A Charlotte no es que le gustara el ómnibus público, pero alquilar un coche de caballos desde Bloomsbury hasta casa de su madre en Cater Street era una extravagancia injustificada. Y de haber contado con algún dinero extra para gastar, había cosas mucho mejores en que hacerlo. Por la cabeza le rondaba un vestido nuevo en el que lucir las flores de seda de Emily. Desde luego, tampoco era que con el dinero de un trayecto en coche pudiera comprarse ni una manga de eso que tenía en mente, pero podía ser un comienzo. Y con Emily de nuevo en casa, podía surgir la ocasión de llevar tal clase de vestido.
Mientras la oportunidad llegaba, subió al ómnibus, le dio el billete al conductor y se apretujó entre una mujerona que resollaba como un fuelle y un hombrecillo bajito cuya melancólica y ensimismada mirada se perdía en la distancia y parecía anunciar que se pasaría irremediablemente de parada, a no ser que viajase hasta el final de la línea.
—Disculpen. —Charlotte buscó acomodo con decisión y ambos se vieron obligados a hacerle un sitio en el banco, la mujerona con un crujido de corsé y frufrú de tafetán, y el hombrecillo en silencio.
Se bajó al cabo de poco y recorrió a pie en medio de un suave viento de tormenta los doscientos metros de calle hasta la casa en que había nacido y crecido, y donde siete años atrás había conocido a Pitt y escandalizado a los vecinos casándose con él. Su madre, que desde que ella tenía diecisiete años había estado buscándole marido infructuosamente, había aceptado la unión de forma más condescendiente de lo que Charlotte había imaginado posible. ¿Y no exenta tal vez de cierto alivio? Pues aunque Caroline Ellison era tan tradicional, ambiciosa para sus hijas y sensible a la opinión de sus iguales como la que más, también era verdad que amaba a sus hijas, y al final se dio cuenta de que la felicidad de éstas podía hallarse en destinos que ella jamás hubiera considerado siquiera tolerables.
Y aún ahora que era capaz de sentir un afecto considerable hacia Thomas Pitt, seguía prefiriendo no explicarles a todos sus conocidos a qué se dedicaba su yerno. Su suegra, por otro lado, nunca había dejado de considerar la unión un desastre social, ni dejaba pasar la ocasión de decirlo.
Charlotte subió las escaleras y llamó a la campanilla. Apenas tuvo tiempo de dar un paso atrás cuando la puerta ya se había abierto y Maddock, el mayordomo, la hizo pasar.
—Buenas tardes, señorita Charlotte. Qué agradable verla por aquí. La señora Ellison estará encantada. Se encuentra en la salita de estar y por ahora no tiene más visitas. ¿Puedo llevarme su abrigo?
—Buenas tardes, Maddock. Sí, por favor. ¿Están todos bien?
—Muy bien, gracias —contestó de forma maquinal. No era cuestión de responder que la cocinera tenía reuma en las rodillas, o que la doncella había cogido un resfriado y la ayudante de cocina se había torcido el tobillo bajando a la carbonera. Aquellos problemas del servicio no eran asunto para una dama, y él nunca había llegado a comprender que Charlotte ya no era una «dama» en el sentido en que lo era mientras había vivido en aquella casa.
En la amplia salita de descanso familiar, Caroline estaba sentada perdiendo el tiempo con una pieza de bordado, con la mente ausente de la labor, mientras la abuela la contemplaba con irritación y trataba de pensar en alguna observación punzante que hacerle. Cuando ella era una niña, las labores de bordado se hacían con meticuloso cuidado. Si una tenía la desgracia de ser viuda, sin un marido al que complacer, ésa era una pena que había que sobrellevar con dignidad y algo de gracia, pero no por ello dejaba de hacer las cosas con la atención debida.
—Si sigues así te pincharás un dedo y mancharás la tela de sangre —dijo en el instante en que se abría la puerta y era anunciada Charlotte—. Y entonces no servirá para nada.
—Tampoco va a servir de mucho en cualquier caso —replicó Caroline. Sólo entonces se dio cuenta de que había alguien más—. ¡Charlotte! —Dejó caer al suelo la labor entera, agujas, tela, soporte e hilos, y se puso de pie encantada—. Querida, me alegra verte. Tienes un aspecto estupendo. ¿Cómo están los niños?
—Con una salud excelente, mamá. —Charlotte abrazó a su madre—. ¿Y tú? —Se volvió hacia su abuela—. ¿Abuelita? ¿Cómo estás? —Era consciente del catálogo de quejas que vendría a continuación, pero el varapalo sería menor si se adelantaba a preguntarlo que si no lo hacía.
—Sufro mucho —contestó la anciana mirando a Charlotte de arriba abajo con ojos escrutadores. Aspiró ruidosamente. Era una mujer pequeña y recia con una nariz puntiaguda que en su juventud había sido considerada aristocrática, al menos por aquellas personas con mejor disposición hacia ella—. Estoy coja, y sorda, pero si vinieras a visitarnos más a menudo no tendrías necesidad de preguntarlo para saberlo.
—Ya lo sé, abuelita —repuso Charlotte, decidida a ser agradable—. Lo he preguntado sólo para que supieras que me importa.
—Claro, claro —refunfuñó la anciana—. Bueno, siéntate y cuéntanos algo interesante. Yo también estoy aburrida. Aunque lo estoy desde que tu abuelo murió… incluso desde antes. El estar aburridas es atributo de las mujeres de buena cuna. Tu madre también se aburre, aunque no ha aprendido a resignarse como yo. No ha sabido desarrollar el talento necesario. Hace unas labores pésimas. Yo ya no veo lo suficiente como para hacer bordado, pero cuando lo hacía me quedaba perfecto.
—Tomarás un poco de té. —Caroline sonrió. Aquellas conversaciones formaban parte de su vida desde hacía veinte años y las aceptaba de buen grado. La verdad era que rara vez se aburría. Tras enviudar, y una vez superado el primer momento de aflicción, había encontrado nuevas y más interesantes ocupaciones. Había descubierto que era libre para leer los periódicos enteramente por primera vez en su vida. Había aprendido un poco sobre política y asuntos de actualidad, sobre los temas sociales objeto de debate, e incluso se había unido a colectivos que hablaban de todo tipo de cosas. Aquella tarde no sabía muy bien qué hacer porque había decidido pasar el tiempo en casa con la anciana dama, y hasta la llegada de Charlotte no habían recibido ninguna visita.
—Sí, por favor —aceptó Charlotte, al tiempo que se acomodaba en su silla favorita.
Caroline llamó a la doncella y le ordenó que trajera té, sándwiches, pastelillos y bollos con mermelada. Luego se dispuso a escuchar las nuevas que pudiera traer Charlotte y a hablarle acerca de cierto grupo filosófico que frecuentaba desde hacía poco.
La doncella trajo el té y lo sirvió.
—Habrás visto a Emily, sin duda. —La abuela pronunció la frase como una sentencia, al tiempo que hacía un altivo gesto de desaprobación—. En mis tiempos una viuda no se volvía a casar cuando el cuerpo de su pobre marido aún se enfriaba en la tumba. Se consideraba una muestra de apresuramiento indecorosa. Indecorosa en grado sumo. Y no es que lo haya hecho para mejorar. Qué muchacha tan estúpida. Eso aún habría podido entenderlo. Pero ¡Jack Radley! ¿Alguien puede decirme quiénes son esos Radley?
Charlotte pasó por alto el asunto. Confiaba en que Jack Radley se encargaría de adular a la vieja dama y que ésta se derretiría como la mantequilla en una tostada caliente. No valía la pena, sencillamente, discutir de eso en aquel momento. Y por supuesto, cualquier cosa que Emily le hubiera traído de Europa la habría criticado, pero a la vez se habría sentido encantada con ello, y lo hubiera demostrado sin la menor turbación.
Consciente de la capacidad de autodominio de Charlotte, la vieja dama giró el cuello y miró a su nieta por encima de sus anteojos.
—¿Y tú? ¿A qué te dedicas estos días, señorita? ¿Sigues entrometiéndote en los asuntos de tu marido? Si hay algo que sea una vulgaridad inexcusable es la curiosidad acerca de las tragedias domésticas de los demás. Ya te dije en su momento que de ahí no puede salir nada bueno. —Volvió a aspirar ruidosamente con despecho y se arrellanó en su asiento—. ¡Detective, vaya por Dios!
—No estoy involucrada en el actual caso de Thomas, abuelita. —Charlotte cogió otro sándwich de pepino y se lo comió con fruición. Estaban realmente deliciosos: finos como obleas, y suaves y crujientes.
—Muy bonito —dijo la anciana con satisfacción—. Comes demasiado. Eso no es propio de una dama. Has perdido todas las formas refinadas que siempre tuviste. ¡Y la culpa es tuya, Caroline! Nunca debiste permitir que esto sucediera. ¡Si hubiera sido hija mía, nunca habría consentido que se casara por debajo de su posición!
Hacía mucho que Caroline había dejado de defenderse de observaciones como aquélla. Además, no tenía ganas de pelearse, por mucho que la provocaran. En realidad, le daba cierta satisfacción mirar a los brillantes ojillos de su suegra, devolverle una dulce sonrisa y ver su irritación.
—Por desgracia no tengo tus dotes —dijo con amabilidad—. A Emily supe manejarla mejor, pero Charlotte pudo conmigo.
La vieja dama estaba derrotada.
—¡Ja! —dijo a falta de mejor respuesta.
Charlotte disimuló su sonrisa y tomó otro sorbo de té.
—¿De modo que has dejado de entrometerte? —La vieja dama no cejó—. ¡Emily se sentirá decepcionada!
Charlotte bebió otro sorbo de té.
—Sólo debe de tener casos de rateros y ladronzuelos, imagino —insistió la abuelita—. ¿Qué? ¿Le han degradado?
Charlotte no tuvo más remedio que intervenir.
—No. Ahora tiene un caso de incendio y asesinato. Una mujer muy respetable murió en un incendio provocado en Highgate. De hecho, era nieta de un obispo —añadió con un desagradable acentillo triunfal.
La vieja dama la miró con recelo.
—¿Qué obispo? Me parece muy raro.
—El obispo Worlingham —replicó Charlotte.
—¿Worlingham? ¿Augustus Worlingham? —La vieja dama arqueó las cejas con interés. Se inclinó en su silla y golpeó el suelo con su negro bastón—. ¡Responde, chiquilla! ¿Augustus Worlingham?
—Supongo que sí. —Charlotte no recordaba que Pitt hubiera mencionado el nombre de pila del obispo—. No creo que haya dos.
—¡No seas impertinente! —Pero la vieja dama estaba demasiado entusiasmada para ir más allá de una crítica superficial—. Yo conocía a sus hijas, Celeste y Angeline. Así que todavía viven en Highgate. Bueno, ¿por qué no? Es una buena zona. Debería ir a transmitirles mis condolencias.
—¡No puedes hacerlo! —Caroline se sobresaltó—. Nunca habías hablado de ellas… ¡Debe de hacer años que no vas a verlas!
—¿Acaso ése es motivo para no ir a consolarlas en su desgracia? —inquirió la vieja dama con las cejas arqueadas, en demanda de sensatez en una casa de insensatos—. Pienso ir esta misma tarde. Aún es temprano. Podéis acompañarme, si gustáis. —Hizo ademán de ponerse en pie—. Siempre que estéis dispuestas a no demostrar una curiosidad vulgar. —Y apartó de un empujón la mesita del té, antes de salir de la salita sin molestarse en mirar atrás para ver la reacción provocada por sus observaciones.
Charlotte miró a su madre, sin decidirse a dar su parecer. La idea de conocer a personas tan allegadas a Clemency Shaw la seducía.
Caroline suspiró. Su expresión de incredulidad dio paso a un leve interés.
—Ah… —Inspiró y exhaló poco a poco—. Creo que no debemos dejar que vaya sola, ¿no crees? No sé qué podría decirles. —Se mordió el labio para disimular una sonrisa.
—Tienes razón —convino Charlotte mientras se levantaba y cogía su bolso de malla, dispuesta a la marcha.
El largo trayecto hasta Highgate discurrió en casi completo silencio. Charlotte hizo un intento por pedirle a la vieja dama que las informara acerca de su relación con las hermanas Worlingham, y sobre cualquier otra consideración respecto de su situación actual, pero la respuesta fue escasa y en un tono que la disuadió de seguir preguntando.
—No eran ni mejor ni peor que la mayoría —dijo la vieja dama, como si la pregunta hubiera sido superflua—. Nunca oí de ningún escándalo a sus expensas… lo que significa que o bien eran virtuosas, o bien no tuvieron la ocasión de cometer una falta. A fin de cuentas eran las hijas de un obispo.
—No preguntaba por escándalos. —Charlotte se irritó—. Sólo quería saber qué clase de personas son.
—Son personas afligidas. Por eso voy a verlas. Me parece que no vienes más que por mera curiosidad, que es un aspecto del carácter del peor gusto. Espero que no me pongas en evidencia cuando estemos allí.
Charlotte apretó los labios ante un comentario tan afrentoso. Sabía muy bien que la vieja dama no visitaba a los Worlingham desde hacía treinta años, y que a buen seguro tampoco lo habría hecho ahora si la muerte de Clemency no hubiera estado rodeada de tan extrañas circunstancias. Por una vez no se le ocurrió una réplica punzante y permaneció en silencio el resto del camino.
La casa de los Worlingham en Fitzroy Park, Highgate, era imponente desde el exterior. Daba un aspecto de gran solidez, con las puertas y ventanas artesonadas, y de gran amplitud, suficiente para alojar a una familia numerosa y el correspondiente personal de servicio.
El interior, como comprobaron tras ser admitidas por una doncella de rigidez marmórea, era aún más opulento, si bien parte del mobiliario era austero. Charlotte, pertrechada detrás de su madre y su abuela, tuvo la oportunidad de observar el entorno con detenimiento. El vestíbulo era de una amplitud inusual, con revestimientos de madera de roble, y una serie de retratos de personajes de diversas épocas, aunque debajo de los mismos no figuraba ninguna placa con sus nombres. Charlotte tuvo la fugaz sospecha de que tal vez no fueran antepasados de los Worlingham, sino que quizá estaban allí para impresionar al visitante. En el lugar de honor, en el principal punto de luz, estaba colocado el retrato más grande, que representaba a un caballero de cierta edad ataviado con un traje corriente. Su amplio rostro era sonrosado y el cabello plateado le dejaba al descubierto una amplia frente inclinada y se le rizaba sobre las orejas, lo que formaba una aureola casi luminosa alrededor de su cabeza. Bajo las pobladas cejas asomaban unos ojos azules y la barbilla era ancha. Pero su rasgo más característico era la bondadosa y confiada sonrisa de sus labios. Bajo aquel retrato sí figuraba una placa: «Obispo Augustus T. Worlingham».
Entraron en una salita y la doncella fue a preguntar si podrían ser recibidas y la abuela se sentó con tirantez en una silla, mientras observaba todo con ojo crítico. Las pinturas de la salita eran lúgubres paisajes y muestrarios de punto enmarcados con leyendas tales como: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad», en punto de cruz; «Una mujer buena es más valiosa que el rubí», enmarcado en madera; y «Dios lo ve todo», con hilo sobre fondo satinado.
Caroline hizo una mueca.
Charlotte se imaginó a las dos hermanas de pequeñas, sentadas en silencio un sábado por la tarde, cosiendo aquellas frases con todo esmero, aplicadas a una tarea que aborrecían y preguntándose cuánto faltaba para la hora del té, en que papá les leería las Escrituras. Contestarían a sus preguntas con la debida sumisión y, después de rezar las oraciones, podrían irse a la cama.
La anciana se aclaró la garganta y miró con desagrado un receptáculo de cristal lleno de pájaros disecados y posados en ramas.
Los tapetes sobre la cabecera de los respaldos estaban bordados con hilo marrón, todo ello un poco apergaminado.
La doncella volvió para anunciar que las señoritas Worlingham estarían encantadas de recibirlas, de modo que la siguieron de vuelta a través del vestíbulo, hasta una cavernosa sala de estar con cinco arañas en el techo, de las cuales sólo dos estaban encendidas. Sobre el suelo de madera había varias alfombras orientales de diferentes formas y diseños. Una parte de ellas estaba desgastada por el paso de la puerta al sofá y a las sillas, así como una zona justo delante del fuego, como si alguien hubiera tenido la costumbre de permanecer allí largos ratos de pie. Con una extraña mezcla de irritación y pesar vino a la memoria de Charlotte la imagen de su padre de pie delante del fuego en invierno, lo cual constituía su costumbre para calentarse, sin tener presente el hecho de que con ello privaba del calor a los demás. El difunto obispo Worlingham tenía, no había duda, la misma costumbre. Y sus hijas seguro que no habían alzado sus protestas, como tampoco debía de haberlo hecho su mujer. Aquella imagen le trajo un vívido recuerdo de su juventud en compañía de sus padres y hermana, con toda la ingenuidad y la seguridad propias de una época que parecía garantizarlas. Miró a Caroline, pero ésta observaba a su vez a la abuelita mientras abordaba a la mayor de las señoritas Worlingham.
—Mi querida señorita Worlingham, cuánto lo he sentido al enterarme de su desgracia. He venido a expresarle en persona mi pesar, no me conformaba con escribirle una simple nota. Deben de estar muy apenadas.
Celeste Worlingham, una mujer que se acercaba a los sesenta años, de rasgos muy marcados, ojos marrón oscuro y un rostro que en su juventud debió ser más distinguido que bonito, parecía algo confundida. Las señales de las emociones vividas eran palpables en la tirantez de las líneas junto a la boca y en la rigidez del porte del cuello, si bien seguía manteniendo una admirable compostura que le impediría exteriorizar manifestaciones de dolor inapropiadas, al menos en público. Y aquella visita la consideraba una aparición en público. Era obvio que no recordaba la menor relación con sus visitantes, pero una vida guiada siempre por los buenos modales sabía dejar esos detalles en un segundo plano.
—Es muy amable de su parte, señora Ellison. Angeline y yo estamos muy afligidas, como es natural, pero como buenas cristianas hemos aprendido a sobrellevar una pérdida así con fortaleza y fe.
—Naturalmente —convino la anciana—. Quisiera presentarle a mi nuera, la señora Caroline Ellison, y a mi nieta, la señora Pitt.
Intercambiaron las cortesías de rigor y la vieja dama fijó los ojos en Celeste, para pasar enseguida a Angeline, una mujer más joven y con el cabello más rubio, de suaves rasgos y expresión sumisa. La anciana se balanceó sobre sus pies y plantó sonoramente el bastón en la alfombra apoyándose en él.
—Por favor siéntese, señora Ellison —dijo Angeline al instante—. ¿Puedo ofrecerle algún refrigerio? ¿Una tisana, tal vez?
—Muy amable —aceptó la abuela con presteza, mientras le daba a Caroline un tirón de la falda para que se viera obligada a sentarse también en el amplio sofá rojo que tenía detrás—. Tan atentas como siempre —añadió la anciana.
Angeline hizo tintinear la campanilla de mano con energía. Enseguida apareció la doncella. Pidió una tisana, pero cambió de idea y le dijo que trajera té para todas.
La abuela se arrellanó en su asiento, dejó el bastón entre su voluminosa falda y la de Caroline y, casi con incomprensible retraso, mudó su rostro de satisfacción por una expresión más conveniente de consternación.
—Imagino que su querido hermano supondrá un gran apoyo para ustedes, lo mismo que ustedes para él, claro —dijo con tono afectado—. Debe de estar desconsolado. Es en momentos así cuando los miembros de una familia deben darse su apoyo mutuo.
—Eso es exactamente lo que solía decir nuestro padre, el obispo —convino Angeline inclinándose un poco hacia adelante, lo que hizo que se marcara una larga arruga a la altura de su generoso busto—. Era un hombre excepcional. La familia es la fuerza de la nación, solía decir. Y una mujer obediente y virtuosa es el corazón de la familia. Y eso era nuestra querida Clemency.
—El pobre Theophilus murió —dijo Celeste con un matiz de aspereza—. Me sorprende que no se enterara. Salió en el Times.
Por un instante la abuela se quedó confundida. No habría servido de nada decir que no leía las necrológicas, nadie la hubiera creído. Los nacimientos, fallecimientos, enlaces matrimoniales y el calendario de la temporada era lo único que leían las damas. El resto era, en su mayor parte, sensacionalista, sospechoso y, en cualquier caso, inconveniente.
—Lo siento —murmuró Caroline a su pesar—. ¿Cuándo sucedió?
—Hace dos años —contestó Celeste con un ligero estremecimiento—. Fue algo repentino, una auténtica conmoción.
Caroline miró a su suegra.
—Debió de ser cuando estuviste enferma y no queríamos afligirte. Supongo que cuando te recuperaste olvidamos que no te lo habíamos dicho.
La abuela no hizo mención de sentirse agradecida por el rescate. Charlotte no pudo por menos de sentir admiración hacia su madre. Ella hubiera dejado a la vieja dama en la estacada.
—Ésa es la explicación obvia —convino la anciana, al tiempo que miraba fijamente a Celeste, desafiándola a no creerla.
Un destello de respeto, junto con algo de ironía, cruzó por el inteligente rostro de Celeste.
—No hay duda.
—Fue algo de verdad repentino. —Angeline no se había dado cuenta de nada—. Me temo que nos sentimos inclinadas a culpar al pobre Stephen…, es decir, al doctor Shaw. Es nuestro sobrino político, ¿saben? La verdad es que yo no hice más que repetir que no le había dispensado a Theophilus los cuidados necesarios. Ahora me siento avergonzada. El pobre está pasando una desgracia, y en circunstancias terribles.
—Un incendio. —La abuela meneó la cabeza—. ¿Cómo puede haber sucedido una cosa semejante? ¿Alguna criada negligente? Siempre digo que las criadas ya no son como antes… Son descuidadas, impertinentes, y no ponen atención en los detalles. Es algo terrible. No sé dónde vamos a ir a parar. Supongo que no tendrían ese invento nuevo, la luz eléctrica, ¿verdad? A mí no me inspira ninguna confianza. No es bueno jugar con las fuerzas de la naturaleza.
—Oh, claro que no —se apresuró a decir Angeline—. Usaban luz de gas, como nosotras. —Miró la araña de luz. Luego adoptó un aire melancólico y un tanto confuso—. Aunque el otro día vi un anuncio de un corsé eléctrico y me pregunté qué tal debía ir. —Miró a Charlotte esperanzada.
Charlotte no tenía la menor idea. Había estado pensando en Theophilus y su repentina muerte.
—Lo siento, señorita Worlingham, no lo he visto. Suena de lo más incómodo…
—Y no digamos peligroso —espetó la vieja dama. No sólo desaprobaba la electricidad, sino que desaprobaba aún más que la interrumpieran en lo que ella consideraba su conversación—. Además de absurdo —añadió—. En nuestro tiempo nos bastaba con la firme columna de una cama y los robustos brazos de una doncella, y eso que teníamos una cintura que un hombre podía rodear con una sola mano… al menos como posibilidad teórica. —Se volvió de nuevo hacia Celeste—. Todo un favor del cielo que su marido no muriera también —dijo con un semblante hierático en el que no permitió que apareciera el menor temblor ni el más pequeño sonrojo—. ¿Cómo sucedió?
Caroline cerró los ojos y la anciana le propinó un subrepticio bastonazo para evitar que interviniera.
Charlotte dejó escapar un suspiro.
Celeste parecía pillada de improviso.
—Había salido por una urgencia —respondió Angeline con total candor—. Una mujer a la que se le adelantó el parto. Es un buen hombre, en muchos aspectos, a pesar de… —Enmudeció tan bruscamente como había empezado a hablar, mientras un ligero rubor le teñía las mejillas—. Oh, Dios mío, ruego me disculpen. No se debe hablar mal de los demás, nuestro padre siempre nos lo decía. ¡Fue un hombre maravilloso! —Suspiró y sonrió, mientras su mirada se perdía en la bruma de sus pensamientos—. Fue todo un privilegio haber vivido en la misma casa con él y haberlo servido, haber podido cuidar de él, y velar por que tuviera toda la atención que un hombre debe tener.
Charlotte contempló aquella rechoncha y blanca figura con su benévolo rostro, apenas un borroso reflejo del de su hermana, aunque más suave y desde luego más vulnerable. Hubo de haber tenido pretendientes de joven. A buen seguro habría preferido aceptar alguno de ellos antes que pasarse la vida atendiendo a las necesidades de su padre. Si le hubieran dado la oportunidad. Había padres que conservaban a sus hijas en casa como criadas permanentes, sin otra retribución que la imprescindible para su manutención, y sin posibilidad de presentar la dimisión ante la carencia de otros medios de subsistencia. Siempre solícitas, siempre obedientes, siempre cariñosas, pero a la vez siempre acumulando odio en su interior, como es propio de todo prisionero. Hasta que era demasiado tarde para marcharse, aun cuando la muerte del opresor les abría por fin las puertas.
¿Era Angeline Worlingham una de aquellas mujeres? De hecho, ¿no lo serían las dos?
—Como el hermano de ustedes. —No había quien detuviera a la vieja dama, con sus ojillos redondos y brillantes. Se enderezó en su asiento—. Otro hombre excelente. Una tragedia que muriera tan joven. ¿Cuál fue la causa?
—¡Mamá! —Caroline estaba horrorizada—. De verdad, me parece que deberíamos… ¡Oh! —Notó el seco golpe del bastón de la vieja dama.
—¿Te ha dado hipo? —le preguntó ésta con dulzura—. Toma un poco más de té. —Se volvió hacia Celeste—. Nos hablaba acerca del fallecimiento del pobre Theophilus. ¡Qué desgracia tan irreparable!
—No sabemos cuál fue la causa —dijo Celeste con un escalofrío—. Al parecer, algún tipo de ataque apoplético, pero no estamos seguras.
—Fue la pobre Clemency la que lo encontró —añadió Angeline—. Ésa fue otra de las causas por las que yo responsabilicé a Stephen. A veces es demasiado liberal con sus ideas. Espera demasiado de las mujeres.
—Todos los hombres esperan demasiado de las mujeres —sentenció la abuela.
Angeline enrojeció y miró el suelo. También Celeste parecía incómoda.
Caroline volvió a acudir en ayuda de su madre.
—Ha sido una expresión mal escogida —la disculpó—. Seguramente lo que usted quería decir es que no era lógico esperar que Clemency supiera lo que tenía que hacer al descubrir la muerte de su padre, más teniendo en cuenta que fue tan inesperada.
—Oh… eso es. —Angeline se sobrepuso con un suspiro de alivio—. Llevaba unos días enfermo, pero ninguno de nosotros lo consideró nada serio. Stephen no le prestó mucha atención. Claro que —frunció las cejas y bajó el tono hasta hacerlo confidencial— no tenían una relación tan estrecha como podía haberse esperado, a pesar de ser suegro y yerno. Theophilus desaprobaba ciertas ideas de Stephen.
—Todos las desaprobamos —repuso Celeste con aspereza—. Pero eran ideas sobre temas sociales y teológicos, no sobre medicina. Stephen es un médico muy competente. Todo el mundo lo dice.
—La verdad es que tiene muchos pacientes —añadió Angeline con ardor, mientras sus regordetes dedos jugueteaban con un rosario—. La joven señorita Lutterworth no acudiría a ningún otro médico.
—Pues a mí no me parece que Flora Lutterworth vaya a mejor —dijo Celeste con aire sombrío—. Va a consultarle a la menor indisposición. Yo particularmente creo que, sea cual sea esa enfermedad que padece, no tendría tantos malestares si Stephen tuviera una verruga en la punta de la nariz o bizqueara de un ojo.
—Nadie sabe qué tiene —susurró Angeline—. A mí me parece más sana que una mula. Claro que son una familia de nouveaux riches —añadió a modo de explicación, dirigiéndose a Caroline y a Charlotte—. En realidad son de clase trabajadora, por mucho dinero que tengan. Alfred Lutterworth hizo su fortuna con las fábricas de algodón que puso en Lancashire. Vino aquí cuando las vendió. Intenta dárselas de caballero, pero todo el mundo lo sabe, claro.
Charlotte se sintió irritada de forma algo ilógica, pues al fin y al cabo había crecido en aquel mundo y debió haber una época en que ella misma pensara de forma similar.
—¿Todo el mundo sabe qué? —inquirió.
—Qué va a ser, pues que es un comerciante enriquecido —dijo Angeline sorprendida—. Es evidente, querida. Ha educado a su hija para que hable como una señorita, pero la lengua no lo es todo, ¿no?
—Desde luego que no —convino Charlotte—. Hay muchas mujeres que hablan como señoritas y que son cualquier otra cosa menos eso.
Angeline no captó doble intención alguna y se arrellanó en su asiento con aire satisfecho, con un gesto de componerse la falda.
—¿Más té? —preguntó al tiempo que levantaba la tetera de plata.
Las interrumpió la entrada de la doncella, quien volvía para anunciar la visita del párroco y la señora Clitheridge.
Celeste miró a la anciana y comprendió que ésta no tenía la menor intención de marcharse.
—Por favor, hazles pasar —pidió Celeste arqueando una de sus pobladas cejas. No se molestó en mirar a Angeline: estaba claro que no compartían el mismo sentido del humor, tenían sensibilidades muy diferentes—. Y trae más té.
Hector Clitheridge era corpulento y algo fofo. Su rostro permitía suponer que había sido apuesto en su juventud, pero ahora estaba estropeado por una ansiedad y un nerviosismo constantes que le habían dejado profundas marcas en las mejillas y habían despojado sus ojos de toda afabilidad y franqueza. Se adelantó para expresar una vez más sus condolencias, pero se quedó parado al encontrarse con tres mujeres a las que no conocía.
Su mujer, por otra parte, era muy natural. Seguramente en su juventud no había tenido mayores encantos que la frescura de su rostro y un espléndido cabello. Pero llevaba la espalda siempre erguida, y tenía expresión serena y maneras afables. Hablaba en un tono inusualmente bajo y agradable.
—Mi querida Celeste… Angeline. Sé que ya les hemos expresado nuestras condolencias y ofrecido nuestros servicios, pero el vicario consideraba que debía venir una vez más, aunque sólo fuera para que sepan que cuentan con nosotros de verdad. A veces la gente dice estas cosas por mera costumbre. Hay personas que rehúyen a quienes han sufrido una desgracia, cosa muy poco cristiana.
—Exactamente —convino su marido con alivio—. Si hay algo que podamos hacer por ustedes… —Miraba alternativamente a una y otra, como esperando una sugerencia por parte de alguna de ellas.
Celeste los presentó a las visitas y todos intercambiaron saludos.
—Qué amable por su parte —dijo Clitheridge sonriendo a la anciana. Sus manos trataban de arreglar con torpeza su corbata mal anudada, pero no hacía sino dejarla peor—. No hay duda de que es un gesto de sincera amistad, el venir en tiempo de dolor. ¿Hace mucho que conoce a las señoritas Worlingham? No recuerdo haberla visto antes aquí.
—Cuarenta años —respondió la vieja dama con presteza.
—Santo cielo, qué maravilla. Deben tenerse un cariño extraordinario.
—Sí, y hacía treinta que no la veíamos. —Celeste había acabado por perder la paciencia. Por su expresión se notaba que la anciana la divertía, pero que los movimientos de manos y la superficial cháchara del vicario la irritaban de veras—. Ha sido muy amable por su parte venir justamente ahora que hemos sufrido tan triste pérdida.
Charlotte apreció el sarcasmo y en su duro e inteligente rostro pudo ver que no la habían convencido ninguno de los motivos ni excusas que le habían dado.
La anciana aspiró por la nariz afectando indignación.
—Ya le he dicho que no leí lo de la muerte del pobre Theophilus. De haberlo hecho puede estar segura que habría venido entonces. Es lo menos que una puede hacer.
—Y con ocasión de la muerte de papá también, no me cabe duda —dijo Celeste con una leve sonrisa—. Salvo que no lo leyera tampoco…
—Oh, Celeste, no seas ridícula. —Angeline abría unos ojos desorbitados—. Todo el mundo se enteró del fallecimiento de papá. Era un obispo, caramba, y de los más distinguidos. ¡Lo respetaba todo el mundo!
Caroline hizo un intento por salvar a la abuela.
—Creo que quizá cuando alguien fallece con la misión cumplida no produce el mismo tipo de dolor que cuando se quiebra la vida de una persona joven.
La anciana giró el cuerpo y la miró, y Caroline se ruborizó levemente.
El vicario se balanceaba de una pierna a otra. Abrió la boca para decir algo, pero advirtió que se trataba de una disputa familiar y se retrajo al instante.
Charlotte intervino por fin.
—Yo he venido porque había oído hablar del magnífico trabajo realizado por la señora Shaw en pro de mejorar la calidad de la vivienda de los pobres —dijo—. Algunos amigos míos la tenían en la más alta estima y consideran que se trata de una sensible pérdida para toda la comunidad. Era una mujer extraordinaria.
Se produjo un silencio absoluto. El vicario carraspeó con nerviosismo. Angeline soltó un pequeño gemido, que se apresuró a sofocar llevándose el pañuelo a la boca. La abuelita se dio la vuelta en su asiento con un frufrú de tafetán y miró a Charlotte.
—Perdón, ¿cómo dice? —exclamó Celeste con voz ronca.
Charlotte notó cómo le subía la sangre a las mejillas y tuvo la vaga sensación de perder pie. Era obvio que el trabajo de Clemency era totalmente desconocido para su familia, así como para el vicario. Pero ya no podía dar marcha atrás. Lo único que podía hacer era seguir adelante y esperar que todo resultara bien.
—Digo que era una mujer extraordinaria —repitió con una sonrisa forzada—. Sus esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de los pobres suscitaban una gran admiración.
—Me temo que sus suposiciones están basadas en alguna equivocación, señora… eh… Pitt —repuso Celeste una vez recobrado el aplomo—. Clemency no estaba comprometida con ninguna causa de esa naturaleza. Cumplía con sus deberes corrientes, lo mismo que cualquier buena cristiana. Repartía la sopa a los pobres del vecindario y les preparaba conservas y ese tipo de cosas, lo mismo que hacemos todas. Nadie destaca más en ese aspecto que Angeline. Siempre está ocupada con algún quehacer de ese género. De hecho, yo formo parte de varios comités de ayuda a las jóvenes que se ven en… eh… circunstancias difíciles y han perdido la reputación. Debe confundir a Clemency con alguna otra persona…
—Desde luego —añadió Angeline.
—Pues parece un trabajo muy virtuoso —probó la señora Clitheridge—. Y valiente.
—Y totalmente inapropiado, querida. —El vicario sacudió la cabeza—. Estoy seguro de que Clemency no se hubiera dedicado nunca a una cosa así.
—Y yo también. —Celeste, con sus pobladas cejas ligeramente arqueadas, cerró la cuestión con una fría mirada a Charlotte—. En cualquier caso, ha sido una atención por su parte venir a vernos. Estoy segura de que su error tiene una noble explicación.
—Muy noble —afirmó Charlotte—. Quienes me han informado son la hija de un duque y un miembro del Parlamento.
Celeste se quedó desconcertada.
—¿De veras? Está usted muy bien relacionada…
—Gracias. —Charlotte hizo una inclinación de la cabeza como si aceptara un cumplido.
—Debe de haber otra dama con el mismo nombre —sugirió el vicario con tiento—. Aunque parezca un poco inverosímil, ¿qué otra explicación puede haber?
—Así es, querido. —Su mujer le tocó el brazo para dar su aprobación—. Parece obvio. Está claro que eso es lo que ha sucedido.
—En resumen, todo esto parece bastante secundario. —La abuela reivindicó su papel principal en la conversación—. Mi relación con la familia, desde nuestra juventud, es con ustedes dos. Me gustaría presentar mis respetos en el funeral, por lo que agradecería que me informaran cuándo va a ser.
—Oh, desde luego —repuso el vicario sin dar tiempo a que lo hiciera ninguna de las hermanas—. Es muy amable por su parte. Sí… se celebrará en St. Anne, el próximo jueves a las dos de la tarde.
—Gracias. —La abuela se había vuelto de pronto de lo más amable.
Volvió a abrirse la puerta y la doncella anunció al señor y la señora Hatch. A continuación entró una mujer de estatura similar a la de Angeline y con un parecido considerable. La nariz era un poco más pronunciada y los ojos no habían perdido su brillo, ni el cabello tampoco. Se apreciaba que pertenecía a una generación más joven, aunque había algo en su porte que las asemejaba. Llevaba además el mismo luto riguroso.
Su marido, que la seguía a un paso, era de mediana estatura y mostraba expresión grave. A Charlotte le recordó los retratos de joven de Gladstone, el gran primer ministro liberal. Había la misma firme determinación en su fija mirada, la misma expresión de rectitud y confianza en sus propias convicciones. Sus patillas no eran tan frondosas ni su nariz de tan grandes proporciones, pero la impresión de parecido era notoria.
—Mi querida Prudence. —Celeste saludó a la señora Hatch con los brazos abiertos.
—Tía Celeste. —Prudence fue hacia ella y ambas se besaron ligeramente. Luego se volvió hacia su tía Angeline, a quien besó abrazándola más estrechamente y consolándola unos segundos.
Josiah se mostró más formal, pero expresó sus condolencias con sinceridad. De hecho se le veía muy afligido: estaba pálido y tenía las comisuras de los labios hundidas.
—Todo lo que está pasando es muy triste —dijo sin mirar a nadie en particular—. No se ve otra cosa que corrupción y decadencia por todas partes. Los jóvenes están desorientados, ya no saben qué ni a quién admirar, las mujeres están más desprotegidas que nunca… —Su voz expresaba abatimiento—. No hay más que ver los incalificables sucesos de Whitechapel. Qué brutalidad… qué temible bestialidad. Una verdadera muestra del caos de los tiempos que corren, tiempos de anarquía: la reina encerrada en Osborne sin preocuparse de sus súbditos, el príncipe de Gales malgastando tiempo y dinero en el juego y la vida disipada, y no digamos nada del duque de Clarence. —Seguía sin mirar a nadie y parecía tener la mente absorta en su visión interior. Permanecía inmóvil, pero desprendía una gran fuerza, una sensación de poder latente—. No hacen más que propagarse las ideas más burdas y descabelladas y somos testigos de una tragedia tras otra. El declive empezó con la muerte de nuestro querido obispo. Qué terrible pérdida. —Por un momento una sombra de angustia cruzó por su rostro, como si hubiera vislumbrado el final de una era dorada y todo lo que hubiera de venir después no pudiera ser otra cosa que tinieblas y desolación. Sus manos, grandes, huesudas y poderosas, estaban agarrotadas—. Y no hay nadie de una estatura moral similar a la suya que haya tomado el relevo como portador de la luz divina.
—Theophilus… —intentó decir Angeline, pero guardó silencio ante el desprecio con que el hombre la miró.
—También fue un hombre bueno —dijo Prudence.
—Por supuesto que lo fue —acordó su marido—. Pero no llegó a la altura de su padre, ni con mucho. No era más que un pigmeo, en comparación. —Su rostro denotaba una extraña mezcla de dolor y menosprecio, que se fue convirtiendo en una apasionada expresión, casi visionaria—. ¡El obispo fue un santo! Tenía una sabiduría que no puede compararse a la de ninguno de nosotros. Comprendía cuál debía ser el orden de las cosas, tenía el don de ver en los designios divinos y cómo debíamos vivir. —Sonrió—. Cuántas veces le oí dar sus consejos a hombres y mujeres. Siempre tenía una palabra sabia para elevarte moral y espiritualmente.
Angeline emitió un leve suspiro y alargó la mano en busca de su pañuelo de batista con encajes.
—Hombres, sed rectos —reanudó él—. Sed honestos en todos vuestros actos, dirigid vuestras familias, instruid a vuestras mujeres y a vuestros hijos en las enseñanzas de Dios. Mujeres, sed obedientes y virtuosas, sed diligentes en vuestros quehaceres y éstos serán vuestra corona en el cielo.
Charlotte se revolvió incómoda en su asiento. La fuerza de las emociones de aquel hombre era tan evidente que ella no podía ignorarla, pero el sentimiento que la impulsaba era el de rebatirle.
—Amad a vuestros hijos y enseñadles con el ejemplo —prosiguió Hatch, sin prestar atención a Charlotte, ni a ninguno de los demás—. Sed castas… Y sobre todo, sed devotas y fieles a vuestra familia. En ello radica vuestra felicidad y la del mundo.
—Amén —dijo Angeline con una dulce sonrisa y la vista hacia lo alto, como si esperase percibir la presencia de su padre en las alturas—. Gracias, Josiah, una vez más nos has recordado una de las razones y los propósitos de la vida. No sé qué haríamos sin ti. No quisiera tener en poca consideración a Theophilus, pero más de una vez he pensado que tú eres el verdadero heredero espiritual de papá.
El rubor adornó las mejillas de Hatch y por un momento parecieron asomar lágrimas a sus ojos.
—Gracias, querida Angeline. Ningún hombre podría desear mejor cumplido. Te juro que estoy haciendo todo lo que está en mi mano para merecerlo.
Ella le sonrió alborozada.
—¿Y el vitral? —dijo Celeste con calma y con el rostro también sonriente, al tiempo que sus ojos reflejaban cierto placer—. ¿Cómo va el asunto?
—Muy bien —contestó él después de aspirar ruidosamente por la nariz y sacudir la cabeza—. Bien de verdad. Es de lo más gratificante ver cómo todo el mundo en Highgate, y en muchos otros lugares, desea que se le recuerde y están colaborando desinteresadamente. Se dan cuenta de que estamos viviendo una época turbulenta, caracterizada por las dudas y por las incautas filosofías que se presentan como portadoras de una mayor libertad. Si no mostramos con toda claridad cuál es el camino correcto, el camino de Dios, muchas almas perecerán, y arrastrarán con ellas otras almas inocentes.
—Cuánta razón tienes, Josiah —apuntó Celeste.
—Ya lo creo —asintió Angeline—. Vaya si la tienes.
—Y ese vitral constituirá un influjo poderoso. —Nadie iba a detenerle su discurso, ni siquiera con beneplácitos—. La gente lo contemplará y recordará qué gran hombre fue el obispo Worlingham, y venerará sus enseñanzas. Ello será uno de los logros de mi vida: perpetuar su nombre y sus buenas obras.
—Todos estamos en deuda contigo —dijo Angeline con efusión—. La obra de papá no morirá en tanto tú vivas.
—Te estamos de verdad muy agradecidas —coincidió Celeste—. Estoy segura de que Theophilus hubiera dicho lo mismo.
—Qué pérdida tan terrible —dijo Clitheridge fuera de lugar, con las mejillas subidas de tono.
Su mujer le puso la mano en el brazo y se lo apretó con firmeza inesperada.
En el rostro de Josiah Hatch se reflejó una expresión de turbación. Apretó los labios y parpadeó varias veces. Parecía sentir una mezcla de envidia y desaprobación repentinas.
—Yo… yo… habría esperado que Theophilus hubiera emprendido él mismo un proyecto como éste —dijo arqueando las cejas—. A veces tengo la tentación de pensar, y realmente no puedo evitarlo, que Theophilus nunca se dio cuenta de lo extraordinario que fue su padre. Quizá estaba demasiado cerca de él para apreciar hasta qué punto sus pensamientos e ideales estaban por encima de los de los demás, y hasta dónde llegaba su profunda sensibilidad.
No parecía que nadie tuviera nada que añadir a aquello, por lo que siguieron unos segundos de incómodo silencio.
—¡Ejem! —Carraspeó el vicario—. Si me disculpan, nosotros debemos ir a visitar a la señora Hardy. Qué suceso tan triste, qué difícil es saber qué decir para que sirva de consuelo. Buenos días, señoras. —Se inclinó en dirección a las visitantes—. Buenos días, Josiah. Vamos, Eulalia. —Y cogiendo a su mujer por el brazo salió de forma un tanto apresurada al pasillo. Poco después oyeron cerrarse la puerta principal.
—Qué hombre tan amable… qué amable —dijo Angeline casi como si estuviera pronunciando un conjuro—. Y Lally también, claro. Es un apoyo para él… y para todos.
Charlotte pensó que sin ella el vicario habría sido incapaz de hacerse comprender, pero se abstuvo de decirlo.
—Predica unos sermones muy buenos —dijo Celeste—. Es muy instruido, ¿saben? No se le trasluce en la conversación, pero quizá sea mejor así. No hay por qué abrumar a la gente con más doctrina de la que pueden entender: ni consuela ni enseña.
—Nada más cierto —reconoció Prudence—. De hecho, debo admitir que a veces no sé de qué está hablando. Pero Josiah me asegura que todo lo que dice es muy sensato. ¿Verdad, querido?
—Así es —respondió él, asintiendo levemente con la cabeza, aunque sin entusiasmo—. Siempre está dispuesto a aclarar lo que han dicho los doctores en teología, cuyas obras cita con frecuencia. Y lo hace siempre con precisión, pues me he tomado la libertad de comprobarlo. —Lanzó una breve mirada a las tres visitantes—. Tengo una buena biblioteca, ¿saben? Y me he preocupado por ir actualizándola con cuantas publicaciones sirvan para iluminar y abrir la mente.
—Muy loable. —La abuela se sentía frustrada por aquel largo y forzoso silencio—. Imagino que Theophilus heredaría la biblioteca del obispo.
—No —la corrigió Celeste—. La heredé yo.
—Celeste le transcribía a papá todos sus sermones y notas —explicó Angeline—. Y a Theophilus por supuesto no le interesaban los libros. —Lanzó una nerviosa mirada a Prudence—. Le gustaban más los cuadros. Tenía muchísimos cuadros y muy buenos, ¿saben?, la mayoría paisajes. Montones de vacas, ríos, árboles y todo eso. Muy plácido.
—Qué encantador —dijo Caroline, sin otro objeto que añadir algo a la conversación—. ¿Y son óleos o acuarelas?
—Acuarelas, creo. Tenía un gusto excelente, por lo que me han dicho. Su colección es muy valiosa.
Charlotte sintió curiosidad por saber si Clemency la habría heredado, o tal vez Prudence. Pero su familia ya se había puesto bastante en evidencia por aquel día. Y además no creía que el móvil del asesinato de Clemency, que todos habían tenido la delicadeza de no mencionar, fuera el dinero. Era más probable que tuviera que ver con las peligrosas y radicales reformas a las que con tanta pasión se había entregado… y al parecer con tanto secreto. ¿Por qué no se lo habría contado ni siquiera a sus tías o a su hermana? Era algo de lo que uno puede sentirse orgulloso, y mucho más con un historial de servicio a los demás como el de su padre.
Sus cavilaciones se vieron truncadas por la llegada de la doncella para anunciar al doctor Stephen Shaw.
Era un hombre de estatura no superior a la media y de constitución fuerte, aunque no gruesa. Pero lo que destacaba por encima de todo lo demás era la vitalidad de su rostro, que hacía que las demás personas de la habitación parecieran componer una gama de marrones y grises. Ni siquiera la tragedia sufrida, que había dejado en él su huella en forma de sombras en torno a los ojos, lo había vaciado de su energía interior.
—Buenas tardes, tía Celeste, tía Angeline. —Su voz resonó con personalidad—. Josiah, Prudence. —A ella le dio un ligero beso en la mejilla, pero en el rostro de Hatch se reflejó un atisbo de irritación. Había un levísimo matiz de broma en los ojos de Shaw cuando éste se volvió hacia la anciana, Caroline y Charlotte.
—La señora Ellison —explicó Celeste para presentar a la abuela—. Era una amiga nuestra de hace unos cuarenta años. Ha venido para darnos sus condolencias.
—¿De veras? —Una leve sonrisa—. ¿Por el obispo, por Theophilus o por Clemency?
—Stephen… No deberías hablar con tanta ligereza de estas cosas —le reprochó Celeste—. Es de lo más inapropiado. Conseguirás que la gente se forme una idea equivocada.
Sin esperar a que le invitaran a hacerlo, tomó asiento en la silla más grande.
—Mi querida tía, no hay nada en el mundo que yo pueda hacer para evitar que la gente se forme ideas equivocadas, si es eso lo que quieren. —Se volvió hacia la abuela—. Muy considerado por su parte. Debe de tener muchas cosas que contar… para ponernos al día después de tanto tiempo.
A la abuela no se le escapó ni la doble intención ni la sorna de aquellas palabras, pero rehusó darse por enterada y omitió cualquier tipo de disculpa.
—Mi nuera, la señora Caroline Ellison —dijo con frialdad—. Y mi nieta, la señora Pitt.
—Encantado. —Shaw hizo una cortés inclinación en dirección a Caroline. Luego, al mirar a Charlotte, su semblante reflejó un marcado interés, como si hubiera visto en su rostro algo que le llamara la atención.
—Encantado, señora Pitt. No creo que sea usted también una antigua amistad de las hermanas Worlingham.
Hatch abrió la boca para intervenir, pero la pronta respuesta de Charlotte se lo impidió.
—No, la amistad data de hoy mismo. Claro está que la amplia reputación del obispo hacía de él un hombre admirado en todas partes.
—Escoge usted las palabras muy adecuadamente, señora Pitt. ¿Me equivoco si pienso que tampoco a él le conocía usted personalmente?
—Pues claro que no —saltó Hatch—. Nos dejó hace ya diez años… para nuestra desgracia.
—Lo que hemos de esperar es que no fuera para la suya. —Shaw sonrió a Charlotte dándole la espalda a su cuñado.
—¡Cómo te atreves! —Hatch estaba furioso. Tenía las mejillas rojas de ira. Permanecía aún de pie y miraba fijamente a Shaw—. Todos estamos más que hartos de oír tus irreverentes y sarcásticos comentarios. Te crees que esas tortuosas apostillas de lo que tú te complaces en llamar sentido del humor te dan derecho a decir lo que te dé la gana… pero estás equivocado. Tus burlas van demasiado lejos. Tu actitud anima a la gente a tomarse a broma aquellas cosas que más deberían valorar, y a poner su ingenio a prueba con ellas. ¡El hecho de que seas incapaz de apreciar las virtudes del obispo Worlingham dice mucho más acerca de tu propia puerilidad que de la magnitud de su persona!
—Creo que estás siendo demasiado severo, Josiah —dijo su mujer conciliadora—. Stephen no pretendía insinuar nada con lo que ha dicho.
—Pues claro que lo pretendía. —No iba a ser tan fácil aplacar a Hatch—. Siempre está haciendo comentarios burlones que piensa que son divertidos. —Elevó el tono y miró a Celeste—. No se ha molestado en hacer ninguna aportación para el vitral. Y para colmo ha dado su apoyo al artículo revolucionario de ese miserable de Lindsay que pone en cuestión los fundamentos mismos de una sociedad decente.
—Eso no es así —dijo Shaw—. Lo único que hace es expresar ciertas ideas reformistas que abogan por una distribución más equitativa de la riqueza.
—¿Más equitativa que qué? —interpeló Hatch—. ¿Que nuestro sistema actual? Eso equivale a derrocar el gobierno… De hecho, a la revolución, como he dicho.
—Te equivocas. —Shaw estaba visiblemente molesto y se revolvió en su silla para mirar a Hatch—. Ellos creen en un cambio gradual, conseguido a través de la legislación, hacia un sistema estatal de propiedad de los medios de producción de tipo colectivista, con sistemas de control de los trabajadores, empleo para todos, apropiación de la plusvalía…
—No entiendo de qué estás hablando, Stephen —dijo Angeline.
—Ni yo —convino Celeste—. ¿Estás hablando tal vez de George Bernard Shaw y de esos espantosos Webb?
—¡De lo que está hablando es de anarquía y de la total transformación y la pérdida irreparable de todo lo que conoces! —replicó Hatch encolerizado.
Aquello no se limitaba a la reanudación de una vieja disputa familiar. Había en juego profundas cuestiones morales. Y al volver la vista hacia Shaw, Charlotte creyó ver también en los ojos de éste una firme pasión bajo su epidérmica frivolidad. Su personalidad estaba impregnada de un sentido del humor irónico que se traslucía en los rasgos de su rostro, pero aquello sólo era el ornato exterior de un espíritu apasionado.
—En estos tiempos que corren la gente puede hablar con total impunidad —dijo la abuela con fatalismo—. Cuando yo era joven, a los individuos como Bernard Shaw y el señor Webb los habrían metido en la cárcel antes de que hubieran podido manifestar semejantes ideas. Hoy, en cambio, todo el mundo habla de ellos. Y esa señora Webb, por supuesto, es una desahuciada de la buena sociedad.
—Cálmate —le pidió Caroline—. No empeores las cosas.
—Las cosas ya están bastante mal —repuso la vieja dama con un teatral susurro.
—Ay, señor. —Angeline se retorcía las manos con nerviosismo mientras miraba a sus sobrinos políticos.
Charlotte intentó enderezar un poco la situación.
—Señor Hatch, ¿y no le parece a usted que cuando la gente lea las ideas que proponen esos panfletos, las someterán a su consideración y, si son de verdad malvadas o absurdas, las desecharán sin más? Al fin y al cabo, ¿no es mejor que sepan a qué se enfrentan y así puedan darse cuenta de lo repulsivas y peligrosas que pueden ser esas ideas, que si sólo las conocieran por lo que les cuentan los demás? La verdad sólo puede salir beneficiada de la comparación.
Hatch se quedó boquiabierto. El razonamiento de Charlotte era irrefutable, pero no podía reconocerlo si no quería quedarse sin argumentos frente a Shaw.
El silencio se prolongó unos segundos. Por la calle pasó un carruaje traqueteante que subía Highgate Hill. Del piso de arriba llegó la voz de una joven criada tarareando una canción, que calló al instante, presumiblemente después de recibir alguna reprimenda por su ligereza.
—Es usted muy joven, señora Pitt —dijo Hatch por fin—. Me temo que no se haya dado cuenta de lo débiles que son algunas personas, de la facilidad con que la codicia, la ignorancia y la envidia pueden llevarlas a adoptar valores que para quienes hemos tenido la suerte de ser educados en la moral son manifiestamente falsos. Por desgracia —lanzó una intensa y severa mirada a Shaw—, cada vez hay más personas que confunden la libertad con lo licencioso y que se conducen de una forma completamente irresponsable. Hay por aquí una persona de esta índole, se llama John Dalgetty y tiene una tienda de objetos varios en la que vende libros y panfletos, algunos de los cuales sirven a los más bajos instintos, mientras que otros sólo son útiles para excitar a las mentes más inconstantes a que cavilen asuntos que están muy por encima de sus posibilidades, cuestiones de filosofía disgregadoras tanto de los individuos como de la sociedad.
—A Josiah le gustaría ponerle a cada persona un censor que le dijera qué debe y qué no debe leer. —Shaw se volvió hacia Charlotte con las cejas arqueadas—. Nadie habría podido expresar una idea nueva, ni cuestionar una vieja, desde que Noé se posó en el monte Ararat. No habría habido inventores ni pensadores. No habría retos ni sueños, ni nada que sirviera para ampliar las fronteras del pensamiento. Nadie podría hacer nada que no hubiera sido hecho antes. Y desde luego no existiría el Imperio británico.
—Tonterías —dijo Charlotte con inconveniente franqueza, y palideció ante su osadía. La tía Vespasia podía expresarse con aquel candor, pero ella no tenía ni el estatus social ni la belleza para ello. En cualquier caso, ya era tarde para retirarlo—. Quiero decir que es imposible hacer que la gente no tenga pensamientos radicales, ni impedir que los expresen…
Shaw soltó una risa que, aun en medio de todos aquellos crespones y rostros lúgubres, sonó jubilosa.
—¿Cómo voy a discutir con usted? —No le era fácil controlar su regocijo. La estancia parecía iluminada por su presencia—. Usted misma es el mejor argumento de aquello que defiende. Es evidente que ni siquiera la presencia de Josiah es capaz de impedir que usted diga exactamente lo que piensa.
—Lo lamento —dijo, sin saber si debía sentirse molesta, avergonzada, o si echarse a reír con él. La abuela estaba ofendida, probablemente porque Charlotte era el centro de atención; Caroline estaba mortificada; y Angeline, Celeste y Prudence estaban atónitas. Josiah Hatch se debatía entre emociones tan intensas que no se atrevía a expresarlas en voz alta—. Ha sido una descortesía inexcusable por mi parte —añadió—. Sean cuales sean mis opiniones, nadie me las había pedido, y en modo alguno tenía que haberlas expresado con tanta exaltación.
—No tenías que haberlas expresado de ninguna manera —irrumpió la abuela, erguida en su silla y mirándola con severidad—. Siempre dije que tu matrimonio no iba a traerte nada bueno… Y el cielo es testigo de que ya eras bastante díscola sin necesidad de nadie más. Ahora eres un auténtico desastre. Nunca debí traerte.
A Charlotte le hubiera gustado responderle que era ella la que no tenía que haber venido, pero aquél no era el momento, y tal vez ningún otro.
Shaw acudió en ayuda de Charlotte.
—Por mi parte estoy encantado de que la haya traído, señora Ellison. Estoy harto de la educada pero insustancial conversación de la gente que quiere expresarte su comprensión pero que no hace más que repetir una y otra vez las mismas cosas, por el simple hecho de que no tiene nada más que decir. —Sonrió—. Las palabras no pueden nada en su caso, ni sirven para tender siquiera un puente entre quienes sufren y quienes no. Es un alivio poder hablar con una persona diferente.
De pronto el recuerdo de Somerset Carlisle y de la tristeza de su rostro surgió de forma tan nítida en la mente de Charlotte como si hubiera estado presente en la habitación.
—¿Podría hablar con usted en privado, doctor Shaw?
—¡Qué os parece! —murmuró Prudence asombrada.
—Bien… —Angeline movía las manos como si quisiera apartar algo.
—Charlotte —dijo Caroline con tono admonitorio.
En los labios de Shaw se dibujó la misma sonrisa divertida de siempre.
—Desde luego. Podemos ir a la biblioteca. —Miró a Celeste—. Dejando la puerta abierta —añadió mientras observaba el ceño fruncido de ella.
Celeste estuvo a punto de emitir una protesta, pero se abstuvo: una explicación en torno a lo que no hubiera pensado ni pretendido implicar habría sido peor que no decir nada. Miró a Shaw con intenso enojo.
Él sostuvo la puerta para que pasara Charlotte y luego, con la barbilla bien alta, la siguió. Como ella no tenía la menor idea de hacia dónde dirigirse, dejó que la condujera hasta la biblioteca, que resultó tan impresionante y ostentosa como el vestíbulo, con anaqueles de libros con las cubiertas en piel marrón, burdeos y verde oscuro, todas ellas rematadas con letras de oro. En la pared libre de enfrente había inscripciones piadosas enmarcadas en caoba y un gran retrato de un alto dignatario eclesiástico sobre la repisa de la chimenea, esculpida en mármol y con cuatro pilares de cuarzo soportándola. Gran parte de la alfombra verde oscuro estaba ocupada por cuatro macizas butacas de piel que daban a toda la estancia una sensación claustrofóbica. Una gran estatua de bronce que representaba un león ornaba la única mesa. Las cortinas, semejantes a las de la salita, tenían anchos ribetes y estaban recogidas por gruesas cintas orladas que llegaban al suelo.
—No es una estancia donde uno pueda sentirse a sus anchas, ¿verdad? —Shaw la miró a los ojos—. Claro que nunca debió de ser ésa la intención. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. ¿Se siente impresionada?
—¿Debería? —Le devolvió la sonrisa.
—Oh, sin duda. ¿Pero usted lo está?
—Me siento impresionada por la cantidad de dinero que debió de poseer. —Lo dijo con franqueza, sin reparar en ello. Shaw era un hombre cuya sinceridad exigía reciprocidad—. Todos estos libros forrados en piel. El contenido de cada anaquel ha de valer por lo menos cien libras. Y el de toda la habitación podría mantener a una familia de clase media al menos durante dos años: comida, gas, indumentaria nueva para cada estación, carbón para calentar toda la casa, rosbif los domingos y ganso en Navidad, con doncella y todo.
—Sin duda así es, pero el buen obispo no lo veía desde ese punto de vista. Si los libros son la fuente del conocimiento, la exposición de los mismos es el símbolo de ese conocimiento. —Hizo un leve gesto con los hombros en señal de desagrado y se dirigió hasta la repisa de la chimenea. Al volver enderezó la estatuilla de bronce situada sobre la mesa.
—No se llevaban muy bien —dijo Charlotte con una leve sonrisa.
De nuevo él la miraba sin inmutarse. En cualquier otro hombre le hubiera parecido una mirada descarada, pero aquella actitud estaba de tal forma en consonancia con su naturaleza que sólo la más presumida de las mujeres habría podido interpretarla en tal sentido.
—Estaba en desacuerdo con él en casi todo. —Hizo un gesto con las manos—. Claro que no es lo que usted me preguntaba. No quisiera engañarla, debo disculparme. No, no nos llevábamos bien. Hay creencias que son fundamentales y que consolidan todo lo que un hombre es.
—O una mujer —precisó ella.
Esbozó una súbita sonrisa que iluminó su cara.
—Por supuesto. Una vez más debo disculparme. Se suele presuponer que las mujeres ni siquiera piensan. Me sorprende su observación. Debe usted de frecuentar compañías de lo más insólitas. ¿Tiene usted algo que ver con el inspector Pitt que lleva la investigación del incendio?
Charlotte advirtió que Shaw no había dicho «la muerte de Clemency», ni le pasó por alto su ligera mueca de dolor junto con cierta vacilación. Debía disimular el sufrimiento, pero la segunda impresión mostraba una faceta de su personalidad que aún le gustaba más.
—Sí, es… mi esposo. —Era la primera vez que lo admitía al involucrarse en un caso. Las anteriores veces se había escudado en el anonimato para jugar con ventaja. Además, a las mujeres de los policías no se las recibía en sociedad, tal como sucedía, por ejemplo, con las mujeres de los comerciantes. El comercio estaba considerado algo vulgar, nunca se hablaba de asuntos de compraventa. De hecho, en los círculos más selectos no se aludía jamás a la necesidad de ganar dinero para vivir. Se presumía sin más que el dinero provenía de las tierras o de las inversiones. El trabajo era algo honrado y bueno para el alma, pero cuanto más ocio tuviera uno, más alto estatus poseía.
Se quedó en silencio unos instantes, lo que en él resultaba inusual.
—¿Es por eso que ha venido, para obtener más información sobre nosotros? ¡Y ha traído también a su madre y su abuela!
La única respuesta era la verdad. Cualquier otra alternativa, por mucho que hubiera intentado revestirla de sinceridad, a él le hubiera sonado a falsa y les hubiera degradado a ambos.
—Creo que lo que impulsó a venir a la abuela fue la curiosidad. Supongo que mamá la acompañó para que no fuera tan… embarazoso. —Ella le miraba de pie desde el otro lado de la mesa sobre la que se erguía el león rampante de bronce—. Y yo vine porque les oí decir a lady Vespasia Cumming-Gould y a Somerset Carlisle que la señora Shaw fue una persona extraordinaria que dedicó mucho tiempo a luchar contra el poder de los propietarios de casas suburbiales y que quería cambiar la legislación para que sus nombres fueran accesibles al conocimiento público.
Apenas un metro separaba a uno del otro. Charlotte era consciente de la atención exclusiva que él le dispensaba.
—El señor Carlisle dijo que se entregaba a su causa con una sincera pasión y generosidad total —continuó—. Que no le movía el deseo de notoriedad personal o de encontrar un entretenimiento en que ocuparse, sino que lo hacía simplemente porque era un problema que la preocupaba. Me pareció que la muerte de una mujer así no debía quedar sin resolver, así como tampoco debían quedar impunes las personas que pudieran haberla matado con el fin de evitar el escándalo que habría podido suscitarse de haberse sacado a la luz pública la miserable forma en que acumulan su riqueza. Pero sus tías me han dicho que ella nunca estuvo involucrada en ningún asunto de ese tipo, así que parece una equivocación.
—No, no se trata de ninguna equivocación —dijo con voz serena, acercándose al fuego—. Optó por no contarle a nadie lo que estaba haciendo. Tenía sus motivos.
—Pero usted lo sabía…
—Sí, claro. Ella confiaba en mí. Hacía mucho tiempo que éramos… —dudó en busca de la palabra adecuada— amigos.
Charlotte se preguntó por qué habría utilizado aquella palabra. ¿Significaba que habían sido más que simples amigos? ¿O menos? ¿O ambas cosas?
Se volvió y la miró, sin molestarse en disimular el dolor que sentía ni la naturaleza del mismo. Charlotte pensó entonces que él había querido decir «amigos» y nada más.
—Era una mujer extraordinaria. —Usó las mismas palabras que Charlotte—. Yo la admiraba. Poseía una valentía fuera de lo común. No le daba miedo la verdad, era capaz de mirar de frente cosas que hubiesen aplastado a la mayoría de la gente. —Tomó aire y exhaló poco a poco—. Ha dejado un vacío enorme, un espacio de bondad que ya no ocupa nadie.
Charlotte deseó tocarle, poner su mano sobre él y transmitirle así su comprensión por el medio más sencillo e inmediato. Pero tal gesto habría sido demasiado atrevido, podría haberse interpretado como una intrusión en su intimidad, tratándose de un hombre y una mujer que se habían conocido hacía unos momentos. Lo único que podía hacer era permanecer donde estaba y repetir las mismas palabras que habría utilizado cualquiera.
—Lo siento, de verdad lo siento mucho.
Él se paseó por la estancia otra vez. No se molestó en darle las gracias, entre ellos sobraban aquellas trivialidades.
—Me gustaría que pudieran descubrir algo. —De forma maquinal, se puso a deshacer un mal pliegue que hacían las cortinas y luego se volvió una vez más hacia ella—. Si puedo ayudar en algo, dígamelo y lo haré.
—Se lo diré.
Una afectuosa sonrisa se dibujó en sus labios.
—Gracias. Y ahora volvamos a ver si Josiah y las tías están ya totalmente escandalizadas… a menos, claro, que quiera preguntarme algo más.
—No, no, nada más. Sólo deseaba saber si mis suposiciones eran erróneas, o si había dos personas con un nombre tan inusual.
—Entonces podemos abandonar la seducción de la biblioteca del obispo —miró alrededor con una sonrisa lúgubre— y volver a los dominios de la salita de estar. Si quiere que le diga la verdad, señora Pitt, deberíamos haber mantenido esta conversación en el invernadero. Tienen uno magnífico, con emparrados de hierro colado, palmeras, helechos y tiestos de flores. Y así les habríamos dado mayor motivo de escándalo.
Ella sonrió.
—Disfruta escandalizándoles, ¿verdad?
Su expresión era una curiosa mezcla de impaciencia y compasión.
—Soy médico, señora Pitt, y veo cada día una gran cantidad de sufrimiento real. Me irrita el dolor innecesario impuesto por la hipocresía y las imaginaciones ociosas que no tienen nada mejor que hacer que especular con lo que no deben y crear dolor donde no debería haberlo. Sí, detesto las pretensiones idiotas e intento acabar con ellas siempre que puedo.
—Pero ¿qué conocen sus tías de su vida?
—Nada —admitió sonriendo con tristeza—. Ellas se criaron aquí. Ninguna de ellas ha abandonado nunca esta casa salvo para hacer visitas sociales o asistir a funciones recomendables y reuniones de caridad en las que nunca están delante las personas destinatarias de sus esfuerzos. El viejo obispo las retuvo aquí tras la muerte de su mujer: a Celeste para que le escribiera las cartas, para que le leyera, para que le buscara obras de referencia para sus sermones y discursos y para que le hiciera compañía cuando tenía ganas de hablar con alguien. También sabe tocar el piano, y lo hace de forma estridente cuando está enojada por algo, y bastante mal por cierto, pero él no podía decírselo. Al obispo le gustaba la música como idea, pero era indiferente a su práctica.
A pesar de estar junto a la puerta, su energía interior era tal que a duras penas podía contenerla.
—Angeline tomó bajo su cargo todas las necesidades domésticas de su padre. Ella era la que llevaba la casa, y se dedicaba a leer novelas románticas cuando nadie la veía. Nunca contrataron un ama de llaves. Él consideraba algo propio de una mujer el realizarse teniendo la casa siempre a punto para el hombre, haciendo de ella un remanso de paz y seguridad. —Movió las manos, tajante—. Mantenerlo libre de todos los males y la suciedad del mundo, con su vulgaridad y sus ambiciones: eso es lo que Angeline ha hecho toda su vida. Supongo que apenas se la puede culpar por no saber hacer nada más. Y aún soy demasiado duro. Ni su ignorancia ni la vacuidad que demuestra a veces son culpa suya.
—Debió de tener pretendientes… —dijo Charlotte.
Shaw soltó las cortinas de forma mecánica y se irguió para mirarla.
—Desde luego. Pero su padre los despedía con cajas destempladas y se aseguraba de que la llamada del deber ahogara todo lo demás.
Charlotte se hizo una composición en la que veía un mundo hecho de desencanto y minucias domésticas, de pasiones reprimidas y confusas sofocadas para siempre por medio de palabras piadosas y de la presión de la ignorancia, el miedo y la culpabilidad. El deber siempre vencía al final. Cualquier cosa que las hermanas Worlingham hicieran para tener la mente ocupada y justificar los áridos años de sus vidas era para tenerles lástima, no para añadir más razones a su culpa.
—Creo que yo tampoco habría tenido en gran estima al obispo —dijo Charlotte con una sonrisa tensa—. Aunque supongo que es como muchos otros. Sin duda no son las únicas hermanas que han empleado así sus vidas, con su padre o su madre. He conocido algunas.
—Y yo.
Tal vez la conversación habría proseguido de no haber aparecido Caroline y la abuela en la puerta de la salita y haberles visto al otro lado del vestíbulo.
—Ah, qué bien —dijo Caroline—. Ya estás preparada para marcharnos. Precisamente estábamos despidiéndonos de las señoritas Worlingham. El señor y la señora Hatch se han ido ya. —Miró a Shaw—. Quisiéramos expresarle también a usted nuestras condolencias, doctor Shaw, y pedirle que nos disculpara por la inoportunidad de habernos presentado en una reunión familiar. Ha sido usted muy amable. Vamos, Charlotte.
—Buenas tardes, doctor Shaw. —Charlotte alargó la mano y él se la sostuvo hasta que ella sintió el calor de la de él a través del guante.
—Gracias por haber venido, señora Pitt. Espero que volvamos a vernos. Que tenga un buen día.
—Tal vez debiera ir a decir adiós a… —Charlotte miró hacia la puerta de la salita.
—¡Nada de eso! —prorrumpió la anciana—. Ya hemos dicho nosotras todo lo que hacía falta. Es hora de irnos. —Y salió con marcialidad por la puerta principal, que un criado aguantaba abierta.
—¿Y bien? —inquirió la vieja dama una vez estuvieron en el carruaje.
—¿Perdón? —Charlotte fingió incomprensión.
—¿Qué le has preguntado a Shaw? ¿Y qué te ha contestado él, niñita? No te hagas la tonta conmigo. Puede que seas un poco obstinada y que no te sobre precisamente sutileza, pero tampoco te falta entendimiento. ¿Qué te ha dicho ese hombre?
—Que Clemency era exactamente la persona que yo creía. Pero que siempre prefirió que su trabajo en favor de los pobres fuera un asunto privado, al margen incluso de la familia. También me dijo que se sentirá muy agradecido si me entero de algo acerca de quién la mató.
—Ah, ¿sí? —dijo la anciana en tono dubitativo—. Pues se ha tomado un tiempo bastante largo para decir tan pocas cosas. No me extrañaría que lo hubiera hecho él mismo. Hay mucho dinero en juego en esa familia, ¿sabías?, y la parte de Theophilus, el único hijo varón, había pasado a sus hijas a partes iguales. Shaw es el único beneficiario de la herencia de Clemency. —Se arregló la falda con cuidado—. Y de acuerdo con Celeste, ni siquiera eso le basta. Le tiene el ojo puesto a esa jovencita, Flora Lutterworth, que no se comporta todo lo bien que debiera, siempre detrás de él para verle en privado sabe Dios cuántas veces al mes. Su padre está furioso. Tiene grandes ambiciones para ella, y desde luego espera algo más que un médico viudo que la dobla en edad y que no cuenta con un patrimonio propio. Caroline, por favor, échate un poco más a la izquierda, que no me dejas sitio. Gracias. —Se acomodó por fin—. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que están peleados por ese motivo. Y yo diría que la señora Clitheridge ha hablado con ella en plan maternal. Eso forma parte de los deberes del vicario, el cuidar del bienestar moral de su rebaño.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Caroline con ceño.
—¡Por el amor de Dios, usa el entendimiento! —La anciana la miró con ojos fieros—. Ya oíste cómo decían que Lally Clitheridge y Flora Lutterworth habían tenido un pequeño y desagradable altercado, después del cual apenas se dirigían la palabra. Seguro que el motivo era él… cualquiera podría deducirlo sin necesidad de ser un detective. —Miró a Charlotte con un destello—. No… Tu amigo doctor tenía todas las razones del mundo para haberse deshecho de su esposa… y no hay duda de que así lo hizo. Recuerda mis palabras.