lo menos ése es el tiempo que tenemos antes de irnos. La señora Radley pasará a recogernos en su carruaje.
El rostro de Gracie se ensombreció y tuvo que tragar saliva.
—No he acabado el trabajo, señora. Aún me faltan las escaleras y la habitación de la señorita Jemima. El polvo se acumula igual aunque ella no esté. Y no tengo qué ponerme. El vestido negro está sin planchar…
—Pero el que llevas puesto es oscuro. —Charlotte miró el corriente vestido gris de Gracie. Era lo bastante anodino para asistir a un funeral. No había más que hablar, el día que pudiera le compraría uno azul brillante bien bonito—. Y olvídate del trabajo. No se escapará, mañana podrás hacerlo.
—¿Está segura, señora? —A Gracie no le habían dicho jamás que se olvidara de limpiar el polvo. Los ojos le destellaron sólo de pensar que podía dejarlo mientras se iba otra vez a hacer de detective.
—Sí, estoy segura. Venga, ve a peinarte y a ponerte el abrigo. No podemos llegar tarde.
—Oh, sí señora. Estoy lista en un minuto, señora. —Y sin dar tiempo a que Charlotte dijera nada más, se fue taconeando escaleras arriba hasta su habitación del ático.
Emily llegó puntual. Irrumpió con un elegante vestido negro, adornado con cuentas azabache, no del todo apropiado para un funeral, pues aunque el cuello de encaje era tan alto que le llegaba casi hasta las orejas, la tela del vestido era tan fina que lo hacía más propio para una velada festiva que para un funeral. A pesar del velo, el sombrero era muy atrevido. Y el colorete de las mejillas le favorecía mucho; demasiado. No había que hacer ningún esfuerzo para creerse que Emily era una mujer recién casada.
Charlotte se sentía tan feliz por ella que no fue capaz de desaprobarlo, a pesar de que habría sido lo más sensato y pertinente.
Jack venía un par de pasos detrás, vestido de forma tan impecable como siempre, con la holgura suplementaria con la que contaba quizá a la hora de enfrentarse a la factura del sastre. En su persona se apreciaba una mayor confianza, que ya no estaba fundamentada en el encanto personal y la necesidad de gustar, sino en una felicidad interior que no requería de la aprobación de los demás. Charlotte pensó al principio que ello era reflejo de su relación con Emily. Pero al oírle hablar comprendió que era algo más profundo: una resolución interna, algo que irradiaba hacia el exterior.
Saludó a Charlotte con un ligero beso en la mejilla.
—¡He hablado con el partido en el Parlamento y creo que me aceptarán como candidato! —dijo con una amplia sonrisa—. Me presentaré tan pronto haya una elección parcial idónea.
—Felicidades —dijo Charlotte rebosante—. Haremos todo lo que podamos para ayudarte. —Miró a Emily y vio en su rostro una intensa satisfacción, así como un destello de orgullo—. Todo. Hasta tener la boca cerrada, si fuera el último recurso. Pero ahora tenemos que ir al funeral de Amos Lindsay. Pienso que forma parte de nuestra causa. No sé por qué, pero creo que su muerte guarda estrecha relación con la de Clemency.
—Desde luego —convino Emily—. No tendría lógica de otro modo. Tiene que haberles matado la misma persona. Yo sigo creyendo que se trata de motivos políticos. Las actividades de Clemency levantaban ampollas. Cuanto más sé de lo que hacía o planeaba, más me doy cuenta de la cantidad de personas que podían verse salpicadas con el asunto del dinero sucio. ¿Estás segura de que las hermanas Worlingham no sabían lo que ella hacía?
—No, no del todo —reconoció Charlotte—. Creo que no. Pero Celeste es mejor actriz que Angeline, a quien me cuesta considerar culpable de nada. Es tan transparente y tan cándida… A veces parece incapaz de moverse en este mundo. No me es posible pensar que posea la suficiente solvencia práctica y sangre fría como para planear y llevar a cabo un incendio.
—Pero Celeste sí sería capaz —dijo Emily—. Al fin y al cabo, ellas tienen más que perder que nadie.
—Si exceptuamos a Shaw —señaló Jack—. Clemency estaba repartiendo el dinero de los Worlingham a marchas forzadas. Según parece se había deshecho ya de su parte de la herencia en el momento de su muerte… pero sólo sabemos que Shaw lo sabía por la palabra de éste. Tal vez creía que la suma era hasta entonces insignificante y la mató pensando que aún quedaba mucho dinero, con la amarga sorpresa de que no era así.
Charlotte se volvió hacia él. La idea, desagradable en grado sumo, no se le había ocurrido, pero no podía descartarla por imposible. Nadie más conocía las actividades de Clemency. Sólo contaban con la palabra de Shaw acerca de que éste conociera todos sus pasos. Pero ¿era cierto? Quizá sólo se había enterado un día o dos antes de la muerte de Clemency y había sido este descubrimiento el que le había revelado de pronto que podía perder su acomodada posición económica y social si ella hacía públicas sus investigaciones. La verdad es que era un buen motivo para el asesinato.
Charlotte no dijo nada. Sólo sintió un estremecimiento que la llenó de zozobra.
—Lo siento —dijo Jack con amabilidad—. Pero es una posibilidad a tener en cuenta.
Charlotte tragó saliva. En su fuero interno sabía de la confianza que le inspiraba la intensa y sincera expresión de Jack. Ella misma estaba sorprendida de su propia inquietud.
—Gracie viene con nosotros. —Se volvió hacia la puerta, como si urgiera marcharse—. Me pareció que se lo merecía.
—Claro que sí —convino Emily—. Me gustaría creer que vamos a descubrir algo, pero lo único que podemos esperar razonablemente es una intuición de nuestro instinto. Aunque también podemos arreglárnoslas para introducir alguna pregunta inquisitiva en el banquete fúnebre. ¿Estás invitada?
—Eso creo. —Charlotte recordaba la invitación de Shaw, su deseo de tener junto a él a una persona que compartiera su gusto por la sinceridad. Apartó aquel pensamiento—. ¡Vamos, o llegaremos tarde!
El funeral constituyó una ceremonia espléndida y algo pomposa que reunió a más de doscientas personas en la pequeña iglesia donde se desarrolló el formal y solemne servicio oficiado por Clitheridge. La música de órgano sonó intachable y derramó sus ricos y vibrantes acordes sobre los solemnes asistentes, a los que proporcionó el consuelo de una pasajera unión mientras cantaban. El sol desparramaba sus rayos a través de las ventanas en un esplendoroso torrente de colores que caía como joyas rutilantes sobre el enlosado y por entre las rígidas espaldas y cabezas cubiertas con toda la gama de texturas del negro.
En el momento de marchar, Charlotte advirtió la presencia en el fondo de la nave de un hombre de apariencia inusual, con la barbilla elevada en un gesto que parecía denotar un agudo interés en el techo de la iglesia. No es que sus rasgos llamaran la atención por nada en particular, pero la inteligencia y la ironía de su expresión eran, ciertamente, irreverentes. Tenía cabello color caoba, y aunque estaba sentado se apreciaba que era un hombre de físico menguado. Charlotte dudó al pasar junto a él, dominada por la curiosidad.
—¿La he molestado, señora? —preguntó volviéndose hacia ella de forma inesperada. Hablaba con un marcado acento irlandés.
Charlotte se rehízo con esfuerzo y replicó con aplomo:
—En absoluto, caballero. Cualquier hombre que contemple el cielo como usted lo hacía merece que no lo importunen…
—No contemplaba el cielo, señora —dijo indignado—. Era el techo lo que atraía mi atención. —Entonces se dio cuenta de que ella ya lo había advertido y que se lo había dicho para fastidiarlo.
Su rostro se distendió en una encantadora sonrisa.
—George Bernard Shaw, señora. Era amigo de Amos Lindsay. ¿Usted también?
—Sí —exageró—. Y lamento mucho que nos haya dejado.
—Desde luego. —Se había puesto serio de nuevo—. Es una pérdida triste y estúpida.
Era imposible alargar la conversación a causa de la gente que quería salir de la iglesia, por lo que Charlotte asintió con educación y se excusó, dejándolo que prosiguiera en su contemplación.
La mitad de los asistentes siguieron el féretro hasta el frío y luminoso cementerio de la iglesia, donde la tierra húmeda estaba excavada y el suelo sembrado de hojas caídas, que tachonaban de bronce el verde césped.
Tía Vespasia, con un vestido de color espliego muy oscuro (se había negado a vestirse de negro), se colocó junto a Charlotte, con el mentón levantado, los hombros erguidos y el bastón de empuñadura de plata firmemente asido. Detestaba tener que utilizarlo, pero no tenía más remedio que apoyarse en él mientras Clitheridge desgranaba con voz monótona su retahíla de tópicos acerca de la inevitabilidad de la muerte y la fragilidad humana.
—Qué necio —murmuró la dama entre dientes—. ¿Alguien puede explicarme por qué el vicario cree que a Dios no se le puede hablar en un lenguaje sencillo, sino que necesita que todo se le explique de tres formas diferentes como mínimo? Yo me imagino a Dios como la última persona a la que podríamos impresionar con largas peroratas o engañar con excusas rebuscadas. Cielo santo, pero si es Él quien nos ha creado. No necesita que nadie le cuente que somos frágiles, estúpidos, admirables, ruines y valerosos. —Clavó el bastón en el suelo con rabia—. Y lo que es seguro es que no le gustan esas pomposidades. ¡Acaba de una vez, hombre! ¡Entierra ya al pobre siervo y deja que nos vayamos a alabarle a nuestro gusto!
Charlotte cerró los ojos y esbozó una mueca de disgusto por si alguien la había oído. Vespasia sólo murmuraba, pero su voz era penetrante y de una pronunciación inmaculada. Al oír que alguien decía en voz baja «Aquí, aquí», se volvió y se encontró con los ojos de Stephen Shaw, que, brillantes por la pena, contradecían la sonrisa en sus labios.
Se volvió hacia la tumba y vio la gélida mirada de celos de Lally Clitheridge, que le inspiró más lástima que enojo. Si fuera ella la que estuviera casada con Hector Clitheridge, estaba segura de que tendría momentos de sueños locos y prohibidos, y que odiaría a cualquiera que viniera a romper el encanto, por ridículo o frágil que fuera.
Clitheridge proseguía su tedioso discurso, como si no pudiera resignarse a que pasara aquel momento, como si postergando el instante de su regreso al polvo pudiera alargar de algún modo la vida de Amos Lindsay.
Oliphant estaba inquieto, no paraba de cambiar el pie de apoyo, consciente de la tristeza y la indignidad del momento.
En el otro extremo de la tumba estaba Alfred Lutterworth. Iba desprovisto de sombrero y el viento le encrespaba su blanca corona de pelo. Junto a él, cogida de su brazo, Flora aparecía joven y atractiva. El frío le había hecho aflorar los colores a las mejillas, pero la ansiedad parecía haberse evaporado de su expresión. Charlotte vio incluso cómo Lutterworth le cogía la mano y se la apretaba con suavidad.
Por encima del hombro a su izquierda, en un rincón del cementerio, vio al agente Murdo, más tieso que un centinela, con los botones relucientes al sol. Se suponía que estaba allí para observar a todo el mundo, pero Charlotte vio que su mirada no se apartaba de Flora. Si por él fuese, ésta podía haber sido la única persona presente en la ceremonia.
Vio a Pitt un solo instante. No era más que una sombra junto a la sacristía, con los extremos de una bufanda al viento. Se volvió hacia ella y sonrió. Quizá había supuesto que ella asistiría. Por unos segundos la multitud dejó de existir y no hubo nadie más en el cementerio. Fue como si él hubiera podido tocarla. Entonces Pitt se encaminó hacia el seto de tejo para buscar un lugar entre las sombras. Ella sabía que desde allí lo observaría todo: gestos, expresiones, qué ojos miraban a quién, quién hablaba, quién evitaba hablar con nadie. Se preguntó si algo de lo que ella había averiguado y le había contado le serviría a él de alguna utilidad.
Maude Dalgetty se hallaba cerca de la cabecera de la tumba. Estaba un poco más rellenita que en sus días de apogeo y las líneas del rostro se le marcaban, pero seguía teniendo una expresión digna, generosa y modelada por el sentido del humor. Aún era una belleza, tal vez lo sería siempre. Cuando estaba relajada, como era el caso, no había nada amargo en sus rasgos, nada que hiciera pensar en remordimientos.
A su lado, John Dalgetty permanecía muy rígido y evitaba dedicar la más ligera mirada hacia Quinton Pascoe, que estaba en idéntica actitud, cumpliendo su último deber para con un hombre al que había apreciado pero con quien se había peleado con ferocidad. Era la actitud de un soldado ante la tumba de un enemigo caído. La de Dalgetty era también la postura de un soldado, pero que expresaba su duelo por un compañero de batallas. Ni una sola vez durante el servicio religioso se dirigieron una mirada para reconocer la presencia del otro.
Josiah Hatch se había despojado del sombrero, como el resto de los hombres, y parecía aterido como si el viento le calase hasta los huesos. Prudence no estaba con él, ni tampoco las hermanas Worlingham. Seguían profesando la creencia de que las damas no deben asistir a los funerales.
Clitheridge encontró por fin la forma de concluir sus palabras y los enterradores comenzaron a echar paladas de tierra en la fosa.
—Gracias a Dios —dijo Shaw a la espalda de Charlotte—. Irá al banquete fúnebre, ¿no es así?
—Desde luego —respondió ella.
Vespasia se volvió poco a poco y miró a Shaw con frío interés.
Él hizo una reverencia.
—Buenos días, lady Cumming-Gould. Es una gentileza por su parte el haber venido, sobre todo con la estación tan avanzada y con este aire tan desapacible. Estoy seguro de que Amos lo habría apreciado.
Vespasia parpadeó levemente con un imperceptible gesto de diversión.
—¿Lo cree así?
Él comprendió y recurrió al instante a su franqueza de siempre.
—Ha venido por Clemency. —Ya lo sabía, pero lo vio corroborado por la expresión de la dama—. No es la conmiseración lo que la ha traído aquí, y tiene toda la razón, a los muertos no les afectan nuestras emociones. Es por rabia. Sigue empeñada en descubrir quién la mató y por qué.
—Muy perspicaz por su parte —acordó Vespasia—. Sí, lo estoy.
El rostro de Shaw se tornó sombrío y su frágil ironía se fundió como la nieve al sol.
—Yo también.
—Entonces será mejor que vayamos al banquete fúnebre. —Levantó la mano ligeramente y él le ofreció el brazo—. Gracias —dijo. Y, con el sombrero rozándole el magnífico arco de los hombros, caminó con dignidad hacia el carruaje que la esperaba.
Al igual que con ocasión del funeral de Clemency, la reunión tuvo lugar en casa de los Worlingham, por diversos motivos. En primer lugar, era imposible celebrarla en casa de Lindsay, puesto que ésta no era otra cosa que un amasijo de vigas que formaban tortuosos ángulos entre medio de los montones de escombros calcinados. Por su parte, la de su estimado amigo Shaw no estaba en mejores condiciones. Difícilmente hubiera podido ofrecerse a celebrarla en la casa de huéspedes de la señora Turner: no era lo bastante grande y estaba ocupada por personas que podían sentirse incómodas por un acontecimiento como aquél.
La elección se reducía a la alternativa entre la casa de los Worlingham y la vicaría. En cuanto tomaron conciencia, Celeste y Angeline se ofrecieron a ceder su casa y servicio para todo lo que hiciera falta. Era una cuestión de deber. No habían tenido un especial aprecio por Amos Lindsay, y mucho menos por su forma de pensar, pero eran las hijas del obispo y estaban al frente de la sociedad cristiana de Highgate. La posición debe relegar los sentimientos personales, en especial para con los muertos.
Lo dispusieron todo sin exageración, no fuera el caso que alguien pudiera malinterpretar que habían dado su beneplácito a Amos Lindsay.
Recibieron a todos en la puerta de doble batiente de acceso al comedor, en cuya mesa de caoba había diversas empanadas y fiambres. El centro de mesa estaba formado por lirios cuya intensa y lánguida fragancia le dio a Charlotte una impresión de somnolencia y desmayo. Las persianas estaban bajadas hasta la mitad, ya que, al menos por aquel día, la casa estaba de duelo. De los cuadros e inscripciones de las paredes, así como de los postes de las escaleras y los dinteles de las puertas, colgaban los oportunos crespones negros.
Los aspectos más formales del banquete se dispusieron con minuciosidad. Habría sido imposible proporcionar asiento a todo el mundo, pero además, como Shaw había invitado a las personas que se le había antojado (incluido Pitt, para indignación de las hermanas Worlingham y el reverendo), los sirvientes no podían saber de antemano el número total de asistentes.
De modo que la comida estaba dispuesta en la mesa y el mayordomo y las doncellas, que esperaban con discreción junto a la puerta, eran los encargados de servirla a los comensales, que permanecían de pie y podían hablar entre sí para apenarse, cuchichear y expresar sus imprecisas alabanzas del muerto hasta que llegara el momento de pronunciar los parlamentos preparados, primero el del vicario y luego el de Shaw, como amigo más íntimo del difunto. Los asistentes pudieron también degustar algunas de las mejores botellas de oporto, o algún vino más suave en el caso de las damas. Con la carne se sirvió vino tinto.
—No sé cómo vamos a poder enterarnos de nada —dijo Emily con un mohín de decepción—. Todo el mundo está representando su papel. Clitheridge se muestra incompetente y agobiado, mientras su mujer trata de compensar sus carencias y no os quita ojo a ti y al doctor Shaw. Si las miradas hicieran daño, ahora mismo tendrías el pelo arrancado a mechones y el vestido hecho trizas.
—¿Puedes culparla? —le respondió Charlotte en un susurro—. El reverendo no es precisamente un hombre que altere el pulso, ¿no crees?
—No seas vulgar. Pero no, no lo es. Antes me quedo con el doctor, a menos que sea el asesino de su mujer, claro.
Charlotte no encontró respuesta satisfactoria, pues sabía que, por mucho que le doliera, podía ser verdad. Así que se dio media vuelta y le clavó el codo en las costillas como sin querer.
—¡Uf! —Encajó Emily la indirecta.
Flora Lutterworth iba cogida del brazo de su padre, con el velo del sombrero replegado para poder comer. Tenía las mejillas sonrojadas y en su preciosa boca se dibujaba una leve y coqueta sonrisa. Charlotte sintió curiosidad por saber qué la había motivado.
Desde el extremo opuesto de la estancia, Pitt se fijó también en aquella sonrisa y tuvo la acertada intuición de que guardaba alguna relación con Murdo. Le pareció probable que Murdo no encontrara grandes dificultades en cortejar a la señorita Lutterworth. De hecho, a aquellas alturas debía haber descubierto ya que ello era posible a pesar de lo que pensara de sí mismo y que era mucho más fácil de lo que suponía.
Pitt iba más elegante de lo habitual en él: cuello muy pulcro y corbata bien recta, al menos hasta ese momento, y en los bolsillos sólo llevaba un pañuelo limpio (el de seda de Emily sólo era de adorno), un lápiz pequeño y un trozo de papel por si quería anotar algo. Cosa que estaba de más, ya que nunca lo hacía, pero lo consideraba algo que un policía eficiente debía llevar.
Se dio cuenta de que Shaw lo había invitado con la intención de molestar a Angeline y Celeste. Era una forma de dejar claro que aunque el acto social estuviera celebrándose en casa de los Worlingham, aquél era el banquete fúnebre en honor de Amos Lindsay y que él, Shaw, era el anfitrión y podía invitar a quien le pareciera. Con tal fin se colocó de pie en la cabecera de la mesa, en postura bien erguida, y se comportó como si los sirvientes que ofrecían las empanadas de carne y el borgoña fueran los suyos propios. Fue dando la bienvenida a los invitados, con especial énfasis en Pitt. No miró ni una sola vez hacia los severos semblantes de Angeline y Celeste, que llevaban sendos vestidos de bombasí negro con cuentas azabache y permanecían por detrás de él y algo escoradas a un lado. Sonreían con reserva a aquellas personas cuya presencia aprobaban, como Josiah y Prudence Hatch, Quinton Pascoe o tía Vespasia; dirigían un educado asentimiento de la cabeza a quienes toleraban, como los Lutterworth y Emily y Jack; e ignoraban por completo a aquéllos cuya presencia consideraban una afrenta deliberada, como Pitt y Charlotte, si bien como habían llegado por separado y no habían hablado entre sí, las hermanas no los relacionaron de inmediato.
Pitt cogió su deliciosa empanada de carne, un poco de liebre estofada y pan negro con mantequilla y fiambre adobado, así como una copa de borgoña, y, algo apurado por la dificultad de moverse con todos aquellos manjares, comenzó a pasearse por el comedor mientras escuchaba conversaciones al azar y observaba a los asistentes, tanto a aquellos que hablaban como, de un modo especial, a quienes estaban solos y no eran conscientes de ser observados.
¿Cuál había sido el curso exacto de los acontecimientos durante el día o dos que precedieron a la muerte de Clemency Shaw? Desde hacía algún tiempo, tras descubrir el origen del dinero de los Worlingham, se había dedicado a repartir su propia herencia hasta casi agotarla, con el fin de paliar la triste situación de las víctimas de la miseria, ya fuera a través de la ayuda directa, o bien de forma indirecta luchando contra una legislación que permitía a los propietarios obtener unos beneficios abusivos de una forma tan discreta que su reputación no podía verse salpicada por el escándalo.
¿Cuándo se lo había contado ella a Shaw? ¿O lo había descubierto él por su propia cuenta, quizá al ver agotada la fortuna, y ello había sido causa de una agria disputa? ¿No habría actuado él con más cautela, haciendo ver que estaba de acuerdo y luego…? No. Si él había disimulado su descontento, tenía que ser porque había supuesto que quedaba una cantidad sustancial de dinero… la suficiente para que valiera la pena matar por ella.
Miró por encima de las cabezas de dos mujeres que hablaban entre sí, en dirección hacia la cabecera de la mesa, donde Shaw, que seguía sonriendo y asintiendo con la cabeza a todo el mundo, estaba ahora hablando con Maude Dalgetty. Parecía muy tenso. Los músculos de los hombros se le marcaban bajo la tela de su chaqueta negra, como si estuviera a punto de entrar en acción y ponerse a dar puñetazos en el aire, o a salir corriendo de un lado a otro, o a hacer cualquier otra cosa para dar rienda suelta a la furia acumulada en su interior. A Pitt le costaba creer que aquel hombre hubiera podido contener tan bien su temperamento que Clemency, quien debía conocer cada uno de los matices de su semblante, de su tono de voz y sus gestos, no hubiera comprendido el poder de su rabia y con ello un asomo al menos del peligro que ella corría.
¿Qué sintió ella cuando Josiah Hatch anunció que iban a colocar un vitral en la iglesia en honor del viejo obispo, con el aspecto de uno de los primeros santos cristianos? Qué ironía tan intolerable. ¿Cómo había sido capaz de dominarse y guardar silencio? Porque eso era lo que había hecho. El anuncio había tenido carácter público, y si ella hubiera dado el menor indicio de conocer algún secreto inconfesable, en su calidad de familia la habrían escuchado, aunque pudieran no creerla por completo.
¿Era concebible una conspiración, que todo el mundo hubiera guardado silencio?
Miró los sombríos rostros repartidos por la estancia. Todos mantenían una conveniente seriedad para la ocasión: Clitheridge, acuciado y nervioso; Lally, saliendo al paso de las intervenciones de su marido y pendiente de Shaw; Pascoe y Dalgetty, evitándose calculadamente, con los bultos que les formaban los vendajes bajo sus trajes de luto resultado de su reyerta, sin olvidar la mejilla suturada de Dalgetty. Matthew Oliphant hablaba con calma, una palabra de consuelo aquí, un gesto afectuoso allá; el rostro de Josiah Hatch estaba blanco, salvo allí donde había recibido la gélida caricia del viento; Prudence estaba más relajada, sus miedos parecían disipados; Angeline y Celeste estaban discretamente enojadas; los Lutterworth eran tratados con condescendencia, como siempre que estaban en sociedad. No, no era posible que aquella gente tan dispar hubiera podido unirse en una conspiración. Había varios que no tenían el menor interés en proteger la reputación de los Worlingham. Dalgetty se hubiera sentido más bien encantado de poder difundir una historia tan irónica: en último término, como ejemplo de la libertad de expresión luchando contra el orden establecido y aunque sólo fuera por enfurecer a Pascoe.
Y Amos Lindsay, si tanto simpatizaba con las ideas socialistas de los fabianos, a buen seguro se habría reído y no lo habría guardado precisamente en secreto.
No cabía duda de que nadie había dicho nada cuando se hizo el anuncio del vitral. Y los planes para llevarlo a cabo habían seguido su curso: se había reunido dinero, se había adquirido el vidrio, se había contratado a los artistas y cristaleros, y se había invitado al arzobispo de York para la dedicatoria oficial, ceremonia a la que asistiría Highgate en pleno y la mitad norte de la diócesis de Londres.
Pitt bebió un sorbo de vino. Era buenísimo. El viejo obispo debía de haber legado una bodega excelente, como todo lo demás. A los diez años de su muerte, y con Theophilus también desaparecido, aún quedaba calidad suficiente a la que recurrir para solventar un asunto que no era más que un deber para Celeste y Angeline.
El vitral del obispo Worlingham debía de estar costando una suma considerable, y de acuerdo con la familia, el propósito era en parte demostrar el gran aprecio que la comunidad de Highgate le había profesado al obispo. Por eso debía sufragarse con dinero público de la parroquia, además del de cualquier persona que deseara contribuir de forma personal.
¿Quién lo había organizado todo? ¿Celeste? ¿Angeline? No. Había sido Josiah Hatch. Tenía que ser un hombre, claro. No podían dejar un asunto como aquél en manos de unas mujeres mayores. Y sería más apropiado además si no se encargaba alguien que fuera un familiar directo. Eso dejaba a los dos nietos políticos: Hatch y Shaw. Hatch era un hombre de iglesia y profesaba hacia el obispo una reverencia que excedía a la de sus propias hijas. Era el verdadero heredero espiritual del obispo.
Además, la sola idea de Stephen Shaw colaborando en un proyecto como aquél resultaba ridícula. Había mostrado hacia el obispo una clara antipatía, ya en vida de aquél. Pero ahora que sabía cuál era la verdadera fuente de su riqueza, él, que cada día tenía que asistir a las víctimas de esa codicia, lo despreciaba con ardor.
Pitt se preguntó qué le diría Shaw a Hatch cuando éste le pidió una aportación. Debió de ser un momento memorable: Hatch con la palma de la mano extendida en solicitud de dinero para un vitral conmemorativo en el que se representaba al obispo con figura de santo; y Shaw recién enterado de que la fortuna del obispo procedía de la miseria de cientos de personas y de la explotación y la muerte de muchas de ellas. Y su mujer que había donado hasta el último penique de su herencia para reparar al menos una pequeña parte de aquella iniquidad.
¿Habría sido capaz Shaw de mantener la calma y la boca cerrada?
Pitt volvió a mirar entre la multitud aquel apasionado y dinámico rostro de una sinceridad inmisericorde.
¿Seguro que sí?
Shaw daba golpes en la mesa con una mano, mientras con la otra levantaba una copa.
Poco a poco el bullicio de las conversaciones fue apagándose y todos se volvieron hacia él.
—Damas y caballeros —dijo con voz nítida y vibrante—. Estamos hoy aquí reunidos, gracias a la amable invitación de las señoritas Celeste y Angeline Worlingham, para honrar al amigo que nos ha dejado, Amos Lindsay. Me parece oportuno, pues, pronunciar algunas palabras en su recuerdo.
Alguien cambió con incomodidad el pie de apoyo, se oyó el crujido de un rígido corsé, el ligero frufrú del tafetán, el chasquido de unos zapatos, una exhalación.
—El reverendo habló de él en la iglesia —continuó Shaw, elevando un poco la voz—. Alabó sus virtudes, o quizá sería más exacto decir que alabó una lista de virtudes que es costumbre atribuir a los que acaban de morir y que nadie discute, pues no habrá nadie que diga: «No, no, ni hablar, Fulano no era así». —Alzó un poco más la copa—. ¡Pero yo sí lo digo! Quiero brindar por su recuerdo auténtico, no por una réplica en escayola pulcra y deshumanizada, privada de todas sus debilidades y por tanto también de todas sus virtudes.
—Por favor… —Clitheridge, pálido, dudaba entre dar un paso al frente e interrumpir el discurso o la no tan atrevida opción de protestar y esperar que prevaleciera el buen gusto de Shaw—. Yo creo… ¿no le parece…?
—No, no me parece nada. Odio esas melindreces piadosas de que era un pilar de la comunidad, un hombre temeroso de Dios y una persona querida por todos. ¿Es que no les queda sinceridad en el alma? ¿Cómo pueden decir que todos querían a Amos Lindsay? ¡Cuánta afectación!
Esta vez se oyó un claro gemido y Clitheridge se volvió desesperado, como si creyera que podía producirse un milagro salvador.
—Quinton Pascoe le tenía miedo y estaba horrorizado por lo que escribía. Le habría censurado si hubiera podido.
Se produjo un ligero murmullo al tiempo que todos se volvían hacia Pascoe, que enrojeció como la grana. Pero antes de que pudiera protestar, Shaw continuó.
—Y Celeste y Angeline aborrecían todo aquello que él defendía. Estaban convencidas, y siguen estándolo, de que sus ideas fabianas no son cristianas y de que si la sociedad permite que se propaguen serán la causa del final de todo lo civilizado y beneficioso para la humanidad, o en cualquier caso para la clase a la que pertenecemos, que es la única que a ellas les importa porque es la única que conocen. Es la única que su santo padre permitió que conocieran.
—¡Está borracho! —profirió Celeste en un furioso susurro.
—Al contrario, estoy muy sobrio —repuso Shaw, mirando la copa que sostenía en la mano—. Ni el mejor borgoña de Theophilus ha podido afectarme. Lo menos que le debo al pobre Amos es tener el espíritu templado al hablar de él, aunque Dios sabe que tendría suficientes motivos para emborracharme. En las últimas semanas he visto cómo me arrebataban a mi mujer, mi casa y mi mejor amigo. Y ni siquiera la policía, que actúa con la mayor diligencia, parece tener la más ligera idea acerca del culpable.
—Esto es de lo más indecoroso —dijo Prudence quedamente, aunque la oyeron varias personas.
—Quería usted hablarnos del señor Lindsay —le recordó Oliphant.
Shaw mudó la expresión. Bajó la copa y la dejó encima de la mesa.
—Sí, tiene razón. No es el momento ni la ocasión de hablar de lo que he perdido. Estamos aquí para recordar a Amos… para recordarlo con la veracidad del hombre vital que era. Le haríamos un flaco servicio si le pintáramos en colores pastel y omitiéramos sus defectos, y por tanto sus victorias.
—No debemos hablar mal de los muertos, Stephen —le reprochó Angeline tras aclararse la garganta—. Es una actitud muy poco cristiana y completamente innecesaria. Estoy segura de que todos apreciábamos al señor Lindsay y que sólo pensábamos de él lo mejor.
—No, no es verdad —le contradijo—. ¿Sabían que estaba casado con una mujer africana? Negra como el as de picas y hermosa como una noche de verano. Y tenía hijos, aunque están todos en África.
—Por favor, Stephen… ¡esto es una irresponsabilidad! —Celeste se adelantó y lo cogió por el codo—. Él ya no está entre nosotros para defenderse…
Shaw movió la cabeza con brusquedad.
—¡Maldita sea, no necesita defenderse de nada! ¡Casarse con una africana no es ningún pecado! Cometió pecados, sí, y muchos… —Abrió los brazos de forma expresiva—. De joven era violento, bebía demasiado, se aprovechaba de los menos inteligentes que él, sobre todo si eran ricos, y tomó a mujeres que ciertamente no eran la suya. —Estiró el cuello con angustia y bajó el tono—. Pero también fue un hombre compasivo después de conocer el dolor: nunca fue un mentiroso, ni un fanático. —Lanzó una mirada a todos los reunidos—. Nunca difundió chismes de nadie, y era capaz de llevarse un secreto a la tumba. No era pretencioso y conocía a un hipócrita en cuanto lo veía. Detestaba la falsedad.
—Yo creo que… de verdad… —comenzó Clitheridge, sacudiendo las manos como si quisiera alejar de Shaw la atención de los presentes—. De verdad… yo…
—Usted puede pontificar lo que quiera sobre cualquier otro. —La voz de Shaw sonaba otra vez con fuerza—. Pero Amos era mi amigo y pienso hablar de él tal como era. Estoy harto de oír tópicos y mentiras, ¡me pone enfermo! Ni siquiera fue capaz de hablar de Clem con un poco de honestidad. Se limitó a articular un montón de vacuas frases piadosas y no dijo nada de lo que de verdad le gustaba. Hizo que pareciera una pobre mujer callada, sumisa e ignorante que consumía su vida en la obediencia y en inútiles obras de caridad con los pobres de la parroquia. Hizo que pareciera una mujer sin rasgos particulares, una cobarde de espíritu, una persona sin inteligencia. ¡Y ella no era así! —Estaba tan furioso y tan desgarrado por el dolor, que se le había encarnado la cara, le brillaban los ojos y le temblaba el cuerpo. Ni siquiera Celeste se atrevía a interrumpirlo—. Eso no tenía nada que ver con Clem. Tenía más coraje que todos ustedes juntos… ¡y más honestidad!
Pitt observó a los presentes. ¿Había alguno que delatara miedo ante lo que pudiera decir Shaw a continuación? En el rostro de Angeline había ansiedad, y en el de Celeste desagrado, pero no apreciaba el temor que debían haber sentido si hubieran sido conocedoras del descubrimiento de Clemency. Tampoco en la expresión de Prudence veía nada, ni en el perfil de Josiah, salvo un desprecio hierático.
—Sólo Dios sabe cómo podía ser una Worlingham —prosiguió Shaw con el puño cerrado y el cuerpo inclinado como si fuera a abalanzarse—. Theophilus no era más que un viejo hipócrita codicioso y arrogante… y un cobarde hasta el final.
—¡Cómo te atreves! —Celeste perdió toda la compostura—. Theophilus fue un hombre excelente que vivió en la honestidad y la caridad. ¡Tú sí eres un codicioso y un cobarde! ¡Si lo hubieras atendido como debías, como médico y como yerno, aún estaría vivo!
—Sí, es verdad —añadió Angeline, a quien le temblaba la barbilla—. Era un hombre noble que siempre cumplió con su deber.
—¡Murió arrastrándose por el suelo con puñados de billetes a su alrededor, decenas de miles de libras! —explotó Shaw—. ¡Si alguien lo mató, debió de ser el mismo que lo chantajeaba!
Se produjo un silencio de horror y asombro. Por unos segundos todos contuvieron la respiración. Entonces se oyó el grito de Angeline y el ahogado sollozo de Prudence.
—¡Cielo santo! —exclamó Lally al fin.
—¿Qué demonios está diciendo? —preguntó Lutterworth—. ¡Eso es un ultraje! Theophilus Worlingham era un hombre relevante en la comunidad. ¿En qué se basa para decir algo así? No fue usted quien lo encontró, ¿me equivoco? ¿Quién dice que había todo ese dinero a su alrededor? A lo mejor pensaba hacer una adquisición importante.
El rostro de Shaw echaba ascuas. Dijo en tono de mofa:
—¿Con siete mil cuatrocientas ochenta y tres libras en metálico?
—A lo mejor guardaba el dinero en su casa —sugirió Oliphant sin alterarse—. Hay personas que lo hacen. Tal vez estaba contándolo cuando le sobrevino el ataque. Porque murió de un ataque, ¿verdad?
—Sí —corroboró Shaw—. Pero el dinero estaba diseminado por toda la habitación y sostenía cinco bonos del tesoro en la mano, que tenía extendida hacia adelante como si hubiese querido dárselos a alguien. Todo indicaba que no estaba solo.
—¡Eso es una mentira monstruosa! —gritó Celeste—. ¡Es una perversidad, y tú lo sabes! Estaba completamente solo, el pobre. Fue Clemency quien lo encontró, y te llamó.
—Clem lo encontró y me llamó, es verdad. Pero Theophilus estaba tendido en su estudio con las puertas de cristal que daban al jardín abiertas… ¿Quién puede asegurar que ella fue la primera persona en llegar? El cuerpo estaba casi frío cuando lo encontró.
—¡Por el amor de Dios! —saltó Josiah Hatch—. ¡Está hablando de su propio suegro… y del hermano de las señoritas Worlingham! ¿Es que no le queda un ápice de decencia?
—¡Decencia! —Shaw se volvió hacia él—. No es ninguna falta de decencia hablar de la muerte. Estaba tendido en el suelo, con el rostro amoratado, los ojos desorbitados, el cuerpo frío y quinientas libras en bonos del tesoro sujetados con tanta fuerza que no pudimos quitárselos para amortajarlo. ¡Lo que es una indecencia es de dónde procedía ese maldito dinero!
Todo el mundo se removió con incomodidad, temerosos de mirarse entre sí pero sin poder evitarlo. Las miradas se buscaban y se apartaban al encontrarse. Alguien tosió.
—¿Antes dijo chantaje? —preguntó alguien—. ¡No a Theophilus!
A una mujer se le escapó una risita nerviosa y se llevó la mano a la boca para sofocarla.
Se produjo un agudo murmullo sibilante, interrumpido de repente.
—¿Hector? —Se oyó la voz de Lally.
Clitheridge, sonrojado hasta las orejas, tenía un aspecto de profunda desdicha. Una fuerza exterior parecía impulsarlo hacia la cabecera de la mesa donde estaban Shaw y Celeste, ésta un poco detrás y a la derecha, lívida y con el cuerpo presa de la agitación.
—¡Ejem! —Clitheridge se aclaró la garganta—. Ejem… yo… bueno… —Miró alrededor en busca de ayuda, pero no la encontró. Miró a Lally en un último intento, con el rostro escarlata y suplicante, pero tuvo que rendirse al fin—. Yo… ejem… me temo que fui el único… bueno, el único con el que Theophilus antes de morir… al menos en sus últimas horas… eh… —Se aclaró una vez más la garganta con furia—. ¡Ejem! Me envió una nota en la que me pedía que fuera a verle… —Miró implorante a Lally, pero la resolución de ésta era implacable. Aspiró hondo y prosiguió en medio de un temible sentimiento de desdicha—. Leí la nota y fui enseguida a su casa… parecía que se trataba de algo muy urgente. Yo… entonces… le encontré en un estado de gran… agitación. Nunca había visto a nadie así. —Cerró los ojos y su voz se atipló al rememorar el horror vivido—. Estaba fuera de sí. Balbuceaba al hablar, y se ahogaba, y no dejaba de mover los brazos. Había montones de bonos del tesoro encima de su escritorio. Estaba frenético. Tenía un aspecto tan lamentable que le supliqué que me dejara ir a buscar al doctor, pero no quiso ni oír hablar de eso. Aunque no estoy seguro que llegara a comprender mis palabras. Seguía insistiendo en que tenía un pecado que confesar. —Los ojos de Clitheridge se movían en todas direcciones, pero evitaba mirar a las hermanas Worlingham. Gotas de sudor le perlaban la frente y se retorcía las manos nerviosamente.
»Se puso a arrojarme el dinero y a pedirme que me lo quedara… para la iglesia, para los pobres… para lo que yo quisiera. Y quería que escuchara su confesión… —Su voz se desvaneció, incapaz de encontrar las palabras ante la angustia del recuerdo.
—¡Mentiras! —profirió Celeste—. ¡No es más que una sarta de mentiras! Theophilus nunca hizo nada de que avergonzarse. Debía estar sobreviniéndole el ataque y usted lo malinterpretó todo. En nombre del cielo, ¿por qué no fue a avisar al doctor, pedazo de memo?
Clitheridge se aclaró la garganta de nuevo.
—No le sobrevenía ningún ataque —dijo indignado—. Se abalanzaba sobre mí, trataba de agarrarme y obligarme a que cogiera el dinero, ¡todo el que había allí! ¡Miles de libras! Y quería que yo escuchara su confesión. Yo estaba… estaba abrumado. No había visto nada tan… tan espantoso en toda mi vida.
—¿Y qué hizo entonces, en nombre de Dios? —preguntó Lutterworth.
—Yo… pues… —Clitheridge tragó saliva—. ¡Salí corriendo! Huí de aquella horrible habitación, salí por las puertas acristaladas… crucé el jardín y volví a la vicaría.
—Y se lo contó a Lally, que se apresuró a encubrirlo, como siempre —concluyó Shaw—. Dejando que a Theophilus le diera un ataque y se muriera sosteniendo el dinero en la mano. ¡Una actitud muy cristiana! —Una vez más la honestidad apaciguó el desprecio—. Tampoco hubiera podido hacer mucho por salvarlo…
Clitheridge se sintió hundido por la culpa y la turbación. Sólo Lally se apercibió de ello y le dio unas palmaditas distraídamente, como habría hecho con un niño.
—Pero ¿y todo ese dinero…? —preguntó Prudence. Estaba confusa y asustada—. ¿Para qué era? No tiene ningún sentido. Él no guardaba el dinero en casa. ¿Y dónde ha ido a parar?
—Lo devolví al banco, que fue de donde lo sacó —contestó Shaw.
Angeline estaba al borde de las lágrimas.
—Pero ¿para qué lo quería? ¿Por qué iba a sacar el pobre Theophilus todo su dinero del banco? ¿De verdad tenía intención de donarlo todo a la iglesia? ¡Qué noble por su parte! ¡Qué propio de él! —Tragó saliva—. ¡Y qué propio de papá, también! Stephen… deberías haber hecho lo que él deseaba. Hiciste mal depositándolo otra vez en el banco. Claro que comprendo tus motivos. Querías que Prudence y Clemency pudieran heredarlo todo, no sólo la casa y las inversiones… pero aun así hiciste mal.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó Shaw—. ¡Qué mujer tan idiota! ¡Theophilus quería dárselo a la iglesia para comprar su salvación! ¡Era un dinero sucio! Provenía de las casas de la miseria… Cada penique procedía de los pobres, de los dueños de burdeles, de los beneficios de los tugurios de peor fama, de los propietarios de fábricas de explotación y de los traficantes de opio, que lo venden en dormitorios hacinados donde los adictos se acuestan en fila y fuman hasta olvidarse de sí mismos. De ahí procedía el dinero de los Worlingham. El viejo obispo lo obtuvo penique a penique de Lisbon Street y sabe Dios de qué otros lugares como ése… Y con él construyó este gran palacio, para él y para su familia.
Angeline se llevó los puños a la boca, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Celeste no la miró siquiera. La conmoción y el derrumbe de su mundo acababa de separarlas. Celeste permanecía con la expresión dura y la mirada ausente, mientras en su interior cobraba cuerpo un odio inmenso y una ira insoportable.
—Theophilus lo sabía —continuó Shaw inclemente—. Y al final, cuando pensó que iba a morir, se sintió aterrorizado y trató de devolverlo… pero llegó tarde. Yo no lo sabía entonces… ni siquiera sabía que ese necio de Clitheridge había estado allí, ni tampoco para qué era el dinero. Me limité a llevarlo al banco porque era de Theophilus y porque no iba a dejarlo desparramado por el suelo. Sólo supe de dónde procedía cuando Clemency lo descubrió y me lo dijo. Ella lo donó todo por la vergüenza que sintió, y por si podía reparar en algo el daño cometido.
—¡Eso es mentira! ¡Satanás habla por tu boca! —Josiah Hatch se abalanzó con el rostro sofocado y las manos como garras dispuestas a estrangular a Shaw y acallarlo para siempre—. ¡Blasfemo! Mereces morir… No sé por qué Dios no te fulmina, como no sea porque se sirve de nosotros, sus pobres criaturas, para cumplir con sus designios.
Tenía ya a Shaw en el suelo bajo la furia de su ataque y su desesperación, cuando Pitt se abrió paso entre la multitud, que permanecía inmóvil y horrorizada. Los apartó a un lado sin contemplaciones, hombres y mujeres por igual, hasta que pudo atrapar a Hatch por los hombros y tirar de él con fuerza. Pero Hatch estaba imbuido de la fortaleza de los devotos, hasta de los mártires si era preciso.
Pitt le ordenaba que se detuviera, aunque sabía muy bien que no podía oírlo.
—¡Eres un demonio! —mascullaba Hatch con los dientes apretados—. ¡Un blasfemo! Si dejo que vivas acabarás por manchar todo lo que hay de limpio y puro en este mundo. Vomitarás tus sucias ideas sobre todo lo que se ha hecho de bueno. Sembrarás la semilla de la duda allí donde había fe. Difundirás tus obscenas mentiras sobre el obispo y conseguirás que la gente se burle de un santo al que antes adoraban. —Hablaba entre sollozos, con las manos atenazando el cuello de Shaw, el pelo caído sobre las cejas y el rostro encendido—. Es preferible que un hombre muera a que un pueblo entero se agoste en el escepticismo. Debes ser expulsado, hombre corrupto y destructor. Debes ser arrojado al mar con una piedra atada al cuello. ¡Mejor que no hubieras nacido, criatura del infierno!
Pitt lo golpeó con todas sus fuerzas en la cabeza y, tras unos segundos de convulsión durante los cuales se debatió con los brazos en el aire y abrió la boca sin emitir sonido alguno, Josiah Hatch se derrumbó en el suelo, donde se quedó inmóvil, con los ojos cerrados y las manos crispadas como zarpas.
Jack Radley se abrió paso entre la gente y acudió en ayuda de Pitt. Se inclinó sobre Hatch y lo sostuvo.
Celeste sufrió un desvanecimiento y Oliphant la depositó con cuidado en el suelo.
Angeline lloraba como una niña, sola y extraviada, en completo desamparo.
Prudence estaba petrificada, como si la vida la hubiera abandonado.
—¡Llamen al agente Murdo! —ordenó Pitt. Nadie se movió.
Pitt dio un respingo con la intención de repetir la orden, pero vio cómo Emily se dirigía hacia la entrada principal, donde Murdo estaba de vigilancia.
Por fin la vida volvió a los asistentes. Roce de tafetán, crepitar de corsés, un general suspiro de alivio; las mujeres se arrimaron a los hombres.
Shaw se puso en pie, con el semblante pálido y los ojos sombríos. Todos se volvieron hacia otro lado, salvo Charlotte, quien se acercó a él. Shaw estaba temblando. Ni siquiera se molestó en alisarse la ropa. Tenía el cabello revuelto, la corbata hecha un lío y el cuello torcido. La chaqueta se le había ensuciado de polvo y una manga se le había rasgado por la sisa. Tenía la cara llena de rasguños y moretones.
—¡Fue Josiah! —exclamó roncamente—. Él mató a Clem y a Amos, pero quería matarme a mí.
—Sí —convino Charlotte con voz serena—. Quiso matarle a usted las dos veces. Las muertes de Lindsay y de Clemency fueron accidentales, porque usted no estaba en casa. Aunque tal vez no le importara que muriera también Amos, ya que no tenía ningún motivo para suponer que estuviera ausente, como en el caso de Clemency.
—Pero ¿por qué? —Shaw parecía dolido, como un niño al que pegan sin motivo—. Solíamos pelearnos, pero no iba en serio…
Charlotte encontraba penoso seguir hablando. Sabía lo doloroso que resultaba para Shaw, pero no tenía alternativa.
—Él entendía que usted se burlaba de él…
—Por el amor de Dios, Charlotte, ¡él se lo buscaba! Era un hipócrita, los valores que defendía eran absurdos. Al viejo Worlingham le tenía veneración, cuando no era más que un hombre codicioso y cruel, y sobre todo corrupto, que fingía actitudes de santurrón… No sólo robaba a la gente de forma indiscriminada, sino que desposeía de lo poco que tenían a los más indigentes. Josiah se ha pasado la vida alabando y predicando mentiras.
—Unas mentiras que él tenía en alta estima.
—¡Mentiras, Charlotte! ¡No eran más que mentiras!
—Lo sé. —Le sostuvo la mirada y vio en sus ojos la tristeza, la incomprensión y la terrible profundidad de su inquietud. Era un amargo trago el que iba a hacerle pasar, pero era la única forma de ayudarlo—. Todos necesitamos tener nuestros propios héroes, y nuestros sueños, sean reales o falsos. Y si uno está dispuesto a destruir los sueños de alguien, si se da el caso de que había edificado toda su vida sobre ellos, antes tiene que haberlo reemplazado con algo. Antes, doctor Shaw. —Él frunció el entrecejo ante la solemnidad con que ella le hablaba—. No después. Porque entonces ya es demasiado tarde. Ser un iconoclasta, destruir los ídolos falsos o que uno considera falsos, es muy divertido, le proporciona a uno un maravilloso sentimiento de superioridad moral. Pero hay que pagar un precio muy alto por decir la verdad. Usted es libre de decir lo que le parezca, y probablemente así es como debe ser, si es que tiene que haber algún tipo de progreso en las ideas, pero entonces también es responsable de lo que suceda a causa de sus dichos.
—Charlotte…
—Pero usted dice las cosas sin pensar, ni preocuparse, y una vez dichas se da media vuelta y se va. Usted pensaba que era suficiente con decir la verdad. Pero no lo es. Josiah, al menos, no podía vivir con ella… y quizá usted debería haber pensado en eso. Usted lo conocía bien… era su cuñado desde hacía veinte años.
—Pero… —No pudo disimular su terrible dolor. Le importaba mucho lo que ella pensara de él y podía ver la crítica reflejada en su rostro. Buscaba su aprobación y su comprensión: un amor a la verdad tan puro como el suyo. Pero sólo pudo ver lo que había: la aceptación de que el poder lleva aparejada la responsabilidad.
—Usted tenía la potestad de darse cuenta —dijo ella, retrocediendo un paso—. Tenía las palabras, la visión de conjunto, y el convencimiento de que era más fuerte que él. Pero a pesar de todo usted destruyó sus ídolos, sin pensar en lo que sería de él sin ellos.
Él abrió la boca para protestar, pero sólo profirió un desganado grito que era el indicio de que comenzaba a comprender una verdad mucho más amarga. Charlotte se volvió despacio y miró a Josiah, que estaba recobrando el sentido y era ayudado a incorporarse por Pitt y Jack Radley. En el vestíbulo, Emily traía al agente Murdo.
Shaw era incapaz de mirar a Angeline y Celeste, pero tendió las manos hacia Prudence.
—Lo siento —balbuceó—. De verdad lo siento mucho.
Prudence permaneció inmóvil unos segundos, incapaz de decidirse. Entonces extendió lentamente las manos hacia él y Shaw las cogió y las retuvo entre las suyas.
Charlotte se volvió y se abrió paso entre los asistentes en busca de Vespasia.
La anciana exhaló un suspiro y cogió a Charlotte por el brazo.
—Un juego muy peligroso, la destrucción de los sueños, qué locura —murmuró—. Como no podemos verlos, muchas veces creemos que no tienen poder destructivo… cuando en realidad nuestras vidas están construidas sobre ellos. Pobre Hatch, qué iluso, qué falsos eran sus ídolos. Pero a pesar de todo no podemos derribarlos impunemente. Shaw tiene mucho de lo que rendir cuentas.
—Él lo sabe —dijo Charlotte con calma, alcanzada ella también por el remordimiento—. Yo se lo he dicho.
Vespasia apretó la mano de Charlotte. No había necesidad de palabras.