Pitt despertó en mitad de la noche al oír los imperiosos e insistentes golpes que, a través de la confusa espesura del sueño, acertó a comprender que procedían de la puerta de la calle. Se deslizó fuera de la cama, al tiempo que notaba cómo Charlotte despertaba también sobresaltada.
—La puerta —balbuceó mientras buscaba la ropa.
Quienquiera que golpease la puerta con tal saña e insistencia requería su presencia. Se puso los pantalones y los calcetines y recordó que las botas las tenía frente a la estufa de la cocina. Bajó las escaleras de forma ruidosa y apresurada, encendió la lámpara de gas del vestíbulo y abrió la puerta principal.
El frío del húmedo aire de la noche le hizo estremecer, pero eso no era nada comparado con la lividez del rostro de Murdo, quien sostenía una linterna que proyectaba su luz amarilla sobre los adoquines del pavimento y la neblina que lo rodeaba. Junto al bordillo distinguió la oscura silueta de una calesa, cuyo caballo humeaba y cuyo cochero estaba embutido en su abrigo.
Antes de que tuviera tiempo de preguntar nada, Murdo dijo con voz temblorosa:
—¡Hay otro incendio! —Olvidó el «señor»—. Se trata de la casa de Amos Lindsay.
—¿Es grave? —preguntó Pitt, aunque intuía la respuesta.
—Pavoroso. —Murdo tenía dificultad para conservar la compostura—. Nunca había visto nada parecido… Se nota el calor a cien metros de distancia y escuecen los ojos al mirarlo. Dios mío, ¿cómo puede alguien hacer una cosa así?
—Entre —dijo Pitt con premura. El aire de la noche era frío.
Murdo vaciló.
—Tengo las botas en la cocina. —Pitt se volvió y dejó que hiciese lo que quisiera. Oyó cerrarse la puerta y a Murdo caminar torpemente de puntillas tras él.
Una vez en la cocina, encendió la luz y se sentó en la silla. Cogió las botas y se las ató bien apretadas. Murdo se acercó a la estufa. Sus ojos se pasearon por la limpia madera de los muebles y la porcelana reluciente en el aparador, y enseguida percibió el olor de la ropa secándose en la cuerda enganchada del techo. Las facciones de su joven rostro habían perdido parte de su desesperación.
Charlotte apareció en la puerta vestida con el camisón de dormir. Se había acercado sin que sus desnudos pies hicieran ruido sobre el linóleo.
Pitt le sonrió con una mueca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mirando a Murdo y luego a su marido.
—Un incendio.
—¿Dónde?
—En casa de Amos Lindsay. Vuelve a la cama. Vas a coger frío.
Charlotte palideció. El pelo le caía sobre los hombros, con reflejos dorados donde le daba la luz de gas.
—¿Quién estaba en la casa? —le preguntó a Murdo.
—No lo sé, señora. No estamos seguros. Estaban intentando sacar a los sirvientes, pero el calor era terrible, se te chamuscaba el pelo de… —Se interrumpió al darse cuenta de que estaba hablando con una mujer y que probablemente no debía decir aquellas cosas.
—¿De qué? —preguntó ella.
Él se sintió abrumado por su torpeza. Miró con expresión de culpabilidad a Pitt, que ya estaba preparado para marchar.
—Las cejas, señora —contestó Murdo.
Ella se dio cuenta de que estaba demasiado conmocionado como para decir mentiras piadosas. Pitt le dio un rápido beso en la mejilla y la cogió por los hombros.
—Vuelve a la cama. Quedarte levantada para coger un resfriado no servirá de ayuda.
—Podrás decirme al menos si… —Entonces se dio cuenta de lo que le estaba pidiendo. Enviar a alguien con un mensaje sólo para disipar sus temores, o para confirmarlos, habría sido una ridícula distracción en un momento en que había cosas más urgentes que hacer, y tal vez personas heridas o afligidas a las que socorrer—. Lo siento.
Él sonrió y luego se volvió y se marchó con Murdo.
—¿Qué hay de Shaw? —preguntó mientras ambos subían a la calesa y ésta se ponía en movimiento. Era evidente que resultaba innecesario decirle al cochero adónde iban. Al cabo de unos instantes, el caballo había pasado de un trote moderado a un galope ligero, y sus cascos golpeteaban los adoquines mientras la calesa se bamboleaba, lo que les hacía ir de un lado a otro e incluso entrechocar con cierta violencia.
—No lo sé, señor, ha sido imposible saberlo. El lugar es un infierno. No lo hemos visto… No es buena señal.
—¿Y Lindsay?
—Tampoco.
—Santo Dios, ¡qué barbaridad! —exclamó Pitt entre dientes, mientras la calesa se ladeaba al doblar una esquina. Las ruedas quedaron unos instantes suspendidas en el aire y aterrizaron con rudeza en los adoquines con una sacudida que le hizo temblar.
El trayecto hasta Highgate se les hizo largo y pesado y ninguno de los dos volvió a hablar. No había nada que decir, ambos estaban absortos imaginando el horno hacia el que se dirigían a toda velocidad y recordando el carbonizado cuerpo de Clemency Shaw que hacía tan poco tiempo había sido el triste resultado de un desastre similar.
El resplandor del incendio se hizo visible tan pronto doblaron en la última esquina de Kentish Town Road en dirección a Highgate Road. En Highgate Rise el caballo se detuvo y el cochero bajó de un salto y abrió la portezuela.
—¡Hasta aquí puedo llevarles!
Pitt se apeó y recibió el impacto del calor.
Se vio envuelto en la confusión que rodeaba el incendio: un fragor difuso, un aire lleno de humo y hollín, un olor acre y abrasivo. El cielo aparecía rojo en su gama más incandescente. En el aire se sucedían estallidos que lanzaban regueros de chispas a decenas de metros de altura, para caer luego en forma de lánguidas cenizas. La calle estaba congestionada por los vehículos de bomberos. Los caballos se encabritaban y relinchaban, mientras los escombros caían a su alrededor. Los hombres trataban de tranquilizarlos en medio de la confusión. Habían llevado mangueras hasta las albercas de Highgate Ponds y se veían filas de hombres con cubos que se pasaban de mano en mano, aunque lo único que hacían era tratar de proteger las casas más próximas a la de Lindsay, que ya nada podía salvar. Cuando Pitt y Murdo aún estaban en mitad de la calzada, una sección del piso superior se vino abajo, las vigas se partieron y cayeron en rápida sucesión, y una enorme llamarada se elevó a más de quince metros. La ola de calor que produjo les hizo retroceder más lejos aún, a refugiarse tras las vallas de la calle.
Uno de los caballos de un carro de bomberos lanzó un lastimero relincho cuando el extremo de un madero le cayó sobre el lomo. Al cabo de unos segundos el olor a pelaje chamuscado llenó el aire colindante. El animal brincó, desbridándose de las manos del bombero que lo sujetaba. Un compañero de éste cogió un balde de agua y se lo lanzó por el lomo.
Pitt se abalanzó sobre el caballo y lo cogió por las riendas, echó su propio peso contra el cuerpo del animal y éste se detuvo con un estremecimiento. Murdo, quien se había criado en una granja, se quitó la chaqueta, la empapó en otro balde de agua y la extendió sobre el lomo del animal.
El jefe de bomberos se dirigía hacia Pitt, con el rostro convertido en una máscara por las manchas de hollín. Sólo los ojos, enrojecidos y desesperados, afloraban a través del tizne. Tenía las cejas quemadas y se le habían inflamado varias contusiones. Llevaba el uniforme sucio y chamuscado, casi irreconocible a causa del agua, el calor y los escombros.
—¡Tenemos a todos los sirvientes! —gritó, lo que le provocó una convulsa tos. Les hizo gestos de que le siguieran hasta donde el calor y el hedor quedaban suavizados por el frescor de la noche, y el estrépito de las paredes al derrumbarse y de la madera al estallar eran menos ensordecedores. Estaba ojeroso y apesadumbrado, no sólo por la pena, sino por su propio fracaso—. Pero no hemos podido sacar a los dos caballeros. —Era innecesario añadir que no había esperanza. Nadie podía salir vivo de aquel infierno.
Era lo que Pitt esperaba, pero oírselo decir a alguien que llevaba años sintiendo a diario la misma esperanza y luchando contra la misma fatalidad le produjo una dolorosa sensación. Sólo en aquellos momentos se daba cuenta de la atracción que Shaw había ejercido sobre él, aun suponiendo que tal vez era el asesino de Clemency. Tal vez esto último sólo lo había aceptado su cerebro, en tanto que su intuición siempre se había negado a admitirlo. En cuanto a Amos Lindsay, nunca había sentido la menor sospecha hacia él, sólo cierto interés, y hasta un brote de afecto al saber que había conocido a Nobby Gunne. Ahora sólo le quedaba un intenso dolor por tanta destrucción. La ira vendría más tarde, cuando la herida fuese menos ominosa.
Se volvió hacia Murdo y vio el infortunio y la desolación reflejados en su demudado rostro. Era demasiado joven e inexperto para arrostrar el asesinato y la repentina y violenta pérdida que acarreaba. Pitt lo cogió del brazo.
—Vamos —le dijo—. No hemos podido evitar este incendio, pero tenemos que atrapar a ese hombre antes de que vuelva a actuar. A ese hombre o esa mujer, porque aún no lo sabemos.
Murdo seguía perplejo.
—¿Qué mujer podría hacer esto? —Señaló con la mano hacia atrás, pero no se volvió.
—Las mujeres son tan susceptibles a las pasiones y el odio como los hombres. Y a la violencia, si cuentan con los medios necesarios.
—Oh, no, señor… —comenzó Murdo de forma instintiva, dispuesto a replicar a partir de sus propios recuerdos personales. Las mujeres podían tener una lengua viperina, eso sí, y el oído siempre presto a cualquier chisme; a veces eran codiciosas, sin duda, y frías; y regañonas, mandonas y criticonas, y volubles, y hasta un poco difamadoras. Pero no eran capaces de actos de una naturaleza tan detestable…
Volvió al presente y su atención se centró en Pitt, quien le hablaba.
—Algunos de los asesinatos más sórdidos a los que he debido enfrentarme fueron cometidos por mujeres, Murdo. Y a algunas de ellas llegué a comprenderlas bastante bien, cuando supe los motivos que las habían inducido a ellos, y me hicieron sentir lástima. Sabemos tan poco de este caso… No conocemos las verdaderas pasiones que subyacen…
—Sabemos que los Worlingham poseen mucho dinero, como también el viejo Lutterworth. —Murdo se esforzaba por hacer inventario—. Sabemos… sabemos que Pascoe y Dalgetty se odian, aunque de ahí a que tenga algo que ver con la muerte de la señora Shaw… —La voz se fue apagando, mientras buscaba algo más relevante—. Sabemos que Lindsay escribía ensayos en favor de la Fabian Society, aunque esto tampoco tiene nada que ver con la señora Shaw. Pero el doctor los aplaudía.
—Resulta difícil pensar que eso pueda inspirar pasiones capaces de encender una pira funeraria como ésta —dijo Pitt con amargura—. No, Murdo. No sabemos casi nada. Pero lo averiguaremos. —Se volvió hacia el jefe de bomberos, quien daba instrucciones a sus hombres con el fin de proteger las casas de las inmediaciones.
—¿Podría suponerse que ha sido provocado de la misma forma? —gritó Pitt.
El jefe de bomberos lo miró con semblante desolado.
—Podría. Se propagó muy deprisa. Recibimos el aviso de dos personas. Una de ellas lo había visto desde la calle, por la parte principal, la que da a la ciudad. La otra lo vio desde la parte que da a Holly Village, por detrás. Por tanto ya tenemos dos puntos de inicio, pero por la rapidez con que ha prendido yo diría que había más.
—Pero antes dijo que pudieron sacar a los sirvientes. ¿Cómo? ¿Por qué no consiguieron sacar a Lindsay y Shaw? ¿Es que sólo prendieron el cuerpo principal de la casa?
—Así parece. Aunque para cuando llegamos ya se había propagado a casi todas las dependencias. Uno de nuestros hombres ha sufrido quemaduras graves y otro se ha roto una pierna al intentar sacar a los sirvientes.
—¿Y dónde están ahora los sirvientes?
—No lo sé. Había un tipo con camisón de dormir y sotana que iba de un lado a otro tratando de ayudar. Con buena intención, supongo, pero sólo estorbaba. Había una mujer con él, bastante más sensata. Otra pareja se habían quedado un poco apartados, mirando, pálidos como fantasmas. La mujer lloraba, pero al menos llevaban mantas… Y ahora si me lo permite, ya contestaré a sus preguntas mañana…
—¿Han podido salvar el caballo? —Pitt no supo por qué había preguntado aquello, como no fuera por algún lejano recuerdo de juventud relacionado con animales aterrorizados en algún incendio conservado en su memoria.
—¿El caballo? —El jefe de bomberos arrugó la frente—. ¿Qué caballo?
—El caballo del doctor… el que tiraba de su coche.
—¡Charlie! —llamó el jefe de bomberos a un hombre con el uniforme mugriento y empapado de agua que cojeaba a unos metros de donde estaban—. ¡Charlie!
—¿Señor? —Charlie se detuvo y se volvió hacia ellos. Tenía las cejas quemadas y los ojos enrojecidos y exhaustos.
—Tú que has estado en la parte de atrás, ¿habéis salvado el caballo?
—No había ningún caballo, señor. Miré en el establo expresamente. No puedo soportar ver morir abrasado un buen animal.
—Tenía que haberlo —insistió Pitt—. El doctor Shaw tenía un coche particular para las llamadas urgentes…
—Tampoco había ningún coche, señor. Cuando llegué el establo aún estaba en pie. No había coche ni caballo. O lo guardaban en otro sitio, o estaban fuera.
¿Fuera? ¿Sería posible que Shaw no estuviera en la casa, que una vez más hubiera escapado al fuego? ¿Y que en toda aquella pira espantosa sólo hubiera muerto Amos Lindsay?
¿Quién podía saberlo en aquellos momentos? ¿A quién podía preguntar? Miró alrededor en medio de la roja noche, en la que se oían aún el restallido de las chispas y el fragor de las llamas. En el extremo de la confusión de vehículos, caballos, baldes de agua, escaleras y hombres agotados y maltrechos pudo ver las dos negras figuras de Josiah y Prudence Hatch, envueltas en una misma aislada e íntima desolación. La figura de Clitheridge, sotana al viento, caminaba a grandes zancadas de un lado para otro, con el brazo extendido y una redoma en la mano. Lally estaba arropando con una manta a una muchachita, una criada de la cocina, presa de tan violentas convulsiones que Pitt podía apreciarlas a través del humo y del tumulto. El criado de Lindsay con el pelo reluciente permanecía de pie, solo, estupefacto, igual que si hubiera estado dormido en posición vertical.
Pitt se dirigió hacia aquel extremo, cuando oyó el repiqueteo de unos cascos de caballo y miró calle arriba, hacia el centro de Highgate. No podía ser otro vehículo de bomberos, ya no tenía ningún objeto, y además no había oído el sonido de las campanas propio de esos carruajes.
Era un coche ligero, del que tiraba un caballo casi al galope y cuyas dos ruedas volaban temerarias sobre los adoquines. Pitt supo mucho antes de verlo que se trataba de Shaw y sintió un intenso alivio, al que siguieron nuevos pensamientos siniestros. Si Shaw estaba vivo, volvía a ser posible que él hubiera provocado los dos incendios, el primero para matar a Clemency y éste para acabar con Lindsay. ¿Por qué Lindsay? Quizá en los pocos días que había permanecido en casa de Lindsay, Shaw se había traicionado al pronunciar una palabra, una expresión imprudente, o incluso al guardar silencio en un momento en que debía haber hablado. Era un pensamiento infame, pero no podía descartarlo.
—¡Pitt! —Shaw casi se cae del estribo del coche al bajar, y ni siquiera se ocupó de atar las riendas, por lo que el caballo quedó suelto. Cogió a Pitt por el brazo, con tal impulso que casi le hizo perder el equilibrio—. ¡Pitt! Por el amor de Dios, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde está Amos? ¿Y el personal? —Tenía el rostro demacrado por el horror.
Pitt lo sujetó para tratar de calmarle.
—Los sirvientes están bien, pero mucho me temo que a Lindsay no han podido salvarle. Lo siento.
—¡No! ¡Oh, no! —prorrumpió Shaw en un grito desgarrado, antes de abalanzarse hacia las llamas tropezando con cuantos encontraba a su paso y apartándoles.
Tras unos segundos de estupefacción, Pitt corrió tras él. En su carrera saltó por encima de una manguera y empujó a un bombero. Alcanzó a Shaw tan cerca del edificio que el calor era insoportable y el fragor de las llamas parecía engullirles. Lo derribó sin contemplaciones.
—¡No puede hacer nada! —gritó Pitt por encima del estruendo—. ¡Lo único que conseguirá es morir usted también!
Shaw tosió y se debatió por incorporarse.
—¡Amos está ahí dentro! —aulló—. Tengo que sacarle… —Y de pronto se quedó mirando las llamas como absorto. Parecía haberse dado cuenta por fin de que su esfuerzo era inútil, y cuando Pitt tiró de él para ponerle en pie, no opuso resistencia.
—Vuelva, o se quemará usted también —le dijo Pitt.
—¿Cómo? —Shaw seguía con la mirada fija en la violencia de las llamas. Estaban tan cerca que la piel le escocía y la incandescencia del fuego los obligaba a cerrar los ojos, aunque él sólo parecía vagamente consciente de ello.
—¡Vuelva! —gritó Pitt cuando cayó una viga en medio de una explosión de chispas. Cogió a Shaw por los brazos y tiró de él como si fuese un animal asustado. Por un momento temió que Shaw fuera a desplomarse, pero al final le hizo caso, aunque tambaleándose.
Pitt intentó buscar una palabra de consuelo, pero ¿qué podía decir? Amos Lindsay, el único hombre que parecía haber entendido a Shaw, el amigo que había ido más allá de las palabras para llegar a la mente y sus intenciones, estaba muerto. Era la segunda terrible pérdida de Shaw en menos de dos semanas. Cualquier cosa que Pitt dijera sería vana y ofensiva y sólo demostraría incapacidad para comprender el dolor auténtico. Debía guardar silencio, pero eso le provocaba una sensación de impotencia e inutilidad.
Clitheridge se acercaba con indecisión hacia ellos, con una expresión de devoción y terror en la mirada. Resultaba evidente que no tenía idea de qué decir o hacer, salvo que estaba decidido a no retroceder ante su deber. En el último momento lo salvaron las circunstancias. El caballo del coche de Shaw se encabritó al caer junto a él unos escombros en llamas, que le hicieron retroceder nervioso.
Aquello al menos era algo que Clitheridge podía entender. Dejó a Shaw, por quien no podía hacer nada y cuya pena lo horrorizaba y azoraba, y se acercó al caballo, al cual agarró por las riendas.
—¡So! Tranquila… tranquila… Bien, bonita. ¡Aguanta! —Y por una vez, milagrosamente, tuvo éxito. El animal se quedó quieto, estremeciéndose y piafando—. Tranquila —repitió aliviado. Acto seguido se lo llevó por la calle, lejos del fragor y el calor de las llamas y lejos también de Shaw.
—Los sirvientes… —Shaw habló por fin. Se volvió y se tambaleó un poco—. ¿Qué ha pasado con los sirvientes? ¿Dónde están? ¿Están heridos?
—No de gravedad. Se pondrán bien.
Clitheridge seguía ocupado con la yegua y el coche, pero Oliphant, el coadjutor, con el rostro resplandeciente por el fulgor de las llamas, se acercaba hacia ellos con su desgarbada figura embutida en un abrigo holgado. Se detuvo delante de los dos hombres y habló con voz serena.
—Doctor Shaw, me hospedo en casa de la señora Turner, calle arriba, en West Hill. Tiene algunas habitaciones disponibles y sería bienvenido si quisiera alojarse allí. Aquí no hay nada que hacer y yo creo que podría tomar una taza de té bien cargada, lavarse con agua caliente y dormir un poco. Eso le ayudaría a afrontar la jornada de mañana.
Shaw abrió la boca para rehusar, pero se dio cuenta de que Oliphant no se había contentado con decirle unas fáciles palabras de consuelo. Le había ofrecido ayuda práctica y le había recordado que, aparte del dolor y la conmoción, el día siguiente estaría cargado de deberes y cosas que hacer.
—Yo… —Hizo un esfuerzo por descender a los aspectos prácticos—. No tengo nada… Lo he perdido todo… otra vez…
—Entiendo —convino Oliphant—. Tengo un camisón de dormir que puedo prestarle con mucho gusto, y navaja de afeitar, jabón, ropa limpia… Todo lo que tengo es suyo.
Shaw trató de aferrarse al momento, como si algo pudiera aún recuperarse, como si quedara un horror por manifestarse que sólo se materializaría si se iba. Era como si aceptarlo lo convirtiera en verdadero. Pitt conocía aquel sentimiento irracional pero tan fuerte que lo mantenía a uno en la escena de la tragedia, pues abandonarla era reconocerla y permitir que fuera real.
—Los sirvientes —repitió Shaw—. ¿Y los sirvientes? ¿Dónde van a dormir? Tengo que… —Se volvió, frenético por encontrar algo en que ayudar, pero no vio nada.
Oliphant dijo:
—Mary y la señora Wiggins irán a casa del señor y la señora Hatch, mientras que Jones se quedará con el señor Clitheridge.
Shaw lo miró fijamente. Pasaron dos bomberos que arrastraban a un compañero exhausto.
—Por la mañana empezaremos a buscar otras casas donde puedan quedarse. —Oliphant extendió la mano—. Hay mucha gente que necesita personas buenas y bien preparadas. No se preocupe por eso. Están asustados, pero no heridos. Necesitan dormir y la seguridad de que no se verán en la calle.
Shaw lo miraba incrédulo.
—Vamos —insistió Oliphant—. Aquí no puede hacer nada…
—¡Pero no puedo irme así como así! —protestó Shaw—. Mi amigo está en ese… —Contempló con impotencia las llamas, que ahora redoblaban su intensidad al hundirse la última estructura interior de madera, junto con la que se vino abajo el resto de tabiques. Buscaba palabras que pudieran expresar el tumulto de emociones que sentía, pero no las encontró. Había lágrimas en su rostro tiznado. Apretaba las manos con fuerza y se agitaba, como si aún tuviera deseos de actuar con arrebato pero no supiera en qué dirección ni de qué modo.
—Sí, puede marcharse —insistió Oliphant—. Ahí ya no queda nadie, pero en cambio mañana habrá gente que necesitará de usted… Gente enferma y asustada que confía en que usted esté con ellos y utilice su conocimiento para ayudarles.
Shaw lo miraba sin pestañear, mientras el horror de su rostro se iba tornando poco a poco en confusión. Hasta que al final, sin decir nada, lo siguió obediente con los hombros caídos y arrastrando los pies, dolorido y fatigado.
Pitt lo vio irse y sintió una atroz mezcla de emociones: piedad por la aflicción de Shaw y el dolor paralizante que sentía, rabia ante aquella espantosa sinrazón y una especie de ira por no saber a quién culpar por todo aquello, ni a quién proteger, ni a quién acosar hasta ver castigado. Era como una opresión en el pecho que buscaba romperse por algún lado en forma de una acción simple y definitiva, que sin embargo no existía.
El edificio estalló en chispas una vez más cuando se vino abajo otra pared. Los bomberos se gritaban unos a otros.
Por fin, los dejó y desanduvo el camino en busca de Murdo para comenzar la desoladora tarea de interrogar a los vecinos con el fin de averiguar si alguno de ellos había visto u oído algo antes del incendio: alguien que hubiera merodeado la casa de Lindsay, una luz, un movimiento…
Murdo estaba desconcertado por la confusión de sus propios sentimientos con respecto al cometido de acompañar a Pitt a casa de los Lutterworth. Una vez apartado del calor de las llamas, notó escozor en la cara. Los ojos le picaban y le lloraban a causa del humo, y en la mano se le estaba formando una ampolla grande y dolorosa en el punto donde le había alcanzado una carbonilla encendida. Pero el cuerpo lo sentía aterido. Embutido en el abrigo que le había conseguido Oliphant, temblaba y se encogía de frío.
Pensó en la oscura y enorme casa de los Lutterworth, en el esplendor de sus interiores, en las alfombras, los cuadros, las cortinas de terciopelo recogidas con cintas y desplegadas por el suelo como colas de vestidos de gala. Sólo había visto un lujo semejante en la otra casa, la de los Worlingham, pero ésta era mucho más vieja y algunos objetos se veían gastados por el uso. La casa de los Lutterworth era nueva.
Pero mucho más vivo en su mente, hasta el punto de hacerle apretar las manos antes de darse cuenta de la ampolla, estaba el recuerdo de Flora Lutterworth con sus grandes ojos oscuros, tan directos, el orgulloso porte de su cabeza, con la barbilla alta. Se había fijado de forma especial en sus manos. Siempre se fijaba en las manos de la gente, y las de aquella muchacha eran las más bonitas que había visto nunca: esbeltas, de dedos finos y uñas perfectas. No eran carnosas y torpes como las de tantas señoritas distinguidas… Como las de las señoritas Worlingham, por ejemplo.
Cuanto más pensaba en Flora, más ligeros se movían sus pies sobre el pavimento y más se le encogía el estómago ante la perspectiva de que Pitt llamara a la puerta principal, cosa que haría hasta conseguir perturbar el descanso de la casa entera y hasta hacer que acudiera el criado, furioso y rebosante de desprecio, y así poder pisar sucios y mojados la alfombra limpia del recibidor, hasta que el propio Lutterworth se levantara y bajase a verles. Entonces Pitt le haría un montón de preguntas impertinentes que al final no tendrían ninguna utilidad y que en cualquier caso podrían haber esperado al día siguiente.
Estaban ya en el descansillo de la entrada cuando se decidió por fin a hablar.
—¿Y no sería mejor esperar hasta mañana? —dijo sin aliento.
Seguía tratando a Pitt con recelo. A veces sentía admiración hacia él, pero otras se dejaba llevar por antiguas lealtades, provincianas y profundamente enraizadas, y comprendía el resentimiento de sus colegas y su sensación de haber sido minusvalorados e ignorados. Pero la mayoría de las veces se entregaba ciegamente a sus ansias de solucionar el caso y no pensaba en nada más que en ayudar y contribuir a la investigación. Estaba empezando a valorar la paciencia de Pitt y sus dotes de observación de las personas. Algunas de sus conclusiones habían escapado a Murdo. No había tenido la menor noción de cómo se había enterado Pitt de las disputas entre Pascoe y Dalgetty… hasta que el inspector le había contado cómo la señora Pitt había asistido a la cena del funeral y le había transmitido a él todas sus impresiones. En aquel momento Pitt había dejado de desagradar a Murdo. Era imposible sentir antipatía por un hombre tan sincero a la hora de explicar sus deducciones. Le habría sido fácil darse aires de superioridad. Murdo conocía a unos cuantos que lo habrían hecho.
La respuesta de Pitt era innecesaria, por dos motivos: porque Murdo sabía perfectamente cuál iba a ser y porque la puerta principal se abrió nada más llamar. Alfred Lutterworth en persona apareció en el vestíbulo, vestido apresuradamente. Sólo el cuello sin corbata y el abrigo y los pantalones mal conjuntados delataban que estaba levantado de antes. Quizá había sido uno de los muchos que habían formado la multitud arremolinada alrededor del incendio: ansiosos, curiosos, preocupados, algunos para ofrecer ayuda y otros para ver el trabajo de los bomberos hasta su aciago desenlace.
—La casa de Lindsay —dijo, más como afirmación que como pregunta—. Pobre diablo. Era un buen hombre. ¿Y Shaw? ¿Le han cazado esta vez?
—¿Cree usted que fue por Shaw, señor? —Pitt dio un paso hacia el interior de la casa y Murdo le siguió nervioso.
Lutterworth cerró la puerta tras ellos.
—¿Cree que soy tonto? ¿Por quién si no? Primero su casa, luego la de Lindsay. No se queden ahí. Entren, aunque no tengo nada que decirles. —El acento del norte se le marcaba por la emoción—. Si hubiera visto a alguien, no habría necesitado venir a verme. Yo habría ido a buscarle.
Pitt y Murdo le siguieron. La sala de estar estaba fría, el fuego apagado, pero Flora permanecía junto al hogar. También estaba vestida de calle. Llevaba un vestido gris de invierno y tenía el semblante pálido y el pelo recogido con un pañuelo de seda. Murdo se sintió muy incómodo, no sabía qué hacer con los pies ni dónde meter las manos.
—Buenas noches, inspector. —Miró a Pitt con cortesía y luego a Murdo con lo que a éste se le antojó una sonrisa—. Buenas noches, agente Murdo.
Le dio un vuelco el corazón. Se acordaba de su nombre. Le había sonreído, ¿verdad?
—Buenas noches, señorita Lutterworth. —Su voz, ronca, acabó en un agudo.
—¿Podemos ayudarles, inspector? —Ella se volvió hacia Pitt de nuevo—. ¿Alguien necesita… cobijo? —Sus ojos le rogaban que contestara a la pregunta que ella no había formulado.
Murdo tomó aire para responder, pero Pitt se le adelantó.
—Su padre piensa que el incendio fue provocado de manera intencionada, con el propósito de matar al doctor Shaw. —Pitt trató de observar su reacción.
La joven pareció sofocarse y Murdo, de haberse atrevido, de buena gana se habría precipitado para sostenerla por si se desmayaba. En aquel instante odió a Pitt por su brutalidad, y a Lutterworth por no haber protegido a su hija cuando era su deber.
Ella se mordió el labio para que dejara de temblarle y los ojos se le humedecieron. Se volvió de espaldas para disimularlo.
—No llores por él, hija —dijo Lutterworth—. No te hacía ningún bien, ni a su pobre mujer tampoco. Era un hombre codicioso que no tenía escrúpulos. Guárdate las lágrimas para el pobre Amos Lindsay. Él sí era un buen hombre, a su manera. Un poco brusco, pero hay cosas peores. No te lo tomes así. —Se volvió hacia Pitt—. Debería medir mejor sus palabras y elegir mejor el momento. ¡Es usted bastante torpe!
Murdo se moría de indecisión. ¿Debía ofrecerle a la chica su pañuelo? Por la mañana era un pañuelo limpio, pero ahora debía desprender un fuerte olor a humo. Además, ¿no le parecería a ella un gesto impertinente, un exceso de familiaridad?
A la joven le temblaban los hombros y sollozaba silenciosamente. Ofrecía una imagen tan vulnerable como la de una niña.
Murdo no pudo soportarlo. Se sacó el pañuelo del bolsillo, tirando al suelo un manojo de llaves y un lápiz, y avanzó para dárselo. Había dejado de importarle lo que pensara Pitt, o qué estrategia detectivesca estuviera utilizando. Y sintió odio también hacia Shaw —lo que era una emoción nueva para él— por el hecho de que Flora llorara por él con tal compunción.
—No ha muerto, señorita —dijo torpemente—. Había salido a atender una llamada y ahora está muy alterado, pero ni siquiera está lastimado. El señor Oliphant, el coadjutor, se lo ha llevado para que se hospede con él esta noche. Por favor, no llore de ese modo…
Lutterworth contemplaba la escena con aire sombrío.
—Usted dijo que había muerto. —Se volvió hacia Pitt.
—No, señor Lutterworth. Usted lo dio por sobreentendido. Lamento tener que confirmarle que el señor Lindsay ha muerto. Pero el doctor Shaw está sano y salvo.
—¿Ha escapado otra vez? —Lutterworth miró a Flora con ceño y la boca tensa—. Apuesto a que ese granuja ha encendido él mismo la mecha.
Flora dio un respingo, con la cara surcada por las lágrimas y el pañuelo de Murdo estrujado entre los dedos. Sus ojos, desorbitados, miraban a su padre con furia.
—¡Cómo puedes decir algo tan terrible! ¡No tienes derecho a pensarlo siquiera! ¡Eres un insensato!
—Oh, claro, y tú sabes mucho sobre la sensatez, ¿verdad, chiquilla? —replicó Lutterworth. Tenía la voz alterada por la emoción—. Es muy sensato entrar y salir a todas horas a escondidas para ir a verle, pensando que yo no me entero. Por el amor de Dios, ¡pero si lo sabe medio Highgate! Y la gente habla de ello a la hora del té, como si fueras una vulgar fulana…
Murdo soltó una exclamación sofocada, como si la palabra le hubiera golpeado en el estómago. Habría encajado mejor una paliza de un ladrón o de un borracho antes que oír aquel término referido a Flora. De habérselo dicho otro hombre, lo habría derribado de un puñetazo. Pero no podía hacer nada.
—¡Y lo peor es que no sería capaz de llamarles mentirosos! —Lutterworth se consumía de impotencia. Cualquiera salvo Murdo habría sentido lástima de él—. Santo Dios, si tu madre viviese no dejaría de llorar sólo de verte. Es la primera vez desde que murió que no lamento que no esté aquí conmigo, la primera vez…
Flora lo miró y se irguió aún más. Tomó aire para defenderse, con las mejillas encarnadas y los ojos chispeantes. Pero de pronto su semblante adquirió una expresión de desolación y guardó silencio.
—¿No dices nada? —bramó él—. ¿No tienes una excusa siquiera? No… Qué hombre tan estupendo. Si yo lo conociese como tú, ¿verdad?
—Eres injusto conmigo, papá —dijo ella muy rígida—. Y también contigo. Siento que pienses tan mal de mí, pero puedes creer lo que quieras.
—No te hagas la engreída ni la dura conmigo, muchachita. —El rostro de Lutterworth se debatía entre la ira y el dolor. Si ella lo hubiera observado con mayor detenimiento, habría podido apreciar el orgullo que sentía él al mirarla, y las esperanzas frustradas. Pero las palabras que utilizaba no eran las más afortunadas—. Soy tu padre, no un tonto que va detrás de ti. No eres tan mayor como para que no pueda mandarte a tu habitación, si es preciso. Y pienso aceptar al primero que venga a pedir tu mano, aunque a ti no te agrade. ¿Me oyes, chiquilla?
Ella temblaba.
—Estoy segura de que todo el mundo en esta casa te está oyendo, papá, incluida la criada que duerme en el ático… —Lutterworth enrojeció de ira—. Pero si alguien me hace el honor de cortejarme —continuó antes de que él pudiera replicar—, te aseguro que pediré tu aprobación. Pero si le quiero, me casaré con él te guste o no. —Se volvió hacia Murdo y le dio las gracias por haberle informado de que el doctor Shaw estaba sano y salvo. Luego, sin soltar el pañuelo, salió de la habitación, y todos oyeron sus pasos al cruzar el vestíbulo y subir por la escalera.
Lutterworth estaba demasiado abrumado y confuso como para pedirles disculpas o buscar una excusa por aquella escena.
—No puedo decirles nada que no sepan por ustedes mismos —dijo con brusquedad—. Al oír la alarma salí a la calle a ver qué pasaba, lo mismo que la mitad del vecindario, pero antes de eso no vi ni oí nada. Ahora me voy a la cama, así que será mejor que sigan con sus asuntos. Buenas noches.
—Buenas noches, señor —respondieron los policías, antes de dirigirse a la puerta.
No fue aquélla la única disputa que presenciaron a lo largo de la noche.
Pascoe estaba demasiado afligido para recibirles y su sirviente no quiso molestarlo. Así que se dirigieron en silencio, y con pocas esperanzas de averiguar nada útil, a casa de los Hatch para interrogar a la doncella de Lindsay, a la que encontraron envuelta en varias mantas y presa de tan violentas convulsiones que era incapaz de sostener una taza. No pudo decirles nada salvo que se había despertado al oír las campanillas de los bomberos y que se había sentido tan aterrorizada que no había sabido qué hacer. Un bombero había subido hasta la ventana y la había sacado de la habitación, llevado por el tejado de la casa y hecho descender por una escalera hasta el jardín, donde la habían rociado con una manguera, de forma accidental, por supuesto.
Al llegar a aquel punto los dientes le castañeteaban y Pitt tuvo que aceptar que era difícil que aquella muchacha supiera nada de utilidad, y que en cualquier caso estaba lejos de ser capaz de decírselo. Ni siquiera la posibilidad de obtener algún indicio sobre quién había quemado dos casas hasta los cimientos, con sus ocupantes dentro, lo espoleó a insistir.
Una vez se la llevaron a la cama, Pitt se volvió hacia Josiah Hatch, que estaba ojeroso y con la mirada ausente a punto de ensimismarse. Tal vez el verse obligado a responder a preguntas sobre hechos concretos no supusiera la tortura que pudiera parecer en principio. Ello lo sacaría del azoramiento ante tanta destrucción y, a juzgar por el tic de los ojos y la boca, del miedo a la maldad que de forma tan palpable les rodeaba.
—¿A qué hora se fue a dormir esta noche, señor Hatch?
—¿Eh? —Hatch volvió al presente con dificultad—. Oh… tarde… No miré el reloj. Estuve reflexionando acerca de algo que leí.
—Te oí subir las escaleras hacia las dos menos cuarto —intervino Prudence con tiento, mirando a su marido y luego a Pitt.
Aquél volvió hacia ella un rostro inexpresivo.
—¿Te desperté? Lo siento, era lo último que pretendía.
—¡Oh, no, querido! Estaba despierta porque había tenido que levantarme por uno de los niños. Elizabeth tuvo una pesadilla. Aún no me había vuelto a dormir, nada más.
—¿Está bien ahora?
El rostro de Prudence se distendió en una imperceptible sonrisa.
—Claro que sí. Sólo fue un mal sueño. A los niños les sucede bastante a menudo. Lo único que necesitaba era que la tranquilizaran un poco.
—¿Y no podía haberlo hecho uno de los chicos más mayores sin tener que levantarte tú? —Hatch frunció el entrecejo, como si considerara un asunto muy importante—. ¡Nan tiene quince años! Dentro de pocos años podría ser madre ella misma.
—Hay un abismo entre tener quince años y tener veinte, Josiah. Yo me acuerdo de cuando tenía quince años. —La imperceptible sonrisa volvió a su rostro, dulce y triste—. No sabía nada y creía saberlo todo. Había aspectos de la vida, mundos enteros de experiencia, de los que no tenía la más remota noción.
Pitt se preguntó cuáles serían en concreto aquellas experiencias cuya ignorancia reconocía Prudence. Tal vez se refería al matrimonio, a la responsabilidad una vez enfriada la pasión, a la obediencia, y quizá al hecho de tener hijos… Podía tratarse de cosas mundanas, sin relación con el hogar, de tragedias que quizá le hubiera tocado presenciar e incluso participar.
Hatch no parecía saber a qué se refería. Arrugó la frente en un gesto de incomprensión y se volvió de nuevo hacia Pitt.
—No vi nada relevante. —Contestó a la pregunta antes de que se la formularan—. Estaba en mi estudio leyendo un texto de san Agustín. —Se le tensaron los músculos de la mandíbula y le embargó algún tipo de ensoñación—. Las palabras de los hombres que han buscado a Dios en otras épocas constituyen una valiosa guía para nosotros… y un gran consuelo. En el mundo siempre ha existido la maldad, y existirá en tanto la débil alma del hombre siga estando tan acosada por las tentaciones. —Volvió a mirar a Pitt—. Pero me temo que no puedo servirle de ayuda. Mi mente y mis sentidos estaban absortos en la contemplación y el estudio.
—Qué terrible —dijo Prudence a nadie en particular— que estuvieras despierto en tu estudio leyendo acerca del conflicto entre el bien el mal. —Se estremeció y se rodeó con los brazos—. Y que a sólo unos cientos de metros de aquí hubiera alguien provocando un incendio que iba a matar al pobre señor Lindsay… y que sólo por un golpe de suerte no ha matado también al pobre Stephen.
—En Highgate hay fuerzas del mal muy poderosas. —Se quedó de nuevo con la mirada fija, como si pudiera ver el diseño de las mismas en el espacio entre la maceta con los crisantemos dorados y el dechado bordado colgado en la pared con las palabras del salmo XXIII—. La iniquidad se ha enseñoreado y ha sido invitada a morar entre nosotros —añadió.
—¿Usted sabe quién la ha invitado, señor Hatch? —Era sin duda una pregunta fútil, pero Pitt se sintió impulsado a hacerla. Murdo, tras él, silencioso hasta el momento, comenzó a balancearse incómodo.
Hatch miró sorprendido alrededor.
—Dios le perdone y le dé la paz, pero Lindsay lo había hecho. Difundió turbias ideas acerca de la revolución y la anarquía, trató de subvertir el orden del mundo. Vaticinó el advenimiento de no sé qué nueva sociedad en la cual quedaría suprimida la propiedad privada y en la que a los hombres no se les recompensará ya por sus méritos y esfuerzos, sino que se les dará una igual retribución. Ello acabaría con la seguridad en uno mismo, la diligencia, la industriosidad y el sentido de la responsabilidad. En una palabra, con todas las virtudes que han engrandecido el Imperio y han hecho de nuestra nación la envidia de todo el orbe cristiano. —Hizo una mueca de ira y al mismo tiempo de dolor—. Y John Dalgetty publicó tales ideas, para deshonra suya, pero no es más que un pobre loco lanzado a una persecución perpetua de lo que él considera justicia y de una especie de libertad de espíritu que se ha convertido en lo más importante para él, hasta el punto de consumirle el sano juicio. Y en su frenesí ha engañado a muchos.
Guardó silencio un momento y miró a Pitt.
—El pobre Pascoe ha hecho lo imposible por disuadirle, y luego ha intentado frenarle a través de la opinión pública e incluso de la ley. Pero él no es más que un grano de arena contra la marea de curiosidad y desobediencia que domina a la humanidad, así como la pasión por lo nuevo… Siempre en busca de novedad. —Se le notaba el cuerpo agarrotado por la tensión—. ¡Novedades al precio que sea! Nuevas ciencias, un nuevo orden social, un arte nuevo… somos insaciables. En el mismo minuto en que encontramos una cosa, ya estamos deseando dejarla a un lado y buscar otra nueva. Rendimos culto a la libertad como si fuera un bien infinito. Pero nadie puede escapar a la moralidad… El gran engaño de esta concepción es pensar que uno es libre de las consecuencias de los propios actos. —Agitó la mano—. Eso es lo que esconde todo ese loco anhelo por lo nuevo y por la irresponsabilidad. Desde el comienzo de los tiempos somos una especie que ansia el conocimiento prohibido, dispuesta siempre a comer el fruto del pecado y la muerte. Dios ordenó a nuestros primeros padres que se abstuvieran, pero no lo hicieron. ¿Qué puede hacer el pobre Quinton Pascoe?
Su rostro se tensó en una dolorosa expresión de derrota.
—Y Stephen, en su arrogancia, ha dado su apoyo a Dalgetty y se burla de Pascoe y sus intentos por protegernos de las crudas expresiones de ideas que, en el mejor de los casos, no pueden hacer otra cosa que herir o asustar a las personas… y en el peor de los casos, depravarlas. Burlarse de la verdad, de todas las aspiraciones pasadas del hombre por el bien más alto, es una de las más temibles armas del Maligno. Y, Dios le asista, Stephen se ha mostrado siempre más que dispuesto a servirse de ella.
—Josiah, creo que estás siendo demasiado duro —le reprochó Prudence—. Sé que a veces Stephen habla de forma poco sensata, pero no hay crueldad en sus palabras…
Se volvió hacia ella con gesto severo.
—Conoces muy mal a ese hombre, querida. Sólo ves su lado más favorable. Eso te honra, y yo no pretendo que sea de otro modo, pero debes escuchar un consejo: le he oído decir cosas que yo jamás repetiré delante de ti, cosas tan crueles como degradantes. Siente un gran desprecio por algunas de las virtudes que tú más admiras.
—Oh, Josiah, ¿estás seguro? Quizá le has malinterpretado. A veces se complace en un sentido del humor bastante desafortunado, pero…
—¡Nada de eso! —exclamó categórico—. Soy perfectamente capaz de discernir cuándo intenta ser divertido y cuándo piensa de verdad lo que dice, por mucha frivolidad con que lo encubra. La esencia de la burla, Prudence, es hacer que las buenas personas se rían de lo que, de otro modo, se habrían tomado en serio y habrían amado: hacer que la pureza moral, el trabajo, la esperanza y la fe en los demás les parezcan cosas ridículas, cosas dignas de ser tomadas a broma y de las que uno puede reírse.
Prudence abrió la boca para refutar a su esposo, pero debió venirle a la mente alguna otra circunstancia, algún hecho hasta aquel momento secundario que le hizo ruborizarse y bajar la vista. Pitt sintió su turbación con tanta intensidad como si ella le hubiera tocado, pero no tenía la menor idea de su causa. La mujer deseaba defender a Shaw, pero ¿por qué? ¿Por afecto? ¿Por mera compasión al creer su sufrimiento sincero? ¿O por algún otro motivo? Y ¿qué la había refrenado?
—Lamento que no podamos ayudarles —dijo Hatch, y su voz no podía disimular el agotamiento ni sus ojos la conmoción vivida. Estaba a punto de desmoronarse. Eran casi las cuatro de la mañana.
Pitt se rindió.
—Gracias por su atención y amabilidad. No le entretendremos más. Buenas noches, señor. Señora Hatch.
Fuera hacía una noche oscura y el viento silbaba en la negrura y levantaba destellos incandescentes de las ruinas de la casa de Amos Lindsay. La calle aún estaba llena de vehículos antiincendios y los bomberos paseaban los caballos arriba y abajo para que no cogieran frío.
—Vuélvase a casa —le dijo Pitt a Murdo; sus huellas quedaban marcadas en el hielo del pavimento—. Vaya a dormir un poco. Nos veremos a las diez en la comisaría.
—Sí, señor. ¿Piensa que pudo hacerlo el propio Shaw, señor? ¿Para encubrir el asesinato de su mujer?
Pitt miró el semblante chamuscado y desolado de Murdo. Sabía lo que estaba pensando.
—¿Por Flora Lutterworth? Es posible. Es una joven muy guapa y algún día tendrá mucho dinero. Pero dudo que Flora tenga nada que ver con los incendios. Ahora vaya a casa a dormir… y cúrese esa mano. Si esa ampolla le revienta, sabe Dios qué infección puede pillar. Buenas noches, Murdo.
—Buenas noches, señor. —Murdo se fue a toda prisa por la carretera, en dirección a Highgate.
Pitt tardó casi media hora en encontrar un coche de alquiler. Y al final lo consiguió sólo porque un noctámbulo se había negado a pagar el trayecto y el cochero estaba fuera del carruaje gritándole. Refunfuñó y exigió que Pitt le abonara un plus, pero como Bloomsbury le iba más o menos de camino, sopesó cansancio frente a beneficio y acabó por ceder a este último.
Charlotte bajó presurosa por las escaleras casi sin dar tiempo a que Pitt cerrara la puerta, con una mantilla sobre los hombros y sin zapatillas. Se le quedó mirando, en espera de una respuesta.
—Amos Lindsay ha muerto —dijo él mientras se quitaba las botas y movía los congelados dedos dentro de los calcetines, que tendría que poner a secar en la cocina—. Shaw no estaba, otra vez le habían llamado para una urgencia. Volvió al poco de que llegáramos nosotros. Los sirvientes están bien.
Ella permaneció vacilante mientras asimilaba la noticia. Luego acabó de bajar los últimos escalones y le rodeó el cuello con los brazos, apoyando la cabeza en su hombro. No había necesidad de hablar en aquellos momentos. Sólo podía pensar en el alivio que sentía, y en el frío que tenía Pitt, y lo sucio y cansado que estaba. Quería consolarlo y aliviarlo del horror, hacer que entrara otra vez en calor y que durmiera.
—La cama está caliente —dijo por fin.
—Estoy lleno de hollín y apesto a humo —dijo él acariciándole el cabello.
—Ya lavaré las sábanas —arguyó ella sin moverse.
—Tendrás que dejarlas mucho rato en remojo.
—Ya lo sé. ¿A qué hora tienes que volver?
—A las diez.
—Entonces no te quedes aquí temblando de frío. —Se apartó y lo cogió de la mano.
Él la siguió en silencio al piso de arriba. En cuanto se hubo despojado de la ropa cayó con una sensación de gratitud en las cálidas sábanas y acercó a Charlotte a su lado. Al cabo de unos minutos se había dormido.
Pitt durmió hasta tarde y cuando despertó Charlotte ya se había levantado. Se vistió a toda prisa y bajó en busca de agua caliente para afeitarse en cinco minutos y compartir la mesa del desayuno con sus hijos. Aquél era un raro placer, ya que casi siempre él se había ido para cuando ellos desayunaban.
—Buenos días, Jemima —dijo con afectado formalismo—. Buenos días, Daniel.
—Buenos días, papá —contestaron ellos mientras él se sentaba.
Daniel tenía una cara dulce, con rasgos aún poco definidos. Sus dientes estaban bien alineados y formados. Tenía los oscuros rizos de Pitt, a diferencia de Jemima, dos años mayor, que tenía el mismo color castaño rojizo de su madre, aunque se tenía que coger el pelo con trapos toda la noche si quería llevarlo rizado.
—Cómete los cereales —le ordenó Jemima mientras ella se llevaba una cucharada a la boca. Le gustaba meterse en las cosas de su hermano, mandarle, pero a la vez era sobreprotectora con él. Y rara vez dejaba de hablar—. ¡Te enfriarás en el colegio si no comes!
Pitt disimuló una sonrisa, preguntándose de dónde habría sacado aquella idea.
Daniel obedeció. En sus cuatro años de vida había aprendido que, a la larga, obedecer era más fácil que discutir. Además, su carácter no era pendenciero ni intransigente, salvo en asuntos de importancia, como a quién le habían puesto más pudín, o que el coche de bomberos de juguete era suyo y no de ella, y que como él era el chico podría salir a pasear fuera. Y el aro también era suyo, y el palo para hacerlo rodar…
Ella estaba de acuerdo con la mayor parte de esas cosas, salvo respecto a salir fuera de casa: ella era mayor, y más alta, así que era lógico que fuera ella la que tuviera permiso.
—¿Estás trabajando en un caso muy importante, papá? —preguntó Jemima con los ojos muy abiertos. Se sentía muy orgullosa de su padre. Todo lo que él hacía era importante.
Él le sonrió. A veces se parecía mucho a Charlotte a su edad: la misma boquita de líneas suaves, la misma barbilla obstinada y los mismos ojos inquisitivos.
—Sí. En Highgate.
—¿Ha muerto alguien? —preguntó ella. No sabía demasiado bien qué significaba que alguien hubiera «muerto», pero había oído aquella palabra muchas veces y ella, Charlotte y Daniel habían enterrado algunos pajaritos muertos en el jardín. Pero no podía recordar todo lo que su madre le había contado, salvo que era algo normal y que tenía que ver con el cielo.
Pitt miró a Charlotte por encima de la cabecita de Jemima. Su mujer asintió.
—Sí.
—¿Y vas a resolverlo?
—Eso espero.
—Yo también quiero ser detective cuando sea mayor —dijo tomando otra cucharada de cereales—. Y también resolveré casos.
—Y yo también —terció Daniel.
Charlotte le puso a Pitt otro plato de leche con cereales y continuaron en animada conversación hasta que él tuvo que marcharse. Les dio un beso a los niños y Charlotte, y se calzó las botas, que su esposa había entrado por la mañana para que se le calentaran, y se marchó por fin.
Hacía una de esas desapacibles mañanas de otoño en que el aire frío provoca comezón en la nariz, pero el cielo es azul y el crujido de la escarcha bajo los pies produce un sonido nítido y placentero.
En primer lugar se dirigió a Bow Street para informar a Micah Drummond acerca de los últimos sucesos.
—¿Otro incendio? —Drummond frunció la frente, de pie junto a la ventana de su despacho, mientras miraba la sucesión de tejados hasta el río. El sol matinal desprendía destellos grises y plateados. La bruma estaba relegada a la misma superficie del agua—. ¿Y Shaw ha vuelto a escapar con vida? —Se volvió y miró a Pitt—. Eso da que pensar.
—Él estaba muy afectado. —El recuerdo de la noche anterior le produjo un agudo sentimiento de piedad.
—Supongo que la policía de Highgate estará buscando entre todos los pirómanos conocidos de la zona, sus métodos, su conducta habitual, etcétera… ¿Han indagado entre los curiosos, por si se tratara de un maníaco que disfruta viendo incendios?
—Meticulosamente —dijo Pitt con tristeza.
—Pero usted piensa que se trata de un crimen premeditado… —Drummond lo observó.
—Así lo creo.
—Tengo que apremiarle un poco para que lo resuelva cuanto antes. —Drummond había vuelto a su escritorio y sus largos dedos jugueteaban con el cortapapeles de empuñadura de cobre—. Le necesitamos aquí. Han detenido a media docena de tipos en relación con ese asunto de Whitechapel. ¿Supongo que habrá leído los periódicos?
—He visto la carta del señor Lusk —dijo Pitt con aire grave—. Con el riñón humano incluido, y presuntamente enviada «desde el infierno». Dan ganas de pensar que es cierto. Alguien que sea capaz de asesinar y mutilar personas de forma tan reiterada debe de vivir en el infierno, y llevarlo con él.
—Lamentaciones aparte —dijo Drummond muy serio—, la gente está empezando a dar señales de pánico. Whitechapel está desierto en cuanto oscurece, la gente pide la dimisión del comisario, los periódicos se entregan cada vez más al sensacionalismo. Una mujer murió de un infarto con la última edición en las manos. —Drummond suspiró con expresión de infortunio y los ojos clavados en los de Pitt—. ¿Sabe una cosa? En los music halls no se hacen chistes alusivos al tema. Normalmente la gente hace broma con aquello que más les asusta, es una forma de espantar los miedos. Pero este caso es demasiado atroz.
—¿De verdad? —Curiosamente, aquella circunstancia le resultó a Pitt más reveladora que todos los carteles y la prensa sensacionalista. Era un indicio de la profundidad del miedo entre la gente común. Esbozó una sonrisa ladeada—. No creo que últimamente hayan tenido mucho tiempo para ir a los music halls.
Drummond aceptó la chanza.
—Haga todo lo que pueda con ese asunto de Highgate, Pitt, y manténgame informado.
—Sí, señor.
Esta vez en lugar de parar una calesa, Pitt caminó a paso ligero hasta la estación del Embankment y cogió un tren. Se apeó en la estación de Highgate Road y apartó los pocos peniques de diferencia para el cumpleaños de Charlotte. Por algo se empieza. Subió Highgate Rise hasta la comisaría.
Fue recibido con un saludo que dejaba ver una tácita prevención.
—Buenos días, señor. —Los rostros mostraban gravedad y resentimiento, pero también cierta satisfacción.
—Buenos días —repuso—. ¿Han descubierto algo?
—Sí, señor. Hemos dado con un pirómano que ya ha hecho lo mismo antes. No mató a nadie, pero eso en mi opinión fue más producto de la suerte que de otra cosa. El método era similar: queroseno. Actuaba en Kentish Town, a un paso de aquí. Supongo que habrá decidido venir más al norte.
Pitt, perplejo, trató de disimular su expresión de incredulidad.
—¿Lo han arrestado?
—Todavía no, pero lo haremos. Sabemos cómo se llama y dónde vive. Sólo es cuestión de tiempo. —El agente sonrió y miró a Pitt a los ojos—. No parece que necesitáramos que nos enviaran un oficial de alta graduación de Bow Street para que nos ayudara. Lo hemos resuelto nosotros solitos: no hay como el trabajo policial hecho por personal que conozca su zona. Tal vez sería mejor que se marchara a echar una mano en Whitechapel… Por lo que parece ese Jack el Destripador tiene a toda la ciudad bajo el terror.
—Podrían hacer fotografías de los ojos de las mujeres muertas —añadió otro agente de forma poco servicial—. Dicen que lo último que ve una persona antes de morir se queda grabado en el fondo de los ojos. Si es que puede conseguirse ver. Claro que no estamos hablando de cadáveres dignos de consideración… pobres mujeres.
—Ni tampoco hemos encontrado aquí todavía un asesino digno de consideración —añadió Pitt, que recordó la conveniencia de no perder las formas. Aún debería trabajar algún tiempo con aquellos hombres—. ¿Supongo que ya habrán investigado al propietario de la otra finca que quemó ese pirómano? Podría ser un caso de fraude para cobrar el seguro.
El oficial se ruborizó y mintió:
—Sí, señor, hoy estamos investigando eso.
—Contaba con ello. —Pitt le sostuvo la mirada sin pestañear—. A veces los pirómanos actúan movidos por razones de otra índole que la de ver las llamas y experimentar la sensación de poder que les produce. Entretanto seguiré considerando otras posibilidades. ¿Dónde está Murdo?
—En la sala de servicio, señor.
—Gracias.
Pitt encontró a Murdo esperándolo justo al otro lado de la puerta de la sala de servicio. Tenía aspecto cansado. La mano lastimada, envuelta en un vendaje, colgaba rígida a lo largo del cuerpo. Aún parecía dudar entre concederle sus simpatías a Pitt o permanecer resentido. No había olvidado la forma en que había tratado a Flora Lutterworth, ni su propia incapacidad para evitarlo. Todas estas emociones se reflejaban en su rostro, lo que le hizo recordar a Pitt lo joven que era.
—¿Hay algo nuevo, aparte de ese pirómano? —preguntó.
—No, señor. Sólo que el jefe de bomberos dice que todo ha sido igual que con el otro… aunque imagino que eso usted ya lo suponía.
—¿Queroseno?
—Sí, señor, con toda probabilidad. Se inició al menos en tres puntos diferentes.
—Bueno, vayamos a ver si Pascoe está en condiciones de hablar esta mañana.
—Sí, señor.
Quinton Pascoe estaba sentado junto a un crepitante fuego en su salita de estar, pero seguía ofreciendo un aspecto aterido, posiblemente por el cansancio. Tenía círculos oscuros bajo los ojos. Parecía envejecido con respecto a la última vez que le había visto Pitt, y, a pesar de su fornido cuerpo, también menos robusto.
—Entre, inspector. Agente —dijo sin levantarse—. Siento no haberles podido recibir anoche, pero tampoco habría podido decirles nada. Tomé un poco de láudano… Me sentía muy afectado por el cariz que están tomando los acontecimientos y quería descansar bien. —Miró expectante a Pitt, buscando su comprensión—. Cuánta maldad desatada —dijo meneando la cabeza—. Me siento cada vez más perdido. Todo esto me trae a la mente el final de la tabla redonda del rey Arturo, cuando los caballeros se fueron uno a uno en busca del Grial y el honor y el compañerismo comenzaron a resquebrajarse. La lealtad acabó por romperse. Con el fin de la caballería murió cierto tipo de nobleza y valor: el idealismo que cree en la virtud verdadera y está dispuesto a luchar hasta la muerte por preservarla, y que cuenta con el privilegio de la batalla como única recompensa.
Murdo se había quedado estupefacto.
Pitt recordó la Morte d’Arthur y los Idylls of the King[1], y pensó que tal vez vislumbraba un retazo de lo que Pascoe quería decir.
—¿Estaba apesadumbrado por la muerte de la señora Shaw, o quizá por otras preocupaciones? Se ha referido usted a la maldad en un sentido muy general…
—Ese hecho ha sido algo atroz. —El rostro de Pascoe aparecía demudado, como si estuviera en un estado de confusión y los acontecimientos le sobrepasaran—. Pero hay también otras cosas. —Movió ligeramente la cabeza—. Sé que siempre vuelvo a John Dalgetty, pero es que esa actitud suya de ridiculizar los viejos valores con vistas a la construcción de una nueva… —Miró a Pitt—. No condeno todas las ideas nuevas, por supuesto. Pero muchas cosas que él defiende son destructivas.
Pitt no dijo nada, sabedor de que no había respuesta posible.
Pascoe arqueó las cejas.
—Pone en cuestión todos y cada uno de los fundamentos que hemos tardado siglos en construir. Siembra la duda sobre el origen mismo del hombre y de Dios. Les hace creer a los jóvenes que son invulnerables a la maldad de los falsos ideales, del cinismo más corrosivo y de la irresponsabilidad… despojándolos al mismo tiempo de la armadura de la fe. Quieren derribar y cambiar las cosas sin pensarlas antes. Creen que pueden tenerlo todo sin trabajar por ello. —Se mordió el labio y frunció las cejas—. ¿Qué podemos hacer, señor Pitt? He estado despierto por la noche dándole vueltas y ahora sé menos que cuando empecé.
Se puso en pie y caminó hacia la ventana. Luego se dio la vuelta y regresó al punto de partida.
—He ido a verle, por supuesto, le he suplicado que retuviera algunas de las publicaciones que vende, que no alabara algunas de las obras que reseña, en especial las que hacen referencia a esa filosofía política de la Fabian Society. Pero ha sido en vano. —Agitó las manos—. Lo único que es capaz de decir es que la información es sagrada y que los hombres tienen derecho a oír y juzgar por sí mismos. Y de forma similar, que todo el mundo es libre para expresar las ideas que le plazcan, sean verdaderas o falsas, buenas o malas, creativas o destructivas. Nada de lo que yo le diga puede disuadirle. Y Shaw, claro, no hace sino animarlo con su facilidad para ridiculizarlo todo, sobre todo cuando es a expensas de los demás.
Murdo no estaba acostumbrado a oír hablar de las ideas con aquel apasionamiento. Se balanceaba incómodo de una pierna a otra.
—El problema —prosiguió Pascoe con ardor— es que la gente no siempre sabe cuándo bromea. Tomemos este terrible asunto de Lindsay. Estoy conmocionado por su muerte, no tenía nada contra él en sentido personal, compréndame, pero creo que cometió un gravísimo error al escribir aquella monografía. Hay gente muy tonta, ¿sabe? —Buscó los ojos de Pitt—, que cree en esas absurdas ideas acerca de un orden político nuevo que promete hacer justicia arrebatando la propiedad privada y dando a todos lo mismo, sin importar lo inteligentes o eficientes que sean. Supongo que no habrá leído a ese irlandés miserable, ese George Bernard Shaw, ¿verdad? Escribe para dividir a la gente, como si tratara de excitar la rivalidad y favorecer la insatisfacción de las personas. Habla por un lado de gente que no tiene qué comer, y por el otro de gente que tiene mucha comida. Eso sí, es un apasionado de la libertad de expresión. —Soltó una risa aguda—. ¿Cómo no iba a serlo, si lo que quiere es poder decir lo que le venga en gana? Y Lindsay le hacía las reseñas de sus obras.
Calló de repente.
—Lo siento. No sé nada que pueda servirles de ayuda, ni tampoco quiero hablar mal de nadie con este tipo de cuestiones en juego, mucho menos de los muertos. Dormí hasta que me despertaron las campanillas de los bomberos y la casa del pobre Lindsay era una hoguera.
Pitt y Murdo se marcharon. Sumidos cada uno en sus pensamientos, salieron al gélido viento de la calle. Durante el camino hasta la infructuosa visita a los Clitheridge no se dijeron nada. El criado de Lindsay no pudo decirles nada acerca de cómo se había originado el fuego, sólo que se despertó cuando el olor a humo penetró en el ala del servicio, en la parte trasera de la casa, y que para entonces el cuerpo principal de la vivienda ardía de forma violenta, por lo que sus intentos por rescatar a su señor fueron inútiles. Al abrir la puerta de comunicación se había encontrado con una pared de llamas. A pesar de su posición encogida en la butaca de los Clitheridge, su rostro era mudo testimonio de sus celosos esfuerzos. Tenía la piel enrojecida y llena de ampollas, y las manos, de las que no se podía valer, vendadas con gasa.
—Esta mañana temprano vino el doctor Shaw para ponerle bálsamo y vendárselas —dijo Lally con admiración en los ojos—. No sé de dónde saca la fuerza, después de esta nueva tragedia. Aparte del horror del hecho mismo, estaba muy unido a Amos Lindsay, ¿sabe? Creo que es el hombre más fuerte que conozco.
Mientras ella hablaba, Pitt percibió una fugaz expresión de derrota en el rostro de Clitheridge e imaginó un mundo de frustración, de carencias nimias y de temor ante las toscas emociones de los demás, que debía ser lo que le había tocado en suerte al vicario en esta vida. No era un hombre en quien la pasión emergiera con facilidad. Más bien habitaban en él emociones de combustión lenta y sentimientos confusos y reprimidos, y un exceso de reflexión e inseguridad. En aquel momento sintió una abrumadora compasión por él. Y al ver el rostro anhelante y autocrítico de Lally, sintió lo mismo con respecto a ella. Era evidente que se sentía atraída por Shaw a pesar de sí misma, lo cual trataba de explicar en términos aceptables en los que expresaba la admiración por sus virtudes. Esto último le aportaba un conocimiento mucho más profundo y marcaba una considerable diferencia.
Se marcharon sin haberse enterado de nada que pareciera de utilidad, salvo de la dirección de Oliphant, donde se encontraron con que Shaw había salido a atender una llamada.
En el Red Lion comieron un bistec picante y pudín de riñones con tocino crujiente, acompañado de verdura, y luego un buen trozo de tarta de frutas con un vaso de sidra.
Murdo se recostó en la silla, ahíto, pero Pitt se levantó de la mesa.
—Las señoritas Worlingham. Por cierto, ¿se sabe quién dio el aviso a los bomberos? Hasta ahora ninguna de las personas con las que hemos hablado parecen haberlo visto hasta que los vehículos habían llegado ya, a excepción del criado de Lindsay, quien estaba demasiado ocupado tratando de rescatarlo.
—Sí se sabe, señor. Un individuo de Holly Village había salido de casa, estaba en Holloway. —Se ruborizó ligeramente mientras buscaba la palabra adecuada—. Había acudido a un… encuentro. Vio el resplandor y le vino a la cabeza el primer incendio, así que se dio cuenta de lo que era y llamó a los bomberos. —Siguió de mala gana a Pitt otra vez al frío viento—. Señor, ¿qué espera que puedan decirle las señoritas Worlingham?
—No lo sé. Algo relacionado con Shaw y Clemency, tal vez, o con la muerte de Theophilus.
—¿Cree que Theophilus fue asesinado? —Murdo impostó la voz y titubeó en su enérgico paso al ocurrírsele aquella idea—. ¿Cree que pudo matarlo Shaw para que su mujer heredara antes? ¿Y que luego mató a su esposa? Eso es espantoso. Pero ¿y Lindsay? ¿Por qué mataría a Lindsay entonces? ¿Qué beneficio iba a obtener de ello? No puede haberlo hecho porque sí, sin motivo alguno. —La mera idea le causó un estremecimiento.
—Lo dudo —repuso Pitt, apretando el paso para entrar en calor y arropándose la bufanda alrededor del cuello. Hacía un frío que presagiaba nieve—. Pero hay que tener en cuenta que estuvo en casa de Lindsay varios días. Y Lindsay no era ningún tonto. Si Shaw hubiera cometido algún error, si se hubiera delatado a sí mismo por culpa de una palabra de más o un silencio sospechoso, Lindsay lo habría advertido y habría comprendido su significado. Tal vez no habría dicho nada en el momento, pero Shaw, consciente de su culpabilidad y temeroso de ser descubierto, podría haberse asustado al observar el menor detalle y haber actuado de inmediato para protegerse.
Murdo se encogió de hombros y tensó el rostro a medida que su mente asimilaba el horror de aquella idea. Tenía un lastimoso aspecto de congelado, a pesar de los colores que le habían subido al rostro.
—¿Cree que fue así, señor?
—No lo sé, pero es posible. No podemos pasarlo por alto.
—Es una brutalidad.
—Quemar personas es una brutalidad. —Pitt apretó los dientes contra el viento que les azotaba—. No estamos buscando a una persona moderada ni remilgada… sea hombre o mujer.
Murdo apartó la vista. Se negaba a mirar a Pitt a los ojos o incluso pensar en lo que le decía siempre que aludía a la posibilidad de que el autor de aquellos crímenes fuera una mujer.
—Tiene que haber otros motivos —insistió con terquedad—. Shaw es médico. Debe haber tratado todo tipo de enfermedades, o haber visto muertes que otras personas quisieran ocultar… o si no la muerte, sí el modo en que se hubiera producido. ¿Y si hubiera sido otro el asesino de Theophilus Worlingham?
—¿Quién?
—La señora Shaw. Para cobrar la herencia.
—¿Para después incendiar su propia casa y morir abrasada? ¿Y Lindsay?
A Murdo le costó morderse la lengua para no dar una respuesta airada. Pitt era su superior y no se atrevía a ser abiertamente rudo, pero necesitaba desahogar la desazón que lo embargaba. Cada vez que Pitt mencionaba el tema del móvil, el rostro de Flora se le aparecía en la cabeza, rojo de ira, encantador, lleno de pasión en defensa de Shaw.
La voz de Pitt se abrió paso entre sus pensamientos.
—Pero tiene razón. Hay una extensa zona de motivos que aún no hemos empezado a destapar. Dios sabe qué oscuros o terribles secretos se ocultan. Tenemos que hacer que Shaw nos los diga.
Habían llegado casi a la residencia de los Worlingham y no volvieron a hablar hasta que estuvieron en la salita de visitas junto al fuego. Angeline estaba sentada muy erguida en la gran butaca y Celeste permanecía de pie tras ella.
—Le aseguro que no sé qué decirle, señor Pitt —dijo Celeste con calma.
Parecía haber envejecido desde la última vez que la había visto. Se percibían señales de tensión alrededor de los ojos y la boca y llevaba el pelo recogido en la nuca con un estilo más severo y menos favorecedor. Pero resaltaba la fuerza de su rostro. Angeline, por su parte, aparecía pálida y con el rostro algo hinchado. Las líneas de su mentón, más suaves, estaban algo caídas y mostraban su irresolución. En las comisuras de sus ojos se veían signos de haber llorado y parecía lo bastante temblorosa como para echarse a llorar de nuevo.
—Estábamos durmiendo —añadió Angeline—. ¡Es horrible! ¿Qué nos está pasando? ¿Quién puede estar haciendo algo así?
—Quizá si pudiéramos saber por qué, sabríamos también quién. —Pitt las llevaba hacia el tema que él deseaba.
—¿Por qué? —Parpadeó Angeline—. ¡No sabemos por qué!
—Tal vez sí lo saben, señorita Worlingham, pero no son conscientes. Hay dinero de por medio, cuestiones de herencia…
—¿Nuestro dinero? —Celeste pronunció la palabra sin advertirlo.
—El dinero de su hermano Theophilus, para ser exactos —la corrigió Pitt—. Pero bueno, sí, el dinero de ustedes los Worlingham. Sé que puede parecerles una intromisión, pero es preciso que sepamos algunos detalles. ¿Podría decirnos todo lo que recuerde acerca de la muerte de su hermano, señorita Worlingham? —Paseó la mirada de una a otra para asegurarse de que comprendieran que la pregunta incluía a ambas.
—Fue de repente. —Los rasgos de Celeste se endurecieron y su boca formó una línea fina y severa—. Me temo que estoy de acuerdo con Angeline: Stephen no lo atendió del modo que habríamos deseado. Theophilus gozaba de una salud excelente.
—Si usted lo hubiera conocido —intervino Angeline—, se habría sorprendido tanto como nosotras. Era como un… —Trató de formarse una imagen mental de su hermano—. Era tan vigoroso. —Sonrió con lágrimas en los ojos—. Tenía tanta vitalidad. Siempre sabía qué había que hacer. Tenía decisión, ¿sabe usted?, era un líder natural, como papá. Creía en la salud mental y en los beneficios del ejercicio físico para el cuerpo… en el caso de los hombres, claro, no en el de las mujeres. Theophilus tenía siempre la respuesta acertada para todo y sabía qué era lo que cada cual debía creer. No llegó a la altura de papá, claro, pero aun así no recuerdo que se equivocara jamás en un asunto de importancia. —Sorbió ruidosamente por la nariz y cogió un retal de tela a modo de pañuelo—. Siempre tuvimos dudas sobre la forma en que murió, ahora se puede decir también. No fue algo natural, desde luego.
—¿Cuál fue la causa de su muerte, señorita Worlingham?
—Stephen dijo que fue un ataque de apoplejía —respondió Celeste con frialdad—. Pero sólo tenemos su palabra, claro.
—¿Quién lo encontró? —insistió Pitt, aunque ya lo sabía.
—Clemency. —Celeste arqueó las cejas—. ¿Cree posible que Stephen lo matara y que al darse cuenta de que Clemency lo sabía, la matara a ella también? ¿Y luego al pobre señor Lindsay? Santo cielo. —Se estremeció—. Cuánta maldad, qué monstruosidad. No volverá a entrar nunca más en esta casa… ¡No volverá a poner los pies ni en el escalón de la entrada!
—Claro que no, querida. —Angeline sorbió—. El señor Pitt lo arrestará y lo meterán en la cárcel.
—Lo colgarán —la corrigió Celeste con aire inflexible.
—Oh, querida. —Angeline estaba horrorizada—. Es espantoso… gracias a Dios papá no vive para verlo. Que un miembro de nuestra familia acabe en la horca… —Se echó a sollozar, con el cuerpo encogido por el miedo y la tristeza.
—¡Stephen Shaw no pertenece a esta familia! —espetó Celeste—. No es un Worlingham ni lo será jamás. Para desgracia suya, fue Clemency la que se casó con él y la que se convirtió en una Shaw… Él no es de los nuestros.
—De todas formas, sigue siendo espantoso. Nunca habíamos sentido la vergüenza tan cerca, ni siquiera por matrimonio —protestó Angeline—. El nombre de Worlingham había sido siempre sinónimo de honor y dignidad. Imagínate lo que habría sentido papá de haber visto su nombre mancillado por el menor deshonor. Nunca hizo nada que mereciera reprobación. Y ahora su hijo ha sido asesinado, y su nieta, cuyo marido será colgado de la horca… Se habría muerto de vergüenza.
Pitt la dejaba continuar, pues sentía curiosidad por comprobar con cuánta facilidad y hasta qué punto aceptaban ambas la culpabilidad de Shaw. Ahora debía hacerles comprender que sólo se trataba de una entre varias posibilidades.
—No es necesario que se aflija antes de tiempo, señorita Worlingham. Es muy posible que la muerte de su hermano se debiera a un ataque de apoplejía, tal como dijo el doctor Shaw. Aún no tenemos ninguna prueba de que éste sea culpable de nada. Puede que este asunto no tenga nada que ver con un problema de dinero. Es muy posible que Shaw se diera cuenta de que había atendido un caso clínico relacionado con algún crimen, o que había tratado de alguna enfermedad a un paciente dispuesto a matar con tal de mantenerla en secreto.
Angeline levantó la vista con un gesto brusco.
—¿Se refiere a alguna enfermedad mental? ¿Alguien que está loco y que Stephen lo sabe? Entonces ¿por qué no lo dice? Tendría que estar encerrado en Bedlam, con los demás lunáticos. No debería permitir que anduviese suelto…
Pitt abrió la boca para explicarle que la persona en cuestión sólo creía que Shaw lo sabía. Pero entonces reparó en la expresión de histeria de su rostro, y en la tensa mirada de Celeste, y decidió que sería una pérdida de tiempo.
—Sólo se trata de una posibilidad —dijo—. Otra es que se produjera una muerte no natural y que el doctor Shaw lo supiera o lo sospechara. Hay muchos otros motivos, tal vez alguno que ni siquiera se nos ha ocurrido.
—Me asusta usted —dijo Angeline en voz baja y temblorosa—. Estoy muy confundida. ¿Ha matado Stephen a alguien o no?
—Nadie lo sabe —contestó Celeste—. Es trabajo de la policía averiguarlo.
Pitt les hizo algunas preguntas más relacionadas directa o indirectamente con Shaw o con Theophilus, pero no le aportaron ninguna información suplementaria.
Al salir a la calle, había clareado y el viento era aún más frío. Pitt y Murdo caminaron en silencio hasta la casa de huéspedes en que se alojaba Oliphant. Encontraron por fin a Shaw sentado junto al fuego del salón principal, escribiendo notas en un escritorio de persiana redonda. Parecía cansado, tenía los ojos rodeados de sendos cercos oscuros y la piel pálida, con un aspecto que recordaba la textura del papel. Había tristeza en la forma en que dejaba caer los hombros, y la energía nerviosa que lo caracterizaba se había transformado en tensión, reflejada en la agitación de las manos.
—No tiene objeto que me pregunte a quién he atendido, ni de qué dolencia —dijo con brusquedad tan pronto vio a Pitt—. Por mucho que yo pudiera conocer la existencia de una enfermedad que pudiera impulsar a alguien a matarme, ello no podría ser motivo para que alguien quisiera hacerle daño al pobre Amos. Claro que, en ese supuesto, habría muerto porque yo estaba en su casa. —Se le quebró la voz—. Primero Clemency… y ahora Amos. Sí, supongo que tienen razón. Si de verdad supiera quién es haría algo al respecto… Tal vez no se lo diría a ustedes, pero algo haría.
Pitt se sentó en la silla más próxima a él sin que se la hubiera ofrecido; Murdo permaneció con discreción junto a la puerta.
—Piense, doctor Shaw —dijo mientras lo observaba y se odiaba a sí mismo por la necesidad de tener que recordarle su papel en la tragedia—. Por favor, piense en algo de lo que usted y Amos Lindsay hablaran mientras estuvo alojado en su casa. Es posible que tuviera usted conocimiento de algún hecho que, de haber comprendido su significación, le habría revelado quién provocó el primer incendio.
Shaw levantó la vista con una chispa de interés por primera vez desde que los policías habían entrado en la estancia.
—¿Y usted piensa que Amos Lindsay sí lo comprendió… y que el asesino lo sabía?
—Es posible —repuso Pitt con cautela—. Le conocía usted bien, ¿no es así? ¿Era el tipo de hombre que habría sido capaz de actuar por su cuenta, para conseguir pruebas quizá?
De repente los ojos de Shaw rebosaron de lágrimas y se volvió de espaldas, antes de decir con voz emocionada:
—Sí… lo era. Y Dios es testigo de que no tengo la menor idea de a quién vio ni dónde fue durante el tiempo que yo estuve allí. Estaba tan abocado a mi dolor y mi ira que no vi nada ni pregunté nada.
—Por favor, piense bien en ello, doctor Shaw. —Pitt se puso en pie, movido más por la piedad y el deseo de no entrometerse en su aflicción, que por el tipo de curiosidad impersonal que le dictaba su profesión—. Y si recuerda cualquier cosa, dígamela a mí… a nadie más.
—Así lo haré. —Shaw parecía de nuevo sumido en sus propios pensamientos, como si Pitt y Murdo se hubieran marchado ya.
Una vez en el exterior, bajo el pálido sol de la tarde, coloreado ya con los reflejos moribundos de la luz otoñal, Murdo miró a Pitt con los ojos entrecerrados por el frío.
—¿Cree que eso es lo que pasó, señor: que el señor Lindsay averiguó quién era el criminal y se aventuró en busca de pruebas?
—Sabe Dios. Fuera lo que fuera lo que vio, ya no contamos con ello.
Murdo meneó la cabeza y, con las manos metidas en los bolsillos, recorrieron juntos el camino de vuelta hacia la comisaría de Highgate.