7

La muerte de Lindsay en el segundo incendio había afligido profundamente a Charlotte. La noticia de que Shaw había escapado había sido un lenitivo sobre el temor del primer momento, pero bajo aquella capa de consuelo se abría paso un sentimiento doloroso por la muerte de un hombre por el que había experimentado simpatía en el escaso tiempo en que lo había conocido. No le había pasado por alto la buena mano con que sabía tratar la difícil personalidad de Shaw. Quizá él había sido la única persona que había comprendido el dolor de su amigo por la pérdida de Clemency, aumentado por la atormentadora conciencia de que era muy posible que ella hubiera muerto en su lugar, y que alguna enemistad que él se había granjeado, que había incitado o inducido de algún modo, era la causante de aquella desgracia.

Y ahora Amos Lindsay también se había marchado para siempre, abrasado hasta quedar irreconocible.

¿Cómo debía sentirse Shaw aquella mañana? ¿Apesadumbrado? ¿Confuso? ¿Culpable por el hecho de que de nuevo otra persona hubiera sufrido una muerte a él destinada? ¿Asustado de que tal vez aquél no fuera aún el fin? ¿Habría más incendios, más muertes antes de que le llegara el turno? ¿Encontraría sospechoso a todo aquél a quien mirara? ¿Seguiría buscando en sus recuerdos para tratar de adivinar qué secreto por él conocido era tan funesto que hubiera alguien dispuesto a matar para mantenerlo oculto? ¿O tal vez lo sabía ya, pero la ética profesional lo obligaba a guardarlo a cualquier precio?

Mientras todas aquellas preguntas se agolpaban en su mente, Charlotte sentía la necesidad de emprender alguna acción. Deshizo las camas y tiró sábanas y fundas de almohadas escaleras abajo, junto con los camisones de dormir de toda la familia y las toallas. Luego bajó por las escaleras, recogió toda la ropa en los brazos y la llevó al cuarto de lavar, junto a la cocina, donde llenó dos cubos de agua, echó jabón en uno de ellos, pasó la ropa por el escurridor y comenzó la colada. Mientras lavaba uno de sus vestidos más viejos, con las mangas remangadas y un delantal alrededor de la cintura, dejó que su mente volviera otra vez al problema.

A pesar de todos los posibles motivos para matar a Shaw, incluidos el dinero, el amor, el odio y la venganza (si es que de verdad alguien le creía culpable de negligencia médica, fuera Theophilus Worlingham o cualquier otro), sus pensamientos siempre volvían a Clemency y su lucha contra los especuladores inmobiliarios.

Estaba con los brazos llenos de espuma hasta los codos, el delantal empapado y el pelo despeinado, cuando sonó la campanilla de la puerta. «El chico del pescado, —pensó—. Ya irá Gracie».

Al cabo de un momento, Gracie volvía corriendo por el pasillo. Se asomó a la puerta de la cocina, sin aliento, con los ojos desorbitados por la sorpresa, el respeto y el espanto.

—¡Lady Vespasia Cumming-Gould! —chilló—. ¡Está aquí mismo, detrás de mí, señora! No he podido retenerla en la sala de estar, señora, ¡no ha querido!

Y en efecto, Vespasia venía pisándole los talones a Gracie, elegante y muy tiesa en su vestido color azul oscuro con bordados plateados en las solapas y un bastón con empuñadura de plata. Por aquella época rara vez iba sin él. Sus ojos se pasearon por la cocina, por la mesa recién fregada, la cocina económica, las filas de porcelana blanca y azul de la alacena, la loza barnizada en marrón y crema, los cubos del cuarto de la colada, y finalmente se detuvieron en Charlotte, con su aspecto de mujer de la limpieza.

Charlotte se quedó de piedra. Gracie hacía unos segundos que estaba paralizada, desde que Vespasia había pasado junto a ella.

Vespasia observó con curiosidad el escurridor de rodillos.

—¿Qué demonios es este armatoste? —preguntó con las cejas arqueadas—. A buen seguro perteneció en el pasado a la Inquisición española.

—Un escurridor para la ropa —repuso Charlotte, echándose el pelo hacia atrás—. Se mete la ropa a través de los rodillos y sale escurrida de jabón y agua.

—Es todo un alivio saberlo. —Vespasia se sentó a la mesa, mientras se arreglaba los dobleces de la falda de forma maquinal. Volvió a mirar el escurridor—. Muy recomendable. Bien, ¿qué piensas hacer con respecto a ese segundo incendio de Highgate? Porque supongo que harás algo… Sea cual sea la causa que lo haya motivado, no altera el hecho de que Clemency Shaw está muerta, y confirma la explicación de que fue asesinada por error en lugar de su marido.

Charlotte se secó las manos y acudió a la mesa, dejando para mejor ocasión las sábanas que seguían remojándose en el barreño.

—Yo no estoy tan segura de que así fuera. ¿Te apetece una taza de té?

—Gracias. ¿Qué te hace pensar otra cosa? ¿Por qué iban a matar ahora al pobre Amos Lindsay, si no en un intento de deshacerse de Shaw con más éxito que la primera vez?

Charlotte miró a Gracie, quien por fin fue a buscar la tetera.

—Tal vez temieran que Shaw acabaría por adivinar quiénes eran —sugirió mientras se sentaba frente a Vespasia—. Debía disponer de toda la información, si sabía cómo ensamblarla y ver el conjunto. Después de todo, él sabía lo que hacía Clemency. Puede que ella dejara documentación escrita y que él la viera. Es posible incluso que ésa fuera la razón por la que eligieran el fuego, para destruir no sólo a Clemency sino también todas las pruebas que ella hubiera reunido.

Vespasia se sentó un poco más erguida.

—Vaya, no había pensado en eso. Será una tontería, pues para ella, pobre muchacha, no hay ninguna diferencia, pero preferiría que no hubiera muerto por sus actividades. Pero si Shaw sabe quién lo ha hecho, ¿por qué no lo dice? Es probable que no lo haya descubierto todavía, y desde luego es seguro que no tiene pruebas. ¿No pensarás que pueda tener alguna connivencia con los culpables?

—No…

Detrás de Charlotte, Gracie, bastante nerviosa, calentaba la tetera e iba contando cucharadas de té. Nunca antes había preparado nada para alguien tan importante como la tía abuela Vespasia. Quería hacerlo con toda exactitud y corrección, por mucho que no supiera qué era lo exacto y lo correcto. Y no se perdía detalle de cuanto se decía. Los casos de Pitt, al igual que las ocasionales intervenciones de Charlotte, la horrorizaban tanto como la enorgullecían.

—Supongo que Thomas ya habrá considerado cualquier posibilidad que nosotras podamos pensar —continuó Vespasia—. De modo que sería infructuoso seguir por ese camino…

Gracie sirvió el té. La taza traqueteó y derramó parte de su contenido al elevarla con sus temblorosas manos y hacerle una media reverencia a Vespasia.

—Gracias. —Vespasia la acogió con gentileza. No solía dar las gracias a los sirvientes, pero estaba claro que la situación no era habitual. Aquella chiquilla estaba impresionada y nerviosa.

Gracie, ruborizada, se retiró para hacerse cargo de la colada en el punto en que la había dejado Charlotte. Vespasia secó el platillo con la servilleta que le tendió Charlotte.

Ésta tomó una súbita decisión.

—Quiero averiguar todo lo que pueda acerca del trabajo de Clemency, con qué personas trataba, qué pasos dio desde el comienzo para que su actividad llegara a ser tan preocupante. En algún punto del recorrido tendré que cruzarme con el pirómano, quienquiera que sea.

Vespasia tomó un sorbo de té.

—¿Y cómo piensas lograr sobrevivir para compartir tus hallazgos con nosotros?

—No haciendo la menor mención de las reformas —replicó Charlotte, cuyo plan estaba en una fase ciertamente embrionaria—. Empezaré por la parroquia local… —Su mente regresó a la época de juventud, cuando con sus hermanas había seguido obediente la senda de Caroline y se habían dedicado a las obras de caridad: visitar enfermos y ancianos, repartir sopa y conservas, ofrecer buenas palabras. Era algo que formaba parte de la vida de una dama. Con toda probabilidad Clemency había hecho lo mismo, hasta que había abierto los ojos a un dolor más profundo y no había apartado la vista con complacencia o resignación, sino que se había replanteado toda su vida y había comenzado la lucha.

Vespasia la observaba con perspicacia.

—¿Te imaginas que será suficiente con salvaguardarte tú?

—Si el culpable piensa matar a todas las mujeres que se dediquen a visitar a los pobres de la parroquia, necesitará un fuego mayor que el gran incendio de Londres —repuso Charlotte con decisión—. Además —añadió con mayor sentido práctico—, permaneceré alejada de la clase de personas que detentan la propiedad de esas viviendas. Simplemente quiero empezar por donde Clemency empezó. Mucho antes de que pudiera descubrir algo por cuyo secreto alguien fuera capaz de matar, buscaría la ayuda de otras personas, de ti y de Emily… y de Thomas, claro. —Y entonces reparó en que a lo mejor estaba siendo presuntuosa. Vespasia no había manifestado ningún deseo de involucrarse en un asunto así. Charlotte la miraba ansiosa.

Vespasia bebió un sorbo de té. Por encima del borde de la taza, sus ojos aparecían brillantes.

—Emily y yo tenemos nuestros propios planes —dijo mientras dejaba la taza en el platillo y miraba a Gracie, que estrujaba con timidez la ropa mojada sobre la tabla de lavar—. Si te parece más aconsejable no ir sola, deja a los niños con tu madre unos días y llévate a la doncella contigo.

Gracie se detuvo en mitad de un movimiento, con la espalda encorvada y las manos en el aire, tras soltar la ropa en el fregadero. Dejó escapar un suspiro de pura excitación. Iba a hacer de detective… ¡en compañía de la señora! ¡Aquello prometía ser la mayor aventura de su vida!

Charlotte no daba crédito a sus oídos.

—¿Gracie?

—¿Y por qué no? —repuso Vespasia—. Parecería de lo más natural. Podría dejarte mi carruaje de repuesto y a Percival para conducirlo. No vale la pena intentarlo si no es en las mejores condiciones posibles. Es un asunto por el que siento un interés personal. Mi admiración por Clemency Shaw es considerable. De modo que me tendrás informada de lo que vayas descubriendo, si es que hay algo de lo que informar. Por supuesto, también tendrás que decírselo a Thomas. No tengo la menor intención de permitir que todo este asunto quede zanjado dando todo el mundo por supuesto que la víctima perseguida era Stephen Shaw y se despache la muerte de Clemency como un trágico error. ¡Oh! —Su semblante adquirió de pronto una expresión sombría al comprender—. ¿Crees que ésa sea la causa de que Lindsay haya sido asesinado? ¿Para que todos creamos que la muerte de Clemency fue un error? ¡Qué fría premeditación!

—Lo averiguaré —dijo Charlotte con un ligero estremecimiento—. En cuanto Percival llegue con el carruaje, llevaré a los niños a casa de mamá y empezaremos.

—Reúne todo lo que vayan a necesitar —ordenó Vespasia—. Y yo me los llevaré a mi regreso. No tengo nada que hacer hasta esta noche, cuando se levante la sesión del Parlamento.

Charlotte se puso en pie.

—¿Te refieres a Somerset Carlisle?

—Exactamente. Si tenemos que luchar contra los especuladores inmobiliarios, necesitamos saber el estado actual de la legislación y hasta dónde podemos llevar razonablemente nuestras pretensiones de éxito. Podemos suponer que Clemency debió hacer lo mismo, en gran parte, y que descubriera algún punto débil. Necesitamos saber cuál es.

Gracie frotaba con tanta fuerza que la tabla traqueteaba en el barreño.

—¡Deja eso ahora, chiquilla! —ordenó Vespasia—. ¡No me dejas casi ni pensar! Pasa esa ropa ya por ese armatoste y tiéndela. Estoy segura de que está más que limpia. ¡Por el amor de Dios, pero si sólo son sábanas! Cuando hayas acabado, ve a arreglarte y a ponerte el abrigo, y un sombrero. Tu señora necesita que la acompañes a Highgate.

—¡Sí, señora! —Gracie recogió el montón de ropa mojada, poniéndose de puntillas para que se escurriera, la metió luego en un barreño de agua limpia, quitó el tapón y comenzó a pasarla entre los rodillos del escurridor, con el rostro fruncido con fiereza por la emoción.

Vespasia parecía no haberse dado cuenta de que acababa de dar una serie de instrucciones a la sirvienta de otra persona. Cuanto le había dicho le parecía de sentido común, así que no vio ninguna necesidad de justificarlo.

—Ve arriba a la habitación donde guardáis las cosas de los niños y coge todo lo necesario —dijo a Charlotte casi en el mismo tono—. Para varios días. No querrás angustiarte pensando en ellos mientras estés investigando el misterio.

Charlotte obedeció con una sonrisa apenas esbozada. No se sentía enojada por recibir órdenes. Lo que le había dicho Vespasia era lo que hubiera tenido que hacer de todos modos, y la familiaridad con que se lo había mandado era más que nada una muestra de afecto, y el acuerdo tácito de que ambas estaban involucradas en el mismo asunto y deseaban llevarlo a buen fin.

Arriba encontró a Jemima haciendo caligrafía con gran solemnidad. Había superado ya la etapa en que dibujaba las letras con todo cuidado y ahora las escribía más segura de estar formando palabras y de su significado. En cuanto a sumar y restar, no estaba ni con mucho tan orgullosa.

Daniel estaba en pleno esfuerzo de aprendizaje y Jemima le ofrecía su ayuda con afectada superioridad, explicándole qué era lo que debía hacer exactamente y por qué. Él recibía los consejos con paciencia y de buen talante e intentaba imitar la caligrafía redondeada de su hermana, al tiempo que disimulaba tras un gesto de concentración tanto su ignorancia como su admiración. Puede llegar a ser muy difícil tener cuatro años y contar con una hermana dos años mayor.

—Os quedaréis unos días con la abuelita —les informó Charlotte con una amplia sonrisa—. Lo pasaréis muy bien. Podéis llevaros los cuadernos, pero no hace falta que trabajéis más de una o dos horas por las mañanas. Ya explicaré yo por qué no vais al colegio. Si os portáis bien, la abuelita os llevará a dar un paseo por el zoo en el coche de caballos.

Obtuvo su cooperación inmediata.

—Os llevará tía abuela Vespasia, en cuanto preparemos vuestras cosas. Es una dama muy importante; tenéis que hacer todo lo que ella os diga.

—¿Quién es esa tía abuela? —preguntó Daniel, con el rostro fruncido tratando de recordar—. Yo sólo me acuerdo de tía Emily.

—Es la tía de tía Emily —simplificó Charlotte, para evitar nombrar a George, a quien Jemima al menos era capaz de recordar. Aún no entendía lo que era la muerte, salvo en relación con pequeños animales, pero sí comprendía lo que era no ver más a alguien.

Daniel pareció satisfecho con la respuesta y Charlotte metió en una bolsa todo cuanto pudieran necesitar. Una vez cerrada, se aseguró de que los pequeños estaban limpios, que iban bien arropados en sus abrigos, que llevaban los guantes bien sujetos a los puños de las mangas, los zapatos abrochados, el pelo peinado y la bufanda atada. Luego los bajó donde esperaba Vespasia, sentada todavía en la silla de la cocina.

Los niños la saludaron con formalidad. Daniel, más vergonzoso, se había quedado un paso por detrás de Jemima. Pero cuando vieron que la dama sacaba sus impertinentes para observarlos, se quedaron tan fascinados que olvidaron su timidez. A Charlotte se le disipó cualquier duda al verles subir al carruaje, con la ayuda del criado, y partir.

Gracie estaba tan nerviosa que apenas podía sostener el peine mientras se arreglaba el cabello. Se le resbalaron los dedos y se hizo un nudo con las cuerdecillas del gorro, que probablemente debería cortar para quitárselo. Pero ¿qué importaba? ¡Se iba con su señora a hacer de detectives! Tenía una idea muy poco precisa de aquello, pero no le cabía duda de que era algo maravillosamente interesante e importante. Podría conocer secretos y hacer descubrimientos relacionados con asuntos de tal magnitud que había personas dispuestas a asesinar por ellos. Y era posible que hasta fuera peligroso.

Por supuesto, ella se quedaría siempre un par de pasos por detrás y hablaría sólo cuando se lo pidiesen. Pero observaría y escucharía todo el tiempo, y no perdería detalle de todo cuanto se dijera o hiciera, ni siquiera de la cara que pusiera todo el mundo. A lo mejor advertía algo de vital importancia que todos pasaran por alto.

Habían pasado un par de horas cuando Charlotte y Gracie descendían del carruaje de repuesto. Percival las ayudó a apearse, para mayor placer de Gracie. Nunca había viajado en un carruaje de verdad, y mucho menos la había ayudado a bajar otro sirviente. Recorrieron el camino hacia la iglesia de St. Anne, con la esperanza de encontrar allí a alguien que pudiera orientarlas en asuntos de asistencia parroquial, para afrontar a partir de ahí la indagación acerca del interés de Clemency Shaw en el problema de la vivienda de los pobres.

Charlotte había dedicado largo tiempo a reflexionar sobre el asunto. No quería mostrar sus intenciones, por lo que había sido preciso pergeñar una historia creíble. Había estado debatiéndose sin éxito hasta que Gracie, mordiéndose el labio y pidiendo disculpas por su osadía, había sugerido la idea de preguntar por una pariente necesitada de recurrir al auxilio de la parroquia tras haber enviudado y por la que estaban angustiadas pues apenas tenían noticias.

A Charlotte le pareció tan poco verosímil que hasta en Hector Clitheridge habría levantado sospechas, pero entonces Gracie le dijo que su tía Bertha se había visto hacía poco en circunstancias similares y que ella no tenía noticias desde hacía dos semanas. Charlotte comprendió entonces cuáles eran sus intenciones.

—La verdad es que mi tía Bertha no vive en Highgate, claro —dijo Gracie—. Vive en Clerkenwell… pero eso ellos no lo saben.

Tras dirigirse a la parroquia y no encontrar a nadie, se trasladaron a la misma iglesia de St. Anne, donde encontraron a Lally Clitheridge arreglando las flores en la sacristía. Se volvió al oír el ruido de la puerta al abrirse, con una expresión de bienvenida en el rostro. Entonces reconoció a Charlotte y se le heló la sonrisa. Se quedó inmóvil con un ramo de margaritas en la mano.

—Buenas tardes, señora Pitt. ¿Busca a alguien?

—Esperaba que usted pudiera ayudarme, si tuviera la amabilidad —repuso Charlotte, con un afecto forzado que no encajaba con la expresión recelosa de Lally.

—¿De veras? —Lally miró a Gracie, que había entrado tras ella, con un ligero arqueo de cejas—. ¿La señorita viene con usted?

—Es Gracie, mi doncella. —Charlotte se dio cuenta de que sonaba algo pomposo, pero no había otra respuesta razonable.

—¡Santo cielo! —Lally enarcó las cejas—. ¿No se encuentra bien?

—Me encuentro muy bien, gracias. —Se estaba convirtiendo en una ardua tarea el mantener un tono amistoso. Sintió ganas de decirle que no tenía por qué darle cuenta de lo que hacía, pero ello habría dado al traste con sus propósitos. Necesitaba al menos una aliada, si no podía ser una amiga—. Hemos venido por Gracie —mantuvo el tono educado con esfuerzo—. Acaba de enterarse de que su tío ha muerto y que ha dejado a su tía en una situación muy difícil, con toda probabilidad al amparo de la parroquia. Tal vez usted tuviera la amabilidad de decirme qué damas de la vecindad se dedican con más ahínco a las obras de caridad y pudieran darme razón de ella.

Lally se debatía entre la antipatía que sentía por Charlotte y la compasión que le inspiraba Gracie, quien la miraba con cierta beligerancia, aunque Lally parecía entender que era a causa de su turbación.

—¿No conoces su dirección? —Miró a Gracie, como si Charlotte no hubiera estado presente. Era una pregunta muy comprometida.

La mente de Gracie pensó con celeridad.

—Conocía dónde vivían, señora. Pero me temo que como el pobre tío Albert se ha ido tan de repente, y no tenía casi nada que dejarle, se habrán quedado en la calle. No tenían dónde ir, salvo la parroquia.

La expresión de Lally se suavizó.

—No se ha dado sepultura a ningún Albert en esta parroquia, chiquilla. Por lo menos en más de un año. Y créeme que tomo nota de todos los funerales que hay. Es mi deber de cristiana, y mi deseo. ¿Estás segura de que está aquí en Highgate?

Gracie no miraba a Charlotte, pero tenía aguda conciencia de su presencia apenas a un metro de ella.

—Oh, sí señora —replicó muy seria—. Estoy segura de que eso fue lo que dijeron. A lo mejor si usted pudiera decirnos los nombres de las otras damas que ayudan a los necesitados, podríamos preguntarles si ellas lo saben. —Sonrió con expresión suplicante, haciendo un esfuerzo por recordar el propósito que la había llevado hasta allí. Era, después de todo, la mayor muestra de lealtad que podía ofrecer. Aquello debía ser además una de las exigencias del trabajo detectivesco: enterarse de los hechos que la gente era reacia a confesar.

Lally se dio por vencida, aun a su pesar. Ignorando en todo momento a Charlotte, dirigió su respuesta a Gracie.

—Desde luego. La señora Hatch tal vez podría ayudarte, o la señora Dalgetty, o la señora Simpson, la señora Braithwaite o la señorita Crombie. ¿Quieres sus direcciones?

—Oh, sí señora, si tuviera usted la bondad.

—Desde luego. —Lally rebuscó en su bolso un trozo de papel, pero no encontró con qué escribir.

Charlotte sacó un lápiz y se lo entregó. Ella lo cogió en silencio, escribió y luego le dio el papel a Gracie, quien lo cogió sin mirar a Charlotte. Le dio las gracias a Lally e hizo una ligera reverencia.

—Es muy amable de su parte, señora.

—En absoluto —dijo Lally. Entonces su expresión se tornó de nuevo sombría y miró a Charlotte—. Buenos días, señora Pitt. Espero que tenga éxito. —Le devolvió el lápiz—. Y ahora, si quiere disculparme, tengo que acabar de arreglar varios jarrones de flores y hacer algunas visitas. —Dicho lo cual les dio la espalda y se puso a insertar con furia margaritas en la retícula situada al efecto en la boca del jarrón, disponiéndolas en variados ángulos.

Charlotte y Gracie salieron, con la vista baja hasta que estuvieron fuera. En aquel momento Gracie le tendió el papel a Charlotte con una sonrisa triunfal.

Charlotte lo leyó.

—Lo has hecho como una auténtica experta, Gracie —le dijo—. ¡No habría podido arreglármelas sin ti!

Gracie se ruborizó de placer.

—¿Qué pone, señora? Soy incapaz de leer esa letra.

Charlotte miró aquella curvada y poco elegante caligrafía.

—Es exactamente lo que queríamos —repuso—. Los nombres y direcciones de algunas mujeres que pueden saber por dónde comenzó Clemency su labor. Empezaremos ahora mismo por Maude Dalgetty. Su estilo me gustó bastante en el funeral. Creo que es una mujer sensible de espíritu generoso. Era amiga de Clemency, así que espero que esté dispuesta a ayudarnos.

Y así resultó. Maude Dalgetty era una mujer sensible y la encontraron en buena disposición de ayudar. Las recibió en una salita soleada llena de macetas con rosas tardías. La estancia era elegante y proporcionada y estaba amueblada con distinción, aunque muchos muebles tenían aspecto de usados. Había hendiduras y pequeñas abolladuras en algunas orlas de las lámparas y las cintas de las cortinas se veían algo desgastadas. En la araña del techo faltaban algunas lágrimas de cristal. Pero el calor de la habitación era incuestionable. Los libros estaban usados, había uno abierto en una mesita arrimada a la pared. Había también un cesto de costura con labores de zurcido y bordado visibles a medio terminar. La pintura que había sobre la repisa de la chimenea, realizada haría unos diez o doce años, era un retrato de la propia Maude, sentada en un jardín en un día de verano, con la luz bañándola. Era innegable que había sido toda una belleza, que conservaba en su mayor parte e incluso algo más proporcionada.

Junto al fuego dormían hechos un ovillo dos gatos entrelazados.

—¿En qué podría ayudarles? —dijo Maude en cuanto hubieron entrado. No prestaba menos atención a Gracie que a Charlotte—. ¿Les apetecería una taza de té?

Era demasiado temprano para aceptar aquella invitación, pero Charlotte apreció la sinceridad con que había sido ofrecida y como tenía sed y no había comido nada, e imaginó que Gracie estaba en la misma situación, aceptó.

Maude dio las instrucciones correspondientes a la doncella y volvió a preguntarles en qué podía ayudarles.

Charlotte dudó. Sentada en aquella acogedora habitación y observando el inteligente rostro de Maude, no sabía si no sería mejor arriesgarse a decir la verdad en lugar de una mentira, por plausible que fuera. Pero entonces pensó en la muerte de Clemency, y en la de Lindsay que en tan breve espacio de tiempo la había seguido, y cambió de idea. Dondequiera que estuviera el meollo del crimen, sus tentáculos era muy probable que llegaran hasta allí. Una palabra imprudente, aunque fuera dicha por una persona inocente, podía desencadenar más violencia. Una de las consecuencias más tristes de un asesinato era la pérdida de la confianza. Uno acababa por ver la traición por todas partes y por sospechar la mentira en cualquier respuesta. En cualquier palabra dicha con enojo o descuido se intuía la codicia o el odio, y en cualquier comentario receloso, una envidia disimulada.

—Una tía de Gracie que vive en esta localidad ha enviudado —explicó—. Teme que se halle en una situación de precariedad, tal vez hasta el extremo de verse en la calle.

El rostro de Maude mostró preocupación, pero no interrumpió a Charlotte.

—Si hubiera recurrido al auxilio parroquial, tal vez usted sabría qué ha sido de ella. —Charlotte trató de infundir en su voz la perentoriedad que habría tenido en caso de haber sido verdad. Vio la compasión reflejada en los ojos de Maude y se odió a sí misma por su hipocresía. Se apresuró a proseguir para ocultarlo—. Y si usted no, quizá lo sepa alguna otra persona. Tengo entendido que la difunta señora Shaw se preocupaba mucho por este tipo de casos. —El rubor le subió a las mejillas. Aquél era el género de mentira que más despreciaba.

Maude apretó los labios y pestañeó para controlar el evidente dolor que desencajó su semblante.

—Ya lo creo que se preocupaba —dijo con amabilidad—. Pero si hubiera llevado alguna clase de anotación acerca de las personas a las que ayudaba, habría quedado destruida al arder la casa. —Se volvió hacia Gracie, por cuanto era de su tía de quien se estaba hablando—. La única otra persona que tal vez sepa algo es Matthew Oliphant, el coadjutor. Ella confiaba mucho en él, quien le daba consejo, y posiblemente ayuda. Ella hablaba muy poco de su labor, pero sé que con el tiempo se había ido dedicando a ella con más entrega. La mayor parte de su actividad no la llevaba a cabo en la parroquia, ¿saben? No puedo asegurarles que hubiera tenido conocimiento de cualquier caso de la localidad. Tal vez pudiera ayudarles mejor la señora Hatch, o quizá la señora Wetherell.

La doncella regresó con el té y unos sándwiches deliciosos, hechos a base de pan finísimo y de tomate cortado en trocitos. Durante unos minutos Charlotte se olvidó del objeto de su visita y se entregó a disfrutar del refrigerio. Gracie, que además de no probarlo jamás había visto siquiera nada tan fino, estaba absolutamente maravillada.

Era primera hora de la tarde y se estaba nublando cuando Percival detuvo el carruaje junto a la casa de huéspedes donde vivía Matthew Oliphant. Ayudó a bajar a Charlotte y luego a Gracie, y las vio alejarse por el camino hasta llamar a la puerta de la casa antes de volver al asiento del coche y prepararse para la espera.

Una doncella les informó que el señor Oliphant estaba en la sala de estar y que les recibiría sin duda, por cuanto parecía recibir a todo el mundo.

Se dirigieron pues a la sala de estar, una estancia impersonal amueblada con extremo conservadurismo, en la que se veían butacas con antimacasares, un retrato de la reina sobre la chimenea y otro de Gladstone en la pared opuesta, varios dechados con textos religiosos, tres pájaros disecados entre cristales, varios pomos de flores secas, una comadreja disecada en una jaula y dos aspidistras. A Charlotte todo aquello le hizo pensar en el tipo de cosas que quedan en un lugar cuando todo el mundo se ha llevado lo que le gustaba. Era incapaz de imaginar qué persona hubiera podido elegir voluntariamente aquellos objetos. Matthew Oliphant seguro que no, con su expresión irónica e imaginativa, que en ese momento se levantaba de la silla para saludarlas tras dejar la Biblia abierta sobre la mesa. Ni tampoco Stephen Shaw, ocupado escribiendo en el escritorio de persiana junto a la ventana. También él se levantó al ver a Charlotte, con un gesto de sorpresa y satisfacción.

—Señora Pitt, qué agradable verla. —Fue hacia ella con la mano extendida. Miró fugazmente a Gracie, quien permanecía apartada a cierta distancia, atacada de timidez ahora que habían pasado a tratar con caballeros.

—Buenas tardes, doctor Shaw —contestó Charlotte, y se apresuró a disimular su contrariedad. ¿Cómo iba a interrogar al coadjutor con Shaw delante? Iba a tener que cambiar todo su plan de acción—. Ésta es Gracie, mi doncella… —No se le ocurrió qué explicación dar a su presencia, así que no dio ninguna—. Buenas tardes, señor Oliphant.

—Buenas tardes, señora Pitt. Tal vez… tal vez desee estar a solas con el doctor. En ese caso puedo pedirles que me disculpen. Mi habitación no está fría, puedo continuar la lectura allí.

A juzgar por la temperatura del pasillo, Charlotte adivinó que aquello no era más que una ficción.

—Nada de eso, señor Oliphant. Quédese por favor. Ésta es su casa y no me perdonaría haberle apartado del fuego.

—¿Qué puedo hacer por usted, señora Pitt? —preguntó Shaw frunciendo el entrecejo—. Espero que esté usted tan bien como su aspecto sugiere. Y lo mismo le deseo a su doncella.

—Estamos las dos bien, gracias. Nuestra visita no tiene nada que ver con su profesión, doctor Shaw. —No tenía objeto continuar con la historia del tío de Gracie. Él se daría cuenta de inmediato y se burlaría de ambas, no sólo por la mentira en sí, sino por lo torpemente urdida—. No he venido por mí. —Lo miró a los ojos y se sintió desconcertada por la penetrante inteligencia que denotaban, y por la forma directa de sostener su mirada. Hizo una profunda inspiración y se lanzó—. Me he decidido a proseguir la labor a la que estaba entregada su difunta esposa en relación a las viviendas de la gente pobre y sus condiciones de habitabilidad. Me gustaría saber por dónde empezó ella para poder comenzar desde el mismo lugar.

Durante un minuto hubo el más completo silencio. Matthew Oliphant permanecía junto al fuego con la Biblia en la mano, con los nudillos blancos por la tensión, el semblante pálido, y luego enrojecido. Gracie se quedó petrificada. La expresión de Shaw se mudó del asombro a la incredulidad, y a la suspicacia.

—¿Por qué? —dijo con recelo—. Si siente usted la pasión de trabajar en favor de los pobres o los desposeídos, ¿por qué no lo hace con los de su vecindad? —Su voz rozaba el sarcasmo—. Seguro que los habrá. Londres es un hervidero de pobres. ¿Es que vive usted en una zona tan selecta que tiene que venir a Highgate para encontrar gente necesitada?

Charlotte fue incapaz de encontrar respuesta.

—No es preciso que sea tan rudo, doctor Shaw. —Sin darse cuenta imitó el tono de tía Vespasia. Por un momento pensó con espanto que debía sonar ridícula. Entonces miró al doctor Shaw y vio el súbito rubor de vergüenza que afluía a sus mejillas.

—Le pido disculpas, señora Pitt. Tiene usted razón. Por favor, debe perdonarme. —No mencionó siquiera su estado de duelo ni la pérdida de su amigo. Como excusa, habría sido fácil y por debajo de su altura.

Ella le sonrió con todo el afecto y simpatía que sentía por él. Además de lo mucho que le gustaba.

—Asunto olvidado. —Desechó el episodio con su particular encanto—. ¿Puede ayudarme? Se lo agradecería mucho. Me gustaría participar yo también en la cruzada que llevaba a cabo su esposa, y conseguir el apoyo de otras personas si pudiera. Sería una tontería no aprovechar todo lo que ella consiguió. Se granjeó una gran admiración por su labor.

Despacio y en silencio, Matthew Oliphant volvió a sentarse, abrió la Biblia y la dejó del revés.

—¿De veras? —Shaw frunció el entrecejo con gesto concentrado—. No veo el beneficio que pudiera usted sacar. Trabajaba sola, por lo que sé. Lo que es seguro es que no lo hacía con las damas de la parroquia, ni con el vicario. —Suspiró—. ¡Claro que el viejo Clitheridge, pobre, no sé si sería capaz de romper con sus propias fuerzas ni una hoja de papel! —La miró con gravedad, pero con una especie de admiración risueña en los ojos que la desconcertó un poco.

Por la mente de Charlotte cruzaron un par o tres de pensamientos absurdos, que se apresuró a desdeñar con rubor en las mejillas.

—De todos modos me gustaría intentarlo —insistió ella.

—Señora Pitt —dijo él con amabilidad—, no puedo decirle casi nada, sólo que Clemency se preocupaba mucho por ciertas reformas legales. De hecho me parece que le preocupaba más que cualquier otra cosa en este mundo. —Palideció ligeramente—. Pero si, como sospecho, lo que usted desea es descubrir quién incendió mi casa, no conseguirá nada por ese camino. Era yo el objetivo de aquel incendio, lo mismo que el del que causó la muerte del pobre Amos.

Charlotte sentía a la vez una profunda pena por él y una frustración repentina. La habían descubierto a la primera.

—¿De veras? —Arqueó las cejas—. ¡Qué arrogante por su parte! ¿Presupone usted que era la única persona importante en ambos casos y que sólo usted es capaz de suscitar la suficiente pasión o miedo para que alguien pueda desear su muerte?

Había ido demasiado lejos, lo que provocó una explosión de genio.

—Clemency era una de las mejores mujeres de este mundo. Si la hubiera conocido, no necesitaría que yo se lo dijera. —Tenía los hombros tensos y encogidos—. No hizo nada en toda su vida como para levantar el tipo de locura enfermiza requerida para quemar casas y poner en peligro las vidas de sus ocupantes. Por el amor de Dios, si es que quiere inmiscuirse, ¡al menos sea eficiente!

—¡Eso intento! Pero usted está empeñado en ponerme obstáculos. Casi estoy tentada de pensar que no quiere que se resuelva el caso. No quiere ayudar. No quiere contarle nada a la policía. Se encierra en sus confidencias como si fueran secretos de estado. ¿Qué se imagina que vamos a hacer con ellas, sino atrapar a un asesino?

Shaw dio un respingo y se puso rígido.

—No conozco secreto alguno que pueda servir para atrapar a nadie, salvo a algún que otro pobre diablo que preferiría mantener sus enfermedades ocultas antes que difundirlas por todo el vecindario para que cualquier entrometido se ponga a hablar y hacer especulaciones. Santo Dios, ¿es que no cree que quiero que atrapen al asesino, quienquiera que sea? Ha matado a mi mujer y a mi mejor amigo… y puede que yo sea el próximo.

—No se lo crea tanto —repuso ella, pues de repente se había evaporado su rabia y se sentía culpable por haber sido tan implacable. Ahora no sabía cómo salir de la situación que ella misma había creado—. A menos que sepa usted quién es, como al parecer lo sabía el pobre señor Lindsay, es probable que su vida no corra el menor peligro.

De pronto Shaw cogió un cenicero y lo arrojó a un rincón de la estancia, donde se hizo añicos. Luego salió dando un portazo.

Gracie seguía aún inmóvil con los ojos como platos.

Oliphant levantó la vista de la Biblia y se dio cuenta por fin de que estaba del revés. Se apresuró a cerrarla y se puso en pie.

—Señora Pitt —dijo con suavidad—. Yo sé por dónde empezó la señora Shaw, y también algunos de los lugares a los que la llevó su labor. Si lo desea, la acompañaré.

Charlotte miró su rostro de rasgos marcados y agradables y el dolor sosegado que desprendía, y se sintió avergonzada por su estrepitosa intromisión.

—Gracias, señor Oliphant, le estaría muy agradecida.

Percival los llevó. Estaba un buen trecho más allá del término de Highgate, hacia Upper Holloway. Se detuvieron en un callejón estrecho y se apearon del carruaje, que dejaron una vez más a la espera. Charlotte miró alrededor. Las casas estaban adosadas y, a juzgar por su anchura, contaban con una habitación en el piso de arriba y otra en la planta baja, aunque quizá había más en la parte de atrás, fuera de la vista. Las puertas estaban todas cerradas, con los escalones de piedra blanca bien fregados. No tenía una apariencia mucho más pobre que la calle en que ella y Pitt vivieron de recién casados.

—Venga. —Oliphant avanzó y casi de inmediato giró por una calleja que Charlotte no había advertido.

Percibieron una atmósfera húmeda y malsana, al tiempo que una ráfaga de aire gélido les sopló en el rostro llevándoles el fétido olor de las conducciones y las aguas residuales.

Charlotte tosió y cogió un pañuelo, mientras Gracie se llevaba la mano a la cara, pero no dudaron en seguirlo hasta que encontró y cruzó un pequeño y húmedo patio, desde el otro lado del cual las advirtió que saltaran por encima de las alcantarillas abiertas. En el extremo del patio llamó a una puerta descascarillada y esperó.

Al cabo de unos minutos abrió una chica de unos quince años con una tez gris macilento y el pelo reluciente de suciedad. Tenía los ojos enrojecidos y habló con un tono desafiante en el que se apreciaba un matiz de temor.

—¿Eh? ¿Quiénes son ustedes?

—¿Está la señora Bradley en casa? —preguntó Oliphant con calma a la vez que se abría un poco el abrigo para dejar ver su cuello de clérigo.

La cara de la muchacha se distendió.

—Sí, mamá está en la cama. Se ha puesto enferma otra vez. Ayer vino el médico y le dio algunas medicinas, pero no le han hecho nada.

—¿Puedo entrar a verla? —preguntó Oliphant.

—Sí, supongo. Pero no la despierte si está durmiendo.

—No lo haré —le prometió, y dejó la puerta abierta para que entraran Charlotte y Gracie.

Dentro de la pequeña habitación hacía frío. El papel de la pared rezumaba humedad y estaba manchado de moho, y el aire tenía un olor agrio. No había grifos ni conducciones, y un cubo en un rincón cubierto con una tapa improvisada servía a las necesidades de la naturaleza. Unas desvencijadas escaleras llevaban al piso de arriba a través de una abertura en el techo. Oliphant pasó el primero y previno a Charlotte y Gracie de que esperaran a subir por turnos, por si las escaleras no resistían el peso de las dos juntas.

Charlotte emergió a una habitación con dos camitas de madera, ambas cubiertas de mantas. En una yacía una mujer que a primera vista aparentaba la edad de la madre de Charlotte. Tenía la cara escuálida, la piel marchita y apergaminada y los ojos tan hundidos que los pómulos daban al rostro aspecto de calavera.

Al acercarse, Charlotte vio que el pelo abundante y la piel del cuello que sobresalía del camisón remendado eran los de una mujer que no tendría más de treinta años. En su delgada mano sostenía un pañuelo manchado de sangre.

Los tres permanecieron un minuto en silencio con la mirada fija en la mujer dormida, dominados por un sentimiento de piedad impotente y silencioso.

Cuando estuvieron de nuevo en el piso de abajo, Charlotte se volvió hacia Oliphant y la niña.

—¡Tenemos que hacer algo! ¿Quién es el propietario de este… de este establo ruinoso? Si no sirve ni para guardar caballos, ¿cómo es que viven mujeres en él? Habría que denunciarlo. ¿Quién cobra el alquiler?

La muchacha estaba blanca como el papel.

—¡No lo haga, por favor, señorita! Por favor se lo ruego, no nos haga eso. Mi mamá se morirá si la echa usted a la calle… y Alice, Becky y yo tendremos que ir al hospicio. Por favor, no lo haga. No hemos hecho nada malo, de verdad que no. Pagamos el alquiler, se lo juro.

—No quiero echaros. —Charlotte estaba horrorizada—. Quiero obligar al propietario a adecentar este lugar para que puedan vivir personas.

La muchacha la miró con incredulidad.

—¿Qué quiere decir? Si armamos follón nos echarán. Hay mucha gente que desearía vivir aquí… y tendríamos que buscar otro sitio que podría ser peor. ¡Por favor, señorita, no lo haga!

—¿Peor? —dijo Charlotte—. Pero tiene que acondicionar esto, tiene que ponerlo en condiciones para poder vivir. Deberían tener agua, al menos, y canalizaciones de desagüe. No es de extrañar que tu madre esté enferma…

—Se recuperará, déjela dormir un poco, ya verá. Estamos muy bien, señorita. Déjenos tranquilas.

—Pero si…

—Eso le pasó a Bessie Jones. Se quejó y ahora está viviendo en St. Giles, y no tiene más que un rincón de habitación para ella. Déjenos, por favor señorita.

Su miedo era tan palpable que Charlotte no pudo hacer otra cosa que prometerle que no diría nada y jurarlo delante de Matthew Oliphant. Se marchó temblando y con una creciente sensación de náusea en el estómago. Y con un intenso sentimiento de ira.

—Mañana la acompañaré a St. Giles —dijo Oliphant una vez estuvieron en la calle principal—. Si es que quiere ir.

—Quiero ir. —Charlotte no vaciló. Si lo hubiera hecho tal vez habría perdido su determinación—. ¿Había venido ya con Clemency? —preguntó con voz más sosegada mientras trataba de imaginar el itinerario que estaba repitiendo y pensaba en el desasosiego de Clemency al ver escenas como aquélla—. Supongo que se conmovería mucho.

Él se volvió hacia ella, con el rostro inesperadamente iluminado por un recuerdo que a pesar de toda su sordidez guardaba alguna belleza para él, que de tal modo brillaba en su mente y lo animaba que por un momento pareció olvidarse del frío y la inmundicia de la calle.

—Sí… vinimos aquí —respondió con dulzura—. Y también fuimos a St. Giles, y de allí hacia el este, a Mile End y Whitechapel… —Acariciaba las palabras como si hubiera estado hablando de las ruinas de Isfahán, o de la ruta dorada de Samarkanda.

Charlotte dudó un breve instante antes de lanzar la siguiente pregunta, sin saber lo que de pronto se le hizo evidente.

—¿Y sabría decirme cuál fue el último lugar que visitó?

—Si lo supiera, señora Pitt, me habría ofrecido a acompañarla —dijo él con gravedad y una pizca de rubor en las mejillas—. Sólo sé la dirección que tomó, ya que no estuve con ella cuando encontró a Bessie Jones. Sólo sé que la encontró, pues me lo dijo luego. Ojalá Dios hubiese querido que yo hubiera estado. —Luchaba por dominar su angustia, cosa que casi consiguió—. Tal vez habría podido salvarla. —Se le quebró la voz, que acabó ronca y casi inaudible.

Charlotte no podía discutirlo, aunque tal vez para entonces Clemency y sus acciones habían asustado ya a aquellos señores y propietarios, cuya codicia había acabado por destruirla.

Oliphant se volvió, en un esfuerzo por dominarse.

—Pero si desea ir, yo intentaré llevarla… hasta allí donde usted sienta peligro. Si damos con el lugar preciso, entonces… —Guardó silencio. La conclusión no era necesaria.

—¿Usted no tiene miedo? —preguntó Charlotte, no por desafiarlo sino porque estaba segura de que no lo tenía. Había sentimientos que lo atormentaban hasta el punto de sentirse desnudo, pero el miedo no se contaba entre ellos: sentía ira, piedad, indignación, desamparo, pero no miedo.

Se volvió de nuevo hacia ella, con un rostro por un momento casi hermoso por el reflejo de su humanidad.

—Usted desea continuar la labor de Clemency, señora Pitt… y me parece que tal vez algo más que eso: quiere saber quién la mató y desvelarlo a la luz pública. Pues yo también.

Ella no contestó, no era necesario. Vislumbró ligeramente lo mucho que aquel hombre se había encariñado con Clemency. Jamás lo diría, ella era una mujer casada, mayor que él y de un estrato social superior. Era imposible cualquier cosa que no fuera mera amistad. Pero eso no había alterado sus sentimientos, ni menguado su dolor por la pérdida.

Charlotte le sonrió con educación, como si no se hubiera dado cuenta de nada, y le dio las gracias por su ayuda. Ella y Gracie le estaban muy agradecidas.

Por supuesto le explicó a Pitt lo que estaba haciendo, y con qué objeto. Podía haberlo evitado si Vespasia no se hubiera llevado a los niños a casa de Caroline, pero tenía que explicar la ausencia de los pequeños y no estaba de humor para engaños.

Lo que no le dijo fue cómo era el lugar al que iba a ir, por cuanto nada de lo que ella había conocido hasta entonces habría podido decirle dónde iba a llevarla su misión durante los dos días siguientes.

Ella, Oliphant y Gracie fueron conducidos por Percival de calle en calle, cada vez más estrechas, oscuras y sucias, tras la pista del ocaso de la infortunada Bessie Jones. Gracie resultó de inestimable ayuda, por cuanto ya había visto antes aquellos lugares y comprendía la desesperación que hacía que hombres y mujeres aceptaran aquella clase de vida antes que perder su frágil abrigo, por pobre que fuera, y verse en la calle, donde acabarían hacinados en los portales, temblando de frío y expuestos a las inclemencias del tiempo y los actos de violencia.

Por fin, en la tarde del tercer día, encontraron a Bessie Jones, del mismo modo que Clemency Shaw hiciera antes que ellos. El encuentro tuvo lugar en el corazón de Mile End, cerca de Whitechapel Road. Parecía haber una inusual cantidad de policías por la zona.

Bessie estaba acurrucada en el rincón de una habitación de no más de tres por cinco metros, ocupada por tres familias, una en cada rincón. Había en total unas dieciséis personas, incluidos dos bebés de pecho que lloraban sin cesar. Arrimada contra una de las paredes había una panzuda estufa que apenas desprendía calor. Había algunos cubos para hacer las necesidades, pero no había colector alguno donde vaciarlos, ni los cubos ni ningún otro tipo de desperdicio, salvo un sumidero taponado en el patio cuyo hedor llenaba el aire y contaminaba las ropas, el pelo y la piel. No había agua corriente. Para lavar, cocinar o beber, tenía que traerse el agua en un cubo desde una bomba situada a trescientos metros calle arriba.

No había más mobiliario que una desvencijada silla de madera. Las personas dormían bajo los pedazos de harapos o de mantas que podían reunir para calentarse. Hombres, mujeres y niños no tenían otra cosa que poner entre sus cuerpos y las tablas del suelo más que harapos y estopa, y los despojos de la industria textil que no servían ni para fabricar trapos para la limpieza.

Por encima del llanto de los niños y de la sonora respiración de un anciano que dormía bajo la ventana rota cuyo marco no era más que una pieza suelta de linóleo, se oían los chillidos y los correteos de las ratas. Del piso de abajo llegaban los estridentes sonidos de una taberna y los gritos que proferían los borrachos cuando se peleaban, blasfemaban o entonaban retazos de canciones soeces. Dos mujeres yacían inconscientes en la cuneta mientras un marinero hacía sus necesidades junto a una pared.

Por debajo del nivel de la calle, en sótanos mal iluminados, cien mujeres y chicas se sentaban codo con codo en el interior de una fábrica de explotación para coser camisas a cambio de unos peniques al día. Aun así, aquello era mejor que la fábrica de cerillas con su fósforo tóxico.

Encima de la fábrica, un burdel se preparaba para el comercio nocturno. A veinte metros de distancia se veían filas de hombres sentados en bancos, con las mentes a la deriva por efecto de los dulces sueños del opio.

Bessie Jones estaba agotada, exhausta por una lucha estéril, aunque contenta al menos de estar protegida de la lluvia y de tener una estufa junto a la que acurrucarse por la noche y dos rebanadas de pan para comer.

Charlotte vació su bolso pero se dio cuenta de que era una acción torpe y fútil; el dinero le quemaba en la mano.

Hasta ese momento había seguido el mismo camino emprendido por Clemency Shaw y había sentido todo lo que ésta debió sentir, pero no había encontrado pista alguna que apuntara hacia quién podía haberla matado, si bien el móvil se le antojaba bastante obvio. Si se hacía pública la identidad de los propietarios de lugares como aquél, habría algunos a los que les traería sin cuidado, aquellos que no tuvieran una reputación o una posición social que perder. Pero a buen seguro habría otros que obtenían su dinero de un sufrimiento tan hondo como aquél y que estarían dispuestos a hacer lo que fuera con tal de mantenerlo en secreto y llamarlo por cualquier otro nombre. Decir que alguien poseía propiedades hacía pensar en haciendas en los condados de la campiña, o en tierras de labranza, o en ricas tierras productoras de pastos, vacas y madera… pero nunca en la miseria, el crimen y la enfermedad que Charlotte y Gracie habían visto en aquellos pocos días.

Al llegar a casa se despojó de toda la ropa, camisa interior y enaguas incluidas, la puso en remojo para lavar y le dijo a Gracie que hiciera lo mismo. Era incapaz de imaginar un jabón que pudiera eliminar el olor de inmundicia —que permanecería siempre aunque sólo fuera en el recuerdo—, pero al menos el mero acto de hervirla y frotarla ayudaría.

—¿Qué piensa hacer ahora, señora? —preguntó Gracie con los ojos muy abiertos y la voz ronca. Tampoco ella había visto nunca tanta inmundicia.

—Vamos a averiguar quiénes son los propietarios de esos abominables lugares —repuso Charlotte con ceño.

—Y que uno de ellos fue quien mató a la señorita Clemency —añadió Gracie quitándose la ropa y abrigándose con un viejo vestido de Charlotte. La cintura le venía por las caderas y la falda le arrastraba por el suelo. Tenía tal aspecto de niña que a Charlotte la asaltó un sentimiento de culpabilidad por haberla involucrado en tan espantosa aventura.

—Así lo creo. ¿Tienes miedo?

—Sí, señora. —El pequeño y delgado rostro de Gracie se ensombreció—. Pero no pienso abandonar ahora. Quiero ayudarla, y nadie podrá impedírmelo. Y tampoco dejaré que vaya sola a esos sitios.

Charlotte le dio un fuerte abrazo, que la pilló tan por sorpresa que se ruborizó intensamente.

—No podría ir sin ti —dijo Charlotte con franqueza.

Mientras Charlotte y Gracie seguían los pasos de Clemency Shaw, Jack Radley fue a visitar a uno de sus amigos de peor reputación de sus tiempos de jugador, de cuando aún no conocía a Emily, para persuadirle de lo interesante y provechoso que podía resultar darse una vuelta por algunos de los peores barrios de casas de alquiler de Londres. Anton le manifestó en un primer momento sus dudas acerca del interés de tal actividad, pero cuando Jack le prometió su cortacigarros de plata, comprendió lo provechoso del asunto, por lo que accedió a acompañarlo.

Jack prohibió a Emily que fuera con ellos. Por primera vez desde el comienzo de su relación no admitió ningún género de réplica.

—No debes venir —dijo con una sonrisa encantadora pero mirada firme.

—Pero… —empezó a protestar devolviéndole la sonrisa y esperando que se ablandara para tratar de contraatacar. Para su sorpresa, no encontró ninguna fisura—. Pero… —repitió.

—No debes venir, Emily. —No había el menor parpadeo en sus ojos ni el más ligero rictus en su boca—. Si obtuviéramos algún resultado y tú estuvieras en medio, sería muy peligroso. Recuerda la razón por la que hacemos esto, y no empieces a discutir. Sería una pérdida de tiempo, porque digas lo que digas no vas a venir. —Inhaló hondo.

—Está bien —aceptó Emily con toda la buena voluntad de que fue capaz—. Si eso deseas.

—Es más que un deseo, cariño —dijo con un primer atisbo de sonrisa—. Es una orden.

Cuando él y Anton se hubieron marchado, dejándola en lo alto de los escalones de la entrada, se sintió completamente traicionada. Después, cuando lo pensó con más calma, se dio cuenta de que Jack lo había hecho para protegerla tanto de las incomodidades de la visita como de la tristeza que le habría causado todo aquello que habría visto de forma inevitable. Se sintió complacida entonces ante la preocupación mostrada por su esposo. Si bien era verdad que no le gustaba que le negaran algo o le llevaran la contraria, tampoco le gustaba saberse por encima de los deseos de su esposo. Hacer siempre lo que a una le da la gana puede llegar a resultar muy poco gratificante.

Con toda una tarde ociosa por delante y la mente convertida en un hervidero de preguntas, ordenó que le prepararan el carruaje de repuesto. Tras una cuidadosa elección, se puso un vestido nuevo del salón Worth de París, de un azul oscuro que le resaltaba el color del cabello y con profusos bordados en la parte delantera y los dobladillos, y salió para visitar a cierta dama cuya riqueza e intereses familiares eran mayores que sus escrúpulos. Esto lo sabía por amigos de la alta sociedad a los que conoció en el pasado, en lugares donde la nobleza de cuna y el dinero se tenían más en cuenta que los afectos personales o cualquier forma de respeto.

Emily se apeó del coche y subió los escalones del domicilio de Park Lane. Al abrirse la puerta, presentó su tarjeta de visita y aguantó firme mientras la leía una ligeramente desconcertada doncella. Era una de las tarjetas anteriores a su reciente matrimonio y en la que todavía se leía: «Vizcondesa de Ashworth», cosa bastante más impresionante que «Sra. de Jack Radley».

Lo normal era que una dama dejara su tarjeta de modo que la señora de la casa le devolviera a ella la suya con el fin de fijar un encuentro en el futuro, pero era evidente que Emily no tenía intención de marcharse. La doncella se veía en la obligación de elegir entre pedirle que se fuera o invitarla a entrar. El título que figuraba en la tarjeta de presentación no le dejó lugar a la duda.

—Entre por favor, milady. Iré a ver si lady Priscilla puede recibirla.

Emily aceptó con cortesía y, con la cabeza en alto, atravesó el gran vestíbulo atiborrado de retratos familiares y en el que había incluso una armadura sobre un pequeño pedestal de madera. Se acomodó en la salita de las visitas, delante del fuego, hasta que volvió la doncella y la acompañó arriba, al tocador del primer piso, la habitación de entrevistas especialmente diseñada para las damas.

Era una estancia decorada con exquisitez al estilo oriental, que tan popular se había hecho en los últimos tiempos. Estaba repleta de objetos chinos de todo tipo: cajas lacadas, un biombo de seda bordada, pinturas paisajísticas en las que aparecían montañas flotantes entre brumas y saltos de agua y unas figuras diminutas como puntitos negros que viajaban por caminos interminables. Había un aparador con anaqueles de cristal que contenía por lo menos veinte figuras de jade y marfil y dos abanicos tallados en marfil que parecía blanco encaje que se hubiera convertido en piedra.

Lady Priscilla tendría unos cincuenta años. Era delgada y llevaba el pelo de un color negro tan oscuro que sólo sus más fieles amigas podían creer que era natural. Vestía un vestido de tonos magenta y rosa, también con encajes, pero distribuidos de forma perfectamente simétrica. Comprendió su error tan pronto vio a Emily.

—¡Lady Ashworth! —exclamó con una sorpresa de cortesía—. Qué encantador por su parte venir a verme… y qué inesperado.

Emily sabía muy bien que aquélla quería decir «qué falta de educación venir sin avisar como es debido», pero había ido con un propósito práctico que no tenía intención de poner en peligro con impulsivas palabras.

—Deseaba encontrarla sola —repuso Emily con una ligera inclinación de la cabeza—. Necesito pedir cierto consejo confidencial, y se me ocurrió que nadie en Londres podría dármelo mejor que usted.

—¡Qué amable! ¡Cómo me halaga! —exclamó lady Priscilla con una expresión en que la vanidad no superaba la curiosidad—. ¿Qué puede haber que yo sepa y que usted no sepa tan bien como yo? —Sonrió—. Un pequeño escándalo, tal vez… Pero en ese caso seguro que no habría venido expresamente por eso a estas horas del día.

—No me desagrada la idea. —Emily se sentó en la silla que le indicaban—. Pero no estoy aquí por eso. Lo que busco es consejo, en ciertos asuntos en los que tengo ahora la libertad de ser dueña de mí misma… —Lo dejó en el aire, mientras veía cómo el incisivo rostro de Priscilla adquiría una expresión de sumo interés.

—¿Dueña de usted misma? Claro, me enteré del fallecimiento de lord Ashworth… —Compuso una expresión de apropiada solicitud—. Querida, qué desgracia. Cuánto lo lamento.

—Bueno, ahora ya ha pasado el tiempo. —Emily descartó la cuestión de un manotazo—. Me he vuelto a casar, ¿sabe?

—Pero su tarjeta de presentación…

—Oh… ¿Es que le di una de las viejas? Pero qué descuidada soy. Tengo que disculparme. Cada vez estoy más corta de vista.

Priscilla tuvo en la punta de la lengua decir «un par de gafitas no le vendrían mal», pero no quiso ser demasiado ofensiva por si perdía la oportunidad de enterarse del motivo de la consulta de Emily. ¿Cómo podría luego contarlo si no?

—No tiene importancia —musitó.

Emily sonrió algo confusa.

—Es usted muy generosa.

—¿En qué puedo ayudarla? —se ofreció Priscilla con toda intención.

—Bien… —Emily se reclinó en su asiento. Aquello hubiera podido resultar de lo más entretenido, pero no debía perder de vista la razón que la había llevado allí. La muerte de Clemency Shaw era un asunto lo bastante serio como para aplacar cualquier expansión de frivolidad—. Tengo cierta suma de dinero a mi disposición y me gustaría invertirla de manera beneficiosa, a ser posible en algo al mismo tiempo seguro y razonablemente discreto.

—Oh… —Priscilla exhaló despacio, mostrando que comprendía la situación con un ligero gesto—. ¿Le gustaría que le reportase algún beneficio al que no tuviera acceso su familia…? ¿Y está casada en segundas nupcias?

—Sí. —Emily pensó en Jack y le pidió disculpas en silencio—. De ahí la necesidad de la más absoluta… discreción.

—Secretismo total —la tranquilizó Priscilla con los ojos brillantes—. Yo puedo aconsejarla muy bien. Ha acudido en verdad a la persona adecuada.

—Lo sabía —dijo Emily con voz triunfante, porque estaba a punto de descubrir aquello que buscaba exactamente—. Sabía que era usted la persona más indicada. ¿Qué podría hacer con mi dinero? Se trata de una suma bastante sustanciosa, ¿comprende?

—Propiedades inmobiliarias —replicó Priscilla sin titubear.

Emily adoptó una expresión de decepción.

—¿Propiedades inmobiliarias? Pero entonces cualquiera podría averiguar lo que poseo con exactitud y los beneficios que me reporta… ¡que es precisamente lo que quiero evitar!

—Oh, querida… ¡no sea ingenua! —Priscilla movió las manos descartando la idea—. No me refiero a residencias domésticas en Primrose Hill. Estoy hablando de dos o tres bloques de inmuebles viejos en Mile End o en Wapping, o en St. Giles.

—¿Wapping? —dijo Emily con estudiada incredulidad—. ¿Qué valor iba a sacarle a casas como las que hay en esos sitios?

—Podría sacarle una verdadera fortuna. Póngalas en manos de un buen gestor de negocios, que se preocuparía de arrendarlas de forma beneficiosa y de que se cobrara el alquiler todas las semanas o todos los meses, y vería doblado su desembolso en un abrir y cerrar de ojos.

Emily frunció el entrecejo.

—¿De verdad? ¿Cómo iba a conseguir alquilar lugares como ésos para que den un beneficio tan alto? En esos barrios sólo vive gente muy pobre, ¿no? No podrían pagar un alquiler tan alto como el que a mí me gustaría pedir.

—Oh, ya lo creo que podrían —le aseguró Priscilla—. Si los hay en número suficiente, el negocio será de lo más rentable. Se lo prometo.

—¿En número suficiente?

—Pues claro. Si usted no hace preguntas acerca de lo que haga la gente que allí se instale, ni del beneficio que pueden ellos sacar a su vez, lo que puede hacer es alquilar cada una de las habitaciones del inmueble a una docena de personas, quienes las realquilarán y así sucesivamente. Siempre encuentran a alguien que paga más, créame.

—No estoy segura de que me guste que alguien pueda relacionarme con sitios como ésos —objetó Emily—. ¿No es algo un poco…?

—¡Ja! ¿Quién podría relacionarla? Ésa es la razón por la que tiene que actuar a través de un gestor financiero, y de un representante legal, y de sus empleados, y de un recaudador de alquileres, etcétera. Nadie sabrá nunca que es usted la propietaria, salvo su propio hombre de negocios, quien desde luego nunca se lo dirá a nadie. Ése es precisamente su trabajo.

—¿Está segura? —Emily la miraba con los ojos muy abiertos—. ¿Hay más gente que hace esto?

—Por supuesto. Decenas de personas.

—¿Quién, por ejemplo?

—Querida, no sea tan indiscreta. Conseguirá hacerse muy impopular si va por ahí haciendo ese tipo de preguntas. Son personas que están protegidas, al igual que usted lo estará. Se lo prometo, nadie lo sabrá.

—El único problema es que… —Emily se encogió de hombros con exageración y abrió unos ojos inocentes—. La verdad… la gente no lo entendería. ¿No hay nada ilegal en todo esto, supongo?

—Pues claro que no. Aparte de que nadie tiene el menor deseo de infringir la ley —Priscilla sonrió—, hay personas muy respetables con posiciones que conservar… Así que sería también una tontería. —Desplegó sus elegantes manos con las palmas hacia arriba, razón por la cual sus anillos quedaron por un momento ocultos a la vista—. Además, no hay ninguna necesidad de preocuparse. No hay ninguna ley que prohíba hacer lo que le sugiero. Y créame, querida, los beneficios son muy sustanciosos.

—¿Se corre algún tipo de riesgo? —preguntó Emily—. Quiero decir que no habrá gente por ahí exigiendo reformas y cosas de ese tipo, ¿no? Si fuera así uno podría acabar perdiéndolo todo… o quedando expuesta a la ignominia pública…

—Nada de eso —dijo Priscilla sonriendo—. No sé de qué reformadores habrá oído hablar, pero no tienen la más remota posibilidad de conseguir llevar a la práctica ningún cambio real… al menos en las zonas de las que yo le hablo. Se construirán casas nuevas en muchos sitios, en ciudades industriales, pero eso no afectará a las propiedades de que estamos tratando. Barrios de pobres los habrá siempre, querida, y también personas que no tengan ningún otro sitio donde vivir.

Emily sintió un repentino acceso de repulsión. Miró al suelo para disimular su reacción y rebuscó un pañuelo en el bolso de malla. Luego se sonó con fuerza, y con menos delicadeza de lo que cabe esperar en una dama. Entonces compuso un semblante lo bastante natural como para enfrentarse de nuevo a los ojos de Priscilla y hacer pasar por ansiedad su expresión de aversión.

—Sí, creo que era justamente en los barrios pobres donde estaban actuando los reformadores.

El desprecio en el rostro de Priscilla era más que manifiesto.

—Sus temores son infundados, Emily. —El uso de su nombre de pila añadía un matiz de condescendencia a las palabras de Priscilla—. Hay personas muy poderosas involucradas. No sólo no tendría mucho sentido tratar de arruinarlas, sino que además sería extremadamente peligroso. Nada podrá causarle más que, a lo sumo, una pequeña inconveniencia, se lo prometo, que se solucionará sin necesidad de que usted llegue siquiera a enterarse, no digamos ya a intervenir personalmente.

Emily se recostó en la silla y esbozó una sonrisa forzada, aunque a ella le pareció que se limitaba a enseñar los dientes. Sostuvo la mirada de Priscilla sin pestañear, a pesar de que la embargaba un aborrecimiento infinito.

—Me ha dicho exactamente lo que quería saber. Y estoy segura de que es usted totalmente fiable y que conoce a la perfección aquello con lo que trata. No dude que volveremos a vernos en relación con este asunto, o al menos volverá a oír hablar de mí. Muchas gracias por dedicarme parte de su tiempo.

Priscilla sonrió mientras Emily se ponía de pie.

—Siempre me hace feliz el poder asesorar a una amiga. Cuando haya puesto en orden sus cosas y se decida a invertir, vuelva y la pondré en contacto con la persona que mejor podrá ayudarla, y con absoluta discreción.

No se hizo mención alguna del dinero, pero Emily sabía muy bien que estaba sobreentendido, y también estaba segura de que la propia Priscilla contaba con recibir un porcentaje por sus servicios.

—Por supuesto. —Emily hizo una ligera inclinación con la cabeza—. Ha sido usted muy generosa. No lo olvidaré.

Salió de la casa al frío aire de la calle, y hasta el estiércol del pavimento le pareció que suavizaba el ambiente, por comparación al lugar del que se marchaba.

—Llévame a casa —le dijo al cochero mientras éste la ayudaba a subir al carruaje—. Enseguida.

Cuando Jack regresó cansado, con el rostro macilento, ella estaba esperándolo. Ambos se sentían huraños, y con una ira similar.

Se detuvo en el vestíbulo, donde ella había acudido para recibirlo. Al oír sus pasos sobre las baldosas negras y blancas a ella aún se le aceleraba el corazón, y el sonido de su voz al pedirle al criado que le cogiera el abrigo la hizo sonreír. Ella lo miró buscando sus oscuros ojos grises en los que destacaban unas rizadas pestañas que la habían maravillado —y que le había envidiado— la primera vez que lo había visto. A ella le había parecido un hombre demasiado consciente de su propio encanto. Ahora que lo conocía mejor, seguía encontrándolo igual de atractivo, pero conocía además al hombre que había bajo aquella apariencia y le gustaba mucho. Era un amigo excelente y ella sabía el valor de esa cualidad.

—¿Ha sido muy horrible? —No perdió el tiempo con preguntas tontas como «¿cómo estás?». Eso podía verlo en su rostro: estaba exhausto y moralmente herido y guardaba un rencor similar al suyo. Se sentía igual de impotente para cambiar o castigar a los culpables o para socorrer a las víctimas.

—Más de lo que podría expresar con palabras —replicó—. Tendré suerte si puedo desprenderme del olor de la ropa o del regusto de la garganta. No creo que nunca pueda borrar por completo la imagen de tanta miseria. Veo los rostros de esas pobres gentes cada vez que cierro los ojos, como si estuvieran pintados en el interior de mis párpados. —Paseó la mirada a través del enorme vestíbulo de suelo embaldosado, paredes revestidas de roble, pulcra escalinata que ascendía a un descansillo con barandilla, cuadros, jarrones llenos de flores de hasta casi un metro de altura, grandes muebles tallados de madera reluciente y el paragüero con cinco bastones de empuñadura de plata.

Emily sabía en lo que estaba pensando. Por su mente habían pasado aquellas mismas ideas más de una vez. Pero aquélla era la casa de George, la herencia de los Ashworth, y pertenecía por tanto a su hijo Edward. A ella sólo le pertenecía en fideicomiso hasta que su hijo alcanzara la mayoría de edad. Jack también lo sabía, pero a pesar de todo ambos experimentaban cierto sentimiento de culpa por disfrutar de un lujo de una forma tan fácil como si hubiera sido suyo, cosa que en la práctica era.

—Ven a sentarte a la salita —le dijo con dulzura—. Albert puede prepararte un baño. Cuéntame lo que has visto.

La cogió del brazo y la acompañó, mientras con voz pausada y grave le describía el lugar al que Anton lo había llevado. No empleó muchas palabras, no quería ni abrumarla a ella, ni revivir el horror y la piedad sin esperanza que había experimentado durante la visita, ni quería volver a sentir la misma amargura. Le explicó que había visto inmuebles atestados de ratas y piojos cuyas paredes exudaban humedad y manchas enmohecidas, con los sumideros y las conducciones sin tapar y llenos de desperdicios. Había muchas habitaciones que estaban ocupadas por quince o veinte personas, de todas las edades y de ambos sexos, sin ningún tipo de intimidad ni higiene, sin agua ni colectores. Algunos de los tejados y las ventanas estaban tan maltrechos que entraba el agua de la lluvia, pero cada semana pasaban puntualmente a recaudar el alquiler. Algunas personas desesperadas realquilaban los únicos y escasos metros cuadrados de que disponían, con el fin de poder cumplir sus propios pagos.

Se abstuvo de describir las condiciones de las fábricas de explotación de los trabajadores, en las que mujeres y niños trabajaban en sótanos a la luz de gas o de las velas y sin ventilación, dieciocho horas al día, cosiendo camisas, guantes o vestidos para personas que vivían en otro mundo.

No entró en detalles acerca de los burdeles y las tabernas de mala reputación, ni de las angostas y fétidas habitaciones en las que los hombres encontraban el olvido que les proporcionaba el opio. Se limitó a constatar su existencia. Para cuando él había dicho lo que necesitaba decir y había compartido la carga de lo que había visto, para sentir la comprensión de Emily, quien le mostró su angustia por las mismas cosas, su misma conciencia de la humillación y la impotencia, Albert había entrado dos veces para decir que el agua del baño se le estaba enfriando, así que al final entró una tercera vez para informarle que tenía preparado un baño fresco.

Por la noche, estaban en la cama a punto de dormirse, cuando ella le contó por fin lo que había hecho, dónde había estado y las cosas de que se había enterado.

Vespasia planteó sus preguntas a Somerset Carlisle una vez concluidos los trámites parlamentarios del día. Eran más de las once de una noche fría y brumosa cuando la dama estaba por fin de vuelta en casa. Se sentía cansada, pero demasiado preocupada para conciliar el sueño. Algunos de sus pensamientos se centraban en los problemas de los que había tratado con él, pero buena parte de su ansiedad era a causa de Charlotte. No dejaba de sentirse un poco culpable, al menos por la sugerencia de haberle ofrecido a Percival y el carruaje y la prontitud con que ella se había llevado a los niños a casa de Caroline Ellison, lo que había permitido a Charlotte embarcarse en una aventura que podía resultar peligrosa. En aquellos momentos sólo había pensado en Clemency Shaw y en la terrible injusticia de su muerte. Por una vez había permitido que la ira triunfara sobre el sentido común y había enviado a la mujer por la que más afecto sentía a una situación de grave riesgo. Era verdad: sentía por Charlotte un cariño superior a nadie más, ahora que su propia hija había muerto. Y más aún: le gustaba. Disfrutaba de su compañía, de su sentido del humor, de su valor. No sólo había cometido una imprudencia, sino también una irresponsabilidad; ni siquiera había consultado a Thomas, quien era el que más derecho tenía a saber.

Pero no formaba parte de su forma de ser el perder el tiempo con cosas que no podía resolver. Tendría que sobrellevarlo y aceptar su parte de culpa, si la había. No tenía objeto ponerse a escribir a Thomas o ir a hablar con él. Ya se lo diría Charlotte, o no, como quisiera. Y ya le impediría él continuar o no, según lo que fuera capaz. La intervención de Vespasia no serviría ya para enmendar el error.

Pero le costó dormirse.

La noche siguiente se encontraron para cenar en casa de Vespasia, con el fin de comparar sus progresos en las averiguaciones, pero sobre todo para escuchar la exposición de Somerset Carlisle acerca de la situación de la ley contra la que debían luchar y, a ser posible, cambiar.

Emily y Jack llegaron pronto. Emily iba vestida con menos sofisticación de lo que recordaba Vespasia desde que abandonara el luto por George. Jack tenía aspecto cansado. En su siempre bello rostro se veían marcados surcos que aumentaban la seriedad de unos ojos exentos de ironía. Se mostraba cortés por costumbre, pero hasta los cumplidos habituales faltaban en sus labios.

Charlotte se retrasaba, por lo que Vespasia empezó a ponerse nerviosa, mientras su mente iba y venía de la conversación trivial que intercambiaban en aquel momento al asunto del que tratarían durante la velada.

Somerset Carlisle entró con gesto adusto. Miró a Vespasia, luego a Emily y Jack, y evitó preguntar dónde estaba Charlotte.

Pero Charlotte llegó por fin, en el carruaje conducido por Percival. Estaba sin aliento, cansada, con el cabello bastante peor peinado de lo habitual. Vespasia sintió tanto alivio al verla que lo único que fue capaz de hacer fue criticarla por llegar tarde. No se atrevía a mostrar sus emociones, habría sido de lo más inconveniente.

Se dirigieron al comedor y la cena fue servida.

Cada cual informó de lo que había visto o hecho, de forma somera y pasando por alto descripciones innecesarias. Los hechos ya eran bastante terribles. No mencionaron el cansancio, las indisposiciones ante lo que habían visto o el peligro que hubieran podido correr. Lo que habían presenciado estaba muy por encima de cualquier intento de autocompasión o alabanza.

Cuando el último de los reunidos concluyó, todos se volvieron hacia Somerset Carlisle.

Pálido y apesadumbrado, les explicó cómo era la ley con respecto a aquel asunto. Les confirmó lo que todos ya sabían: que era casi imposible descubrir quiénes eran los propietarios si éstos querían permanecer en el anonimato, y que la ley no establecía limitaciones que socorrieran o protegieran al inquilino. No existían requisitos básicos de condiciones de habitabilidad con respecto al agua, al alcantarillado, al abrigo o ningún otro tipo de instalación suplementaria. No había medidas compensatorias con respecto al pago del alquiler o la libertad de desalojo.

—Entonces tenemos que cambiar la ley —dijo Vespasia cuando concluyó Carlisle—. Continuaremos desde el punto en que a Clemency se lo impidieron los asesinos.

—Puede ser peligroso —advirtió Somerset Carlisle—. Vamos a molestar a personas poderosas. Lo poco que he sabido hasta ahora indica que hay miembros de grandes familias que obtienen al menos parte de sus ingresos por esta vía. Algunos de ellos son industriales con enormes fortunas reinvertidas. El asunto alcanza también de una forma directa o indirecta a otros hombres con no menos ambiciones y anhelo de riqueza, hombres que pueden sentirse tentados a vender favores… miembros del Parlamento, jueces del tribunal. Será una lucha muy dura, y ninguna victoria será fácil.

—Es una lástima —dijo Vespasia sin consultar siquiera a los demás con una fugaz mirada—. Pero todo eso es irrelevante.

—Necesitamos más gente asentada en el poder. —Carlisle miró a Jack—. Más hombres en el Parlamento dispuestos a arriesgar un cómodo escaño a cambio de luchar contra los intereses creados.

Jack no contestó, pero habló poco el resto de la noche, y el trayecto de vuelta a casa lo hizo sumido en profundos pensamientos.