Charlotte había ido contándole a Pitt lo más importante en torno a su búsqueda de propietarios de las casas de Lisbon Street, así que cuando hizo el asombroso descubrimiento de que éstas no sólo eran de los Worlingham sino que Clemency se había enterado pocos meses antes de morir, decidió contárselo todo en cuanto llegó a casa. Al ver su abrigo en el colgador, corrió hacia la cocina sin quitarse siquiera el sombrero.
—¡Thomas! ¡El propietario de Lisbon Street era el mismísimo obispo Worlingham! Y ahora la familia se beneficia de las rentas. ¡Clemency también lo descubrió!
—¿Cómo dices? —Giró en su asiento y se quedó mirándola con perplejidad.
—El obispo Worlingham era el propietario de Lisbon Street —repitió—. ¡Todas esas viviendas sin condiciones y esas tabernas de mala fama eran suyas! Ahora pertenecen al resto de la familia… y eso fue lo que Clemency descubrió. Por eso se sentía tan mal. —Se sentó en una silla frente a él—. Probablemente por eso dedicó tantos esfuerzos a reparar lo hecho. Piensa en cómo debía sentirse. —Cerró los ojos y apoyó la cabeza entre las manos, con los codos sobre la mesa—. ¡Oh!
—Pobre Clemency. Una mujer en verdad notable. Me gustaría haberla conocido.
—A mí también —convino Charlotte—. ¿Por qué solemos saber cómo son las personas cuando ya es demasiado tarde?
Era una pregunta a la que no esperaba respuesta. Ambos sabían que no habrían tenido ocasión de saber de la existencia de Clemency Shaw de no haber muerto asesinada, cosa que no necesitaban decirse.
Pasó media hora hasta que recordó decirle que Jack consideraba seriamente la posibilidad de presentarse al Parlamento.
—¿De verdad? —Él levantó la voz, sorprendido, y la miró para cerciorarse de que no le estaba gastando una broma.
—Oh, sí… a mí me parece una idea excelente. Tiene que hacer algo si no quiere que su matrimonio se muera de aburrimiento. —Sonrió con intención—. Y no podemos estar siempre entrometiéndonos en tus casos.
Él dejó escapar un resoplido y se abstuvo de ningún comentario. En realidad le reconfortaban las intromisiones ocasionales de su mujer, gracias a las cuales podía compartir experiencias y emociones: momentos de horror, de alegría, piedad, ira, miedo a veces, toda la gama de emociones que suscitan los sucesos terribles y que cobran sentido merced al mayor lazo que existe, la vivencia compartida.
En consecuencia, cuando al día siguiente se encontró con Murdo en la comisaría de Highgate, tenía varias cosas que decirle, la mayoría de las cuales no hicieron sino acrecentar la ansiedad que Murdo sentía con respecto a Flora Lutterworth. Pensó en sus escasas, breves y más bien incómodas conversaciones, en los densos silencios, en la torpeza que había sentido mientras permanecía de pie en aquella magnífica casa, con sus lustrosas botas que llamaban la atención como dos enormes trozos de brillante carbón. Y con los grandes botones de su uniforme que lo delataban sin remisión como policía: un intruso cuya presencia sólo podía ser inoportuna. El rostro de ella se le aparecía mentalmente una y otra vez. Lo miraba con ojos muy abiertos, con aquella piel delicada y aquel maravilloso color de sus mejillas, y una expresión orgullosa y valiente. Era una de las mujeres más hermosas que había visto nunca. Pero poseía algo más que belleza: alma y gentileza. Tenía tanta vitalidad. Era como si ella pudiera oler aromas y flores que él sólo podía imaginar, como si fuera capaz de ver más allá de los horizontes cotidianos que él conocía, un mundo más luminoso e importante. Como si pudiera oír melodías de las que él sólo conocía el ritmo.
Pero si algo sabía era que ella tenía miedo. Él anhelaba protegerla y le angustiaba no poder hacerlo. No entendía qué la amenazaba, tan sólo que estaba relacionado con la muerte de Clemency Shaw, y ahora también con la de Lindsay.
Sin embargo, cierta parte de sí mismo —a la que no quería escuchar— le decía que el papel de la muchacha en aquel caso podía no ser del todo inocente. No deseaba pensar que estuviera involucrada personalmente, ni llegaba a culparla de nada en concreto, pero había oído los rumores y sobre todo había visto sus ojos y la forma en que se había ruborizado al guardar silencio. Sabía que entre Flora y Stephen Shaw había alguna relación especial, tan seguro como que su padre estaba furioso por ello, aunque para ella era tan valiosa que estaba dispuesta a afrontar su ira y a desafiarlo.
Murdo estaba confuso. Nunca había sentido unos celos tan desordenados, pues estaba seguro a la vez de que ella no había hecho nada de lo que debiera avergonzarse, y al mismo tiempo no podía ignorar que el corazón de la joven tal vez albergaba una emoción profunda hacia Shaw.
El miedo a que todo no fuera tan limpio era grande, tal vez tanto que ocultaba un pensamiento aún más repulsivo: la posibilidad de que Alfred Lutterworth fuera el responsable de los atentados contra Shaw. Había dos posibles razones que podían haberlo movido a ello, ambas creíbles e igualmente devastadoras.
La que Murdo se negaba siquiera a pensar era que Shaw hubiera deshonrado a Flora, o que conociera algún secreto vergonzoso en su vida, tal vez un hijo ilegítimo, o peor aún, un aborto. Lutterworth podría haber tratado de matarlo al enterarse, para acallarlo. Difícilmente podría esperar conseguir un buen matrimonio para su hija si llegaba a saberse algo así. De hecho, no cabía esperar matrimonio alguno. Envejecería sola, rica, marginada, objeto de murmuraciones y de una piedad o un desprecio sempiternos.
Ante aquella posibilidad, Murdo sentía ganas de matar a Shaw. Al pensarlo, apretaba los puños con tanta fuerza que las uñas, a pesar de llevarlas cortas, se le hincaban en las palmas. Tenía que borrar de su mente aquel pensamiento. Era una traición el hecho mismo de haberlo dejado entrar… aunque sólo hubiera sido por un instante.
Se despreciaba por habérsele ocurrido siquiera. Era Shaw quien estaba importunándola. Era una mujer joven y adorable. Él la deseaba y ella era demasiado inocente para darse cuenta de lo despreciable que era aquel hombre. Eso era mucho más verosímil. Y estaba además el dinero del padre, claro. Shaw se había gastado todo el dinero de su mujer, de lo cual había pruebas palpables. El inspector Pitt había descubierto que el dinero de Clemency Shaw había desaparecido. Sí, eso es… todo encajaba. ¡Shaw andaba detrás del dinero de Flora!
Y Alfred Lutterworth tenía mucho dinero. Éste era también un pensamiento bastante infame. Murdo era agente de policía y todo parecía indicar que seguiría siéndolo durante bastante tiempo. Tenía sólo veinticuatro años. Ganaba lo suficiente para vivir con cierta decencia, o algo que se le asemejaba: comía tres veces al día, vivía en una habitación agradable y tenía ropa limpia, pero estaba tan lejos del esplendor de la casa de Alfred Lutterworth como ésta lo estaba del castillo real de Windsor. Y Lutterworth podía poner sus ojos en una de las princesas tanto como Murdo podía poner los suyos en Flora.
Por desesperación se obligó a considerar la posibilidad descubierta por la esposa del inspector Pitt acerca de que algunas de las peores casas de los barrios pobres habían pertenecido al viejo obispo Worlingham. Eso a Murdo no le había impresionado tanto. Sabía que algunas personas respetables en apariencia podían guardar secretos repugnantes, sobre todo si había dinero de por medio. Pero lo que a Pitt se le había pasado por alto era que si la pobre señora Shaw había descubierto quién era el propietario de aquellas casas en particular, igualmente podía haber descubierto quiénes eran los propietarios de otras tantas. Pitt había hablado de miembros del Parlamento, de familias con títulos nobiliarios, hasta de jueces del tribunal. Pero ¿no había pensado en industriales retirados deseosos de entrar a formar parte del gran mundo y necesitados de ingresos estables, que no tuvieran demasiados escrúpulos en saber dónde invertían su dinero?
Alfred Lutterworth podía haberse sentido en tanto peligro a causa de las actividades de Clemency Shaw como los Worlingham, si no más. Clemency podía haber deseado proteger a los suyos, como al parecer había hecho. Pero ¿por qué iba a proteger a Lutterworth? Éste tenía todos los motivos para matarla… y también a Lindsay, si es que éste lo había adivinado.
Es decir, siempre que Lutterworth fuera también propietario de casas de barrios pobres. ¿Cómo averiguarlo? No podían investigar quién era el propietario de todos los pedazos de cemento podrido y de todas las vigas medio hundidas de Londres, ni de todos los callejones sin luz, ni de todas las calles con los colectores a cielo abierto y los escombros amontonados en las esquinas, ni de todos los pisos hacinados de menesterosos asustados. Él lo sabía porque lo había intentado. Se ruborizó al recordarlo. Había sido una traición por su parte el haber permitido que aquel pensamiento hubiera tomado cuerpo en su mente y se hubiera puesto a hacer preguntas acerca de las finanzas de Lutterworth, del origen de sus ingresos y si éstos podían tener algo que ver con el alquiler de casas. Pero no era tan fácil como había imaginado. El dinero procedía de compañías, pero ¿qué hacían esas compañías? No había tenido tiempo de investigarlo, ni había actuado amparado por instrucciones oficiales que hubieran podido conferir a sus preguntas la fuerza de la ley.
No había podido resolver nada. Se había quedado con sus incertidumbres y con un abrumador sentimiento de culpabilidad. No era capaz de imaginar nada que pudiera eliminar el suplicio del miedo y los perturbadores pensamientos que anidaban en su mente.
Veía el rostro de Flora teñido de sentimentalismo y percibía con intensidad todo el dolor y la vergüenza que debía de experimentar ella, hasta el punto de que se sintió aliviado al oír los pasos de Pitt y recibir las instrucciones de su cometido matutino. Seguía habiendo en él cierto resentimiento por el hecho de que les hubieran enviado a alguien de fuera. ¿Acaso pensaban que el personal de Highgate era incompetente? Pero también sentía un inmenso agradecimiento de que la responsabilidad no fuera de ellos. Aquel caso era en verdad peliagudo y su resolución parecía tan lejana como cuando estaban ante los restos humeantes de la casa de Shaw, mucho antes de que incendiaran también la de Lindsay.
—¿Sí, señor? —dijo de forma maquinal mientras Pitt entraba en el salón donde él estaba—. ¿Adónde, señor?
—A casa del señor Alfred Lutterworth.
Pitt venía del despacho del superintendente local, a quien había ido a ver como muestra de cortesía y por si había sucedido algo que Murdo no supiera (cosa harto improbable), algún cabo suelto que valiera la pena investigar. Pero el superintendente lo había mirado con su habitual gesto de desagrado y lo había informado con cierta satisfacción de la existencia de otro incendio, en Kentish Town, provocado posiblemente por el mismo pirómano. Le notificó también el informe negativo de la compañía de seguros y la alta improbabilidad de que tanto Shaw como Lindsay estuvieran involucrados en los incendios con propósitos fraudulentos.
—Bien, la verdad es que en ningún momento había imaginado que Lindsay se hubiera abrasado a sí mismo para poder reclamar el seguro —le había contestado Pitt.
—Claro que no, señor —había dicho el superintendente con frialdad—. Tampoco nosotros creíamos tal cosa. Pero seguimos pensando que los incendios fueron provocados por el pirómano de Kentish Town… señor.
—¿De veras? —había repuesto Pitt con tono evasivo—. Es curioso que sólo hubiera dos casas ocupadas.
—Bueno, él no sabía que la de Shaw lo estaba, ¿no? —había dicho el superintendente con irritación—. Shaw estaba fuera y todos pensaban que la señora Shaw también lo estaba. Canceló la cita en el último minuto.
—Los únicos que creían que la señora Shaw estaba fuera eran las personas que la conocían —había dicho Pitt, satisfecho de su deducción.
El superintendente lo había mirado y había vuelto al trabajo que tenía sobre el escritorio, dejando que Pitt se marchara en silencio.
Ahora ya podía irse a observar y escuchar a la gente en busca de pruebas, que era en lo que consistía el verdadero arte policial. Hacía días que ya no esperaba que las cosas le dijeran nada interesante. A Murdo le dio un vuelco el corazón, pero no tenía ninguna otra tarea que pudiera servirle de excusa. Siguió a Pitt y juntos recorrieron el camino mojado y sembrado de hojas caídas en dirección a la casa de Lutterworth.
La doncella los condujo a la salita de estar, donde ardía un vivo fuego y había un jarro con crisantemos dorados sobre el aparador Tudor. Ninguno de los dos tomó asiento, aunque pasó casi un cuarto de hora hasta que apareció Lutterworth, seguido por Flora, quien llevaba un vestido azul oscuro y tenía un aspecto pálido pero sereno. Miró a Murdo de forma fugaz y apartó los ojos con un tenue rubor de vergüenza en las mejillas.
Murdo permaneció en un penoso y amargo silencio. Ansiaba hacer algo por ayudarla. Hubiera deseado golpear a alguien, a Shaw, a Lutterworth, por haber permitido que aquello sucediera y no haberla protegido; y a Pitt, por haberse cegado en cumplir con su deber sin pensar en el caos que podía causar.
Por un instante odió al inspector por permanecer ajeno a los sentimientos, como si fuera insensible al dolor. Pero entonces lo miró de reojo y se dio cuenta de su error. El rostro de Pitt estaba tenso. Se le dibujaban sombras debajo de los ojos y las finas líneas de su rostro llevaban marcas de sufrimiento y de su incapacidad para salir indemne.
Murdo suspiró y guardó silencio.
Lutterworth los observaba desde el otro extremo de la alfombra turca. Todos permanecían de pie.
—Bien, ¿de qué se trata ahora? No sé nada que no les haya dicho ya. No tengo la menor idea de por qué mataron al pobre Lindsay, de no ser que lo hiciera Shaw, si es que el viejo adivinó algo y había que silenciarlo. O como no fuera ese memo de Pascoe porque pensó que Lindsay era un anarquista. Miren este caballo. —Señaló una estilizada figura que descansaba sobre la repisa de la chimenea—. Lo compré con mis primeros réditos anuales, cuando el telar empezó a ir bien. Conseguí una buena remesa de ropa y la vendimos en El Cabo. Hicimos un buen dinero. Compré ese caballito para recordar aquellos primeros días, cuando Ellen, la madre de Flora… —respiró hondo y exhaló poco a poco para darse tiempo a recobrar la compostura—, cuando Ellen y yo empezamos a cortejarnos. No teníamos coche. Solíamos salir a pasear a caballo, como ese de ahí, ella iba delante y yo detrás, y rodeándola con los brazos. Aquéllos eran buenos tiempos. Cada vez que veo este caballo me acuerdo de aquella época… como si aún pudiera ver la luz del sol a través de los árboles sobre la tierra seca y aspirar el olor del heno, y ver las flores blancas en los setos, y mirar el cabello de mi Ellen, más reluciente que el tronco de un castaño, y oír su risa…
Se quedó inmóvil, sumido en los recuerdos. Nadie quería ser el primero en perturbarlo con la vulgaridad y la inmediatez del presente. Finalmente fue Pitt quien rompió el encanto, con unas palabras que Murdo no hubiera adivinado.
—¿Qué clase de recuerdos cree que debían venirle a la memoria al señor Lindsay al contemplar sus objetos africanos, señor Lutterworth?
—No lo sé. —Lutterworth esbozó una sonrisa melancólica—. Su mujer, tal vez. Eso es lo que recuerdan la mayoría de los hombres.
—¿Su mujer? —Pitt se quedó perplejo—. No sabía que Lindsay estuviera casado.
—No… bueno, no tenía por qué saberlo. —Lutterworth lamentó un poco su imprudencia—. No se lo decía a todo el mundo. Murió hace veinte años, o más. Pienso que por eso regresó. No es que él lo dijera, ya me entiende.
—¿Tenía hijos?
—Varios, creo.
—¿Dónde están? No se presentaron. El testamento de Lindsay no los mencionaba.
—No habrían venido. Están en África.
—Eso no les impide heredar su parte.
—Heredar el qué… ¿Una casa en Highgate y unos pocos libros y recuerdos de África? —Lutterworth sonreía con una vaga satisfacción interior.
—¿Por qué no? Lindsay tenía muchísimos libros, algunos de antropología podían haberles sido de gran valor.
—No para ellos. —Lutterworth esbozó una sonrisa amarga.
—¿Por qué no? Y además está la casa.
—De qué iba a servirle a un negro que vive en la selva. —Lutterworth miró a Pitt con hosquedad a la par que le satisfizo la sorpresa que vio en su rostro—. Sí, la mujer de Lindsay era africana, muy guapa, pero negra como su sombrero. Una vez vi un retrato suyo. Él me lo enseñó. Yo le hablaba de mi Ellen y él me enseñó el retrato. Nunca había visto una cara más dulce en mi vida. Hubiera sido incapaz de pronunciar su nombre, aun cuando él lo pronunció despacio, pero me dijo que significaba una especie de pájaro de río.
—¿Lo sabía alguien más?
—Ni idea. Puede que se lo dijera a Shaw. Supongo que aún no lo ha arrestado, ¿verdad?
—¡Papá! —le recriminó Flora a su pesar.
—No quiero oír ni una palabra, jovencita —repuso Lutterworth con firmeza—. Ya te ha hecho bastante daño. Tu nombre está en boca de todos. Todo el mundo sabe cómo corrías tras él como una criada seducida.
Flora enrojeció mientras buscaba palabras para defenderse.
Murdo estaba agonizante de impotencia. Si Lutterworth lo hubiera mirado en ese momento, habría advertido la furia que desprendían sus ojos, pero estaba ocupado con lo que consideraba comportamiento irresponsable de su hija.
—¿Qué quiere de mí? —le espetó a Pitt—. Supongo que no será oír hablar de la esposa muerta de Amos Lindsay… pobre criatura.
—No. En realidad he venido para preguntarle acerca de sus propiedades en la ciudad.
—¿Cómo? —Le pilló desprevenido—. Pero, en nombre del cielo, ¿de qué está hablando? ¿Qué propiedades son ésas?
—Bienes inmuebles, para ser exactos. —Pitt lo observaba, pero ni siquiera Murdo fue capaz de apreciar el más mínimo parpadeo de miedo o de comprensión en el rostro de Lutterworth, y eso que el agente se había tomado por aquel caso un interés muy especial.
—Soy propietario de esta casa, del tejado a los cimientos, y del suelo sobre el que se asienta. —Lutterworth adoptó una postura más rígida y se encogió de hombros—. Y poseo también un par de hileras de casas con terraza en las afueras de Manchester. Las construí para mis trabajadores. Eso hice, sí señor. Y buenas casas que son, sólidas como la tierra que pisan. No tienen goteras cuando llueve, las chimeneas tiran magníficamente y hay un retrete en el jardín trasero de cada casa, con su grifo de agua. Con eso se lo digo todo.
—¿Y ésas son todas las propiedades que posee usted, señor Lutterworth? —La voz de Pitt sonaba más desenfadada, un punto aliviada incluso—. ¿Podría probarlo?
—Podría si fuera necesario. —Lutterworth lo miraba con curiosidad, con las manos metidas en los bolsillos—. Pero ¿por qué tendría que hacerlo?
—Porque la causa de la muerte de la señora Shaw, y del señor Lindsay también, puede estar relacionada con la propiedad inmobiliaria de Londres —repuso Pitt, y dirigió una fugaz mirada a Flora.
—¡Qué estupidez! Si quiere que le diga mi opinión, Shaw mató a su mujer para tener las manos libres para acercarse a mi Flora, y luego mató a Lindsay porque éste se enteraría de sus propósitos. Tal vez dijo algo que lo delató, alguna fanfarronada, qué sé yo, iría demasiado lejos sin darse cuenta. Que me aspen si no quiere casarse con Flora… por mi dinero o por lo que sea. Pero yo no la dejaré, y él no será capaz de esperarla hasta que yo me haya ido, ya me aseguraré yo.
—¡Papá! —Flora no pensaba seguir callada, ni por discreción, ni por deber filial ni por la vergüenza que le hacía sonrojarse—. Estás diciendo cosas tan terribles como falsas.
—No pienso admitir ninguna discusión. —La miró con las mejillas también encarnadas—. ¿Vas a decirme que no has estado viéndolo, que no has estado entrando y saliendo de su casa cuando creías que no te veía nadie?
Flora estaba al borde de las lágrimas, mientras que Murdo estaba en tensión, como a punto de intervenir. Pero Pitt le lanzó una mirada fulminante. Murdo estaba tan desesperado que le dolían los músculos por el esfuerzo de contenerse, aunque no sabía ni qué decir ni qué hacer. Todo le parecía predeterminado por un fatalismo inexorable, como una piedra que hubiera empezado a rodar cuesta abajo.
—No hubo nada ilícito. —Escogió con cuidado sus palabras, mientras procuraba ignorar a Pitt y Murdo, los dos intrusos que permanecían callados como una parte más del mobiliario, y centrar toda su atención en su padre—. Se trataba de cuestiones… privadas, nada más.
El rostro de Lutterworth estaba congestionado por el dolor y la furia. Ella era la única persona que le quedaba en el mundo, y ahora se había traicionado a sí misma, lo que le causaba un dolor insoportable.
—¿Privadas? ¡Querrás decir secretas! —gritó dando un puñetazo en el respaldo de una silla—. Las mujeres decentes no se cuelan por la puerta de atrás de las casas para ver a los hombres en secreto. ¿Estaba presente la señora Shaw? No me mientas, muchachita. ¿Estaba ella en la habitación… todo el tiempo?
La voz de Flora fue un susurro casi inaudible:
—No.
—¡Claro que no! —exclamó con una mezcla de angustia por la comprobación y al mismo tiempo con una especie de triunfo irrisorio por el hecho de que al menos no le mentía—. Eso lo sé. Ya sé que ella estaba fuera, porque medio Highgate lo sabe. Pero te lo digo bien claro, hija: me da igual lo que diga todo Highgate, o la sociedad londinense si es el caso, pueden llamarte lo que sean capaces de soltar por sus bocas. No dejaré que te cases con Shaw… es mi última palabra.
—¡Yo no quiero casarme con él! —Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se llevó la mano a la boca y se mordió el dedo, como si el dolor pudiera aliviar su angustia—. ¡Es mi médico!
—También el mío. —Lutterworth no comprendió el giro de la discusión—. Y no por eso me arrastro detrás de él por las puertas traseras. Voy a verlo sin ocultarme, como un hombre honesto.
—Tú no tienes los mismos problemas que yo. —El llanto ahogó su voz—. Me dijo que podía ir a verlo siempre que me doliera… y él…
—¿Que te doliera? —Lutterworth se quedó paralizado. Toda su ira se evaporó y se puso lívido—. ¿Que te doliera el qué? ¿Qué es lo que te ocurre? —Dio un paso hacia ella como si tuviera miedo de que fuera a desplomarse—. ¿Flora? Flora, ¿qué tienes? Buscaremos a los mejores médicos de toda Inglaterra. ¿Por qué no me lo habías dicho, pequeña?
Ella lo rechazó.
—No se trata de ninguna enfermedad. Sólo es… Por favor, ¡déjame! No me avergüences. ¿Es que tengo que contar mis problemas más íntimos delante de dos policías?
Lutterworth se había olvidado de Pitt y Murdo. Se volvió dispuesto a echarles en cara su torpeza, pero recordó que era él quien había pedido explicaciones a su hija, no ellos.
—No tengo propiedades en Londres, señor Pitt. Y si quiere que se lo pruebe, le aseguro que puedo hacerlo. —Adoptó una expresión de dureza y se plantó sobre ambas piernas—. Mis finanzas están a su disposición siempre que usted quiera verlas. Mi hija no tiene nada que decirle acerca de su relación con su médico. Es un asunto perfectamente explicable, pero es privado, y debe concedérsele el privilegio de seguir siéndolo. No atenta para nada contra la decencia. —Miró a Pitt a los ojos, desafiante—. Estoy seguro de que a usted no le gustaría que los problemas médicos de su mujer fueran objeto de conversación entre hombres. No sé nada más en lo que pudiera ayudarle. Buenos días. —Dio un paso e hizo sonar la campanilla para que la doncella los acompañara a la puerta.
Pitt ordenó a Murdo que fuera a interrogar de nuevo a los que habían sido sirvientes de Shaw.
El mayordomo seguía una lenta recuperación pero ya hablaba con mayor lucidez. Ahora podía recordar algunos detalles en los que le había sido imposible pensar a causa del dolor y la conmoción. Y era posible que el criado de Lindsay se mostrara más comunicativo en una segunda o tercera tentativa. Pitt quería conocer todo lo que supiera aquel hombre de Lindsay durante los dos últimos días previos al incendio. Tenía que haber algo, una palabra, una acción, que lo hubiera precipitado. Si reunía piezas sueltas, era posible que todas juntas apuntaran a una respuesta.
Por su parte, Pitt volvió a visitar la pensión, donde pensaba esperar a Shaw todo el tiempo necesario y hacerle todas las preguntas pertinentes hasta obtener respuestas. Y para ello estaba dispuesto a emplear todo el tiempo que fuera necesario y a resultar todo lo brutal que hiciera falta.
La dueña de la casa estaba acostumbrándose a que se presentara gente preguntando por el doctor Shaw, y a que algunos de ellos quisieran esperarlo en el salón hasta su regreso. Trató a Pitt con simpatía. Había olvidado quién era y lo tomó por uno de los pacientes del doctor, siempre necesitados de una palabra amable y de una taza de té caliente.
Aceptó ambas cosas con un ligero remordimiento de conciencia. Estuvo calentándose junto al fuego hasta que llegó Shaw, quien hizo una entrada impetuosa. Depositó el maletín sobre la silla junto al escritorio, apoyó el bastón contra la pared, al haber olvidado colgarlo en el recibidor, dejó el sombrero sobre el escritorio y le dio el abrigo a la dueña de la casa, que estaba esperándole al efecto y recogió el resto de sus aderezos: bufanda, guantes, sombrero y bastón. Se lo llevó todo con presteza, como si se hubiera tratado de un cliente. Parecía haber desarrollado hacia él bastante afecto, a pesar de los pocos días que llevaba en su casa.
Shaw miró a Pitt con cierta sorpresa y algo de recelo, aunque sin desagrado.
—Buenos días, Pitt, ¿de qué se trata esta vez? ¿Ha descubierto algo nuevo? —Se quedó de pie, casi en el centro de la habitación, con las manos en los bolsillos. Daba la impresión de estar a punto de emprender una acción para la que se requiriera un intenso esfuerzo—. ¿Y bien? Hable ya, hombre. ¿Qué noticias trae?
Pitt deseó tener algo que contarle, para tranquilidad de Shaw, pero también porque se sentía mal por no tener todavía la menor idea de quién había provocado los incendios ni por qué, y por no saber aún a ciencia cierta si la víctima perseguida había sido Shaw o Clemency. Había empezado por estar seguro de que era Shaw. Pero ahora, tal vez a causa del firme convencimiento de Charlotte de que la causa eran las actividades de Clemency en contra de los señores de la miseria, sus propias certidumbres flaqueaban. Pero no tenía objeto mentir. Era algo poco honesto y ninguno de los dos se lo merecía.
—Me temo que aún no sé nada más. —El rostro de Shaw se tensó y se apagó algo del entusiasmo de sus ojos—. Lo siento —añadió con pesar—. Las pruebas periciales no dicen nada, salvo que el incendio se inició en cuatro puntos en su casa, y en tres en la del señor Lindsay, y que utilizaron alguna clase de combustible, probablemente el que se utiliza para las lámparas, que derramaron en las cortinas de las habitaciones de la planta baja, donde prendería con rapidez. De las cortinas pasó a las ventanas y luego a los muebles.
Shaw frunció el entrecejo.
—¿Cómo entraron? Habríamos oído el ruido de los cristales rotos. Yo desde luego no dejé abiertas las ventanas de la planta baja.
—No es muy difícil cortar el cristal. Puede hacerse de forma bastante silenciosa si se pega un papel encima con un poco de cola. En la jerga de los criminales lo llaman barniz de estrellas. Suelen utilizarlo para pasar la mano y abrir el pestillo, no para verter aceite y arrojar una cerilla encendida.
—¿Cree que fue un vulgar ladrón que se convirtió en asesino? —Shaw arqueó las cejas incrédulo—. Pero ¿por qué, por el amor de Dios? ¡No tiene sentido! —Había decepción en su rostro, dirigida sobre todo hacia Pitt por no haber sido capaz de averiguar nada.
Pitt se sintió herido en su amor propio. Aunque Shaw pudiera ser el asesino, cosa que detestaba pensar, él seguía respetándolo como persona y en retribución esperaba una buena opinión.
—No creo que fuera un ladrón común —se apresuró a decir—. Lo único que digo es que cortar el vidrio de una ventana sin hacer ruido es un método muy corriente. Por desgracia, en medio de todo el amasijo de restos de cristales rotos, ladrillos, escombros y vigas de madera fue imposible determinar si utilizaron o no tal método. Todo quedó pisoteado por los bomberos o hecho pedazos por el derribo de las paredes. Tampoco es que ello nos hubiera dicho gran cosa acerca del criminal, salvo que era un individuo bien preparado, tanto por sus habilidades como por los materiales de que se servía… cosa que resulta obvia de todos modos.
—Bien… —Shaw lo miraba desde el otro extremo de la estancia—. Si no sabe nada nuevo, ¿para qué ha venido? No lo habrá hecho sólo para decirme eso, ¿verdad?
Pitt hizo un esfuerzo por conservar la calma, mientras trataba de ordenar sus pensamientos.
—Tuvo que haber algo que precipitara el incendio de la casa de Amos Lindsay —comenzó con los ojos clavados en los de Shaw, al tiempo que tomaba asiento en una de las cómodas sillas, con lo que daba entender que tenía la intención de que la charla fuera larga y minuciosa—. Usted estuvo con él los días que le precedieron. Si pasó algo, usted debió advertirlo. Algo que pudiera ahora recordar, si lo intentara.
El escepticismo se esfumó del rostro de Shaw y en su lugar apareció una expresión reflexiva que pronto se convirtió en profunda concentración. Se sentó en la silla de enfrente y cruzó las piernas, mirando a Pitt con los ojos entrecerrados.
—¿Cree que querían matar a Lindsay y no a mí? —Una fugaz emoción cruzó por su rostro, entre la esperanza de verse libre de parte de la culpa, y la sombra de una violencia y unas fuerzas oscuras insospechadas hasta ese momento.
—No lo sé. —Pitt torció la boca en una mueca que pretendió ser una sonrisa irónica—. Hay varias posibilidades. —Decidió correr el riesgo de ser sincero. Aun así pensó si podía obtener beneficios del engaño, pero Shaw no era persona crédula ni lo bastante inocente como para caer en él—. Es probable que el primer incendio estuviera dirigido contra la señora Shaw, y el segundo a causa de que usted o Lindsay habrían descubierto quién había perpetrado el primero o temían que lo descubrirían…
—¡Yo desde luego no! Si lo hubiera descubierto se lo habría dicho. Por el amor de Dios, ¿qué pretende…? ¡Oh! —Se hundió en el asiento—. Claro, lo comprendo… usted tiene que sospechar de mí. Sería una negligencia si no lo hiciera. —Lo dijo como si él mismo no pudiera creérselo, como si estuviera repitiendo una broma de mal gusto—. Pero ¿por qué iba a querer matar al pobre Amos? Era casi el mejor amigo que tenía. —De pronto su voz desfalleció y apartó la vista para ocultar la emoción que le embargaba.
Si estaba actuando, lo hacía de forma soberbia. Pero Pitt había conocido el caso de otros hombres que habían matado a seres queridos con el fin de salvar su propia vida. No fue capaz de ahorrar a Shaw la única respuesta lógica.
—Porque durante el tiempo en que estuvo viviendo en su casa pudo usted decir o hacer algo que le delatara ante su amigo. Y al darse cuenta de que él lo sabía todo, usted tuvo que matarlo, pues no podía confiar en que guardara silencio… o al menos no para siempre, y a usted le iba la horca en ello.
Shaw abrió la boca para protestar, pero palideció al darse cuenta de la terrible lógica de aquella deducción. No podía rechazarla sin más como absurda, por lo que las palabras lo abandonaron antes de pronunciarlas.
—Otra posibilidad —continuó Pitt— es que usted dijera algo que le llevara a él a saber, o a deducir, quién era el culpable, y que no se lo mencionara a usted. La persona en cuestión se enteró de que Lindsay lo sabía (tal vez hizo indagaciones, o llegaron a encontrarse frente a frente), y lo mató para protegerse.
—Pero ¿qué dice, por el amor de Dios? —Shaw se incorporó en el asiento—. Si yo hubiera dicho algo que hubiese arrojado alguna luz en el asunto, él me lo habría hecho ver en el mismo momento, y luego le habríamos informado a usted.
—¿Lo habrían hecho? ¿Aunque hubiera concernido a alguno de sus pacientes? ¿O a alguien a quien usted considerara un amigo íntimo… o incluso a un familiar? —No necesitaba añadir que Shaw estaba relacionado en mayor o menor grado con todos los Worlingham.
Shaw cambió de postura en la silla, apoyando sus fuertes y pulcras manos en los brazos de la misma. Ambos guardaron silencio, aunque seguían mirándose a los ojos. Las conversaciones mantenidas recientemente parecían estar presentes entre ellos como entidades vivas: la insistencia de Pitt en que Shaw revelara algún dato profesional que pudiera apuntar hacia algún móvil, la firme e inquebrantable negativa de Shaw.
Shaw habló por fin de forma pausada, con una voz suave y cuidadosamente controlada.
—¿Cree que le habría dicho a Amos algo que no le dijera a usted?
—Dudo que le dijera a él nada que considerara una confidencia —respondió Pitt con franqueza—. Pero sí pudo haber hablado con él de muchas más cosas que conmigo. Usted era huésped de su casa, y eran amigos. —Vio de nuevo la congoja cruzar por el rostro de Shaw y le costó imaginar que no era real. Pero las emociones son muy complejas, y a veces el instinto de supervivencia puede con las más profundas—. En la conversación corriente es fácil dejar caer una palabra en el transcurso de la jornada, o una expresión de triunfo por el restablecimiento de un paciente, o por su recaída, y comentar en otro momento dónde ha estado… Hay muchas cosas dispares que sumadas podían haberle hecho vislumbrar algo. A lo mejor no fue nada definitivo, sino una pista que se propuso seguir… y al hacerlo puso sobre aviso al asesino.
Shaw se estremeció.
—Creo que estimaba a Amos Lindsay como a cualquier otro hombre vivo —dijo—. Si supiera quién lo abrasó en su propia casa, lo entregaría a la ley para que lo castigaran debidamente. —Apartó los ojos como para ocultar la ternura que asomaba a su rostro—. Era un hombre bueno. Sensato, paciente, honesto, no sólo con los demás sino también consigo mismo, cosa muy infrecuente, y generoso en sus juicios e intenciones. Nunca le oí emitir un juicio desconsiderado o malintencionado hacia otro hombre. Y no había en él un ápice de hipocresía. —Miró de nuevo a Pitt, de forma directa y apremiante—. Odiaba la mentira y no tenía miedo de llamar a las cosas por su nombre. Dios mío, cuánto voy a echarle de menos. Era el único hombre de este lugar con el que podía hablar durante horas sobre cualquier tema, ya fueran nuevas ideas en medicina, viejas ideas en arte, teoría política, orden y cambio social. —Esbozó una súbita sonrisa, una luminosa expresión de alegría tan frágil como la luz del sol—. Sobre un buen vino o un buen queso, o sobre una mujer hermosa, sobre ópera o sobre un buen caballo… Podía hablar también con él de otras religiones, o de las costumbres de otros pueblos, sin tener miedo de decir exactamente lo que pensaba.
Se arrellanó en la silla y juntó los dedos de ambas manos.
—Eso no lo puedo hacer con ninguna otra persona de por aquí. Clitheridge es un tonto de remate incapaz de expresar una idea propia sobre nada. —Resopló—. Le aterroriza ofender. Josiah tiene algo que decir sobre todo, en especial si se trata de hablar del viejo obispo Worlingham. Él también quiso tomar los hábitos, ¿lo sabía? —Miró a Pitt con expresión burlona, para ver qué efecto producía en él aquella idea y si sacaba las mismas implicaciones—. Estudió con el viejo bastardo, tomaba todo lo que él decía como si fuera la escritura sagrada, adoptó por entero su filosofía, como un traje de confección. También hay que reconocer que le ajustaba al milímetro. —Hizo una mueca—. Pero era el único hijo varón, y su padre tenía un negocio floreciente del que le pidió que se hiciera cargo al caer enfermo. Pobre Josiah. La madre y las hermanas dependían de él, no tuvo elección.
Suspiró sin dejar de mirar a Pitt.
—Pero nunca perdió la pasión por los asuntos de Iglesia. Cuando muera se nos aparecerá con mitra y sotana, o con hábito de dominico. Para él, todo razonamiento es una herejía.
»Y luego está Pascoe, menudo fósil. Pero en cambio sus ideas están envueltas en el romanticismo de la Edad Media, o para ser más exactos en la época del rey Arturo, de Lancelot, de la Chanson de Roland y de toda esa épica tan bella pero tan irreal. En cuanto a Dalgetty, es un hombre lleno de ideas, pero su lucha en favor de la libertad de pensamiento es tan furibunda que parece una cruzada, y a mí me dan ganas de adoptar una posición contraria aunque sólo sea por espíritu crítico. Maude tiene más sentido común. ¿La conoce? Una mujer fantástica. —Esbozó una amplia sonrisa como si hubiera encontrado por fin algo que lo complaciera de verdad, algo bueno sin más—. En su juventud fue modelo de artistas, ¿lo sabía? Tenía un cuerpo magnífico, aunque nunca lo exhibía con coquetería. Pero todo eso fue antes de conocer a Dalgetty y convertirse en una mujer respetable… cosa que siempre fue. Con todo, nunca perdió su facilidad para relativizar las cosas ni su sentido del humor, ni volvió la espalda a sus antiguas amistades. Aún sigue yendo a Mile End de vez en cuando para llevarles regalos.
Pitt se quedó atónito, no sólo por el hecho en sí, sino porque Shaw lo supiera y ahora se lo dijera a él.
Shaw le observaba y parecía reírse por dentro ante la sorpresa que le había provocado.
—¿Eso lo sabe Dalgetty? —preguntó Pitt al cabo de unos segundos.
—Oh, sin duda. Y no le importa en absoluto, dicho sea en su honor. Como es natural, tampoco lo divulga, más que nada por ella, quien no pretende otra cosa que ser la mujer respetable que aparenta. Si la sociedad de Highgate lo supiera, la crucificaría. Ellos se lo pierden. Vale más que todos juntos. Y por divertido que parezca, Josiah, a pesar de su estrechez de miras, lo sabe. Y la admira por ello como a un santo de escayola. Debe de haber alguna parte buena en su entendimiento, después de todo.
—¿Y cómo se enteró usted de que había sido modelo? —preguntó Pitt, mientras su mente buscaba explicaciones y trataba de encajar aquella nueva pieza del rompecabezas sin que nada de lo demás perdiera su sentido, cosa que no logró. ¿Era concebible que Dalgetty hubiera intentado matar a Shaw para mantener aquello en secreto? No parecía un hombre que se preocupara demasiado por su posición social, bastante la comprometía ya con sus artículos de tono liberal. Pero aunque esta actitud estuviera de moda en determinados círculos literarios, no era lo mismo posar desnuda para ser retratada por hombres jóvenes. ¿Era posible que amara tanto a su mujer que estuviera dispuesto a matar para preservar la respetabilidad de que disfrutaba?
—De forma accidental. —Shaw lo miraba con ojos divertidos—. Asistí a un artista que estaba pasando por un mal momento y que me quiso pagar con un cuadro de Maude. No lo acepté, pero me habría gustado tenerlo. Aparte de lo gracioso de la situación, era muy bueno. Pero si me lo llevaba a casa podía verlo alguien. Santo cielo, era una auténtica belleza. Aún lo es, para ser sinceros.
—¿Sabe Dalgetty que usted lo sabe?
—No tengo ni idea. Maude sí, se lo dije yo.
—¿Y se sintió alarmada?
—Al principio un poco violenta, pero enseguida supo tomarlo por el lado cómico, pues se dio cuenta de que yo no se lo diría a nadie.
—Me lo ha dicho a mí —señaló Pitt.
—Usted no pertenece a la sociedad de Highgate. —Shaw seguía siendo brusco como siempre, pero no había crueldad en su expresión. La sociedad de Highgate no era algo que él admirara, así que no consideraba una falta de privilegio el estar excluido de ella—. Y no me parece usted un hombre que vaya a arruinar la reputación de una mujer por simple malevolencia… o por irse de la lengua.
Pitt sonrió.
—Gracias, doctor —dijo con ironía no disimulada—. Y ahora me gustaría que centrara su atención en los pocos días que pasó en casa del señor Lindsay, sobre todo en las últimas veinticuatro horas antes del incendio. ¿Recuerda alguna conversación mantenida con él acerca del primer incendio, o acerca de la señora Shaw, o sobre cualquier persona que pudiera tener una remota razón para matarla a ella o a usted?
Shaw adoptó un semblante sombrío y el brillo de la ironía se esfumó de sus ojos.
—Eso incluye casi a todo el mundo, puesto que no tengo la menor idea de quién pudiera odiarme hasta el punto de verme carbonizado. Claro que he tenido disputas con personas, ¿quién no? Pero nadie en su sano juicio le guarda rencor a alguien por una diferencia de opinión.
—No hablo de ideas generales, doctor. —Pitt deseaba que se concentrara. La respuesta podía estar en su memoria. Había algo que había desencadenado en la mente de un asesino la necesidad de protegerse de una forma tan violenta que lo había llevado a arriesgarse a matar de nuevo—. Piense en los pacientes a los que visitó aquellos días. Tal vez hiciera constar algo en sus anotaciones, si es que no puede recordarlo. Cuántas veces entró y salió, cuándo comió. De qué hablaron en la mesa. ¡Piense!
Shaw se reclinó en la silla, con la mirada en un punto fijo, en un esfuerzo de concentración. Pitt no quiso interrumpirle ni insistir.
—Recuerdo que Clitheridge vino el jueves —dijo Shaw por fin—. A última hora de la tarde, cuando estábamos a punto de cenar. Yo había estado fuera visitando a un paciente. Tenía mucho dolor. Sabía que se le pasaría al cabo de un rato, pero me habría gustado hacer algo más para aliviarlo. Volví a casa muy cansado y lo último que me apetecía era escuchar las perogrulladas del vicario. Me temo que fui un poco brusco con él. Tiene buena intención, pero nunca llega a nada. Le da vueltas y más vueltas a las cosas sin decir nunca lo que quiere. A veces me pregunto si en realidad tiene algo que decir, o si no piensa nada más que las estupideces que repite en las homilías. —Sorbió por la nariz—. Pobre Lally.
Pitt dejó que se tomara todo su tiempo para continuar.
—Amos se comportó con él con educación. —Shaw se tomó sólo un momento—. Creo que me reprendió por mis errores y omisiones continuados, sobre todo en las últimas semanas. —De nuevo se reflejó en su rostro un profundo dolor y Pitt, sentado tan cerca de él, se sintió como un intruso. Shaw inhaló hondamente—. Clitheridge se marchó tan pronto estimó cumplido su deber. No recuerdo que habláramos de nada en particular. No estaba escuchando en realidad. Pero me acuerdo que al día siguiente, el día anterior al incendio, vinieron Pascoe y Dalgetty, porque Amos me lo comentó durante la cena. Habían ido para hablar de aquella maldita monografía, claro. Dalgetty quería que escribiera otra, más larga, acerca del nuevo orden social, y que toda ella girara en torno al mensaje esencial de que la libertad para explorar la mente es la cosa más sagrada que existe, y que el conocimiento por el conocimiento es lo más santo que hay y un derecho divino de todo hombre. —Volvió a inclinarse mientras escrutaba el rostro de Pitt para ver su reacción. Pareció no ver otra cosa que interés, así que continuó más calmado—. Pascoe por supuesto le dijo que era un irresponsable, que lo que hacía era debilitar el tejido social de la cristiandad y alimentar con ideas peligrosas a personas que ni sabían apreciar tales ideas ni sabrían qué hacer con ellas. Parecía creer que Amos estaba sembrando semillas de revolución y anarquía, en lo cual había algo de verdad. Creo que Dalgetty se sentía atraído por la Fabian Society y sus ideas acerca de la propiedad colectiva de los medios de producción y sobre la remuneración más o menos equitativa de todos los trabajos —soltó una sonora risa—, con la excepción de las mentes privilegiadas, por supuesto, es decir filósofos y artistas.
Pitt se vio obligado a sonreír a su vez.
—¿A Lindsay le interesaban también esas ideas?
—Interesarle, sí. Que estuviera de acuerdo, lo dudo. Pero sí aprobaba sus convicciones acerca de la expropiación del capital que perpetúa las extremas diferencias entre las clases adineradas y los trabajadores.
—¿Se peleó con Pascoe? —Parecía un móvil muy remoto, pero no podía pasarlo por alto.
—Sí… pero creo que hubo más ruido que nueces. Pascoe es un caballero andante por naturaleza. Siempre anda buscando causas contra las que batirse… molinos de viento más que nada. Si no hubiera sido con el pobre Amos, habría sido con otro.
La vaga apariencia de móvil acabó por disiparse del todo.
—¿Hubo otras visitas que usted sepa?
—Solamente Oliphant, el coadjutor. Vino a verme a mí. Aparentó que se trataba de una visita obligada para saber si estaba bien, y creo que su preocupación era sincera. Es un buen tipo. Creo que cuanto más lo veo más me gusta. La verdad es que nunca me había fijado mucho en él antes, pero la mayoría de los feligreses hablan bien de él.
—Por lo que ha dicho, a usted le pareció que el motivo de su visita era otro que el que hizo ver.
—Bueno, sí… Me hizo algunas preguntas sobre Clemency y su labor social con respecto a las casas de la miseria. Quería saber si ella me había dicho algo acerca de sus logros. Claro que lograba cosas. No siempre, ni cada día, pero sí de vez en cuando. En realidad podía hacer poco. Son personas muy poderosas las que poseen la mayor parte de las calles más miserables y más rentables. Financieros, industriales, miembros de la alta sociedad, antiguas familias…
—¿Le habló de alguna persona en concreto que usted pudiera haberle repetido a Oliphant, y éste a Lindsay? —Pitt cazó al vuelo la posibilidad, por remota que fuera, y el rostro de Charlotte apareció en su mente. Lo miraba con un brillo en los ojos y la barbilla alta, decidida como estaba a seguir los pasos de Clemency.
Shaw esbozó una triste sonrisa.
—Pues no me acuerdo, lo siento. No presté mucha atención. Intenté mostrarme educado porque él se lo tomaba con seriedad y preocupación, pero pensé que perdía el tiempo… el suyo y el mío. —Frunció las cejas—. ¿De verdad piensa que Clemency llegó a suponer una amenaza para alguien? No tenía la menor oportunidad de conseguir que se promulgara una ley por la que pudiera revelarse el nombre de los propietarios de las casas de la miseria. Lo más que podía haber conseguido es que algún industrial ofendido la demandara por difamación…
—Cosa que a usted no le habría gustado —señaló Pitt—. Podría haberle costado todo lo que posee, incluida su reputación, y probablemente su estilo de vida.
Shaw soltó una risa amarga.
—Touché, inspector. Eso tiene pinta de un motivo perfecto para mí… Pero si piensa que ella habría podido hacer una cosa así, dejándome a mí expuesto a un riesgo como ése, es que no conocía a Clem. No era ninguna tonta, comprendía muy bien lo que significaba el dinero y la reputación. —Le brillaban los ojos con una ironía triste próxima a las lágrimas—. Mucho mejor de lo que nadie puede ser capaz de entender. Nunca comprenderá usted cómo la echo de menos… ¿Y por qué tendría que explicárselo? Hace mucho que dejé de estar enamorado de ella, pero creo que la quería mucho más que a nadie que haya conocido jamás, incluido Amos. Ella y Maude eran buenas amigas. Lo sabía todo acerca de su antigua actividad como modelo, y le importaba un comino. —Se puso de pie lentamente, como si le doliera todo el cuerpo—. Lo siento, Pitt. No tengo idea de quién mató a Clem, ni a Amos. Pero si la tuviera se lo diría de inmediato; en mitad de la noche, si así se terciase. Ahora será mejor que se vaya a hurgar en otra parte. Tengo que comer algo y luego he de hacer algunas visitas más. Los enfermos no esperan.
A la mañana siguiente, Pitt se sobresaltó por unos imperiosos golpes a la puerta de su casa, tan perentorios que dejó caer la tostada con mermelada y se levantó de la silla de la cocina para recorrer raudo el pasillo en apenas seis zancadas. Como una pesadilla, se formó de inmediato en su mente el horror del fuego y le asaltó la amarga premonición de que esta vez debía tratarse de la hospedería y que a aquellas horas el amable coadjutor que siempre encontraba las palabras adecuadas para compadecerse del dolor ajeno debía estar reducido a cenizas. La angustia fue casi insoportable.
Abrió la puerta y vio a Murdo en el escalón de la entrada, mojado y desolado a la luz del amanecer que despuntaba. La lámpara de gas situada detrás de él y un poco a la izquierda le enmarcaba como un leve halo en la bruma.
—Siento molestarlo, señor, pero pensé que debía decírselo… sólo por si tiene algo que ver con el caso… señor —dijo con torpeza.
Aquellas palabras, sin más explicación, parecían tener sentido para él.
—¿De qué está hablando? —le preguntó Pitt, con un atisbo de esperanza de que no se tratara esta vez de ningún incendio.
—Del enfrentamiento, señor. —Murdo se balanceaba de una pierna a otra. Era evidente que deseaba no estar allí. Lo que le había parecido en un principio una buena idea, ahora le parecía mala—. El señor Pascoe y el señor Dalgetty. Éste se lo dijo anoche al sargento de guardia de la comisaría, pero yo me he enterado hace apenas media hora. Se ve que no lo tomaron muy en serio…
—¿De qué enfrentamiento habla? —Pitt cogió el abrigo del colgador junto a la puerta—. Si se pelearon anoche, ¿no podía haber esperado a que acabara de desayunar? —Frunció el entrecejo—. ¿Qué pasó con ese enfrentamiento? ¿Hubo heridos? —Encontró la idea absurda y hasta algo divertida—. ¿Tan grave fue? Siempre se están peleando… parece formar parte de su modo de vida. Es como si les diese una especie de justificación.
—No, señor. —Murdo parecía cada vez más desamparado—. Tienen planeado enfrentarse esta mañana… al alba, señor.
—¡No sea ridículo! ¿Quién en su sano juicio querría levantarse de la cama antes del amanecer sólo para pelearse con alguien? Alguien le ha hecho objeto de una broma pesada. —Se volvió para colgar el abrigo.
—No, señor. Pelearse ya se pelearon ayer. Hoy han planeado enfrentarse en duelo a la salida del sol… en los campos que hay entre Highgate Road y el cementerio. Un duelo a espada.
Pitt se aferró durante un instante de desesperación a la idea de la broma pesada, pero al observar el rostro de Murdo hubo de aceptar que no lo era, y no pudo conservar la calma.
—¡Por todos los diablos! —exclamó furioso—. Tenemos dos casas reducidas a escombros, los cuerpos calcinados de dos personas buenas y valerosas, hay otras personas que sufren y que están aterrorizadas por ello, y ahora dos malditos idiotas quieren batirse en duelo por culpa de un estúpido pedazo de papel. —Volvió a coger el abrigo y empujó a Murdo hacia la calzada mientras cerraba la puerta de golpe. El coche de alquiler en el que había venido Murdo estaba a unos metros—. ¡Vamos! —Pitt abrió la portezuela de un tirón y subió—. ¡A Highgate Road! ¡Voy a enseñar a ese par de gallitos lo que es una pelea de verdad! ¡Les arrestaré por alterar el orden público!
Murdo se acomodó junto a él y se bamboleó cuando el coche se puso en movimiento; cogió la puerta justo a tiempo de evitar que se abriera por el ímpetu.
—Espero que no les haya dado tiempo de hacerse daño —dijo sin convicción.
—Peor para ellos. —A Pitt no le daban ninguna lástima—. ¡Les estaría bien merecido si se ensartan el uno al otro como pinchitos! —Y viajó el resto del trayecto refunfuñando en silencio, sin que Murdo se atreviera a aventurar más comentarios.
El coche se detuvo por fin de forma brusca y Pitt abrió la puerta con furia y saltó fuera, dejando que Murdo pagara la carrera. Se dirigió a buen paso por el camino que llevaba al campo yermo, Highgate Road a la izquierda y la pared del magnífico cementerio a la derecha. A trescientos metros delante de él, separadas a distancias irregulares sobre la hierba, vio en la distancia las achaparradas siluetas de cinco personas.
Distinguió la robusta figura de Quinton Pascoe, con los pies un poco separados. Tenía una capa echada sobre un hombro y el sol del amanecer, frío y claro como el agua de manantial, reverberaba sobre su blanca cabellera. Delante de él, el rocío se acumulaba en las inclinadas hojas de hierba y les confería una extraña tonalidad turquesa al refractarse la luz en ellas.
A no más de seis o siete metros de distancia, John Dalgetty, con su cabeza morena y de espaldas al sol, permanecía inmóvil con un brazo hacia atrás y en el otro blandiendo un largo objeto como si estuviera a punto de lanzar una carga. Pitt pensó al principio que se trataba de un bastón. La escena entera era ridícula. Echó a correr hacia ellos con toda la velocidad que le daban sus largas piernas.
De pie en un segundo plano estaban dos caballeros con levita negra, algo separados el uno del otro. Presumiblemente actuaban como padrinos. Otro hombre, que se había despojado del abrigo (sin motivo aparente, por cuanto era una mañana bastante fría), permanecía en mangas de camisa y le gritó algo a Pascoe y luego a Dalgetty. Pitt oyó su voz, pero no distinguió las palabras.
Con un amplio gesto del brazo Pascoe dejó caer la capa en el suelo, sin preocuparse de que estuviera mojado. Su padrino se apresuró a recogerla y sostenerla delante de él, a modo de escudo.
Dalgetty, que no llevaba capa, se dejó el abrigo puesto. Enarboló de nuevo el bastón, o lo que fuera, y al grito de «¡Libertad!» se abalanzó a la carrera.
—¡Honor! —gritó a su vez Pascoe, y blandió también un objeto largo y se abalanzó.
El encuentro produjo un sonoro choque y Dalgetty resbaló en la hierba mojada.
Pascoe se revolvió con prontitud y por muy poco no le ensartó el pecho. Lo que sí consiguió fue hacerle un largo desgarrón en la chaqueta y, en consecuencia, enrabietarle aún más. Pitt podía ver ahora que lo que empuñaba Dalgetty era un bastón de estoque, con el que propinó a Pascoe un mal golpe en un hombro.
—¡Deténganse! —vociferó Pitt. Corría hacia ellos, pero aún estaba a unos cien metros de los duelistas y nadie le prestó atención—. ¡Deténganse de inmediato!
Pascoe se quedó unos segundos inmóvil, no por Pitt sino por el golpe, que debía de escocerle. Luego retrocedió un paso y gritó:
—¡En el nombre de la caballería! —Y asestó un golpe lateral con su vieja y roma espada, posible reliquia mal cuidada de la batalla de Waterloo o de alguna otra por el estilo.
Dalgetty, con un bastón de estoque moderno, puntiagudo como una aguja, paró el golpe con tal furia que el mal conservado metal se partió por la mitad y saltó por los aires dibujando un arco hasta ir a darle en la mejilla, con tan mala fortuna que la sangre le salpicó hasta la pechera del abrigo.
—¡Viejo loco! —le espetó, entre perplejo y furioso—. ¡Beato fosilizado! ¡Nadie puede resistir el avance del progreso! ¡Una mente medieval como la tuya nunca podrá detener ni una sola de las buenas ideas que han traído los nuevos tiempos! ¡Te crees que puedes aprisionar la imaginación del hombre con tus ideas anquilosadas! ¡Qué estupidez tan ridícula! —Lanzó la espada rota hacia adelante con tanta furia que el silbante sonido que produjo pudo oírlo Pitt, por encima incluso del jadeo de su propia respiración y el ruido sordo de sus pasos. No le dio a Pascoe por centímetros.
Pitt se quitó el abrigo y lo arrojó contra Dalgetty.
—¡Deténgase! —bramó mientras lo agarraba por el brazo y ambos rodaban por el suelo. Su espada rota brilló en el aire antes de caer a tierra, a diez metros de distancia. Pitt se levantó e hizo caso omiso de Dalgetty, acercándose presto a un desarmado, aturdido y perplejo Pascoe.
Para entonces Murdo había pagado al cochero y corría hacia ellos a campo traviesa. Se quedó sin habla ante el espectáculo, incapaz de saber qué hacer.
Pitt miró a Pascoe.
—¿Qué demonios están haciendo? —preguntó a voz en grito—. Ya han muerto dos personas, sabe Dios obra de quién, ni por qué motivo… ¡Y ahora ustedes dos intentan matarse por culpa de una estúpida monografía que nadie va a leer! ¡Voy a detenerlos a los dos por asalto a mano armada!
Pascoe estaba visiblemente ultrajado. La sangre le supuraba a través de la corbata y se le extendía por el hombro de la camisa. Su rostro denotaba a las claras que le dolía.
—¡Dudo que pueda hacer eso! —replicó en voz alta y aguda—. ¡Se trata de una diferencia de opinión entre caballeros! —Hizo un brusco gesto con la mano—. Dalgetty es un profanador de valores, un hombre sin criterio ni discreción. Se dedica a propagar las ideas más vulgares y destructivas y aquello que él considera la causa de la libertad, pero que no es otra cosa que licenciosidad, indisciplina y el triunfo de las posturas más espantosas y peligrosas. —Movía los brazos, con riesgo para Murdo, que mientras tanto se había acercado—. Pero no pienso presentar ningún cargo contra él. Tenía todo mi permiso para atacarme, así que no puede arrestarlo —concluyó con aire triunfal y mirando a Pitt con un peculiar brillo en sus ojos.
Dalgetty se puso penosamente en pie, apoyándose en Pitt y con la mejilla sangrante.
—Yo tampoco presentaré cargo alguno contra el señor Pascoe —dijo cogiendo un pañuelo—. Es un incauto y un viejo loco ignorante que lo único que quiere es proscribir cualquier idea que no tenga sus raíces en la Edad Media. Eliminaría toda libertad en las ideas, todo vuelo de la imaginación, cualquier descubrimiento nuevo. Aún querría que creyéramos que la tierra es plana y que el sol gira a su alrededor. Pero no pienso acusarlo de haberme atacado… nos hemos atacado mutuamente. No es usted más que un entrometido en asuntos que no son de su incumbencia. ¡Es usted quien nos debe una disculpa, señor!
Pitt se había quedado lívido. Pero sabía que sin una denuncia no tenía posibilidad de llevar adelante arresto alguno.
—Todo lo contrario —dijo con súbito desprecio—. Son ustedes los que me deben a mí gratitud por haber evitado que se hirieran de gravedad, de forma fatal quizá. Si son capaces de recobrar por un momento el juicio, piensen en el acto irreparable que han estado a punto de cometer contra las causas que tanto defienden… por no hablar de sus propias vidas.
La posibilidad, en la que resultaba claro que ninguno de ellos había pensado, sofocó el siguiente arranque antes de que se produjera. Cuando uno de los padrinos se acercó nervioso, Pitt le hizo un gesto con la mano para detenerlo y recriminarle su temeridad.
Pero antes de que pudiera reanudar su regañina, el otro padrino gritó señalando en dirección a Highgate, de donde avanzaban hacia ellos cinco figuras. En primer lugar se distinguía claramente a pesar de la distancia al vigoroso Stephen Shaw, con el brazo oscilante, un maletín negro en la mano y los faldones del abrigo al viento. Tras él avanzaba a grandes zancadas la desgarbada figura de Hector Clitheridge, y corriendo tras él, agitando los brazos y chillando, su mujer Eulalia. Algo más separado les seguía una figura con bufanda y sombrero que Pitt supuso la de Josiah Hatch, aunque estaba demasiado lejos para distinguir los rasgos. Y la mujer que iba tras él, casi corriendo, debía de ser Prudence.
—Gracias a Dios —exclamó uno de los padrinos—. El doctor…
—¿Y por qué no lo llamó antes de que comenzara el duelo, borrico incompetente? —le gritó Pitt—. Si quería actuar de padrino en un duelo, ¡haberlo hecho como es debido, al menos!
El hombre se sintió ofendido por la injusticia que se le hacía, aunque comprendió con pavor que Pitt tenía razón.
—Porque mi defendido me lo prohibió —se justificó con actitud digna.
—Apuesto a que así fue —convino Pitt mirando a Dalgetty, quien ahora dejaba que la sangre brotara libre y tenía la cara muy pálida; y luego miró a Pascoe, quien se sostenía el brazo sin fuerzas y se había puesto a temblar por el frío y la conmoción—. ¡Sabían muy bien que él habría impedido esta estupidez!
Mientras hablaba, Shaw llegó a la escena y se quedó mirando a los dos hombres heridos, y luego a Pitt.
—¿Se ha consumado algún crimen? —preguntó con brusquedad—. ¿Es que alguno de estos charlatanes —agitó los brazos, dejando caer el maletín al suelo— necesita un testimonio legal?
—No a menos que quieran denunciarse mutuamente —dijo Pitt con disgusto. Ni siquiera podía acusarles por alteración del orden, por cuanto estaban fuera de la demarcación vecinal, en mitad de un campo baldío. El resto de los habitantes de Highgate debían de estar desayunando tranquilamente en sus casas, sirviéndose el té, leyendo los periódicos de la mañana, por completo ajenos a aquella pendencia.
Shaw miró a los dos contendientes y decidió que era Dalgetty el más necesitado de atención, puesto que parecía casi en estado de shock, mientras que Pascoe sólo tenía un fuerte dolor, de modo que puso manos a la obra. No había hecho más que abrir el maletín cuando llegó Clitheridge, presa de una total turbación.
—Pero ¿qué ha sucedido? ¿Hay alguien herido?
—¡Pues claro que hay alguien herido, idiota! —exclamó Shaw—. Ayúdele a levantarse. —Señaló a Dalgetty, que estaba cubierto de sangre y empezaba a flaquear como si fuera a desvanecerse.
Clitheridge obedeció con un gesto de alivio, feliz de tener por fin una tarea concreta que hacer él solo. Cogió a Dalgetty, que se apoyó en él lastimosamente.
—¿Qué ha sucedido? —Clitheridge hizo un último esfuerzo por comprender, por cuanto era su deber espiritual—. ¿Ha sido un accidente?
Lally había llegado hasta ellos y comprendió la situación al instante.
—Oh, pero qué estupidez es ésta —dijo exasperada—. Nunca pensé que pudieran ser tan infantiles… Se han hecho daño de verdad el uno al otro. ¿Acaso esto prueba cuál de los dos tiene razón? Lo único que prueba es que ambos son más testarudos que una mula. Cosa que todo Highgate sabía ya. —Se volvió hacia Shaw, con un ligero rubor en las mejillas—. ¿En qué podría ayudar, doctor? —Josiah Hatch también había llegado hasta ellos, para entonces, pero ella no le hizo caso—. ¿Necesita trapos? —Miró en el maletín del médico, pero reparó en la extensión de las manchas de sangre, que se hacían más grandes a cada minuto—. ¿Y agua, o brandy?
—No, nadie va a perder el conocimiento —dijo el médico de forma tajante mirando a Dalgetty—. Por el amor de Dios, ¡déjelo en el suelo! —le ordenó a Clitheridge, que estaba cargando con Dalgetty casi a peso—. Lally, por favor, traiga más trapos. Será mejor que les haga un torniquete antes de moverles. Alcohol para desinfectar las heridas ya tengo.
Prudence Hatch llegó sin aliento y jadeante.
—¡Esto es horroroso! ¿Qué demonio les ha poseído? Como si no tuviéramos ya bastantes cosas que lamentar.
—Un hombre que cree en sus principios se ve obligado a veces a pelear por ellos —dijo Josiah con severidad—. El precio de la virtud es la eterna vigilancia.
—El de la libertad —lo corrigió su esposa.
—¿Cómo? —repuso él frunciendo el entrecejo.
—El precio de la libertad es la eterna vigilancia. Has dicho «de la virtud». —Sin que nadie se lo hubiera pedido, había sacado un trozo de tela del maletín de Shaw, para desdoblarlo y empaparlo en alcohol—. ¡Siéntese! —le ordenó a Pascoe.
En cuanto él obedeció, ella apartó la arrugada ropa y luego limpió la sangre hasta que pudo ver el irregular desgarrón en la carne. Entonces le aplicó el trozo de tela y apretó con firmeza.
Él frunció el entrecejo y soltó un grito, pero nadie le hizo el menor caso.
—La libertad y la virtud no son cosas iguales —argumentó Hatch con ardor. Tenía el rostro concentrado y los ojos le brillaban. Era evidente que para él aquella cuestión era mucho más importante que los efímeros rasguños del duelo—. ¡Para defender eso es precisamente por lo que el señor Pascoe ha puesto su vida en juego!
—¡Bobadas! —espetó Shaw—. La virtud no corría ningún peligro… Y poniéndose a jugar con espadas en mitad del campo no iba a defender gran cosa.
—¡No hay forma legal de protegerse contra las perniciosas opiniones y las peligrosas ideas que ese hombre propaga! —gritó Pascoe por encima de las instrucciones que le iba dando Prudence.
Lally se dirigía ya hacia el camino principal, en busca de lo que le habían pedido. Su erguida figura, con los hombros echados hacia atrás, se hallaba a sus anchas.
—Debería haberla. —Hatch sacudió la cabeza—. Eso forma parte de la enfermedad moderna, el admirar cualquier cosa con tal que sea nueva, al margen de su mérito. —Elevó un poco el tono y sus manos gesticularon—. Damos cabida a cualquier pensamiento nuevo, nos apresuramos a publicar por escrito cualquier idea subversiva que se burle del pasado, de los valores que forjaron nuestros antepasados y sobre los que nosotros hemos construido nuestra nación y transportado la fe de Jesucristo a otras tierras y otros pueblos. —Se encogió de hombros por la intensidad de las emociones—. El señor Pascoe es uno de los pocos hombres que quedan con el valor necesario y la correcta visión de las cosas para entregarse a luchar, por fútil que parezca, contra la marea de la arrogancia intelectual, y contra el afán indiscriminado de novedades sin tener en cuenta su valor ni las consecuencias de su aceptación.
—No es momento para sermones, Josiah. —Shaw estaba ocupado con la mejilla de Dalgetty y ni siquiera levantó la vista para mirarle. Murdo lo ayudaba con notable eficiencia—. Y menos para las tonterías que está diciendo. La mitad de esas ideas periclitadas que defiende no son más que hipocresías fosilizadas de las que se sirven los canallas para actuar con impunidad. Hace mucho que con unas pocas preguntas bien hechas, esas burdas pretensiones quedaron en evidencia por lo que son.
Hatch estaba tan pálido que habría podido pasar por uno de los heridos. Miraba la espalda de Shaw con un odio tan intenso que parecía asombroso que éste no lo percibiera.
—Usted, Shaw, sería capaz de ver toda la belleza y la virtud mancillada y expuesta a los más bajos instintos y entregarla a la codicia de los ignorantes, y en cambio no sería capaz de proteger al inocente de las mofas y las impías innovaciones de aquellos que no tienen valores que defender, sólo una excitación insaciable de sus mentes. Es usted una persona destructiva, Stephen, un hombre cuyos ojos sólo ven lo superficial y cuyas manos sólo gustan de tocar aquello que no tiene verdadero valor.
Los dedos de Shaw se quedaron inmóviles, con un pedazo de algodón teñido de rojo. Dalgetty seguía presa de convulsiones. Maude Dalgetty había aparecido de algún sitio.
Shaw miró a Hatch. Había una amenaza en cada una de las líneas de su rostro. La energía acumulada en los músculos de su cuerpo parecía a punto de explotar con violencia.
—Me proporcionaría un gran placer —dijo casi entre dientes— que nos encontráramos usted y yo aquí mañana, al amanecer, y batirnos hasta dejarle sin sentido. Pero yo no defiendo mis opiniones de ese modo. No sirve para probar nada. Le demostraré lo estúpido que es destapando los velos de la presuntuosidad, la mentira y el engaño…
Pitt advirtió que Prudence estaba petrificada y con el rostro lívido, con los ojos clavados en los labios de Shaw como si éste estuviera a punto de pronunciar el nombre de alguna enfermedad mortal cuyo diagnóstico hiciera tiempo que esperaba.
Maude Dalgetty, por el contrario, sólo parecía algo impaciente. En ella no se apreciaba el menor miedo. Y John Dalgetty, medio tendido en el suelo, sólo parecía consciente de su propio dolor y de la complicación que se había buscado. Miraba a su mujer con ansiedad, pero era evidente que lo que le preocupaba era su ira, no su integridad, y mucho menos que Shaw pudiera, en un arranque de cólera, arruinar su buena reputación por tanto tiempo salvaguardada.
Pitt había visto todo lo que necesitaba. Dalgetty no tenía miedo de Shaw, mientras que Prudence estaba aterrorizada.
—Los sepulcros blanqueados… —dijo Shaw con rencor, mientras dos manchas de rubor le afloraban a las mejillas—. Los…
—Éste no es el momento —le interrumpió Pitt, interponiéndose entre ambos—. Ya se ha derramado sangre más que suficiente… y ya se ha causado bastante daño. Doctor, acabe de curar a los heridos. Señor Hatch, quizá tuviera la bondad de llegarse hasta la calle y conseguir algún medio de transporte para que el señor Pascoe y el señor Dalgetty puedan volver a sus respectivas casas. Si quiere usted continuar la discusión acerca de los méritos y la necesidad de la institución de la censura, hágalo en un momento más apropiado… y con modales más civilizados.
Por un momento pensó que ninguno de los dos iba a hacerle caso. Seguían mirándose con la misma violencia de sentimientos que Pascoe y Dalgetty. Pero entonces Shaw empezó a relajarse y, como si de pronto Hatch hubiera dejado de tener importancia, le dio la espalda y se inclinó de nuevo hacia la herida de Dalgetty.
Hatch, con la cara gris como la ceniza y los ojos encendidos, giró sobre sus talones, arrancando un trozo de hierba, y se dirigió cruzando el terreno baldío hacia el camino principal.
Maude Dalgetty, en lugar de acercarse a su marido, con quien era obvio que había perdido la paciencia, fue hacia Prudence Hatch y le rodeó la cintura con el brazo.