5

Charlotte estaba horrorizada ante la idea de que la abuelita asistiera al funeral de Clemency Shaw, pero por mucho que le diera vueltas, no se le ocurría cómo impedírselo. La siguiente vez que fue a visitarlas probó a sugerir que, en las trágicas circunstancias en que se encontraba la familia, tal vez lo mejor era dejar que llevaran el asunto en la más completa intimidad. La vieja dama despachó la idea sin más.

—No digas disparates, chiquilla. —Miró a Charlotte bajando los ojos, lo cual era toda una hazaña, teniendo en cuenta que era más baja que Charlotte, aun cuando estaban ambas sentadas. La conversación tenía lugar en la salita de estar, junto a la chimenea—. A veces me desespera tu falta de inteligencia —añadió para acabar de arreglarlo—. Hay ocasiones en que parece que no tengas ni pizca. Todo el mundo va a estar allí. ¿De verdad crees que la gente va a desaprovechar una ocasión así para cotillear de un desastre doméstico y hacer todo tipo de especulaciones desagradables? Es el momento adecuado para que tus amigos pongan una cara bien larga y le demuestren a todo el mundo que están contigo y te apoyan en la desgracia, y que te consideran inocente de lo ocurrido… de todo lo ocurrido.

Era un argumento tan ridículo que Charlotte no se molestó en replicar. No hubiera servido de nada, a no ser para trastornar el humor de la abuela, siempre dispuesto a agriarse.

Emily no fue, para su pesar. Y es que por mucho que le hubiese gustado asistir, debía reconocer que si lo hacía era por mera curiosidad, lo que le parecía poco decoroso. Cuanto más pensaba en Clemency Shaw, más decidida estaba a hacer todo lo que pudiera para que su obra tuviera continuidad y a que ello fuera el mejor tributo que pudiera rendirle. Y no iba a estropearlo por ceder a un capricho innecesario.

Lo que sí hizo fue prestarle a Charlotte un vestido negro. Era de la temporada anterior, claro, pero no por ello menos precioso. Era de terciopelo negro y estaba adornado con un diseño de hojas y helechos bordados en las solapas de la chaqueta y a lo largo del dobladillo de la falda. En la espalda figuraba cosido el nombre del fabricante, Maison Worth, el más a la moda de Europa.

¡Bendita Emily!

Y también le dejó que llevara su carruaje, para que Charlotte no se viera en la disyuntiva de alquilar uno o de ir en ómnibus a Cater Street para reunirse con Caroline y la abuela.

Acababa de contarle a Pitt las últimas y escasas informaciones que tenía y las amplias aunque generales impresiones que le había suscitado su última visita.

Pitt estaba sentado en la butaca junto a la chimenea de la sala de estar, con los pies estirados sobre el guardafuego y mirando a través de los ojos entornados las llamas del hogar.

—Voy a ir al funeral —concluyó, en un tono que, a pesar de ser una aseveración, le dejaba a él potestad para manifestar un eventual desacuerdo, aunque no porque pensara de verdad que pudiera existir, sino por mera cuestión de diplomacia conyugal.

Él levantó la vista y la miró con unos ojos que a ella, a la luz del fuego, le parecieron brillantes. Aquella expresión de tolerancia apuntaba incluso hacia una curiosidad cómplice.

—En algunos aspectos, estaré en mejor posición que la tuya para poder observar —continuó Charlotte—. En realidad, para la mayor parte de los asistentes sólo seré una más en el funeral. Supondrán que estoy allí para llorar a la difunta, cosa que, cuanto más sé de Clemency Shaw, más cierta es. Recuerda que quienes te conocen pensarán en la policía y recordarán que ha sido un asesinato, y que están ante un suceso que supera con mucho lo meramente desagradable, pues es una verdadera tragedia.

—No necesitas convencerme de nada —dijo Pitt con una sonrisa, y Charlotte se dio cuenta de que se reía de ella.

Se arrellanó en el asiento y estiró el pie hasta tocar el de él con la punta de los dedos.

—Gracias.

—Ten cuidado. Recuérdalo: no es un funeral cualquiera. Se trata de un asesinato.

—Lo tendré en cuenta. Emily me deja su carruaje.

Él sonrió.

—No esperaba menos.

Charlotte no fue ni con mucho la primera en llegar. Al apearse con la ayuda del criado de Emily, vio a Josiah y Prudence Hatch delante de ella, mientras cruzaban la verja y se dirigían hacia la entrada de la rectoría. Los dos iban vestidos de negro, como cabía esperar, Josiah con el sombrero en la mano mientras el frío viento le encrespaba el cabello. Caminaban uno junto a otro, mirando al frente y con la espalda muy erguida. A pesar de verles de espaldas, Charlotte hubiera dicho que habían tenido alguna disputa y que cada uno se había aislado con su propia ira.

Delante de ellos, Charlotte vio pasar por la puerta a Alfred Lutterworth, solo. O Flora no asistía, o venía acompañada por otra persona. A Charlotte el hecho le pareció inusual. Ya trataría de averiguar la causa, con toda la discreción posible.

En la puerta la recibió un coadjutor joven, de algo menos de treinta años, delgado, con unos rasgos más bien corrientes, pero con un interés y una preocupación en el rostro que Charlotte le tomó afecto al instante.

—Buenos días, señora. —Hablaba de forma pausada, pero sin el sonsonete reverencial que ella consideraba más una fachada que una expresión de sinceridad—. ¿Dónde desea sentarse? ¿Viene sola o espera a alguien más?

Charlotte estuvo a punto de decir que iba sola, pero resistió a la tentación.

—Espero a mi madre y mi abuela…

Él se dispuso a acompañarla.

—¿Entonces a lo mejor le parecerá bien ese banco de ahí a la derecha? ¿Conocía íntimamente a la señora Shaw? —La inocencia de sus modales y su expresión afligida impedían tomarse a mal aquella pregunta.

—No —respondió ella—. La conocía sólo de oídas, pero todo lo que dicen de ella no hace sino acrecentar mi admiración. —Vio su mirada de asombro y se apresuró a dar una explicación, que la sorprendió por lo pormenorizada—. Mi marido es el encargado de la investigación del incendio. El caso me fue interesando y me enteré por un miembro del Parlamento que la señora Shaw realizaba una gran labor contra la explotación de los pobres. Era muy modesta con respecto a su trabajo, pero demostraba una gran piedad y una enorme valentía. He venido para rendir mis respetos… —Calló al ver la turbación en el rostro del coadjutor. Parecía más presa de la aflicción que cualquiera de las tías de Clemency, o que su hermana, la tarde que Charlotte las había visitado, dos días antes.

Él dominó con dificultad sus sentimientos, aunque no se disculpó por ello, lo que hizo que a ella aún le gustara más. ¿Por qué tenía uno que disculparse por entristecerse en un funeral? La acompañó en silencio hasta el banco, la miró a los ojos de una forma significativa y se volvió hacia la entrada, con la cabeza alta.

Llegó justo a tiempo de recibir a Somerset Carlisle, que parecía algo cansado y demacrado, y a Vespasia, quien iba toda de negro con plumas de águila en el sombrero, ladeadas en un ángulo perfecto. El vestido que llevaba era de seda y baratea[*], con un corte que ponderaba tanto su altura como la elegancia de su porte. Era asimétrico, tal como exigía la última moda. Llevaba un bastón de marfil con puño de plata, pero sin apoyarse en él. Habló brevemente al coadjutor, a quien explicó quién era pero no los motivos por los que asistía, y luego se separó de él con gran dignidad, se quitó unos impertinentes y se puso a observar la nave de la iglesia. Tardó unos segundos en ver a Charlotte. Cogió a Somerset Carlisle del brazo y le ordenó que la acompañara al banco de Charlotte, lo que impidió que Caroline y la abuela se sentaran junto a ella cuando llegaron al cabo de un momento.

Charlotte no intentó dar mayor explicación. Se limitó a sonreír con dulzura y luego inclinó la cabeza en una actitud de plegaria, con el fin de disimular su sonrisa.

Al cabo de unos minutos volvió a levantar los ojos y vio justo en frente de ella la blanca cabeza de Amos Lindsay, y a Stephen Shaw sentado junto a él. Charlotte apenas podía imaginar el torbellino de emociones que debían acometerle al ver agitarse la figura de Hector Clitheridge aleteando como un pajarraco herido. Su mujer estaba sentada en la primera fila, con un bonito vestido negro, tratando de tranquilizarlo, alternando sonrisas con miradas convenientemente serias. En el órgano sonaba una música lenta, ya fuera porque el organista lo considerara el tempo adecuado a un funeral, ya porque no encontrara las notas con la suficiente solvencia. El resultado daba cierta sensación de inseguridad y falta de ritmo.

Los bancos iban llenándose. Quinton Pascoe recorrió el pasillo hasta encontrar un asiento lo más alejado posible de John Dalgetty y su mujer. Entre el bosque de variopintos sombreros negros y los adornos más variados, Charlotte no pudo ver ninguno que le pareciera el de Celeste o Angeline Worlingham.

El órgano cambió de forma abrupta y comenzó el servicio religioso. Clitheridge estaba muy nervioso. Su voz se ahogaba en falsetes una y otra vez. Se perdió dos veces en pasajes con los que sin duda estaba familiarizado y titubeó en su afán por repetirlos bien, con lo cual sólo logró hacer más patente su error. Charlotte, que sufría al verle, oyó a tía Vespasia suspirar con exasperación. Somerset Carlisle se cubrió el rostro con las manos, pero Charlotte no supo si estaría pensando en Clemency o en el vicario.

Charlotte se dio cuenta de que ella también perdía la atención. Era probablemente lo mejor que podía hacer. Clitheridge era insoportable y al coadjutor joven se le veía tan abrumado por una sincera piedad que le resultaba muy doloroso mirarle. Optó por dejar vagar la vista por las tracerías de piedra y las placas con los nombres de las personalidades hacía largo tiempo fallecidas, hasta que al final, recordando súbitamente la conversación en casa de los Worlingham, reparó en el famoso vitral donde se apreciaba ya casi completa la figura del difunto obispo representado como Jeremías, rodeado de otros patriarcas y rematado por un ángel. Reconoció al obispo con facilidad. El rostro no estaba bien definido, pero los espesos rizos de cabello blanco que parecían formar una aureola en el cristal eran exactamente como los del retrato que había visto en el vestíbulo de la casa familiar. Era un homenaje ciertamente hermoso que debía haber costado una suma considerable. No era de extrañar que Josiah Hatch se sintiera tan orgulloso.

Por fin concluyó la parte formal de la ceremonia y oyó pronunciar, con alivio, el amén final. Los congregados se pusieron en pie para acompañar el féretro al pequeño cementerio de la iglesia, donde se agruparon en mitad del desapacible viento del oeste mientras se daba sepultura al cuerpo.

Charlotte tuvo un estremecimiento y se acercó un poco más a la tía Vespasia hasta quedar a unos centímetros tras ella. De este modo se protegía de unas rachas de viento que, de no haber estado el cielo tan despejado, a buen seguro habrían traído nieve. Se quedó contemplando la tumba abierta, al borde de la cual estaba Clitheridge, con la sotana al viento azotándole los tobillos. Su rostro reflejaba azoramiento y temor. A un par de metros estaba Alfred Lutterworth, bien plantado sobre sus robustas piernas sin reparar en el frío, con un semblante sombrío y reflexivo. A continuación, a unos pasos de distancia, Stephen Shaw aparecía imbuido de una impenetrable combinación de ira y dolor de la que resultaba una emoción tan profunda que nadie habría osado violar. Amos Lindsay permanecía junto a él en silencio.

Josiah Hatch se encargaba de dirigir a los portadores del féretro. Era acólito y estaba acostumbrado a esas responsabilidades. Su expresión era severa, pero cumplía con su cometido de forma meticulosa, sin omitir ni una palabra ni un movimiento ceremonioso. Lo hacía todo con una exactitud que honraba a la fallecida y preservaba la importancia de la letanía y la tradición de la Iglesia.

Clitheridge estaba visiblemente aliviado de que hubiera alguien más que se encargara de la ceremonia, aunque fuera de una manera un poco pomposa. Sólo el coadjutor joven parecía disconforme. Sus angulosos rasgos y su ancha boca reflejaban cierta impaciencia que no hacían sino aumentar su aparente dolor.

Charlotte había acertado de pleno. Había unas cincuenta personas, la mayoría hombres, entre las que, definitivamente, no se contaban Angeline ni Celeste Worlingham. Ni Flora Lutterworth.

—¿Por qué no habrán venido las Worlingham? —le susurró a tía Vespasia cuando ésta se volvió por fin, al borde de la congelación, y se encaminó hacia los carruajes para realizar el breve trayecto hasta el lugar donde debía celebrarse el banquete fúnebre. No había recibido una invitación expresa, pero tenía toda la intención de ir.

Pasaron junto a Pitt, de pie junto a la verja de entrada, tan discreto como si hubiera sido invisible. Podía haber pasado por uno de los portadores del féretro o por un empleado de la funeraria, de no ser porque llevaba los guantes desparejados, uno de los bolsillos del abrigo le abultaba de forma ostensible y llevaba botas de color marrón. Charlotte le dedicó una fugaz sonrisa al pasar y él le devolvió una mirada afectuosa, y luego continuó hacia el carruaje.

—Yo diría que porque al obispo no le parecería aconsejable —repuso Vespasia—. Hay mucha gente que piensa así. Es una completa estupidez, claro. Las mujeres son tan fuertes como los hombres a la hora de enfrentarse con una tragedia y con las flaquezas de nuestra carne corruptible. En realidad, en muchos casos son más fuertes. Tiene que ser así, ¡de lo contrario ninguna de nosotras habríamos tenido más de un hijo ni se ocuparía jamás de los enfermos!

—Pero si el obispo está muerto —señaló Charlotte—. Y desde hace diez años.

—Querida, por lo que respecta a sus hijas, el obispo nunca morirá. Vivieron bajo su techo durante más de cuarenta años y obedecieron a todas y cada una de las normas de conducta que él establecía para ellas. Y estoy segura de que tenía opiniones muy precisas acerca de todo. Es de creer que no irán a romper ahora con la costumbre, mucho menos en un momento de aflicción, cuando más necesita uno agarrarse a lo que le es más familiar.

—Oh… —Charlotte no había pensado en ello, pero ahora acudieron a su mente recuerdos de otras familias en que se consideraba que un funeral era una prueba demasiado dura para una sensibilidad delicada. Los desmayos y desvanecimientos podían ser una perturbación para la solemnidad debida a los muertos—. ¿Y también por eso Flora Lutterworth tampoco está aquí? —Eso le parecía más dudoso, aunque no imposible. Alfred Lutterworth cuidaba mucho el protocolo, y todos esos escrúpulos podían ser considerados propios de personas de buena condición.

—Supongo que sí —repuso Vespasia con una leve sonrisa.

Habían llegado a los carruajes. Caroline y la abuela iban detrás de ellas. Charlotte miró por encima del hombro y vio a Caroline hablando con Josiah Hatch con expresión concentrada, mientras que la abuela la miraba a ella con ojos que echaban fuego.

—¿Quieres esperarlas? —le preguntó Vespasia arqueando sus plateadas cejas.

—¡Desde luego que no! —Charlotte movió el brazo con un gesto imperioso y el cochero de Emily puso en movimiento los caballos—. Ya llevan su propio equipaje. —Decir aquello le proporcionó un regocijo infantil—. Te seguiré a ti. Supongo que las hermanas Worlingham asistirán a un evento como el banquete fúnebre.

—Seguro que sí. —Vespasia sonreía sin disimulo—. Ése es justamente el evento social. Esto no ha sido más que el preámbulo necesario.

Y aceptó la mano que le ofrecía su criado y se apoyó en el peldaño para subir al carruaje, después de haberle dado una moneda de medio penique a un barrendero callejero, un chiquillo que no tendría más de diez u once años. El pequeño le dio las gracias y se fue con su escoba hacia otro montoncito de estiércol de caballo. La portezuela se cerró tras ella y al cabo de un momento el carruaje partió.

Charlotte hizo lo mismo.

Ambas se apearon delante de la imponente y ya familiar casa de los Worlingham, cuyas persianas estaban bajadas y los crespones negros ondeaban en la puerta. En la carretera habían esparcido una gran cantidad de paja para amortiguar el estrépito de los caballos, algo muy poco respetuoso con los muertos, por lo que cuando el cochero se llevó el carruaje al punto de espera, las ruedas se deslizaron sin apenas ruido.

Dentro todo estaba preparado hasta el último detalle. El amplio comedor estaba festoneado con tal cantidad de crespones negros que parecía que por allí hubiera pasado una enorme araña a la que se le hubiera chamuscado la tela. Encima de la mesa, en un jarrón de porcelana, había un gran ramo de lirios blancos cuyo coste habría bastado para alimentar durante una semana a una familia entera. La mesa estaba dispuesta con magnificencia: carnes al horno, sándwiches, frutas y repostería, botellas de vino, con la conveniente cantidad de polvo de la bodega y las debidas etiquetas para satisfacer al más exigente catador. Algunos de los oportos eran muy añejos. El obispo debía de haberlos olvidado en la bodega en sus buenos años.

Celeste y Angeline estaban sentadas una junto a otra, vestidas ambas con bombasí negro. El vestido de Celeste estaba incrustado con cuentas azabache y por la parte de delante le caía una franja de terciopelo prendida del polisón. Le tiraba un poco a la altura del pecho. El vestido de Angeline estaba cubierto sobre los hombros con una gruesa mantilla de encaje negra, sujeta con un alfiler azabache de diminutas perlas que constituía un broche de luto muy tradicional. El dibujo del encaje se repetía a la altura del vientre y por debajo del polisón de bombasí. Sólo los más exigentes podían darse cuenta de que la disposición de los pliegues seguía la moda del año anterior. A la altura del pecho le quedaba aún más tirante. Charlotte supuso que era el mismo atuendo que habrían llevado en el funeral de Theophilus, y a lo mejor también en el del obispo. Un modisto avispado podría haber hecho un buen negocio, aunque, observándolas bien, a las hermanas Worlingham, como a tanta gente de dinero, parecía gustarles el ahorro.

Celeste las saludó con solemnidad, igual que una duquesa recibiendo a sus visitas, con la espalda erguida, la cabeza ligeramente ladeada y repitiendo los nombres de cada persona como si tuvieran una importancia capital. Angeline sostenía un pañuelo de encaje con el que se frotaba la mejilla de vez en cuando, y se limitaba a repetir las últimas dos palabras de todas las frases que decía su hermana.

—Buenas tardes, señora Pitt. —Celeste movió la mano como consideración a una amistad más bien lejana y de rango no identificable.

—Señora Pitt —repitió Angeline con una titubeante sonrisa.

—Una gran atención por su parte el venir a expresar sus condolencias.

—Una gran atención. —Esta vez Angeline escogió las primeras palabras de la frase.

Lady Vespasia Cumming-Gould. —Celeste se quedó perpleja—. Qué… qué generosidad de su parte el haber venido. Estoy segura de que nuestro difunto padre se habría sentido muy emocionado.

—Muy emocionado —añadió Angeline con ardor.

—No habría habido motivo —repuso Vespasia con una fría sonrisa y mirada inalterable—. He venido exclusivamente por honrar a Clemency Shaw. Fue una mujer excepcional, que destacó por su valentía y su gran conciencia hacia el prójimo… una combinación nada habitual. Me siento muy afligida por su pérdida.

Celeste se había quedado sin habla. No sabía nada de Clemency que justificara tan extraordinarias alabanzas.

—¡Oh! —Angeline emitió una pequeña exclamación y apretó el pañuelo, que se llevó a la mejilla para enjugar una lágrima que había comenzado a caer por su sonrojada mejilla—. Pobre Clemency —susurró.

Vespasia no quiso entretenerse en más trivialidades que sólo hubieran sido penosas y se dirigió hacia el comedor. Somerset Carlisle, que entró a continuación, estaba tan habituado a expresarse con medias palabras de exquisita cortesía, que no tuvo problema en murmurar algo amable pero carente de sentido, y siguió a las dos mujeres.

En el comedor había unas treinta personas. Charlotte reconoció a algunas de su breve visita anterior a casa de los Worlingham. De otras, como había hecho en la iglesia, dedujo su identidad a partir de las descripciones de Pitt.

Se quedó mirando la mesa, fingiendo estar absorta en admirada contemplación, cuando entraron Caroline y la abuela. Ésta, ceñuda, blandía el bastón mientras caminaba con considerable peligro para todo aquel que se interpusiera. No es que deseara particularmente tener a Charlotte con ella, pero estaba furiosa por entrar a la cola. Era una falta al respeto que se le debía.

Era una estancia espaciosa y amueblada con buen gusto. Las ventanas eran grandes, con cortinajes ornamentados. Había un hogar de mármol oscuro, una alacena de roble, una mesa de servir y un aparador con un servicio de té Crown Derby —de tonos rojos, azules y dorados— dispuesto para ser admirado.

La mesa principal era de una elegancia exquisita. La cristalería tenía un escudo de armas grabado en un lateral de cada copa; la cubertería de plata, pulida de tal modo que reflejaba todas y cada una de las luces de la araña del techo, llevaba también grabado como monograma una ornamental «W» gótica; y la mantelería tenía bordados en blanco ambos motivos, blasón y monograma. Las bandejas del servicio de porcelana eran azules ribeteadas de oro de Minton; Charlotte reconoció el modelo por las pequeñas enseñanzas que solía dispensarle su madre, en los pasados días en que el papel que desempeñaba requería de tales conocimientos para ser considerada una mujer de buena condición.

—Nunca se dignaron sacar todo este servicio cuando ella vivía —le dijo Shaw casi al oído—. Claro que, Dios nos asista, nunca tuvimos a todo el vecindario sentado a la mesa.

—Muchas veces hacer algo que requiere un esfuerzo especial nos ayuda a sobrellevar el dolor —contestó Charlotte—. Aunque incurramos tal vez en un pequeño exceso. No todos tenemos los mismos recursos para superar las desgracias.

—Qué forma de pensar tan caritativa —dijo él con una mueca—. Si no la conociera, y no la hubiera oído expresarse con tan abrumadora franqueza, podría llegar a resultarme usted sospechosa de hipocresía.

—En tal caso incurriría en injusticia conmigo —repuso ella—. Mi forma de pensar se corresponde con lo que he dicho. Si hubiera deseado ser crítica, habría podido elegir entre varios tipos de comentarios, entre los que no se encuentra el que he hecho.

—¡Oh! —Arqueó sus rubias cejas—. ¿Y cuál habría elegido? —Sus ojos se iluminaron divertidos—. Caso de haber deseado ser crítica, claro está.

—Si deseo serlo, y todavía sigue usted interesado, se lo haré saber —replicó ella. Entonces, recordando que él era la persona más afligida de todas las presentes y que no quería parecerle descortés, ni siquiera en una conversación tan intrascendente, se acercó y le susurró—: El vestido de Celeste le queda un poco tirante, se lo tenían que haber soltado un poco de la sisa. El caballero que he tomado por el señor Dalgetty necesita un corte de pelo, y la señora Hatch lleva los guantes desparejados, razón probable por la cual se ha quitado uno y lo lleva en la mano.

Él le respondió con una ancha sonrisa.

—¡Qué agudas dotes de observación! ¿Las ha adquirido por estar casada con un policía o son naturales?

—Creo que van con la condición de mujer. Cuando estaba soltera tenía tan pocas cosas que hacer que el observar a la gente ocupaba una parte muy importante del día. Es más entretenido que bordar o pintar malas acuarelas.

—Yo pensaba que las mujeres pasaban el tiempo cotilleando y haciendo obras de caridad —repuso él en voz baja con una ironía en los ojos que no enmascaraba su dolor, sino que contrastaba con el mismo hasta el punto de hacerle parecer un hombre lleno de vida e intensamente vulnerable.

—Y así es. Pero para ello hay que tener algo de lo que cotillear, si se trata de divertirse un poco. Y hacer obras de caridad es terrible, porque se hacen con una actitud tan condescendiente que sirven más para justificarse a sí misma que para beneficiar a nadie más. Tendría que estar muy desesperada para que ante la visita de una dama de la sociedad con una jarrita de miel en las manos no me entraran ganas de ponérsela por sombrero… cosa que por supuesto no me atrevería a hacer jamás. —Estaba exagerando, pero la sonrisa de él la recompensó con creces.

Antes de que él pudiera contestar, la atención de ambos se dirigió hacia Celeste, quien, apenas a unos pasos de ellos, seguía representando su papel de gran duquesa. Alfred Lutterworth permanecía delante de ella con Flora a su lado. Celeste parecía haberles negado el saludo. Los había mirado a los ojos y les había hecho un gesto de que pasaran rápido, como si fueran sirvientes con quienes no hubiera que hablar. Las mejillas de Lutterworth se sonrojaron y por un momento Flora pareció que iba a echarse a llorar.

—¡Maldita mujer! —masculló Shaw, para añadir a continuación un calificativo procedente del mundo animal muy poco amable para el animal en cuestión. Sin excusarse ante Charlotte, se dirigió hacia el lugar de la escena.

—Buenas tardes, Lutterworth —dijo en voz alta—. Me alegro de verlo y aprecio su visita. Buenas tardes, señorita Lutterworth. Gracias por haber venido… en unas circunstancias que no son las mejores, salvo cuando existe verdadera amistad.

Flora sonrió insegura, pero percibió la franqueza con que la miraba Shaw y recobró la compostura.

—No hubiéramos podido dejar de venir, doctor Shaw. Lo sentimos mucho por usted.

Shaw hizo un gesto hacia Charlotte.

—¿Conocen a la señora Pitt? —Los presentó e intercambiaron los formalismos de rigor. La tensión desapareció, pero Celeste, que, al igual que todos los presentes en aquella mitad de la estancia, no había podido dejar de oír las salutaciones, apretó los labios y puso cara estirada. Shaw no le hizo caso y prosiguió en voz alta una conversación intrascendente en la que reclutó a Charlotte como aliada, lo quisiera ella o no.

Al cabo de diez minutos tanto el grupo como la conversación habían cambiado. Caroline y la abuela se habían unido a ellos y Charlotte escuchaba a una mujer extraordinariamente bella, de unos cuarenta y tantos años, de magníficos ojos oscuros, que llevaba su brillante pelo recogido en un alto peinado a la última moda y un sombrero negro que dos años atrás hubiera sido una auténtica osadía. Su rostro estaba empezando a perder la lozanía de la juventud, pero seguía conservando la suficiente belleza para que varias personas la miraran más de una vez, aunque se tratara de una clase de belleza más propia de climas más cálidos que del que sufrían los ingleses… sobre todo los ingleses criados en los refinados jardines de Highgate. Había sido presentada como Maude Dalgetty y, cuanto más la oía hablar, más le gustaba a Charlotte. Parecía una mujer demasiado en paz consigo misma como para guardar ninguna clase de malicia hacia los demás y en sus comentarios no se apreciaba la menor puya de crueldad o frivolidad.

Charlotte se sorprendió al ver que Josiah Hatch se unía a ellos y le pareció, por la dulcificada expresión de su severo semblante, que la tenía en cierta estima. Miró a Charlotte con escaso interés, pero aun así no le pareció una mirada exenta de crítica. Era evidente que sospechaba que su presencia allí o bien obedecía a la mera curiosidad, lo que consideraba intolerable, o a su amistad con Shaw, lo que se sentía inclinado a desaprobar. En cualquier caso, cuando se volvió hacia Maude Dalgetty la tirantez de su cuerpo se suavizó.

—Señora Dalgetty, cuánto me complace que haya podido venir. —Trató de encontrar algo más que añadir, tal vez algún comentario más personal, pero no lo logró.

—Cómo no, señor Hatch. —Ella le sonrió y Hatch se distendió aún más hasta el punto de esbozar una leve sonrisa—. Yo quería mucho a Clemency. Era una de las mujeres más buenas que he conocido.

Hatch palideció de nuevo.

—Desde luego —dijo de pasada, antes de aclararse la voz con un sonoro carraspeo—. Había muchas cosas por las que alabarla… era una mujer virtuosa, jamás deshonesta ni negligente con sus deberes, y siempre lo tomaba todo con buen talante. Es una gran tragedia que su vida haya sido… —Su rostro adoptó de nuevo un aspecto severo y lanzó una mirada por encima de la mesa en dirección a la rubia cabeza de Shaw, a quien se veía inclinarse un poco hacia una robusta mujer que llevaba un sombrero diminuto—. Que su vida haya sido malograda en tantos sentidos. Aún le quedaba mucho camino… —Dejó el comentario inconcluso, con la ambigüedad de si se refería a la longevidad de Shaw o a la de Clemency.

Maude Dalgetty optó por su propia interpretación.

—Sí lo es —convino con un gesto—. Pobre doctor Shaw. Debe ser terrible para él, pero no se me ocurre qué más podemos hacer por ayudarlo. Una se siente mal viendo el dolor y siendo incapaz de ofrecer ningún consuelo.

—Su compasión la honra. Pero no se entristezca demasiado por él. No lo merece. —Su cuerpo recuperó su rigidez habitual. Los hombros, bajo el abrigo, parecían querer romper las costuras—. Hay ciertos rasgos de su personalidad que sería inapropiado mencionar delante de usted, mi querida señora, pero le aseguro que hablo con conocimiento de causa. —Le tembló un poco la voz, aunque no quedó claro si por cansancio o por emoción—. Habla de la forma más ridiculizante y ofensiva de todo aquello que merece una mayor veneración en nuestra sociedad. Le aseguro que sería capaz de propagar las mayores calumnias sobre los mejores de nosotros, y por mencionarle a alguien, su marido. Debería prevenirle. —Dirigió a Maude una mirada significativa—. Como usted bien sabe, estoy en desacuerdo con todos los principios de su marido, por lo que respecta a sus publicaciones. Pero estoy con él en la defensa del buen nombre de una dama…

Maude Dalgetty arqueó sorprendida sus finas cejas.

—¡El buen nombre de una dama! Válgame Dios, ¿es que el doctor Shaw ha estado hablando mal de alguien? Me sorprende usted.

—Eso es porque no lo conoce. —Hatch iba enardeciéndose—. Y porque su mente es demasiado bondadosa para imaginar maldad en las personas a menos que la demuestren delante de sus ojos. —Tenía las mejillas enrojecidas—. Pero yo he sabido ponerlo en el lugar que le corresponde, y su marido se ha sumado a mis palabras, y con la mayor elocuencia, si bien creo que con lo que yo le había dicho ya había sido suficiente.

—¿John? —La sorpresa le hizo elevar el tono—. Qué cosa tan extraña. Casi me hace pensar que era de mí de quien el doctor Shaw hablaba mal.

Hatch se sonrojó aún más y se le aceleró la respiración. Tenía los puños apretados.

Charlotte, que oía la conversación, estaba segura de que la mujer a la cual Hatch decía que Shaw había difamado era Maude Dalgetty. Deseó poder saber qué era lo que él había dicho de ella, y por qué.

Hatch se desplazó un poco y le dio la espalda a Charlotte. Como no quería llamar la atención con un interés desmedido, ésta aceptó la exclusión y se acercó a Lally Clitheridge y Celeste. Pero antes de que hubiera llegado hasta ellas, las dos mujeres se separaron y Lally abordó a Flora Lutterworth, con discreción pero sin rodeos.

—Es muy atento por tu parte que hayas venido, mi querida Flora. —Su tono era a la vez afectuoso y condescendiente, como una duquesa que hablara con su futura nuera—. Tienes un buen corazón adorable… una virtud encantadora en una joven, siempre que no la lleve hasta la indiscreción.

Flora abrió la boca para replicar, pero no encontró palabras para expresar sus sentimientos.

—Y eres modesta, también —prosiguió Lally—. Cómo me alegra ver que no discutes conmigo, querida. La indiscreción puede ser la ruina de una joven. Pero estoy segura de que tu padre ya te lo habrá dicho.

Flora se ruborizó. A Charlotte le pareció obvio que aún seguían peleados.

—Tienes que hacerle caso, ¿sabes? —Lally también se había dado cuenta y cogió el brazo de Flora, como para hacerle una confidencia—. Él sólo quiere lo mejor para ti. Eres muy joven e inexperta en sociedad y no conoces aún cómo se juzgan las personas unas a otras. Por una simple imprudencia que cometieras, todo el mundo te consideraría cualquier cosa menos una muchacha virtuosa… lo que arruinaría todas las excelentes expectativas que puede depararte el futuro. —Asintió con la cabeza levemente—. Espero que me hayas entendido, querida.

Flora seguía con la mirada fija en ella.

—No… creo que no la he entendido —dijo; su rostro denotaba tensión.

—Entonces tendré que explicártelo. El doctor Shaw es un hombre de gran encanto personal, pero a veces es demasiado franco en sus opiniones e imprudente a la hora de respetar los juicios de los demás. Eso son cosas aceptables en un hombre, sobre todo en un hombre que se dedica a una profesión liberal…

—Yo lo encuentro muy agradable. —Flora le defendía con ardor—. De él no he recibido otra cosa que amabilidad. Si usted no comparte sus opiniones, eso es asunto suyo, señora Clitheridge. Debería decírselo a él. Le ruego que no me involucre en ello.

—No me has entendido. —Lally estaba ahora molesta—. Lo que me preocupa es tu reputación, querida… que está en franca necesidad de enmienda.

—Entonces con quienes debería discutir es con aquellos que hablan mal de mí. Yo no he hecho nada que haya dado motivos para ello.

—¡Claro que no! Eso ya lo sé. No se trata de lo que hayas hecho o dejado de hacer, sino de tu indiscreción a la hora de salvar las apariencias. Sólo te prevengo en calidad de esposa de tu vicario. Para él es un tema difícil de hablar con una señorita, pero lo cierto es que está preocupado por tu bienestar.

—Entonces dele las gracias de mi parte. —Flora la miró con ojos destellantes y las mejillas sonrojadas—. Y dígale que ni mi cuerpo ni mi alma están en peligro. Y usted puede considerar que ha cumplido con su deber. —Y con una seca sonrisa inclinó la cabeza y se alejó, dejando a Lally en mitad de la estancia con una expresión de ira.

Charlotte se apresuró a apartarse, no fuera el caso que Lally se diera cuenta de que había estado escuchando. Al darse la vuelta se encontró con Vespasia, quien estaba esperando a que pudiera prestarle atención, con las cejas arqueadas en un gesto de curiosidad y una sonrisa irónica.

—¿Escuchando? —le susurró.

—Sí —reconoció Charlotte—. Interesantísimo. Flora Lutterworth y la mujer del vicario discutiendo a propósito del doctor Shaw.

—¿De veras? ¿Cuál de las dos está a favor y cuál en contra?

—Oh, las dos están a favor… muy a favor. Casi me da por pensar que ahí es donde está el problema.

La sonrisa de Vespasia se ensanchó, aunque no estaba exenta de lástima.

—Qué interesante, en verdad… y qué rematadamente inapropiado. Pobre señora Clitheridge, parece muy por encima del vicario. Apenas me sorprende que haya dirigido la vista a otra parte, aunque su virtud le prohíba ir más allá. —Cogió a Charlotte del brazo y la apartó de dos mujeres que había a su lado—. ¿Crees que hay algo más? No me parece probable que la esposa del vicario le haya prendido fuego a la casa por culpa de un amor no correspondido hacia el doctor… aunque tampoco es imposible, claro.

—También podría haber sido Flora Lutterworth, puestos a eso —opinó Charlotte—. Y a lo mejor no es por causa de un amor no correspondido. Flora heredará mucho dinero cuando muera su padre.

—¿Y tú crees que el dinero de los Worlingham puede ser insuficiente para el doctor Shaw y que le ha echado el ojo también al de los Lutterworth?

Charlotte recordó su conversación con Stephen Shaw, en la energía que desprendía aquel hombre, en su facilidad para la ironía, en la honda impresión de honestidad personal que lo había inspirado. Era una idea difícil de aceptar. Y no quería pensar que Clemency Shaw hubiera malgastado su vida casada con un hombre así. Y sin duda lo habría sabido.

—No —dijo—. Yo creo que lo del incendio está relacionado con el trabajo de Clemency contra los propietarios de viviendas pobres. Pero Thomas piensa que el motivo se concentra aquí en Highgate y que la víctima perseguida era en realidad el doctor Shaw. Así que voy a observarlo todo para luego contárselo, tanto si le encuentro algún sentido como si no.

—Muy propio de ti. —Esta vez Vespasia ni siquiera trató de disimular su regocijo—. A lo mejor ha sido el propio Shaw el que mató a su esposa… Supongo que Thomas habrá pensado en ello, aunque tú no lo hayas hecho.

—¿Por qué no habría yo de haberlo pensado? —replicó Charlotte con viveza.

—Porque a ti también te gusta ese hombre, querida, y creo que el sentimiento es más que correspondido. Buenas tardes, doctor Shaw.

El médico había vuelto y estaba delante de ellas, cortés con Vespasia, pero con la atención puesta en Charlotte, que se notó las mejillas sonrojadas.

Lady Cumming-Gould. —Hizo una educada inclinación—. Le agradezco que haya venido. Estoy seguro de que Clemency se hubiera sentido muy complacida. —Frunció el entrecejo, como si al pronunciar aquel nombre hubiera tocado una fibra sensible—. Es usted una de las pocas personas presentes que no ha venido movida por la curiosidad, por el afán de ser vista en sociedad, o por el simple deseo de no perderse la mejor comida servida por los Worlingham desde la muerte de Theophilus.

Amos Lindsay apareció de pronto junto a Shaw.

—De verdad, Stephen, a veces te haces muy poca justicia a ti mismo cuando expresas esas ideas. La gran mayoría de los que están aquí han venido por motivos más loables. —Sus palabras no iban tanto dirigidas a Shaw cuanto a excusarle ante Vespasia y Charlotte.

—No obstante podríamos comer un poco —propuso Shaw de forma no muy afortunada—. Señora Pitt, ¿puedo ofrecerle un poco de faisán en gelatina? Tiene un aspecto más bien repulsivo, pero me han asegurado que está delicioso.

—No, gracias —rehusó Charlotte—. No me apetece.

—Ruego me disculpe —dijo él con una sonrisa, y a ella se le pasó el enfado al instante. Le compadecía por su dolor, fuera cual fuera la naturaleza de su amor por Clemency. Era un momento de aflicción para él en el cual probablemente habría preferido estar solo que tener que presentarse ante una multitud de personas de emociones diversas, desde la condolencia familiar, como era el caso de Prudence, a la mera obligación social como en Alfred Lutterworth, o hasta la curiosidad más vulgar, tal como se reflejaba en los rostros de varios asistentes cuyos nombres Charlotte desconocía. Y hasta era posible que alguno de aquellos rostros fuera el del asesino de Clemency.

—No hay de qué —dijo ella devolviéndole la sonrisa—. Tiene usted motivo de sobra para considerarnos unos intrusos, y molestos además. Somos nosotros quienes deberíamos disculparnos.

Shaw alargó la mano como para tocarla, en un intento de buscar una comunicación más directa que las palabras. Pero en el último momento se abstuvo, si bien ella se sintió casi como si lo hubiera hecho, tan clara era la intención en sus ojos. Era un gesto tanto de gratitud como de solidaridad. Por un instante él no había estado solo.

—Es usted muy amable, señora Pitt —dijo—. Lady Cumming-Gould, ¿puedo ofrecerle algo, o tampoco usted tiene hambre?

Vespasia le dio su copa.

—Podría traerme otra copa de vino —respondió con gentileza—. Imagino que lleva en la bodega desde los tiempos del obispo. Es excelente.

—Con mucho gusto. —Cogió la copa y se alejó.

Al cabo de unos segundos ocuparon su lugar Celeste y Angeline, quienes seguían presidiendo la reunión como si fueran una duquesa y su dama de honor. Prudence Hatch cerraba la marcha, con la cara muy pálida y los ojos enrojecidos. Charlotte recordó con una aguda punzada de compasión que Clemency era su hermana. De haber sido Emily la que hubiera perecido en un incendio, no habría sido capaz de estar allí guardando ningún tipo de compostura. De hecho lo más probable es que se hubiera quedado en casa sin poder dejar de llorar, pues la idea de tener que mostrarse educada ante un montón de conocidos y no tan conocidos le habría resultado insoportable. Sonrió a Prudence con toda la amabilidad que era capaz de transmitir, pero encontró únicamente una mirada perdida y confusa. ¿Podía ser que la conmoción actuara como anestesia de una parte del dolor? La realidad iría apareciendo en los posteriores días de soledad, al despertar por la mañana y recordar.

Celeste en cambio estaba muy ocupada desempeñando su papel de hija del obispo y disponiendo el banquete fúnebre para que todo saliera como era preciso. La conversación debería ser elevada y conveniente para la ocasión. Maude Dalgetty había mencionado cierta novela romántica bastante vulgar, por lo que había que ponerla en su sitio.

—No me importa si los sirvientes leen ese tipo de noveluchas, siempre que cumplan con su trabajo de forma satisfactoria, claro está. Pero la verdad es que esos libros no tienen ningún mérito.

Por el rostro de Prudence, que estaba tras ella, cruzó una curiosa combinación de expresiones: alarma, azoramiento y al final una especie de oscura satisfacción.

—Y una dama de cierta categoría no necesita leerlas —continuó Celeste—. Son triviales y sólo despiertan las emociones más superficiales.

—Creo que eres demasiado crítica, Celeste —replicó Angeline—. No todas las novelas románticas son tan superficiales como dices. Hace poco yo misma… quiero decir que me han contado una novela titulada El secreto de lady Pamela, que parece muy emocionante y escrita con gran sensibilidad.

—¿Que tú qué? —Celeste arqueó las cejas con menosprecio.

—Algunas de esas novelas reflejan lo que sienten muchas personas… —comenzó Angeline, pero se detuvo ante la gélida mirada de su hermana.

—Estoy segura de que no conozco a ninguna mujer que sienta nada por el estilo. —Celeste no estaba dispuesta a dejar la cuestión—. Esas fantasías son una falsedad absoluta. —Se volvió hacia Maude, quien parecía ajena al encarnado rostro y los ojos desorbitados de Prudence—. Señora Dalgetty, estoy segura de que con su bagaje literario y los gustos de su marido, opinará usted como yo, ¿no es así? Chicas como Flora Lutterworth, por ejemplo… Claro que su posición en Highgate es muy reciente, viene de familia de comerciantes, pobre muchacha… Ella no tiene la culpa, por supuesto, pero nadie puede cambiarlo.

Maude Dalgetty cruzó la mirada de Celeste con candor.

—La verdad es que eso me hace recordar mi juventud, señorita Worlingham. Y por cierto que a mí me encantó El secreto de lady Pamela. Yo también la considero una novela muy bien escrita, sin pretensiones y de una sensibilidad considerable.

Prudence enrojeció y bajó la vista a la alfombra.

—Santo cielo —replicó Celeste con voz cortante—. Dios nos asista.

Shaw había vuelto con la copa de vino de Vespasia, quien la cogió con un gesto de asentimiento. Miró a las mujeres una por una y advirtió el rubor de Prudence.

—¿Te encuentras bien, Prudence? —preguntó con más solicitud que tacto.

—¡Ah! —Dio un nervioso respingo, miró alarmada su preocupado semblante y se puso aún más roja.

—¿Estás bien? —repitió él—. ¿Quieres ir a descansar, tumbarte un poco tal vez?

—No, no. Estoy perfectamente… oh… —Sorbió con fuerza por la nariz—. Oh, Dios mío…

Amos Lindsay se acercó por detrás, miró a Shaw y la cogió por el codo.

—Venga, querida —dijo con amabilidad—. A lo mejor le sentará bien un poco de aire fresco. Permítame ayudarla.

Y sin darle tiempo a replicar, la separó de la reunión y la acompañó fuera de la estancia a algún lugar de la casa más privado.

—Pobre mujer —dijo Angeline con dulzura—. Ella y Clemency se tenían mucho cariño.

—Todos sentíamos mucho cariño por ella —puntualizó Celeste, y por un momento pareció perderse también en algún lugar remoto, tal vez de su memoria, y su rostro reflejó dolor y tristeza.

Charlotte se preguntó hasta qué punto sus actitudes de gobernanta y sus modales de agresiva condescendencia no serían sino su manera de superar no sólo la pérdida de una sobrina, sino también la falta de un afecto que no había encontrado a lo largo de los años. Seguramente había amado a su padre, en vida de éste; le había admirado, se había sentido agradecida con él por la amplia provisión de casa, vestidos, sirvientes, posición social. Pero quizá también lo había odiado por el alto coste de su deuda con él.

—Quiero decir toda la familia —añadió Celeste, mirando a Shaw con súbito desagrado—. Hay lazos de sangre que nadie más puede entender… sobre todo en una familia con una herencia como la nuestra. —Shaw frunció el entrecejo pero ella no le hizo caso—. Nunca olvido dar las gracias por todas las bendiciones que nos han sido concedidas, ni dejo de darme cuenta de la responsabilidad que comportan. Nuestro querido padre, el abuelo de Clemency, fue uno de los grandes hombres de este mundo. Creo que, aparte de los que somos de su sangre, sólo Josiah sabe apreciar de verdad lo extraordinario que fue.

—Tiene toda la razón —dijo Shaw con brusquedad—. Yo desde luego no he sabido, ni sé… Más bien creo que fue un hombre dogmático, despótico, sentencioso y por encima de todo un viejo hipócrita y egoísta…

—¡Cómo te atreves! —Celeste se enardeció, presa de una gran agitación. Las cuentas azabache del busto centelleaban a la luz de las arañas—. Si no te disculpas al instante, tendré que pedirte que abandones esta casa.

—Oh, Stephen, por favor. —Angeline se balanceaba nerviosa—. Has ido demasiado lejos, ¿sabes? Eso ha sido imperdonable. Papá fue un verdadero santo.

Charlotte se debatía por encontrar algo que decir, cualquier cosa que pudiera paliar esa situación penosa. Pensaba que bien podía ser que Shaw tuviera razón, pero ella no era quién para decirlo en aquel lugar, y menos en ese momento. Por mucho que pensara, no había manera de que se le ocurriera nada, hasta que tía Vespasia acudió al rescate.

—Los santos son personas con las que no siempre es fácil convivir —dijo en medio del tenso silencio—. Sobre todo para quienes están obligados a aguantarlos todos los días. No es que quiera decir con eso que el difunto obispo Worlingham fuera necesariamente un santo —añadió mientras el rostro de Shaw se ensombrecía. Suspendió en el aire el gesto de la mano con elegancia y congeló su semblante lo suficiente para ahogar la protesta que asomaba a los labios del médico—. Pero no hay duda de que era un hombre de opiniones firmes, y esa clase de personas siempre levanta controversia, gracias a Dios. ¿Quién desearía una nación de corderos que balasen al unísono su conformidad con todo lo que se les dijera?

Shaw se aplacó y tanto Celeste como Angeline parecieron verse restituidas en su honor. Charlotte buscó algún tema inofensivo y alabó a Celeste la disposición de los lirios sobre la mesa, en lugar de admitir que más bien recordaban a las flores que se ponen encima de un ataúd.

—Preciosas —repitió con voz fatua—. ¿Dónde consigue unas flores tan perfectas?

—Oh, las cultivamos nosotras —intervino Angeline, aliviada—. Tenemos un invernadero, ¿sabe? Requieren muchos cuidados… —Les explicó a todos el modo exacto en que las plantaban, las fertilizaban y las cuidaban.

Todos la escucharon con gratitud, por el respiro que suponía tras los desagradables momentos pasados.

Cuando Angeline se quedó por fin sin nada más que añadir, musitaron algo con educación y se alejaron, con el pretexto de haber visto a algún conocido. Charlotte se vio de nuevo en compañía de Maude Dalgetty y, cuando ésta fue a ver si Prudence se había repuesto, se quedó con John Dalgetty, quien le habló acerca del último artículo que había reseñado y que versaba sobre el tema de la libertad de expresión.

—Es uno de los principios sagrados del hombre civilizado, señora Pitt —dijo inclinándose hacia ella con expresión concentrada—. Lo que es una tragedia es que haya tantas personas bienintencionadas pero ignorantes y pusilánimes que nos tienen atados con las cadenas de ideas periclitadas. Como Quinton Pascoe, por ejemplo. —Hizo un ligero gesto con la cabeza en dirección a Pascoe—. Un buen hombre, a su manera, pero aterrorizado por cualquier pensamiento nuevo. —Agitó el brazo—. Cosa que carecería de importancia si se limitara a aplicársela a sí mismo, pero lo malo es que pretende aprisionar nuestras mentes en lo que él considera mejor para nosotros —añadió, indignado ante la mera idea.

Charlotte sintió una viva simpatía hacia él. Podía recordar su indignación cuando su padre le prohibió leer el periódico, como lo había hecho con todas sus hijas. Se había sentido como si todo el interés y las emociones del mundo hubieran pasado de largo junto a ella y la hubieran excluido. Había sobornado al mayordomo para que le pasara las páginas de política a espaldas de sus padres, y las devoraba: leía cada palabra y se imaginaba las personas y los sucesos narrados con minucioso detalle. Haberle privado de aquello habría sido como cerrar todas las ventanas de la casa y correr las cortinas.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo con entusiasmo—. El pensamiento no debe aprisionarse ni nadie debe decir a los demás que no deben creer en lo que han elegido.

—¡Cuánta razón tiene, señora Pitt! Por desgracia, no todo el mundo es capaz de ver las cosas como usted. Pascoe, y quienes son como él, se erigen a sí mismos en árbitros de lo que la gente debe y no debe saber. Él personalmente no es un hombre desagradable, al contrario, usted misma seguro que lo encontraría encantador, pero su arrogancia es infinita.

Pascoe debió de haber oído mencionar su nombre, por cuanto se abrió paso entre dos hombres que discutían de finanzas y se encaró con Dalgetty, con ira en los ojos.

—No se trata de arrogancia, Dalgetty. —Su voz era baja pero encendida—. Se trata de sentido de la responsabilidad. El editar todo cuanto viene a parar a las manos de uno, sin reparar en lo que diga ni a quién pueda perjudicar, no es libertad, sino un abuso del arte de la publicación. En nada se diferencia de un loco que se pone en la esquina a vociferar todo lo que le pasa por la cabeza, sea verdad o sea mentira…

—¿Y quién puede juzgar qué es verdad y qué es mentira? —repuso Dalgetty—. ¿Tú? ¿Eres tú el juez último de aquello en lo que debe creer el mundo? ¿Quién eres tú para juzgar qué podemos esperar y a qué podemos aspirar? ¿Cómo te atreves? —Sus ojos refulgían ante lo que le parecía una monstruosidad: un simple ser humano poniendo límites a los sueños de toda la humanidad.

Pascoe estaba igualmente colérico, presa de la agitación por la rabia que sentía ante la obcecación de Dalgetty y su falta de voluntad para comprender su forma de pensar.

—¡Estás completamente equivocado! —exclamó—. No se trata de poner límites a las aspiraciones o los sueños, como sabes muy bien. Se trata de no crear pesadillas. —Agitó los brazos de forma tan impetuosa que golpeó el sombrero de plumas de una mujer que estaba al lado, incidente que pasó inadvertido para él—. Lo que no tienes ningún derecho a hacer es acabar con los sueños de los demás burlándote de ellos. Sí, eres tú el arrogante, no yo.

—¡Calla, pigmeo! —replicó Dalgetty—. ¡Mequetrefe! No haces más que decir estupideces que son el fiel reflejo de tu confuso cerebro. Es imposible forjar una idea nueva si no es a expensas de las viejas.

—¿Y qué pasa si esa nueva idea tuya es abominable y peligrosa? —preguntó Pascoe, sacudiendo la mano en el aire—. ¿Y no aporta nada a la felicidad o al conocimiento humano? ¿Eh? Petimetre. Como intelectual eres un niño de pecho, y un vándalo espiritual y moral. Eres…

A aquellas alturas sus acaloradas voces habían atraído la atención de todo el mundo. Las otras conversaciones habían cesado y Hector Clitheridge se abría paso hacia ellos presa de la agitación, con la sotana ondulando y moviendo los brazos en el aire. Su rostro expresaba turbación y confusión.

—¡Señor Pascoe! ¡Por favor! —imploró—. ¡Caballeros! —Se volvió hacia Dalgetty—. Por favor, piensen en el pobre señor Shaw…

Eso era lo último que tenía que haber dicho. Aquel nombre actuó en Pascoe como si le hubiesen enseñado un paño rojo a un toro bravo.

—¡Y tan a punto que lo menciona! —dijo triunfante—. ¡Un ejemplo perfecto! Un hombre abocado a…

—¡Exacto! —Dalgetty movió las manos con frenesí—. Un hombre honesto que detesta la idolatría. Sobre todo el culto a lo mediocre, a lo indigno, a lo carente de valor…

—¿Quién dice carente de valor? —Pascoe elevó la voz hasta un triunfal falsete—. ¿Es que te eriges a ti mismo como árbitro de lo que debe preservarse y lo que debe destruirse?

Dalgetty perdió por completo los estribos.

—¡Tú no eres más que un incompetente! —gritó con las mejillas enrojecidas—. ¡Una mula testaruda! Tú…

—¡Señor Dalgetty! —suplicaba Clitheridge en vano—. Señor…

Eulalia acudió al rescate, con una expresión de firme desaprobación. Por un instante, a Charlotte le recordó a una niñera implacable. A Dalgetty sólo le dedicó una fugaz mirada.

—Señor Pascoe —dijo con voz decidida y perfectamente controlada—, su comportamiento es vergonzoso. Estamos en un banquete fúnebre, ¿es que lo ha olvidado? No me parece que sea usted una persona privada del sentido de la corrección, ni que sea incapaz de darse cuenta del dolor que puede causar a personas inocentes, bastante maltratadas ya por las circunstancias.

La actitud de Pascoe se transformó. Se quedó cabizbajo y avergonzado. Pero Lally no tenía intención de ahorrarle ningún cachete moral.

—Imagine cómo debe sentirse la pobre Prudence. ¿Es que no basta con la tragedia que sufre?

—Oh, cuánto lo lamento. —Pascoe estaba escandalizado por su propia conducta. Era evidente que su arrepentimiento era sincero—. Me atormenta pensar que he sido tan irreflexivo. ¿Cómo podría disculparme?

—No puede. —Eulalia se mostraba inflexible—. Pero debería intentarlo al menos. —Se volvió hacia Dalgetty, cuya mirada reflejaba temor—. En cuanto a usted, desde luego, no esperaba que tuviera la menor sensibilidad hacia los sentimientos de los demás. La libertad es su dios, y a veces pienso que estaría dispuesto a sacrificar en sus altares a quienquiera que considerara preciso.

—Eso es injusto. —Parecía sinceramente apenado—. Totalmente injusto. Mi deseo es liberar, no herir… Yo sólo quiero hacer el bien.

—¿De verdad? —Arqueó las cejas—. En ese caso ha fracasado usted de forma estrepitosa. Debería reconsiderar sus convicciones… y la conducta más acorde con ellas. Es usted un necio. —Después de haber pronunciado la más formidable invectiva de toda su vida y de ponerse roja como la grana, se la veía tan guapa como en su juventud. También estaba bastante alarmada por todo cuanto había osado decir: apenas si empezaba a tomar conciencia del hecho de que acababa de salvar a todos de una situación en extremo embarazosa. Se ruborizó más al ver todas las miradas centradas en ella y se apresuró a retirarse. Por una vez se revelaba ridículo el pretender que se había limitado a ayudar a su esposo, quien se había quedado con las manos inmóviles en el aire y la boca abierta, aunque intensamente aliviado, si bien también alarmado y algo resentido.

—Bravo, Lally —dijo Shaw—. Es usted extraordinaria. Nos ha dado a todos un merecido rapapolvo. —Hizo una ligera reverencia, con un gesto singularmente cortés, y se retiró junto a Charlotte.

Eulalia volvió a sonrojarse de forma ostensible, esta vez con evidente regocijo, aunque de una forma tan intensa e inhabitual que daba apuro verla.

—Vamos, vamos… —protestó Clitheridge. Nadie escuchó lo que iba a decir a continuación, si es que él mismo lo sabía, ya que Shaw lo interrumpió.

—Nos ha hecho sentir como si hubiéramos vuelto todos al jardín de infancia. A lo mejor es donde deberíamos estar. —Miró a Dalgetty y Pascoe con más ironía que enojo. Si les guardaba algún rencor por el hecho de que el funeral de Clemency se hubiera visto interrumpido por una escena como aquélla, no había rastro de ello en su expresión. Charlotte llegó a pensar que a lo mejor hasta había supuesto cierto alivio para él, pues lo había distraído de la dolorosa realidad. Pero ahora parecía no darse cuenta de que podía prolongar la tensión y empeorar las cosas.

—Creo que hace mucho que todos lo abandonamos —dijo con viveza y cogiendo a Shaw por el brazo—. ¿No le parece, doctor Shaw? A veces es divertido reñir con los compañeros, pero éste es un lugar inapropiado para ello. Debemos ser lo bastante adultos para pensar en los demás, y en nosotros mismos. Estoy segura de que estará de acuerdo conmigo. —No estaba segura en absoluto, pero no pensaba darle la oportunidad de decirlo—. En una ocasión me habló del magnífico invernadero de las señoritas Worlingham y ahora he visto los lirios que adornan la mesa. Quizá tendría la bondad de enseñármelo ahora.

—Estaré encantado —dijo con entusiasmo—. No se me ocurriría nada mejor en este momento.

Le cogió la mano y la condujo al otro extremo de la estancia. Charlotte sólo se volvió una vez y fue para ver la mirada de furia y disgusto de Lally Clitheridge, tan intensa que su recuerdo la acompañó el resto del día, aun al regresar a su casa de Bloomsbury y contarle a Pitt los acontecimientos del día y la impresión que le habían dejado.