Pitt y Murdo estuvieron trabajando desde la mañana temprano hasta bien entrada la noche siguiendo la pista de toda nimia prueba material, hasta que no quedó nada por preguntar. Los policías de Highgate continuaban buscando al pirómano al que se empeñaban en considerar culpable. Pero hasta el momento no habían dado con su paradero, si bien presentían que cada día de pesquisas los acercaba más a él. Se habían producido más incendios provocados de un modo similar: una casa vacía en Kentish Town, un establo en Hampstead, una residencia campestre al norte, en Crouch End. Interrogaron en todos los puestos de suministro de aceite carburante en un radio de distancia de Highgate de cinco kilómetros, pero no hallaron más demandas de suministro que las habituales para las necesidades domésticas normales. Preguntaron a todos los médicos en funciones si habían tratado a alguna persona de quemaduras que no hubiera sabido o querido explicar de forma convincente. Consultaron con la policía y los servicios de bomberos de los distritos circundantes acerca del nombre, el paradero actual, el historial y los métodos de todo aquel que hubiera provocado un incendio intencionado en los últimos diez años, pero no les proporcionó ningún dato de utilidad.
Pitt y Murdo indagaron también acerca del valor, el montante del seguro y la propiedad de todas las casas quemadas, pero no encontraron ningún dato que pudiera relacionarlas. Habían investigado también en torno a las disposiciones testamentarias de Clemency Shaw y Amos Lindsay. Clemency legaba todo cuanto poseyera a su muerte a su esposo, Stephen Robert Shaw, con la sola excepción de unos pocos objetos personales que dejaba a algunos amigos; y Amos Lindsay dejaba sus obras de arte, sus libros y sus recuerdos de viaje también a Stephen Shaw, mientras que la casa, para sorpresa general, la dejaba a Matthew Oliphant, inesperado e inexplicable obsequio que Pitt juzgó por entero acertado. No era sino una prueba más de lo poco convencional que había sido aquel hombre.
Sabía que Charlotte estaba en el asunto, pero como viajaba en el carruaje de Vespasia, bajo el cuidado de su criado, consideraba solventado el peligro. Además, tampoco creía que fuera a sacar mucho de aquella actividad, pues le había dicho que se proponía continuar con las últimas visitas conocidas de Clemency Shaw, y Pitt, desde la muerte de Lindsay, estaba seguro de que Clemency había muerto por azar y que la víctima que se perseguía era Stephen Shaw.
Así que la mañana siguiente a la de la cena en casa de Vespasia, en que conocieron el alcance y naturaleza de la ley, Charlotte se vistió con ropas dignas pero corrientes. No le fue difícil, por cuanto no era de otro modo la mayor parte de su guardarropa. Luego esperó la llegada de Emily y Jack.
Llegaron pronto, para su sorpresa. Si tenía que ser sincera, no hubiera creído que Emily fuera capaz de levantarse a una hora tan temprana para hacerlo posible. Pero el caso es que Emily estaba en la puerta antes de las nueve, con su elegante aspecto habitual, y Jack un paso por detrás de ella, vestido sin excesos, con unos discretos tonos marrones.
—Eso no servirá —dijo Charlotte nada más verla.
—Lo sé perfectamente. —Emily entró, le dio un ligero beso en la mejilla y fue hacia la cocina—. Aún no estoy del todo despierta. Espero por el amor de Dios que Gracie haya puesto agua para hacer té. Tendré que cogerte algo prestado. Todo lo que tengo parece que haya costado, como mínimo, lo que costó de verdad… que era lo que se pretendía, claro. ¿Tienes algún vestido marrón? Me sienta fatal el marrón.
—No, no tengo —dijo Charlotte—. Pero tengo dos de tono oscuro, granate, que te sentarán igual de mal.
Emily se echó a reír. Su rostro se aligeró y se desvaneció algo de su cansancio.
—Gracias, querida. Qué encanto por tu parte. ¿Te sientan bien a ti los dos, o hay alguno más pequeño que pueda quedarme mejor?
—No. —Charlotte captó la broma y, con las cejas arqueadas, se esforzó por responder sin reírse—. Te irán perfectos de cintura, ¡pero un poco grandes de pecho!
—¡Mentirosa! —replicó Emily—. Me harán una bolsa en la cintura, y me pisaré la falda al caminar. Cualquiera de los dos me servirá de maravilla. Iré a cambiarme mientras tú pones el té. ¿Viene Gracie también? No creo que sea una aventura demasiado divertida para ella.
—Señora, por favor —dijo Gracie con tono apremiante. Había probado la emoción de la caza, de formar parte de la partida, y se sentía lo bastante envalentonada como para luchar por su causa—. Puedo ayudar. Yo entiendo a esas personas.
—Claro que sí —dijo Charlotte—. Si tú quieres. Pero no debes separarte de nosotros en ningún momento. Si no nos haces caso, no nos responsabilizamos de lo que pueda pasarte.
—Oh, haré lo que diga, señora —prometió con su seria carita como si estuviera prestando juramento—. Y observaré y escucharé. A veces me doy cuenta de cuándo la gente dice una mentira.
Media hora más tarde se instalaban los cuatro en el coche de repuesto de Emily, dispuestos a recorrer el trayecto hasta Mile End para rastrear a los propietarios de casas de alquiler cuya pista había seguido Charlotte en su intento de reconstruir los pasos de Clemency Shaw. Lo primero fue intentar descubrir al recaudador de alquileres, con el fin de que les dijera para quién realizaba aquella vil tarea.
Había tomado nota de la dirección exacta. Aun así, les llevó cierto tiempo encontrarla de nuevo. Las calles eran estrechas y requería saber sortear a quienes no tenían más trabajo que sus carromatos de chamarilero, sus tenderetes de ropa vieja, sus puestos ambulantes, sus carros de verdura, y a los grupos de gente que vendía o mendigaba. La mayoría de los caminos de paso tenían similar aspecto: un pavimento lo bastante amplio para permitir el paso de una sola persona, con la parte central adoquinada, muchas veces con las cunetas de desagüe al aire libre y por las que bajaban los desechos nocturnos; las casas apuntaladas inclinadas amenazantes sobre la calzada, algunas tan juntas en su parte superior que apenas dejaban pasar la luz del sol. Uno podía imaginarse a la gente de los pisos altos dándose la mano por encima de la divisoria, si se inclinaban lo suficiente y se sentían con humor.
La madera estaba descantillada y en algunos lugares podrida, donde no se había caído. El yeso estaba manchado por las antiguas goteras y la humedad que exudaba de las piedras. Aquí y allá se veían pedazos de escayola que fueran antiguas insignias.
Había gente de pie en los portales, formas oscuras que se amontonaban, rostros que emergían fugazmente para ver pasar a alguien.
Emily tocó la mano de Jack. La abigarrada e insondable desesperanza de aquel lugar la asustaba. Nunca había sido testigo de tanta carencia de todo. Y eran muchos. Un niño correteaba junto a ellos pidiendo limosna. No sería mayor que su propio hijo, quien en aquel momento estaría sentado en casa, en la habitación de estudiar, luchando por aprender las tablas de multiplicar y tratando de encontrar algo de comer que no fuera el preceptivo pudín de arroz que tanto odiaba. Y esperando que llegara la tarde, cuando podría jugar.
Jack buscó una moneda en los bolsillos y se la lanzó al chico, quien se arrojó sin pensar casi debajo de las ruedas del coche, y por un angustioso momento Emily pensó que lo aplastaría. Pero reapareció al cabo de un instante, radiante de júbilo y apretujando en su sucia manita la moneda, que mordió acto seguido para comprobar la calidad del metal.
En cuestión de segundos, una docena de pilluelos se habían congregado gritando alrededor del coche, estirando las manos y peleándose por ponerse el primero. Aparecieron entonces hombres mayores. Se oyeron silbidos, gritos, amenazas, y al cabo de un instante la multitud se apelotonó de tal forma que los caballos apenas podían pasar y el cochero tenía miedo de fustigarlos, no fueran a aplastar a aquella multitud vociferante, revuelta e impetuosa.
—¡Oh, Dios mío! —Jack se puso lívido al percatarse de lo que había provocado.
Emily estaba verdaderamente asustada, acurrucada en el asiento, pegada a él. Parecía como si estuvieran rodeados por una multitud ensordecedora que alargaba los brazos hacia ellos e intentaba detener el coche con rostros deformados por el hambre y el odio.
Gracie se arrebujaba en su chal con los ojos muy abiertos, inmóvil.
Charlotte no sabía qué intentaba hacer Jack para paliar la situación, pero vació las pocas monedas que llevaba para sumarlas a las suyas.
Él las cogió sin vacilar y, tras abrir la ventana por la fuerza, las lanzó por detrás del cochero, tan lejos como pudo.
La multitud se abalanzó sobre el lugar en que habían caído las monedas. El cochero fustigó a los caballos, que se vieron por fin libres y se lanzaron al trote calle abajo, mientras las ruedas traqueteaban sobre la húmeda superficie.
Jack cayó hacia atrás en el asiento, todavía lívido, pero con una leve sonrisa en los labios.
Emily se volvió para mirarlo, con los ojos brillantes y el color recuperado. Ahora, además de piedad y miedo, sentía una viva y renovada admiración.
Charlotte experimentaba también un sentimiento de grato respeto que era nuevo en ella.
Cuando llegaron al inmueble en cuestión, se decidió que entraran Charlotte y Gracie, puesto que los ocupantes ya las habían visto. Si iban más personas podía parecer una demostración de fuerza y producir el efecto contrario al deseado.
—¿El señor Thickett? —Un reducido grupo de mujeres se miraron unas a otras—. No sabemos de dónde viene. Viene una vez por semana y se lleva el dinero sin más.
—¿Es suya esta casa? —preguntó Charlotte.
—¿Cómo diablos quiere que lo sepamos? —dijo una desdentada mujer—. ¿Y a usted qué le importa, eh? ¿Acaso es asunto suyo? ¿Quién es usted, que le gusta hacer tantas preguntas?
—Pagamos el alquiler y no buscamos problemas —añadió otra cruzando unos gordezuelos brazos sobre un busto todavía más voluminoso. Había un vago tono de amenaza en su voz, remarcada por la manera en que se balanceaba ligeramente y miraba con fiereza a los ojos de Charlotte. Era una mujer con muy poco que perder, y lo sabía.
—Buscamos un sitio para alquilar —dijo Gracie de pronto—. Nos han echado de donde vivíamos y tenemos que encontrar algo rápido. No podemos esperar al día de cobro, tenemos que encontrarlo ya.
—Ah… ¿por qué no lo han dicho antes? —La mujer miró a Charlotte con una mezcla de lástima y exasperación—. Orgullosa, ¿eh? Estúpida, más bien. Han venido tiempos difíciles y ha caído, ¿no es así? Vivía en la cresta de la ola, demasiado alto para lo que podía, y ahora ha descendido a la cruda realidad. Eso le pasa a mucha gente. Bueno, Thickett no viene hoy, pero les diré dónde pueden encontrarlo…
—Son malos tiempos —dijo Gracie con tono plañidero.
—Ah ¿sí? Bueno, sus malos tiempos no son los mismos que los míos. —La pálida boca de la mujer se retorció en una sonrisa burlesca—. No voy a pedirles dinero. Supongo que no lo tienen, claro, de lo contrario no habrían venido aquí… Pero me quedaré con su sombrero. —Miró a Charlotte, luego observó el tamaño de sus manos y se fijó entonces en el chal de lana marrón de Gracie—. Y con su chal. Y les diré dónde tienen que ir.
—Puedes quedarte con el sombrero. —Charlotte se lo quitó mientras lo decía—. Y te daremos el chal si encontramos a Thickett donde nos digas. Si no… —Dudó apretando los labios, pero miró la cara de desilusión de la mujer y comprendió la futilidad de su amenaza—. Si no, te quedas sin el chal —concluyó.
—Ah, ¿sí? —La voz de la mujer rezumaba años de experiencia—. Cuando hayan visto a Thickett, van a venir aquí sólo para darme a mí el chal, ¿no? Por quién me toman, ¿eh? O me dan el chal ahora, o no hay Thickett.
—Ándese con cuidado —dijo Gracie con desdén—. Puede estar contenta con el chal. Pero si no hay Thickett, no hay sombrero. Puede parecer una señora educada, pero es de lo peor que hay si se enfada… y ahora está muy enfadada. ¿Y usted qué problema tiene? ¿Es tonta o qué? Coja ya el sombrero y díganos dónde está Thickett. —Tensaba su pequeño rostro con expresión dura. Se había metido en una aventura y estaba dispuesta a arriesgarlo todo por triunfar.
La mujer percibió la diferencia de condición entre ambas, reconoció el peculiar acento de Gracie y se dio cuenta de que estaba tratando con alguien más próximo a su mundo. Abandonó sus aires fanfarrones y encogió sus anchos hombros. Lo había intentado, y a nadie se puede culpar por eso.
—Encontrarán a Thickett en Sceptre Street, en la casa grande que hace esquina con Usk Street. Vayan por la parte de atrás y pregunten por Tom Thickett. Digan que es para llevarle un alquiler. Les dejarán entrar, y si le dicen que quieren hablar de dinero, les escuchará. —Arrebató el sombrero a Charlotte y lo acarició con admiración, con gesto de concentración—. Si están pasando una mala época, empeñen unos cuantos como éste y tendrán qué comer para varios días. Mala época. No tienen ni idea de lo que es pasar una mala época.
Nadie quiso discutir. Las dos sabían muy bien que habían fingido su pobreza para la ocasión y que era una mentira sólo excusable por su brevedad y una forma de vislumbrar lo que la realidad podía ser.
De vuelta en el carruaje, se dirigieron despacio hacia Sceptre Street, tal como les había dicho la mujer. La calle era más espaciosa, las casas a ambos lados tenían una fachada más ancha y no se cernían sobre la calzada, pero las cunetas de desagüe seguían estando al aire libre y llevaban los desperdicios dejando un olor fuerte y rancio. Charlotte se preguntaba si sería capaz de eliminar aquel hedor del interior de la falda. Lo más probable era que Emily tirara la suya. A Gracie tendría que recompensarla de alguna forma. Observó su pequeño cuerpo, tan erguido como el de tía Vespasia, a su manera, pero una cabeza más bajo. Su rostro, con una tersura todavía infantil, estaba más vivo de emoción de lo que jamás lo hubiera visto.
Se bajaron en la esquina y recorrieron el camino de entrada, más ancho que en las calles que acababan de dejar, y llamaron a la puerta. Les abrió una doncella muy desarreglada, a la que pidieron ver al señor Thickett, dejando claro que se trataba de un asunto de dinero, y de cierta urgencia, al tiempo que Gracie dejaba escapar un teatral sollozo. Las hizo pasar y las condujo hasta una fría habitación que parecía destinada a almacenar muebles y, en ocasiones como la presente, a entrevistas como aquélla. Había varios arcones y sillas viejas amontonados unas sobre otros de forma bastante temeraria, y también una mesa a la que le faltaba una pata y un hatillo de cortinas que parecían haberse estado pudriendo en la humedad. La estancia entera desprendía un olor a enmohecido. Emily esbozó una mueca de desagrado en cuanto entraron.
No había sitio para sentarse y recordó de pronto con un ligero sobresalto que habían ido allí a implorar, a pedirle un favor a aquel hombre, desde una posición en la que no podían hacer otra cosa que rebajarse a una actitud comedida hasta la humillación. Sólo el recuerdo de la muerte de Clemency Shaw, el cuerpo calcinado en su imaginación, le daba fuerzas para hacerlo.
—No nos dirá quién es el propietario —susurró con rapidez—. Considerará que tiene la sartén por el mango, puesto que hemos venido a pedirle que nos ceda media habitación.
—Tiene razón, milady —contestó Gracie también en un susurro, incapaz de olvidar el debido tratamiento incluso en aquellas circunstancias—. Si es un recaudador de alquileres, podemos esperar que sea un matón… siempre lo son, y no precisamente generosos. Nunca hacen nada por nadie, sólo lo imprescindible.
Por un momento se quedaron todos confusos. La primera historia ya no servía. Entonces Jack sonrió al oír unos pesados pasos que se acercaban por el pasillo y la puerta se abrió para dar paso a un hombre grandullón, con un pecho de armario, de cara muy angulosa en la que sobresalía una nariz prominente y unos ojillos redondos y avispados. Se aguantaba los pulgares de los laterales de un chaleco que había sido beige, pero que estaba ahora manchado y descolorido por los años de uso descuidado.
—¿Y bien? —Los observó con mansa curiosidad. Sólo tenía una vara para medir a la gente: si no podían o si podían pagar el alquiler, ya fuera por sus propios medios o por los que pudieran ganar, aunque para obtenerlos tuvieran que robar o realquilar sus habitaciones. A las mujeres las consideraba también desde otro punto de vista, además del dinero que pudieran poseer o la fuerza de trabajo que fueran capaces de producir: se fijaba también en si tenían la belleza o la juventud suficientes para ganarse el sustento haciendo la calle. Las tres le parecieron lo suficientemente guapas, pero sólo Gracie parecía tener el contacto con la realidad necesario. Las otras dos, cosa que se veía a las claras en su expresión, tendrían que vivir en el mundo una buena temporada antes de ser capaces de acomodarse a los gustos de un cliente de pago. Con todo, la simpatía compensa muchas carencias, de hecho casi todas, salvo la edad.
Por otra parte, Jack tenía un aspecto de dandi, a pesar de la ropa que llevaba. Por muy vieja que fuera, no ocultaba la destreza de la mano que había hecho el nudo de la corbata, ni el elegante corte de los hombros, ni la caída de las solapas. No, aquél era un hombre al que le gustaban las cosas buenas. Si estaba pasando por una mala época, no haría un buen trabajador de él: sus manos tersas y bien cuidadas lo atestiguaban. Pero además tenía una mirada perspicaz, y algo en él delataba un temperamento fácil para el trato con los demás, cierto encanto. Podría ser un buen estafador, alguien capaz de vivir de sus artes. Y no sería el primer caballero en convertirse en eso…
—¿Así que quieren una habitación? —dijo—. Yo diría que podría encontrarles una. Si pueden pagarla, tal vez una para ustedes solos. ¿Qué les parece cinco chelines a la semana?
Los labios de Jack esbozaron una mueca de desagrado y cogió a Emily por el brazo.
—En realidad no ha entendido nuestro propósito —dijo de forma directa, mirando a Thickett con ojos duros—. Represento a Smurfitt, Taylor y Mordue, abogados. Mi nombre es John Consterdine. —Vio cómo el rostro de Thickett se tensaba en una mezcla de enojo y recelo—. Hay un pleito cuya vista debe celebrarse en breve y que está relacionado con cierta propiedad en la que se han dado actos de negligencia que han acarreado responsabilidades por las considerables pérdidas producidas. Puesto que usted es quien recauda los alquileres de esa propiedad, presumimos que es suya, y que es por tanto responsable de…
—¡No, no es mía! —Thickett entrecerró los ojos y tensó el cuerpo en un acto reflejo de autodefensa—. Yo recaudo el alquiler, eso es todo. Sólo soy un recaudador. Es un trabajo honrado, no tengo nada que ver con ustedes. No puedo ayudarle.
—No soy yo quien necesita ayuda, señor Thickett —dijo Jack con aplomo—. Es usted quien, si la propiedad es suya, deberá ingresar en prisión por deudas impagadas…
—Ah, no. Yo no poseo nada más que esta casa, con la que no he tenido ningún problema durante años. Además —giró la cara al tiempo que reconsideraba la situación, una vez pasada la primera señal de alarma y recuperado su innato sentido común—, si es usted abogado, ¿quiénes son ellas? ¿Sus pasantes? —Señaló con su generoso índice a Emily, Charlotte y Gracie.
Jack respondió con diáfana sinceridad.
—Ellas son mi esposa, mi cuñada y su doncella. Las he traído conmigo porque sabía que era poco probable que usted quisiera recibirme si venía solo y tenía alguna sospecha cierta de quién era yo y por qué venía. Y los hechos me han dado la razón. Nos ha tomado usted por una familia en desgracia que necesitaba alquilar habitación. La ley exige que le entregue a usted los papeles… —Hizo ademán de buscar en su bolsillo interior.
—No, no puede ser —dijo Thickett—. Yo no poseo ningún inmueble. Como le he dicho, sólo recaudo el alquiler…
—Y se lo echa al bolsillo —concluyó Jack—. Bueno, pues en ese caso dispondrá usted de un buen capital para pagar las costas…
—Lo único que tengo es el salario que me pagan por mi trabajo. El resto, salvo mi comisión, lo entrego todo.
—Ah, ¿sí? —Jack arqueó las cejas—. ¿A quién?
—Al agente, claro. Al agente que lleva los negocios de quienquiera que sea el propietario de los inmuebles de Lisbon Street.
—¿De verdad? ¿Y quién es? —La incredulidad seguía presente en sus ojos.
—No lo sé. ¿De dónde demonios viene usted? ¿Es que se cree que la gente que tiene propiedades como éstas les pone el nombre en la puerta? ¿Es tonto, o qué?
—Él agente —Jack volvió atrás con habilidad—. Está claro que el propietario no tiene tratos con los tipos como usted, si usted no tiene que rendir cuentas a él… ¿Quién es el agente? No me iré sin entregar estos papeles a alguien.
—El señor Buffery, Fred Buffery. Le encontrará en Nicholas Street, detrás de la fábrica de cerveza, allí es donde lleva los negocios. Vaya a darle esos papeles a él. Yo no tengo nada que ver con eso. Yo sólo cobro el alquiler. No es más que un trabajo… igual que el suyo.
Jack no se molestó en discutirlo. Ya tenían lo que querían y no le apetecía seguir allí. Sin cortesía alguna, abrió la puerta y salieron. Encontraron el coche a algunas casas de distancia y se dirigieron a la siguiente dirección.
Allí les informaron que el señor Buffery estaba comiendo en el pub de las inmediaciones, el Goat and Compasses, así que pensaron que era el momento idóneo para hacer lo mismo. Emily estaba fascinada. Nunca había estado en un establecimiento como aquél. Charlotte sí, pero en barrios más decentes.
Dentro se oía alboroto de risas y voces que hablaban con excitación, conversaciones a menudo soeces, y también el ruido de vasos y platos entrechocando. Olía a cerveza, sudor, serrín, vinagre y verdura hervida.
Jack vaciló. No era un lugar adecuado para unas damas. En su rostro se reflejó aquel pensamiento de forma tan palpable como si lo hubiera expresado con palabras.
—Bobadas —dijo Emily tras él—. Tenemos mucha hambre. ¿Vas a negarte a darnos de comer?
—Sí… en este sitio, sí —repuso con firmeza—. Encontraremos algo mejor, aunque sea un puesto ambulante. Podemos ir a ver al señor Buffery cuando vuelva a su oficina.
—Yo me quedo aquí —replicó Emily—. Quiero ver… Todo esto forma parte de lo que estamos haciendo.
—No, no es así. —La cogió del brazo—. Necesitamos ver a Buffery para que nos diga para quién trabaja, pero no tiene por qué ser en este lugar. No pienso discutir esto, Emily. Vienes fuera conmigo.
—Pero Jack…
Antes de que la discusión fuera más lejos, Gracie se deslizó entre ellos, se dirigió al camarero que atendía la mesa más cercana y le tiró de la manga hasta que lo obligó a volverse para ver quién estaba haciéndole perder el equilibrio.
—Por favor, señor —le suplicó—. ¿Está aquí el señor Buffery? No oigo su voz en el tumulto, y no veo demasiado bien. Es mi tío y tengo que darle un recado.
—Dímelo a mí, pequeña, y yo se lo transmitiré —dijo el camarero.
—Oh, no puedo hacer eso, señor, me va la vida en ello. Mi papá se pondría furioso y me haría algo malo.
—De acuerdo. Está allí, en aquel rincón. Pero no le molestes, ¿entendido? No me gusta que se moleste a mis clientes. Le das el recado y te vas, ¿comprendes?
—Sí, señor. Gracias, señor. —Y se dejó acompañar hasta el otro extremo, donde había un hombre con la cara encarnada y el pelo rojizo sentado tras una pequeña mesa y con un plato delante servido con generosidad en el que había una suculenta empanada con crujientes trozos de carne adobada y una loncha de queso curado. Al alcance de la mano había dos jarras de cerveza.
—¿Tío Fred? —empezó Gracie ante la presencia del camarero, con la ferviente esperanza de que al menos Charlotte, si no todos los demás, estuvieran detrás de ella.
Buffery la miró con irritación.
—Yo no soy tu tío. Vete a molestar a otro. No me interesas. Si quisiera una mujer, ya me la buscaría yo, una que fuera bastante más descarada que tú… Y no doy limosna.
—¡Ajá! —exclamó el camarero, enojado—. Dijiste que era tu tío.
—Y lo es —dijo Gracie desesperada—. Mi papá me ha dicho que le dijera que mi abuelita se ha puesto muy mala y que necesitamos dinero para ayudarla. Es por el frío.
—¿Eso es verdad? —preguntó el camarero a Buffery—. ¿No quiere saber nada de su propia madre?
Para entonces, Charlotte, Emily y Jack estaban detrás de Gracie. Sintió una oleada de alivio. Se echó a sollozar de forma frenética, mitad asustada, mitad decidida a representar el papel hasta el final.
—Todas esas casas son tuyas, tío Fred, la mayoría en Lisbon Street. Podrías encontrarle a la abuelita un lugar acogedor donde pudiera estar más caliente. Está mal de verdad. Mamá cuidará de ella, si nos encuentras un sitio mejor. Las paredes chorrean de humedad y hace un frío espantoso.
—Yo no soy tu tío Fred —bufó Buffery—. No te había visto en mi vida. Largo de aquí. Ten… ¡toma! —Le tiró una moneda de seis peniques—. Y ahora lárgate de aquí.
Gracie no hizo caso de la moneda y rompió en lágrimas con bastante facilidad.
—Con eso no podemos pagar más de una noche. ¿Qué vamos a hacer? Todas las casas de Lisbon Street son tuyas. ¿Por qué no puedes meter a papá y mamá en una de ellas para que podamos estar en un sitio seco? Trabajaré, de verdad que buscaré un trabajo honrado. Te pagaremos.
—¡Las casas no son mías, tontaina! —Buffery se sentía incómodo al ver que otros comensales se volvían para presenciar el espectáculo—. ¿Es que te crees que estaría aquí comiendo pastel frío y bebiendo cerveza si todos esos alquileres fueran míos? Yo sólo administro el negocio. Y ahora lárgate y déjame en paz, sabandija. No te había visto nunca, ni tengo ninguna madre enferma.
Gracie se vio libre de continuar con sus teatrales esfuerzos merced a la intervención de Jack, quien se hizo pasar de nuevo por abogado, sin relación ninguna con Gracie, y ofreció sus servicios para echar a la niña como era debido. Buffery aceptó encantado, consciente de que todos sus socios y convecinos lo miraban sin el menor disimulo. Su azoramiento proporcionaba un mejor espectáculo que el de muchos músicos y voceros ambulantes que cantaban sus baladas y proclamaban las últimas noticias o escándalos de la semana. Aquello lo tenían delante de sus ojos, y la víctima en apuros era alguien conocido por todos.
Una vez Buffery se hubo identificado, Jack le dijo a Gracie que se marchara, cosa que hizo con presteza y gratitud y después de haber cogido los seis peniques. Jack procedió entonces a amenazar al agente con pleitos por colaboración con el fraude, y Buffery se puso a jurar hasta la saciedad que él no era el propietario de los inmuebles de Lisbon Street y que estaba dispuesto a probar ante el abogado quién pasaba a recogerle cada mes todo el dinero de los alquileres, una vez restado el miserable porcentaje por sus servicios.
Tras una rápida comida, se encontraron a primera hora de la tarde en las oficinas de Bethnal Green Road de Fulsom e hijo, Penrose y Fulsom, una pequeña habitación en lo alto de unas estrechas escaleras a la que Jack insistió en ir solo. Volvió al cabo de una media hora, durante la que esperaron en medio de un intenso frío. Emily, Charlotte y Gracie se abrigaron con mantas de viaje. Gracie no dejaba de recordar su triunfal actuación en el pub, y el subsecuente premio recibido.
Estuvieron hasta tarde tratando de averiguar el paradero de la agencia inmobiliaria cuyo nombre había obtenido Jack, gracias a una mezcla de mentiras y triquiñuelas del pequeño señor Penrose, pero al final se vieron obligados a volver a casa sin éxito.
Charlotte tenía la intención de contarle a Pitt los acontecimientos del día, pero al verle llegar a casa con el agotamiento marcado en las facciones, y en los ojos una expresión entre ansiosa y confusa, dejó a un lado sus novedades y le preguntó por las de él.
Pitt se sentó a la mesa de la cocina y cogió la taza de té que ella le había preparado de forma automática, pero en lugar de beber se limitó a agarrarla con las dos manos para calentárselas. Sólo entonces comenzó a hablar.
—Hemos ido a ver a los abogados de Shaw para leer el testamento de Clemency. La finca se la deja a su marido, tal como nos habían dicho. Le lega todo salvo algunos objetos personales que los deja a amigos. El más interesante es su Biblia, que se la deja a Matthew Oliphant, el coadjutor.
Charlotte no veía nada raro en ello. No es tan extraño que alguien le deje su Biblia a su coadjutor, sobre todo si se trata de un religioso tan sincero y considerado como Oliphant. Era posible, casi con toda seguridad, que Clemency no tuviera nunca la menor idea de los sentimientos de él hacia ella, por cuanto habían permanecido siempre guardados en un desesperado secreto. Recordó el anguloso y vulnerable rostro de Oliphant, de forma tan nítida como si acabara de verlo.
¿Por qué estaba Pitt tan preocupado? Parecía un testamento bastante corriente. Lo miró, expectante.
—La Biblia quedó destruida en el incendio, claro. —Se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y el rostro fruncido por la concentración—. Pero el abogado la ha visto… Era un volumen extraordinario, encuadernado en piel, estampado en oro y con un cierre con pasador que le pareció que podía ser de bronce, aunque no estaba seguro. —Le brillaban los ojos ante el recuerdo—. Y en el interior, todas las letras iniciales de los capítulos estaban iluminadas con colores y hojas doradas con las más exquisitas y diminutas pinturas. —Esbozó una lenta sonrisa—. Como si uno pudiera ver a través de un cerrojo una visión fugaz del cielo o el infierno. Ella se la había enseñado sólo una vez, así que él sabía de qué objeto se trataba sin posibilidad de error. Había pertenecido a su abuelo. —Su rostro se ensombreció con desagrado—. No a Worlingham, sino al de la otra rama de la familia. —Entonces volvió al presente y a la sensación de hastío y destrucción. Se puso lívido y su expresión se demudó—. Debía ser una maravilla, y muy valiosa. Pero, por supuesto, se ha perdido con todo lo demás.
Pitt miraba a su mujer, confuso y algo angustiado.
—Pero ¿por qué razón se la dejaría a Oliphant? Ni siquiera es el vicario, sólo es un coadjutor más de la parroquia. Lo más probable es que no se quede en Highgate de forma definitiva. Si le concedieran una renta eclesiástica, sería para residir en otra parte… tal vez incluso en otro condado.
A Charlotte se le ocurrió la respuesta de forma inmediata y sin esfuerzo. Le resultaba tan obvia como le resultaría a cualquier mujer que hubiera amado alguna vez sin atreverse a manifestar su afecto, tal como le sucediera a ella una vez hacía muchos años, antes de conocer a Pitt. En aquella ocasión se había encaprichado de Dominic Corde, el marido de su hermana mayor, cuando Sarah aún vivía y residían todos en Cater Street. Por supuesto, aquel sentimiento se había extinguido como la falsa ilusión que era al contacto con la realidad, y su agonizante amor imposible había desembocado en una simple y llana amistad. Pero pensó que en el caso de Clemency Shaw, aquel afecto nunca había dejado de ser algo dolorosamente real. La personalidad de Matthew Oliphant no era un ideal ficticio que ella hubiera soñado, como Charlotte había hecho con Dominic. No era un hombre apuesto e ingenioso que se le apareciera a cada paso en su vida. Tenía por lo menos quince años menos que ella y no era más que un coadjutor denodado que apenas contaba con medios suficientes para subsistir. Y para los ojos más exigentes, era algo vulgar y no estaba especialmente dotado de talento.
Pero en su interior ardía una pasión. Enfrentados a la desgracia ajena, Clitheridge nunca sabía qué hacer, no tenía gracia, se descomponía y no sabía pasar de la mera superficialidad. La compasión de Oliphant, por el contrario, vencía cualquier dificultad, pues sentía el dolor como si fuera propio y sólo la piedad inspiraba su lengua.
La respuesta era obvia. Clemency lo había amado ni más ni menos que lo que él la había amado a ella, y a ambos les era igualmente imposible exteriorizar sus sentimientos, ni siquiera de la forma más nimia. Sólo al morir había ella podido dar una pequeña señal dejándole algo de infinito valor para ella pero que no pareciera demasiado especial para que no pudiera perjudicarle en su reputación. Una Biblia no era un cuadro, o un adorno, o cualquier otro objeto que hubiera podido delatar una emoción inadecuada. Una Biblia para un coadjutor, nada más. Sólo quienes la hubieran visto podían tal vez imaginar algo, y quizá esas personas fueran el abogado… y Stephen Shaw.
Pitt la miraba fijamente desde el otro lado de la mesa.
—¿Charlotte?
Ella levantó la vista hacia él con una ligera sonrisa y un súbito nudo en la garganta.
—¿Sabes una cosa? Él también la amaba a ella —dijo, y tragó saliva—. Me di cuenta cuando me ayudó a seguir la pista de Bessie Jones y de esas horribles casas. Conocía el itinerario.
Pitt dejó la taza sobre la mesa y le cogió las manos con gentileza. Las sostuvo entre las suyas y le acarició los dedos uno por uno. No había necesidad de añadir nada, y él desde luego no lo deseaba.
No fue hasta la mañana siguiente, justo antes de irse, cuando le dijo aquello que tanto le preocupaba. Estaba atándose las botas frente a la puerta principal mientras ella le sostenía el abrigo.
—Los abogados ya han resuelto la cuestión monetaria. Ha sido muy sencillo. No había dinero… apenas un par de cientos de libras.
—¿Cómo? —Creyó haber entendido mal.
Pitt se incorporó y ella le ayudó a ponerse el abrigo.
—No ha dejado dinero —repitió—. Todo el dinero que había heredado de los Worlingham se ha esfumado, salvo doscientas catorce libras con quince chelines.
—Pues yo creía que había un montón de dinero… ¿No era rico Theophilus?
—Inmensamente rico. Y todo su dinero fue a sus dos hijas, Prudence Hatch y Clemency Shaw. Pero Clemency no ha dejado nada.
Un atroz pensamiento cruzó su mente.
—¿Se lo ha gastado Shaw?
—No. El abogado es terminante. La propia Clemency entregó grandes sumas a toda clase de gente, tanto a personas como a sociedades.
—¿Con qué fin? —preguntó Charlotte, aunque una idea apuntaba ya en su mente, que suponía estaba presente también en la de él—. ¿Para la reforma de la vivienda?
—Sí… Al menos la mayor parte de lo que conoce el abogado, aunque hay una gran parte a la que no ha podido seguir el rastro… dinero que ha ido a parar a personas desconocidas.
—¿Vas a intentar dar con ellas?
—Por supuesto. Aunque no creo que tenga que ver con el incendio. Sigo pensando que iba destinado a Shaw, a pesar de que no tengo ningún indicio de ello.
—¿Y Amos Lindsay?
Se encogió de hombros.
—Supongo que lo matarían porque sabía, o intuía, quién era el responsable. Tal vez por algo que dijo Shaw, sin que él mismo supiera el significado que tenía. Y hay otra posibilidad, si quieres más terrible pero más verosímil: que quien intentó matar a Shaw no ceje y que el segundo incendio no fuese más que un nuevo intento fallido. —Cogió la bufanda del colgador y se la pasó alrededor del cuello—. Y, por supuesto, no es imposible que Shaw provocara ambos incendios: el primero para matar a Clemency y el segundo para matar a Lindsay por haberse delatado a sí mismo, o por temor a que lo hiciese.
—¡Eso es una infamia! —repuso ella con ardor—. ¿Después de que Lindsay hubiera sido su mejor amigo? Y ¿por qué? ¿Por qué habría querido Shaw matar a Clemency? Tú mismo acabas de decir que no había dinero que heredar.
Odiaba tener que decirlo, y de hecho lo hizo con un gesto de repulsión.
—Precisamente por eso. Puesto que el dinero se había evaporado y necesitaba más, y Flora Lutterworth es joven, muy bonita y la única heredera de la mayor fortuna de Highgate… Y ella está muy encariñada de él… hasta el punto de ser la comidilla local.
—Oh —exclamó Charlotte, incapaz de encontrar nada que refutar. Aunque se negaba a creerlo a menos que hubiese pruebas irrevocables.
Él le dio un cariñoso beso y se marchó. Ella volvió al piso de arriba para vestirse para la visita diaria en compañía de Emily, Jack y Gracie.
Les llevó toda la mañana dar con la agencia inmobiliaria, y luego tuvieron que utilizar una serie de triquiñuelas para sonsacarles los nombres de los abogados, una firma de la más alta reputación de Londres, que se encargaba de los asuntos de la compañía que poseía las propiedades de Lisbon Street, y de otras varias.
A las dos estaban sentados en las acogedoras y confortables oficinas de los señores Warburg, Warburg, Boddy y Boddy, mientras esperaban el regreso del señor Boddy padre de una extensa comida con un cliente. Había jóvenes pasantes en actitud grave sentados en sillas con la espalda curvada y escribiendo con perfecta caligrafía en documentos de vitela de los que colgaban sellos escarlata. También había chicos para hacer recados que iban y venían con paso silencioso, discretos y obedientes, mientras un hombre lleno de arrugas con un cuello duro de alas los vigilaba sin moverse de la silla de detrás del mostrador. Gracie, que nunca había estado en una oficina, se sentía fascinada y seguía con los ojos el menor movimiento.
Por fin regresó el señor Boddy, un hombre de cabello plateado, facciones suaves y voz y maneras perfectamente dúctiles. Hizo caso omiso de las mujeres y se dirigió a Jack. No parecía haber avanzado con los tiempos y reconocido que las mujeres gozaban ya de capacidad jurídica. Para él seguían siendo apéndices de la propiedad de un hombre: estaban para su posible placer, para su inequívoca responsabilidad, pero no para que se las informase o consultase.
Charlotte se sintió ofendida y Emily dio un paso al frente, pero la mano de Jack la retuvo y ella, en aras de la estrategia, obedeció. En los dos últimos días había renovado su respeto hacia él por su capacidad para leer en el carácter de las personas y obtener información.
Pero Boddy era de una naturaleza muy diferente a la de aquellos con quienes se había encontrado hasta ese momento. Era suave de trato, se mostraba segurísimo de estar a salvo de cualquier amenaza de pleito y su sosegado y lisonjero rostro no se inmutó mientras exponía con condescendencia que sí, que llevaba diversos asuntos relacionados con las propiedades y las rentas de varios clientes, pero que no podía facilitar sus nombres ni ningún otro tipo de detalle particular. Sí, con toda certeza la señora Shaw lo había visitado con preguntas similares, a las que él se había mostrado igualmente incapaz de responder. Estaba profundamente apenado por su trágico fin —sus ojos permanecieron fríos e inexpresivos—, y les ofrecía sus sinceras condolencias, pero los hechos seguían siendo los mismos.
Se estaba llevando a cabo una investigación criminal, explicó Jack. Actuaba por cuenta de otras personas, cuyos nombres tampoco podía facilitar. ¿Preferiría quizá el señor Boddy que fuera la policía la que se personara en sus oficinas para hacerle aquellas mismas preguntas?
Pero Boddy no se arredró. ¿Era Jack consciente de que las personas propietarias de tales bienes inmuebles se contaban entre las más poderosas de Londres y tenían amigos a los que podían acudir, caso de necesidad, para que protegieran sus intereses? Algunas de esas personas ocupaban posiciones muy elevadas y estaban en situación de conceder (o negar) favores que podían tener una influencia considerable en hacer más fácil la vida de una persona o abrirle el futuro de su profesión, o las puertas de las finanzas, o de la vida en sociedad.
Jack arqueó las cejas y preguntó con una ligera expresión de sorpresa si el señor Boddy estaba diciéndole que la posesión de las propiedades en cuestión situaba a esas personas en una posición tan incómoda que estuvieran dispuestas a causar menoscabo en la reputación o los intereses de todo aquel que pretendiera realizar indagaciones.
—Puede usted hacer las conjeturas que quiera, señor Radley —repuso Boddy con una sonrisa tensa—. No respondo de su situación, me he limitado a descargar mis responsabilidades en usted. Y ahora, otros clientes me esperan. Buenos días.
Se vieron pues obligados a marcharse sin más botín que el nombre de la compañía, que ya habían obtenido de la agencia. Ni nombres ni gente influyente: el tema ni siquiera se había tratado de forma explícita, más que a través de una amenaza velada.
—Odioso personajillo —repuso tía Vespasia cuando se lo contaron—. Pero qué otra cosa podíamos esperar. Si fuera diciéndole nombres al primero que entrara en su despacho, a buena hora habría durado tanto tiempo como abogado de la clase de personas que poseen esas propiedades.
Había ordenado ya que trajeran el té, mientras sus visitantes estaban sentados junto al fuego en la salita de estar, reponiéndose del frío tanto como de la decepción sufrida, al menos de momento, si es que no era definitiva, por cuanto parecían haber llegado a un punto muerto. Incluso a Gracie le fue permitido, por una vez, sentarse con ellos a tomar el té, aunque no intervino en la conversación. En lugar de ello se pasó el rato mirando con ojos como platos los cuadros de las paredes, los delicados muebles con la suave superficie satinada y, cuando se atrevía, a la misma Vespasia, sentada muy tiesa, con su cabello plateado recogido de forma inmaculada en lo alto de la cabeza, pendientes formados por ristras de grandes perlas, encajes de color crudo en el cuello y, en forma de largos fruncidos, sobre sus finas y estiradas manos, relucientes de diamantes. Gracie jamás había visto a nadie ataviado con tal esplendor, y estar sentada en su casa tomando té con ella era la cosa más memorable que hubiera hecho nunca.
—Pero reconoció que había visto a Clemency —señaló Charlotte—. No hizo el menor intento por ocultarlo. Era tan duro como el bronce, pero el doble de flexible. Lo más probable es que le contara a los propietarios que ella estuvo allí y lo que pretendía. Me habría encantado poder pegarle un buen puñetazo en la nariz.
—Lo que no hubiera sido nada práctico —dijo Emily mordiéndose el labio—. Pero a mí también, aunque mejor con la punta de un paraguas. ¿Cómo podemos averiguar a quién pertenece esa compañía? Seguro que tiene que haber una manera.
—Tal vez Thomas pudiera enterarse —sugirió Vespasia con un ligero fruncimiento de cejas—. No estoy familiarizada con los asuntos de negocios. En momentos como éste es cuando lamento mi falta de conocimiento de algunos aspectos de la sociedad. ¿Charlotte?
—No sé si podrá. —Recordó la conversación de la noche anterior—. Lo que sucede es que él no cree que podamos obtener nada. Sigue convencido de que el objetivo era el doctor Shaw y no Clemency.
—Podría muy bien ser así —concedió Vespasia—. Pero eso no cambia el hecho de que Clemency estuviera inmersa en una lucha en la que nosotros creemos con pasión. Y que como ella ha muerto, ahora no hay nadie que la prosiga, que sepamos. Es un abuso intolerable, tanto por la desgracia de las víctimas como por la inmensa mentira que encierra. No hay nada que me irrite tanto como la hipocresía. Me encantaría arrancarles las máscaras a esas caras mojigatas.
—Te comprendo —dijo Jack al instante—. Hasta ahora no sabía que había tanta ira en mi interior, pero la verdad es que en el momento presente me resulta difícil pensar en otra cosa.
Una ligera sonrisa se dibujó en los labios de Vespasia, quien miró a Jack con ojos aprobatorios. Él pareció no darse cuenta, pero a Emily le provocó un sentimiento de afecto que la hizo comprender cuánto le importaba la buena opinión de Vespasia con respecto a su marido.
Charlotte pensó en la línea de investigación elegida por Pitt: la búsqueda entre los pacientes de Shaw de algo tan abominable que había producido ya dos asesinatos y podía ocasionar otros, hasta que el propio Shaw muriera. Pero seguía intuyendo que el objetivo de aquel primer incendio era Clemency y que el segundo lo habían provocado sólo para encubrir la verdad. El autor material del crimen podía ser cualquier pirómano a sueldo, pero el instigador del asesinato tenía que ser alguno de los propietarios de aquellos decrépitos, hacinados y espantosos inmuebles de Lisbon Street, temeroso del escarnio público al que Clemency hubiera podido exponerle al concluir sus investigaciones.
—Nosotros no podemos averiguar quién es el propietario de una compañía. —Depositó la taza en la mesa y miró a Vespasia—. Pero seguro que el señor Carlisle sí puede… tal vez conozca a alguien que lo sepa. Si es necesario podemos pagar a alguien para que lo averigüe.
—Hablaré con él —convino Vespasia—. Creo que sabrá apreciar que el asunto es de cierta urgencia. A lo mejor le persuadimos de que deje aparcadas otras tareas y se dedique a ésta.
Y así lo hizo Carlisle, en efecto, y a la noche siguiente les informó a todos, reunidos una vez más en la salita de Vespasia. Tenía expresión de sorpresa cuando entró acompañado por el criado. En sus ojos se reflejaba su habitual sentido del humor irónico, pero su rostro mostraba unos rasgos suaves, como si la sorpresa hubiera borrado las profundas líneas alrededor de su boca.
Pronunció los breves saludos de cortesía y aceptó el asiento que le ofrecía Vespasia. Todos se quedaron mirándolo, conscientes de que era portador de noticias, de cuya naturaleza no podían hacer sino meras conjeturas.
Los plateados ojos grises de Vespasia lo desafiaban a que hablara sin circunloquios. No había lugar a palabras melindrosas.
—Puedes empezar.
—La compañía propietaria de los inmuebles pertenece a su vez a otra compañía. —Contó la historia sin adornos superfluos, con los detalles precisos para comprender el sentido de la misma, mientras miraba a los presentes de uno a otro, incluida Gracie, de modo que se sintiera igualmente partícipe—. He ido a ver a algunas personas que me debían favores, o que desean tenerme en buena predisposición en un futuro, y he conseguido enterarme de los nombres de los poseedores de valores de la segunda compañía. Sólo uno de ellos sigue con vida. De hecho, es el único que queda vivo desde hace varios años. Ya en 1873, cuando la compañía se formó a partir de los restos de otra compañía similar, que a su vez procedía de otra anterior; ya en 1873, como decía, los otros titulares de valores estaban o ausentes del país de manera indefinida, o eran de una edad avanzada y su estado de salud tan precario que los incapacitaba para mostrar un interés activo.
Vespasia lo observaba con su mirada penetrante e inmutable, pero él prosiguió con el mismo aire.
—He conseguido visitar a esa persona que continúa activa y que es la que firma todos los documentos. Es una dama de edad avanzada, soltera y por lo mismo dueña absoluta de su patrimonio, aunque sólo actúa como mediadora y detenta las participaciones nominalmente, pero rara vez interviene directamente. Sus ingresos le bastan para vivir con comodidad, pero no de forma lujosa. Nada más entrar en su casa, me resultó evidente que el grueso de su capital, que debe ascender a varios miles de libras al año, se desvía a otro sitio.
Jack se removió en su silla y Emily aspiró expectante.
—Le dije quién era yo. —Carlisle se ruborizó ligeramente—. Se quedó muy impresionada. El gobierno, como expresión del instrumento de Su Majestad para dirigir al pueblo, y la Iglesia son las dos fuerzas inmutables del bien en el mundo de esta dama.
Charlotte dio un salto en la imaginación.
—No nos estará diciendo que la persona a la que representa es un miembro del Parlamento, ¿verdad?
Vespasia se irguió con rigidez.
Emily se inclinó hacia adelante.
Jack contuvo la respiración, mientras Charlotte se estrujaba las manos en el regazo.
Carlisle esbozó una amplia sonrisa, mostrando una dentadura impecable.
—No, pero casi. Se trata, o se trataba, de uno de los más distinguidos miembros de la iglesia… el obispo Augustus Worlingham.
Emily soltó un gemido y Vespasia dejó escapar un gritito de asombro.
—¿Qué? —exclamó Charlotte incrédula. Y entonces afloró de su interior un humor absurdo y negro como los chamuscados restos de la casa de Shaw y se echó a reír de forma incontrolada. Apenas era capaz de asimilar el horror que debió sentir Clemency al llegar hasta aquella frontera. Porque era seguro que había llegado hasta allí. ¿Cómo si no? Por fuerza tenía que haber encontrado a aquella vieja e inocente dama algo trasnochada que recaudaba alquileres de viviendas miserables, fruto de la ruindad y la avaricia, y los había hecho llegar bajo mano a las arcas de su propia familia para hacer de la casa del obispo un lugar rico y acogedor, para pagar los asados y el vino que ella y su hermana habían comido y bebido, para vestir sedas y joyas y para recibir las atenciones de los criados.
No era de extrañar que Clemency hubiera dedicado toda su herencia (cientos y cientos de libras) a corregir los errores de su abuelo.
¿Y Theophilus? ¿Lo había sabido? ¿Y Angeline y Celeste? ¿Sabían ellas de dónde procedía el dinero de la familia y aun así eran capaces de seguir pidiendo donaciones a los habitantes de Highgate para la construcción de un vitral en memoria de su obispo?
Imaginaba la reacción de Shaw al enterarse. Porque algún día tenía que saberlo. Cuando se probara quién había sido el asesino de Clemency todo sería del dominio público… Charlotte se contuvo. Pero si el propietario era el obispo Worlingham, que llevaba diez años muerto, y Theophilus estaba muerto también, los ingresos iban a parar entonces a Clemency… y a Prudence, Angeline y Celeste. ¿Acaso eran capaces de matar a su hermana y sobrina para proteger el dinero de la familia? No, Clemency aún no habría revelado la verdad. ¿O sí?
¿Y si era así? ¿Habrían tenido alguna fuerte disputa durante la cual ella les habría echado en cara justamente cuál era el precio de su bienestar y les habría dicho que estaba dispuesta a luchar hasta que se promulgara una ley por la cual salieran a relucir nombres como los del obispo para que sufrieran la deshonra pública y el rechazo que sus actos merecían?
No parecía inconcebible que Celeste al menos fuera capaz de matar para evitar algo así. Se había pasado toda la vida cuidando al obispo. Se había privado de marido e hijos con el fin de permanecer a su lado y obedecer todas sus órdenes, transcribir cartas y sermones, buscar referencias en los libros, tocar el piano para su deleite, leerle en voz alta cuando sus ojos estaban cansados. Siempre había sido su solícita sirviente no remunerada. Había sacrificado su entera voluntad, sometido todas sus decisiones a las de él. Tenía que buscar una justificación a todo ello: él se merecía un regalo así, de lo contrario su vida se convertía en algo ridículo, una vida despilfarrada sin motivo.
Tal vez Pitt tuviera razón y los motivos hubiera que buscarlos cerca del hogar. Quizá hechos y móviles habían estado en Highgate todo el tiempo.
Todos la miraban. Buscaban en sus ojos el rastro de sus vertiginosos pensamientos, mientras su expresión pasaba de la ira a la conmiseración y a la triste convicción.
—El obispo Augustus Worlingham —repitió Somerset Carlisle, dejando que cada sílaba cayera con todo el peso de su significado—. Todo Lisbon Street pertenecía, a través de un tortuoso camino mantenido en el más absoluto secreto, al buen obispo. Y cuando él murió, las propiedades las heredaron Theophilus, Celeste y Angeline. Supongo que si fue tan generoso con sus hijas sería porque habían dedicado sus vidas a ser sus servidoras. Además, no tenían ningún otro medio de subsistencia, y no cabía esperar que contrajeran matrimonio a la edad que habían alcanzado. He revisado su testamento, por cierto. Dos terceras partes fueron para Theophilus, y el otro tercio, además de la casa, de enorme valor por supuesto, para las dos hermanas. Más que suficiente para que pudieran llevar una vida cómoda el resto de sus días.
—Entonces Theophilus debía de poseer una fortuna —dijo Emily, sorprendida.
—Heredó una fortuna, sí —confirmó Carlisle—. Pero llevó una vida demasiado dispendiosa, por lo que he oído. Le gustaba la buena mesa, tenía una de las mejores bodegas de Londres y coleccionaba cuadros, algunos de los cuales donó a museos locales y otras instituciones. En cualquier caso, al morir les dejó una bonita suma a cada una de sus dos hijas.
—Así que Clemency tenía mucho dinero —dijo Vespasia casi para sí misma—. Hasta que empezó a desprenderse de él. ¿Sabemos cuándo empezó a hacerlo? —Miró a Jack y luego a Carlisle.
—El abogado no dijo cuándo fue a verle Clemency —respondió Jack, y apretó los labios al recordar su frustración y el dúctil y arrogante rostro del abogado.
—Su lucha en favor de la transparencia en las propiedades inmobiliarias comenzó hace unos seis meses —dijo Carlisle sombrío—. Y la primera gran donación de caridad para el cobijo de los pobres se produjo más o menos por las mismas fechas. Me atrevería a aventurar la suposición de que por entonces descubrió que su abuelo era el propietario detrás del que andaba.
—Pobre Clemency. —Charlotte recordó el triste rastro de mujeres y niños enfermos y de hombres consumidos que ella había seguido a partir de la lista de pacientes de Shaw, a través de casas y bloques de vecinos cada vez en peores condiciones hasta que al fin había encontrado a Bessie Jones acurrucada en un rincón de una sobresaturada e inmunda habitación. Clemency había seguido el mismo camino, había visto las mismas caras de infortunio, había sido testigo como ella de la enfermedad y la resignación. Y después había empezado un camino inverso de ascensión hacia los propietarios, al igual que ellos luego.
—No debemos dejar que la lucha muera con ella —dijo Jack enderezándose en su asiento—. Es cierto que Worlingham está muerto, pero hay muchos otros, tal vez cientos. Ella lo sabía, y habría dado su vida por desenmascararlos… —Se detuvo—. De hecho yo sigo pensando que murió por ello. Nos advirtieron expresamente que había gente poderosa que podía dejarnos en paz, si éramos discretos y nos retirábamos, o ir por nosotros si persistíamos. Es obvio que Worlingham no la mató, pero alguno de los otros propietarios sí pudo hacerlo. Tienen mucho que perder… Y no creo que Clemency hiciera mucho caso de las amenazas. Era una mujer muy apasionada que sentía un enorme repudio hacia la herencia que había recibido. Sólo la muerte podía detenerla.
—¿Qué podemos hacer? —Emily miró a Vespasia y a Carlisle.
A la gravedad del rostro de Carlisle se sumaba el gesto de concentración de sus cejas fruncidas.
—No estoy seguro. Las fuerzas enemigas son muy grandes. Hay intereses creados, y mucho dinero de por medio. Es posible que haya muchas familias poderosas que no conozcan a ciencia cierta el origen exacto de todos sus ingresos. Y a buen seguro que no tendrán mucho interés en molestar a sus amigos.
—Necesitamos una voz en el Parlamento —dijo Vespasia con decisión—. Sé que contamos con una. —Miró a Carlisle—. Pero necesitamos más. Necesitamos a alguien que dirija este asunto en particular. Jack, tú no estás haciendo nada en estos momentos más que divertirte. Tu luna de miel ya se acabó. Es hora de que hagas algo de provecho.
Jack se quedó mirándola pasmado. Los ojos grises de la dama lo miraban impávidos, mientras los suyos, azul grisáceo, con sus largas pestañas y cejas arqueadas le devolvían una mirada incrédula. Y entonces, de forma paulatina, el asombro fue dando paso a la concreción de una idea. Cogió con cierta crispación los brazos de la silla. Ni él apartaba los ojos de los de ella, ni ésta desviaba la mirada.
Ninguno de los presentes se movió ni emitió el más débil sonido. Emily no podía sino contener la respiración.
—Sí —dijo Jack por fin—. Qué idea tan excelente. ¿Por dónde empiezo?