3

Puesto que Pitt no pertenecía a la comisaría de Highgate, sino a Bow Street, tenía que informar del suceso a su superior jerárquico, un hombre al que respetaba tanto por su profesionalidad como por su naturalidad y llaneza. Y es que Drummond era caballero por nacimiento, lo que significaba que tenía suficientes medios económicos para no tener que preocuparse por ganarse la vida, ni se sentía en la necesidad de tener que justificar la posición que ocupaba.

Saludó a Pitt con satisfacción y con una expresión de interés en su enjuto rostro.

—¿Y bien? —preguntó, de pie detrás de su escritorio.

Tiempo atrás, Drummond le había ofrecido a Pitt una promoción considerable. Éste la había rechazado porque, aunque el dinero le hubiera venido a las mil maravillas, no habría soportado permanecer detrás de un escritorio dando órdenes, mientras otros llevaban a cabo la investigación. Quería ver a las personas, observar los rostros, oír las inflexiones de voz, los gestos y movimientos del cuerpo. La gente era lo que le proporcionaba el mayor placer y el mayor dolor, y lo que constituía la realidad de su trabajo. Limitarse a dar instrucciones y trajinar informes de otros le habría privado de la oportunidad de ejercitar sus verdaderas aptitudes. Rechazar aquella promoción había sido tanto decisión suya como de Charlotte, quien le conocía lo suficiente para comprender qué era lo que constituía su felicidad. Había sido por parte de ella uno de esos actos de generosidad tácita que hacían más hondo el sentimiento de compartir la vida juntos y que a él le hacían pensar que a su mujer todavía le movía el amor a la hora de afianzar sus compromisos mutuos.

Drummond esperaba una respuesta.

—Provocado —respondió Pitt—. He analizado las pruebas materiales, o lo que queda de ellas, y no parece haber duda. El cadáver ha quedado en unas condiciones que no puede decirnos mucho, pero, por los restos de la casa, los bomberos dicen que el fuego se inició en cuatro puntos diferentes. Quienquiera que lo hiciera, estaba decidido a llevar a cabo su propósito.

Drummond frunció la frente en un gesto de contrariedad.

—¿Dice que es una mujer…?

—Se trata de la señora de la casa, Clemency Shaw.

Y le explicó lo que habían averiguado a través de las pesquisas realizadas en el vecindario, así como aquello de lo que le había informado la policía de Highgate, incluido el resultado de la investigación habitual llevada a cabo entre la pequeña aglomeración de mirones congregados en el patio trasero de la casa tras los primeros instantes de alarma y conmoción. ¿No podía haber habido, entre todas aquellas personas que mostraban su solidaridad y deseos de colaborar, alguna que sintiera una emoción ambigua ante la apoteosis de las llamas y el enorme poder destructivo del fuego? Los pirómanos no permanecen en el lugar de los hechos. Pero sí lo hacen muchas veces en su lugar personas ofuscadas por algo muy próximo a la locura.

Drummond se reacomodó en su asiento detrás del escritorio y le indicó a Pitt que se sentara en la cómoda butaca de piel al otro lado del mismo. Era una agradable estancia, bien iluminada y aireada gracias a un amplio ventanal. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros, salvo la zona junto a la chimenea. El escritorio, de roble pulido, era tan elegante como funcional.

—¿El objetivo era el marido? —Drummond fue directo al grano—. ¿Qué sabe de él?

Pitt se recostó en el respaldo y cruzó las piernas.

—Es médico, un hombre inteligente y que sabe expresarse. Parece franco y abierto, aunque aún no he comprobado su reputación profesional.

—¿A usted qué le ha parecido personalmente? —Drummond le miró ladeando un poco la cabeza.

Pitt sonrió.

—Me ha caído bien, pero he conocido personas que me causaron buena impresión y que habían cometido asesinatos, ya fuera por encontrarse en situaciones desesperadas o por sentirse amenazados o humillados. Qué fácil sería si pudiéramos decidir acerca de cómo son las personas por la primera impresión que nos causan. Por el contrario, yo al menos me veo constantemente obligado a ir cambiando de opinión según la situación y violentar mis sentimientos, pues a medida que voy descubriendo nuevos datos o explicaciones, la simpatía y la antipatía hacia una misma persona se reparten en proporciones muy variables. Es un trabajo muy duro. —Sonrió abiertamente.

Drummond suspiró y miró al techo con fingida exasperación.

—¡Le estoy pidiendo una simple opinión, Pitt!

—En ese caso, diría que el doctor es un excelente candidato a ser la víctima de un asesinato. Podría pensar en decenas de motivos por los que alguien quisiera silenciar a un médico, y a éste en particular.

—¿Se refiere a un secreto profesional? —Drummond arqueó las cejas—. Pero a los médicos siempre se les ha hecho confidencias. ¿O es que piensa en algo descubierto inadvertidamente y no sujeto por tanto a ningún tipo de código ético? ¿Por ejemplo…?

—Hay muchas posibilidades. —Pitt se encogió de hombros y dijo al azar—: Una enfermedad contagiosa de la cual estuviera obligado a informar a las autoridades: peste, fiebre amarilla…

—Absurdo. ¿Fiebre amarilla en Highgate? Y si así hubiera sido, lo habría notificado de inmediato. Quizá una enfermedad venérea, como la sífilis, pero es improbable. ¿Y una enfermedad mental? Algunos hombres estarían dispuestos a matar para evitar que una cosa así fuera del dominio público, o incluso para ocultarlo a su familia más próxima, o hasta a su futura familia, caso de mediar un matrimonio ventajoso. Indague en esa dirección, Pitt.

—Lo haré.

Drummond se estaba interesando por el asunto. Se arrellanó en el asiento, descansó los codos en los posabrazos y juntó la punta de los dedos.

—Puede que se enterara del nacimiento de un bebé ilegítimo, o de un aborto. ¡A lo mejor lo practicó él, incluso!

—¿Por qué esperar hasta ahora, en ese caso? —razonó Pitt—. Y si acababa de practicarlo, tenía que haber sido entre las pacientes que visitó el último día. Pero en cualquier caso, ¿por qué iban a matarle por ello? Si era ilegal, era más improbable que hablara o informara el médico que la propia mujer. Él tenía más que perder.

—Sí, pero ¿y el marido de la mujer, o el padre?

Pitt sacudió la cabeza.

—Improbable. Si el marido o el padre no estaban al corriente de la situación de antemano, entonces ellos serían las personas a las que ella trataría de ocultárselo con mayor desesperación. Pero si aun así uno de ellos se hubiera enterado de algún modo, o ella se lo hubiera dicho, entonces la peor forma de tratar el problema con discreción sería asesinar al doctor y obligar a la policía a meter las narices en sus asuntos.

—Vamos, Pitt —dijo Drummond con cierta rudeza—. Usted sabe que las personas cuando son presa de la violencia de las emociones no razonan con tanta fineza. Si lo hicieran no se cometerían ni la mitad de los crímenes fruto de una acción impulsiva; probablemente ni las tres cuartas partes. Una ira invencible, o el miedo, o simplemente la ofuscación y el deseo de arremeter contra alguien y buscar culpables al propio dolor y al sufrimiento… Todo eso no se piensa: se siente.

—De acuerdo —concedió Pitt, sabedor de que su superior tenía razón—. Pero sigo pensando que hay otros motivos más verosímiles. Shaw es hombre de convicciones apasionadas. Le creo muy capaz de actuar de acuerdo con ellas y dejar que el diablo cargue con las consecuencias…

—Le ha caído realmente bien —repuso Drummond con una sonrisa irónica, recordando tal vez alguna herida inconfesada del pasado.

No obtuvo respuesta. En su lugar, Pitt expresó en voz alta el curso de sus pensamientos.

—Puede que supiera que se había cometido algún delito. Una muerte, quizá la de un enfermo terminal que sufría mucho…

—¿Un asesinato por compasión? —le interrumpió Drummond—. Es posible. Aunque también se me ocurre que podría tratarse de alguien que tuviera hacia él muy pocas simpatías y las ideas muy claras, alguien a quien tal vez ayudara a cometer un asesinato por razones menos altruistas: imagínese que el autor principal del crimen se hubiera puesto nervioso por miedo a que su cómplice cometiera un desliz, o lo que parece más acorde con la descripción de Shaw como un hombre apasionado y de carácter, que le chantajeara. Eso podría constituir un excelente móvil para un asesinato.

A Pitt le hubiera gustado descartar aquella idea, pero era lógica y negarlo hubiera sido ridículo.

Drummond le observaba con expectación.

—Tal vez —acordó Pitt, al tiempo que veía cómo los labios de Drummond se curvaban formando una leve sonrisa—. Aunque en mi opinión es más verosímil pensar que obtuviera la información como resultado simplemente del ejercicio de su profesión.

—¿Y qué me dice de un motivo personal? —preguntó Drummond—. ¿Cree que pudiera haber otra mujer? ¿O bien otro hombre enamorado de su esposa? ¿No dice que era él quien tenía que estar en casa?

—Sí. —Por la mente de Pitt cruzaron turbias posibilidades. Entre las más siniestras, el dinero de la familia Worlingham. O el encantador rostro de Flora Lutterworth, a cuyo padre no le gustaban sus frecuentes visitas en privado al doctor Shaw.

—Necesitará reunir información. —Drummond se levantó del escritorio y se acercó a la ventana con las manos en los bolsillos. Se volvió hacia Pitt—. Los posibles móviles son numerosos, tanto los que podrían explicar el asesinato de la mujer, que es lo que sucedió, como los del marido, que tal vez fue lo que intentaron. Puede que se enfrente a un trabajo largo y penoso. Sabe Dios qué otras iniquidades y dramas descubrirá, o qué harán para ocultarlos. Eso es lo que más detesto del trabajo de investigación: la cantidad de vidas que quedan deshechas a nuestro paso. —Hundió las manos en los bolsillos hasta el fondo—. ¿Por dónde empezará?

—Por la comisaría de Highgate —repuso Pitt mientras se levantaba también—. Shaw es el forense local…

—No lo había mencionado.

Pitt sonrió.

—Eso hace un poco más verosímil la opción de que no fuese cómplice, ¿no es así?

—Concedido. Pero no se haga ilusiones. ¿Y luego?

—Iré al hospital local para conocer la opinión de sus colegas acerca de él.

—No sacará gran cosa. —Drummond se encogió de hombros—. Se cubren unos a otros invariablemente. Dan por sentado que cualquiera de ellos puede cometer un error y cierran filas sin fisuras.

—Tal vez pueda leer algo entre líneas. —Pitt sabía a qué se refería Drummond, pero siempre podía ser interesante percibir el tono con que se pronunciaba una frase, o una falsa ponderación, o una excesiva amabilidad que delataba la existencia de intenciones o emociones ocultas, o de conflictos, juicios o viejos deseos reprimidos—. Luego iré a ver a su personal de servicio. Podrían tener pruebas directas, aunque eso sería mucho esperar. Pero también puede que hayan visto u oído algo que revelara una mentira, una incoherencia, un acto encubierto, o que hayan advertido la presencia de alguien fuera de lugar. —Al decirlo pensó en todas las flaquezas ajenas que había descubierto en el pasado, en las futilidades y las insignificantes rencillas que habían tenido poco o nada que ver con el crimen, pero que habían sido motivo de la ruptura de viejas relaciones, así como del nacimiento de otras nuevas, o que simplemente habían lastimado, confundido o hecho cambiar a las personas. Recordaba ocasiones en que había aborrecido el mero intrusismo que implica toda investigación. Pero la alternativa era peor.

—Manténgame al corriente, Pitt. —Drummond le observaba, adivinando tal vez sus pensamientos—. Quiero estar informado.

—Sí, señor, así lo haré.

Drummond sonrió ante aquel formalismo inhabitual y despidió a Pitt con un asentimiento de la cabeza.

El inspector abandonó el despacho, bajó las escaleras hasta la planta baja y salió a Bow Street, donde montó en una calesa rumbo a Highgate. Se acomodó en el fondo del asiento y estiró las piernas todo lo que pudo. Dejarse llevar sobre ruedas sin pensar en el coste del viaje —ya que pagaba la policía— era una sensación muy placentera.

El coche le llevó a través del dédalo de calles cada vez más lejos del río. Cruzó High Holborn hacia Grey’s Inn Road y siguió hacia el norte a través de Bloomsbury y Kentish Town, hasta Highgate.

Una vez en la comisaría, se encontró con que Murdo le esperaba con impaciencia, pues había inspeccionado los informes policiales de los últimos dos años y separado aquéllos en que Shaw había desempeñado un papel relevante. Permanecía de pie en mitad de una estancia sin alfombra y amueblada únicamente con una mesa de madera y tres sillas. Llevaba el pelo revuelto y el uniforme desabrochado por el cuello. Era lo bastante celoso de su trabajo como para desempeñarlo con eficiencia, y la verdad era que el caso le motivaba en lo más hondo, pero tenía presente que cuando todo hubiera concluido Pitt volvería a Bow Street. Él se quedaría en Highgate, donde reanudaría la labor cotidiana en compañía de sus compañeros en la comisaría, tan sensibles en aquellos momentos a la presencia entre ellos de un elemento extraño, y tan agraviados por el hecho de que hubiera sido considerado necesario.

—Ahí los tiene, señor —dijo en cuanto Pitt hubo traspuesto la puerta—. La relación que hay entre todos estos antecedentes y nuestro caso puede resumirse en nada. Tampoco hay nada significativo en los casos en que tuvo que intervenir tras una alteración del orden público. —Señaló con el dedo uno de los montones—. Éstos son. Gente que acaba con la nariz sangrando o una costilla rota, un carruaje que le lesiona un pie a una persona y luego ésta se enzarza en una pelea con el cochero… No me parece que nadie pudiera tener motivos para matarle por ello, salvo un loco.

—A mí tampoco me lo parece —acordó Pitt—. Y no creo que tengamos que vérnoslas con un loco. El incendio estuvo demasiado bien perpetrado. Se inició en las cortinas de cuatro habitaciones que permanecían cerradas habitualmente después de que el señor y la señora se hubieran ido a la cama, por lo que si hubiera pasado un sirviente comprobando las puertas o una doncella hubiera ido a buscar una taza de té para alguien, no habrían visto nada en los corredores ni en los descansillos. Y como las habitaciones en que prendió el fuego estaban alejadas de las dependencias del servicio, ningún criado que se hubiera quedado levantado hasta tarde habría visto las ventanas. No, Murdo. Me parece que el hombre del queroseno y las cerillas está bastante cuerdo.

Murdo se estremeció.

—Es algo terrible, señor Pitt. La persona que lo hizo debía estar dominada por emociones incontrolables.

—Y dudo que podamos encontrarla en esta pila de informes. —Pitt puso la mano sobre el montón mayor que le había seleccionado Murdo—. A menos que se tratara de alguna muerte sobre la que Shaw supiera algo extraño. Por cierto, ¿ha hecho ya averiguaciones en torno al fallecimiento de Theophilus Worlingham?

—Oh, sí, señor —dijo Murdo con afán. Era obvio que se trataba de una tarea que había realizado a conciencia y de la que estaba deseoso de dar cuentas.

Pitt arqueó las cejas expectante.

Murdo se aplicó a su narración y Pitt se sentó detrás del escritorio con las piernas cruzadas.

—Fue una muerte muy repentina —comenzó Murdo, siempre de pie e inclinando un poco los hombros—. Había sido siempre un hombre de una gran energía física y una salud excelente, lo que podríamos llamar un «cristiano robusto», creo… —Se ruborizó un poco al darse cuenta de su propia audacia por haber utilizado un término como aquél para referirse a un superior, y porque era una expresión que sólo había oído un par de veces—. Se ve que su vigor era motivo de especial orgullo para él —añadió a modo de explicación, pues de pronto temió que tal vez Pitt no hubiera oído nunca aquella expresión.

Pitt asintió y disimuló una sonrisa.

Murdo se tranquilizó.

—Cuando cayó enfermo todos lo tomaron por un resfriado. Nadie le dio importancia, y por lo visto al propio señor Worlingham sólo le irritaba el hecho de no ser más fuerte que el común de los mortales. El doctor Shaw fue a visitarle y le prescribió que inhalara preparados aromáticos para reducir la congestión, así como una dieta ligera, cosa que a él no le gustó nada. También le ordenó que guardara cama… y que dejara los cigarros, lo que también le contrarió. No le dijo nada de aplicarse cataplasmas de mostaza… —Murdo dio un respingo sorprendido de sí mismo—. Bueno, eso era lo que mi madre nos ponía a nosotros. El caso es que no mejoró, y que no obstante Shaw no volvió a visitarle. Tres días más tarde, su hija Clemency, la que ahora ha muerto asesinada, fue a verle y le encontró muerto en su estudio, que está en la planta baja de la casa, con las puertas cristaleras abiertas. El cuerpo estaba tumbado en el suelo, encima de la alfombra, y según el agente de policía que atendió el aviso, tenía una expresión de horror.

—¿Por qué llamaron a la policía? —Al fin y al cabo sólo parecía una tragedia familiar como tantas otras. La muerte de una persona no podía considerarse una rareza.

Murdo no necesitó mirar sus notas.

—Oh… pues por la expresión de horror del rostro, por las puertas cristaleras abiertas, y porque en la casa había bastante dinero, incluidas veinte libras en vales del tesoro que retenía en la mano. ¡No pudieron ni desasirle los dedos! —concluyó Murdo triunfante y con el rostro encarnado, en espera de la reacción de Pitt.

—Qué cosa tan extraordinaria —concedió éste con generosidad—. ¿Y fue Clemency Shaw quien lo encontró?

—¡Sí, señor!

—¿Echó alguien en falta dinero?

—No, señor, y eso es lo más curioso. El señor Worlingham había sacado del banco siete mil cuatrocientas treinta y ocho libras. —El rostro de Murdo palideció ante la idea de semejante fortuna. A él le hubiera bastado para comprarse una casa y vivir acomodadamente durante muchos años, si es que alguna vez tenía que volver a ganar un solo penique—. ¡El dinero estaba intacto! Estaba en bonos del Tesoro en el cajón del escritorio, que ni siquiera estaba cerrado. Es difícil encontrar una explicación, señor.

—Sí lo es —dijo Pitt con énfasis—. Sólo cabe pensar que tuviera intención de realizar una compra importante en metálico, o saldar una deuda enorme, y que no quería hacerlo a través de un medio más habitual, como una letra de cambio. Pero el porqué… no tengo la menor idea.

—¿Cree usted que su hija lo sabía, señor…? Quiero decir la señora Shaw.

—Es probable. Pero Theophilus hace por lo menos dos años que murió, ¿no?

El sentimiento de triunfo de Murdo se desvaneció.

—Sí, señor. Dos años y tres meses.

—¿Y qué causa figura en el certificado de defunción?

—Un ataque de apoplejía.

—¿Quién lo firmó?

—Shaw no. —Murdo movió la cabeza—. Él fue quien acudió, como es natural, ya que Theophilus era su suegro y fue su mujer quien lo encontró. Pero precisamente por eso llamó a otro médico para que confirmara su dictamen y firmara el certificado.

—Qué puntilloso —ironizó Pitt—. Creo que dejó en el testamento una gran suma de dinero. La cantidad retirada del banco era sólo una pequeña parte de toda su fortuna. Eso es otra cosa que debería averiguar, el grado y disposición precisos de la fortuna de Worlingham.

—Sí señor, lo haré de inmediato.

Pitt levantó la mano.

—¿Qué me dice de los demás casos en que intervino Shaw? ¿Sabe algo de alguno?

—Por experiencia directa, sólo de tres, señor. Y en ninguno de ellos hubo nada fuera de lo normal. Uno fue el caso del viejo señor Freemantle, que se puso un poco piripi en la cena de gala de Navidad oficiada por el alcalde y tuvo una disputa con el señor Tiplady, a quien empujó por las escaleras del Red Lion. —Trató de mantener una expresión respetuosa, sin conseguirlo.

—Ah… —Pitt dejó escapar un suspiro de satisfacción—. Y Shaw fue avisado para que le atendiera de las heridas…

—Sí, señor. El señor Freemantle se cayó también por su propio impulso y tuvo que ser atendido en su casa. Yo creo que de haberse tratado de una persona menos importante habría pasado la noche en el cuartelillo. El señor Tiplady tenía algunas magulladuras y una herida en la cabeza por la que sangraba mucho. Nos dio un buen susto. Estaba más blanco que un fantasma. ¡Pero al menos sirvió para quitarle la cogorza! ¡Se le pasó antes que si le hubieran arrojado un cubo de agua por encima! —Los labios se le curvaron en una sonrisa de satisfacción. Pero enseguida hizo memoria y adoptó un aire más sombrío—. Al día siguiente se presentó aquí con un humor de perros. Entró gritando y quejándose y echándole la culpa al doctor Shaw del dolor de cabeza que tenía. Decía que no le habían curado como era debido, pero yo creo que en realidad estaba furioso de que todos le hubieran visto haciendo el ridículo en las escaleras del ayuntamiento. El doctor Shaw le dijo que la próxima vez rebajara su bebida con más agua.

Pitt dio por zanjado el asunto. Un hombre no mata a un médico porque éste le haya hablado con franqueza de sus excesos y de las consecuencias bochornosas de los mismos.

—¿Y los otros casos?

—Uno es el del señor Parkinson, es decir Obadiah Parkinson, que fue asaltado una noche en Swan’s Lane. Queda junto al cementerio —añadió por si Pitt no lo sabía—. Le golpearon con dureza y el agente que lo encontró llamó al doctor Shaw, pero no hay nada especial. El doctor se limitó a hacerle un reconocimiento, dijo que tenía una leve conmoción cerebral y le acompañó a casa en su propio coche. El señor Parkinson le quedó muy agradecido.

Pitt dejó a un lado los dos expedientes y cogió el tercero.

—La muerte del chico de los Armitage —dijo Murdo—. Ése sí fue un caso muy triste. Un caballo de tiro se asustó y se desbocó. El joven Albert murió en el acto. Muy triste de verdad. Era un buen chico, y no tendría más de catorce años.

Pitt le dio las gracias a Murdo y le mandó a que continuara su investigación en torno al dinero de Worlingham. Luego se puso a leer el resto de expedientes que tenía encima del escritorio. Eran todos casos similares, algunos trágicos, otros con algún elemento cómico, en que la vanidad queda en entredicho por las debilidades de la carne. Tal vez detrás de algunos de los informes que daban fe de magulladuras y huesos rotos podían rastrearse signos de violencia doméstica. Hasta era posible que algunas autopsias que dictaminaban una neumonía o un fallo cardíaco ocultasen alguna causa más turbia, consecuencia de un acto violento. Pero no había nada que lo indicara. Si Shaw había visto algo raro, no había dejado constancia de ello. En total había siete muertes, y ni siquiera después de leer aquellos informes dos o tres veces pudo Pitt descubrir nada sospechoso.

Los dejó por fin y, tras informar de sus intenciones al sargento de guardia, salió al frío aire de la tarde y caminó con paso enérgico hasta la clínica de St. Paneras. Tras un breve vistazo al otro lado de la calle al hospital infantil, subió por las escaleras de la entrada principal. Estaba ya dentro cuando se alisó la chaqueta, se limpió las botas frotándoselas contra la parte posterior de la pernera de los pantalones y se pasó de un bolsillo a otro una cuerda, un trozo de cera, varias monedas, unos pedazos de papel y el pañuelo de seda de Emily para equilibrar un poco los bultos de los costados. Sus dedos se demoraron en el contacto de la exquisita textura del pañuelo un segundo más de lo necesario. Luego se ajustó la corbata y se mesó el cabello, que le quedó aún más desordenado. Entonces se dirigió al despacho del director y llamó a la puerta.

La abrió un hombre joven rubio de cara alargada.

—¿Sí? —dijo.

Pitt se sacó una tarjeta de visita, una extravagancia que le proporcionaba siempre cierto placer.

—Inspector Thomas Pitt, comisaría de Bow Street —leyó el joven con inquietud—. Alabado sea Dios, ¿qué viene usted a buscar aquí? Todo está en orden, se lo aseguro, en perfecto orden. —No tenía la menor intención de dejarlo pasar. Permanecieron ambos de pie en el umbral.

—No me cabe ninguna duda —le tranquilizó Pitt—. He venido para hacer algunas preguntas confidenciales acerca de un doctor que trabajaba aquí…

—Todos los médicos que trabajan aquí son personas excelentes. —La protesta fue instantánea—. Si se ha cometido algún error…

—Ninguno que yo sepa —le interrumpió Pitt. Drummond tenía razón: iba a ser muy difícil sacar otra cosa que no fuera una recelosa defensa mutua—. Ha sufrido un serio atentado contra su vida. —Eso era cierto, básicamente, aunque no en el sentido que parecía implicar—. Su colaboración podría servirnos de ayuda para descubrir al responsable.

—¿Un atentado contra su vida? Oh, Dios mío, qué monstruosidad. Nadie de los que trabajamos aquí podría imaginar algo semejante. Nosotros nos dedicamos a salvar vidas. —El joven se tiró nervioso de la corbata, que al parecer estaba a punto de estrangularle.

—A veces también sufren fracasos —señaló Pitt.

—Bueno… claro. No podemos hacer milagros. Pero le aseguro que…

—Ya —le cortó Pitt—. ¿Puedo hablar con el director?

El hombre se mostró ofendido.

—¡Si no hay más remedio! Pero le aseguro que no tenemos noticia de un atentado como el que usted dice, de lo contrario hubiéramos avisado a la policía. El director es un hombre muy ocupado… muy ocupado.

—Estoy impresionado. De todos modos, si el culpable consigue llevar a cabo su amenaza y mata al doctor en cuestión, entonces su director estará todavía más ocupado, pues habrá un médico menos para hacer el trabajo… —Dejó que su argumento se apagara poco a poco mientras el hombre pasaba del rubor del enojo al blanco del pánico.

De todas formas, el acuciado director, un hombre de aspecto tristón con largos bigotes y pelo en franco retroceso, no pudo decirle a Pitt nada nuevo. Era más agradable de lo que esperaba Pitt. No demostraba conciencia alguna de su propia importancia, sino sólo de la magnitud de la tarea a que se enfrentaba en su lucha con enfermedades contra las que no había curación, entre ellas la ignorancia que se imponía a los pequeños avances de la alfabetización, la falta de condiciones higiénicas, inevitable allí donde escasea el agua limpia y vive un excesivo número de personas, sin instalaciones sanitarias adecuadas y muchas veces sin una salida de alcantarillado. En esos lugares donde las ratas pululan a su antojo no son infrecuentes los desbordamientos de los canales de drenaje. Si el consorte de la reina, viviendo en su propio palacio, podía morir de un tifus contraído a causa del deficiente sistema de alcantarillado, qué batallas no quedarían aún por librar en las casas de la gente corriente, o en las de los pobres, y no digamos ya en las de los míseros barrios de los más desposeídos, las llamadas casas de la miseria.

Condujo a Pitt a su pequeño y desordenado despacho. La ventana era muy pequeña y dos lámparas de gas producían un débil sonido sibilante. Invitó a Pitt a sentarse.

—Lo siento —dijo con pesar—. Shaw es un muy buen médico, dotado de un talento innato. Yo le he visto quedarse sentado a la cabecera de un hombre enfermo todo un día y toda la noche. Y le he visto llorar al perder a una madre con su hijo. —Una sonrisa se dibujó en su chupado rostro—. Y le he visto dar una buena reprimenda a un viejo engreído por hacerle perder el tiempo. —Suspiró—. Y más aún, a un hombre que podía dar a sus hijos leche y fruta y no lo hacía. Los pobres chiquillos mendigos padecían raquitismo. Nunca había visto a un hombre tan furioso como a Shaw aquel día. —Hizo una profunda inspiración y se reclinó en la silla. Miró a Pitt con ojos penetrantes—. Me gusta la persona y lamento en grado sumo lo de su esposa. Supongo que por eso está usted aquí, porque piensa que el fuego iba destinado a él…

—Parece probable —repuso Pitt—. ¿Mantenía con sus colegas diferencias de opinión importantes, que usted sepa?

—¡Ja! —El director soltó una risa estentórea—. ¡Ja! Si es capaz de preguntar eso es que no conoce a Shaw. Desde luego que sí. Con todo el mundo: colegas, enfermeras, personal administrativo… conmigo. —Sus ojos se animaban con un regocijo sombrío—. Y sé en qué consistían… imagino que cualquiera que tenga oídos lo sabe. El doctor Shaw no conoce el significado de la palabra discreción, al menos en lo que respecta a su carácter. —Adoptó una postura más erguida, al tiempo que miraba a Pitt de forma más expresiva—. No me refiero a cuestiones médicas, claro. Por lo que respecta a las confidencias propias de la profesión, se cierra como una ostra. Nunca desveló un secreto ni siquiera cuando tuvo que contrastar su opinión con otro médico. Dudo que nunca haya dedicado un solo minuto a las habladurías. Pero saca un genio de mil demonios ante la injusticia o la mentira. —Encogió sus huesudos hombros—. No siempre tiene razón… pero cuando se da cuenta de que se ha equivocado suele rectificar, aunque no lo hace al instante.

—¿Despierta simpatías?

El director sonrió.

—No le ofenderé a usted con una mentira piadosa. A quienes cae bien, cae muy bien. Yo me cuento entre éstos. Pero hay ciertas personas a las que ha ofendido con una franqueza excesiva o una brusquedad innecesaria que pudo dificultar, interferir o debilitar su posición. —Su enjuto y afable rostro mostró una tolerancia ganada a base de años de combates y derrotas—. Hay muchas personas a las que no les gusta que les demuestren que están equivocadas y que hay una manera mejor de hacer las cosas, sobre todo delante de otras personas. Y cuanto más tiempo y con más empeño se aferran a eso, tanto más en ridículo quedan cuando por fin se ven obligadas a ceder y reconocer su error. —Su sonrisa se ensanchó—. Y Shaw no es precisamente una persona con tacto a la hora de manejar las discusiones. Su inteligencia es muchas veces más rápida que su capacidad para percibir los sentimientos de los demás. Más de una vez le he visto reírse a expensas de alguien, y he comprendido a juzgar por la expresión del ofendido que un día lo pagaría caro. A pocos hombres les gusta ser objeto de burla. Antes prefieren que les ataquen de frente a que se les rían en la cara.

—¿Recuerda alguna persona especialmente ofendida?

—No tanto como para que le pegara fuego a su casa —replicó el director arqueando las cejas y mirándolo con candidez.

No había por qué andarse con rodeos con aquel hombre, así que Pitt no lo hizo.

—¿Los nombres de los más ofendidos? —preguntó—. Aunque sólo sea para eliminarlos desde el principio. La casa está destruida y la señora Shaw muerta. Alguien provocó el incendio.

Del rostro del director desapareció todo atisbo de humor. En su lugar surgió una expresión sombría.

—Fennady no le tragaba —repuso, al tiempo que se reclinaba hacia atrás e iniciaba el recuento de lo que obviamente era un catálogo. Pero en su voz se apreciaba un matiz más comprensivo que recriminatorio—. Discutían por cualquier causa: desde la situación de la monarquía al estado de las canalizaciones públicas, y todos los temas que pueda haber entre uno y otro. Y luego está Nimmons, un hombre mayor con ideas anticuadas que no tiene la menor intención de cambiar. Shaw le mostró algunas técnicas profesionales mejores, pero por desgracia lo hizo delante del paciente, quien no se lo pensó dos veces y cambió un médico por el otro, junto con su extensa familia.

—Poco tacto —convino Pitt.

—Es lo menos que se puede decir —suspiró el director—. Pero salvó la vida del hombre. Y también está Henshaw, un joven con la cabeza llena de ideas nuevas, que a Shaw tampoco le gustan. Dice que aún están por probar y que son demasiado arriesgadas. A veces es más testarudo que un ejército de mulas. Sacó a Henshaw de sus casillas, pero no creo que le guarde un rencor profundo por eso. Es todo lo que puedo decirle.

—Falta de tacto, falta de discreción con sus colegas… Y ¿qué me dice de sus pacientes? ¿Los trató alguna vez de forma incorrecta?

—¿Shaw? Es usted condenadamente explícito, pero supongo que tiene que serlo. No, que yo sepa. Pero es un hombre con encanto y vigor. No es imposible que alguna mujer imaginara más de lo que había.

Le interrumpió una impetuosa llamada a la puerta.

—Adelante —dijo mientras le dirigía a Pitt una fugaz mirada de disculpa.

El mismo joven rubio al que tan poco le había gustado la presencia de Pitt asomó la cabeza con idéntica expresión de desagrado.

—Está el señor Marchant, señor. —Ignoró a Pitt de forma ostentosa—. Del ayuntamiento —añadió por más señas.

—Dígale que me reuniré con él en unos minutos —repuso el director.

—Viene del ayuntamiento —repitió el joven—. Es importante… señor.

—Esto también —dijo el director sin inmutarse—. La vida de un hombre pende de un hilo. —Y sonrió con disgusto al darse cuenta del doble significado—. ¡Y cuanto más tiempo se quede ahí, Spooner, más tardaré en concluir esta entrevista y en ir a ver a Marchant! ¡Vaya de una vez a transmitirle el mensaje!

Spooner se retiró cariacontecido, dando un portazo tan fuerte como se lo permitió su atrevimiento.

El director se volvió hacia Pitt.

—Shaw… —le recordó el inspector.

—No resulta imposible que alguna paciente se enamorara de él —retomó el director—. Pasa a veces. Entre un médico y una paciente se establece una relación singular. Tan personal, y al mismo tiempo tan profesional y distante. No sería la primera vez que se le va de las manos a un médico, o que es malinterpretada por un marido, o por un padre. —Apretó los labios—. No es ningún secreto que a Alfred Lutterworth le parece que su hija tiene a Shaw en una estima demasiado alta, e insiste en arreglarlo él solo. No hablará con nadie acerca de lo que pueda haber entre ellos, ni de la posible enfermedad de ella. Es una joven hermosa en la que tiene depositadas grandes esperanzas. El viejo Lutterworth hizo su fortuna con el algodón. No sé si habrá alguien más que haya puesto sus ojos en ella. No vivo en Highgate.

—Gracias, señor —dijo Pitt con sinceridad—. Me ha concedido una gran parte de su tiempo y me ha servido de ayuda para eliminar al menos algunas posibilidades.

—No envidio su trabajo. Yo pensaba que el mío era duro, pero creo que el suyo lo es más. Que tenga un buen día.

Cuando Pitt salió del hospital, la tarde de otoño estaba oscura y las lámparas de gas encendidas. Era ya principios de octubre, y algunas hojas crujieron bajo sus pies mientras caminaba en dirección al cruce donde podía coger un coche de alquiler. El aire, límpido y frío, prometía heladas en una o dos semanas. Las estrellas brillaban con destellos lejanos en un cielo frío. A Highgate no llegaba la niebla del río, ni el humo de las fábricas ni de las hacinadas casas adosadas. Podía oler el viento procedente de los campos y oír el ladrido de un perro en la distancia. Un día se llevaría a Charlotte y a los niños a pasar una semana en el campo. Hacía tiempo que ella no salía de Bloomsbury. Le gustaría. Se puso a pensar cómo ir haciendo pequeños ahorros, cómo ir apartando pequeñas cantidades de dinero para el proyecto, y en la expresión de su mujer cuando pudiera decírselo. De momento no le diría nada, hasta que fuera seguro.

Mientras andaba iba tan perdido en sus pensamientos que el primer coche que pasó continuó el ascenso de la colina antes de que él llegara a darse cuenta.

A la mañana siguiente volvió a Highgate para ver si Murdo había descubierto algo interesante, pero éste ya había salido para seguir con sus pesquisas y le había dejado unas breves notas al efecto. Pitt le dio las gracias al sargento de guardia, quien seguía sin perdonarle su intromisión en un asunto local que él consideraba podía resolverse con los medios de la comisaría. Pitt se dirigió de nuevo al hospital para hablar con el mayordomo de Shaw.

El hombre estaba recostado en la cama con cara ojerosa, fruto de la conmoción por la desgracia. Estaba sin afeitar y llevaba el brazo izquierdo cubierto de vendajes. Tenía en la cara varios rasguños en carne viva y una costra empezaba a formársele. El doctor no necesitó decirle a Pitt que aquel hombre había sufrido quemaduras graves.

A pesar de que junto a la cama del herido había olor a sangre, ácido fénico, sudor y cloroformo, a Pitt le sobrevino el penetrante hedor a humo y ceniza húmeda, como si hiciera apenas unos minutos que acabara de volver de la casa en ruinas, por lo que se imaginó estar viendo los restos calcinados del cuerpo de Clemency Shaw sobre una camilla del depósito, apenas reconocibles como humanos. La rabia que sintió se tradujo en un nudo en el estómago y el pecho que le dificultó el habla y la respiración.

—¿El señor Burdin?

El mayordomo abrió los ojos y lo miró sin interés.

—Señor Burdin, soy el inspector Pitt, de la Policía Metropolitana. Estoy en Highgate para averiguar quién encendió el fuego que destruyó la casa del doctor Shaw… —No mencionó a Clemency. No sabía si se lo habían dicho. Hubiera sido causarle una conmoción cruel e innecesaria. Debía informársele con delicadeza, y debía hacerlo alguien que pudiera permanecer junto a él y quizá consolarlo si la noticia le afligía.

—No lo sé —dijo Burdin con voz ronca, con los pulmones aún abrasados por el humo—. No vi nada ni oí nada hasta que Jenny se puso a gritar. Jenny es la doncella. Su dormitorio es el más próximo al cuerpo principal de la casa.

—Ya imaginamos que no vio usted cómo se inició el fuego. —Pitt trataba de mostrarse tranquilizador—. Y contamos con que no sepa nada concreto. Pero quizá haya algo que, pensando un poco, pueda tener importancia… si lo sumamos a otros datos. ¿Puedo hacerle algunas preguntas? —La solicitud de permiso no era más que una mera cortesía, pues aquel hombre estaba bajo los efectos del dolor y de una fuerte conmoción.

—No faltaba más. —La voz de Burdin se extinguió en un gruñido—. Pero ya he estado pensando. Le he dado vueltas y más vueltas en la cabeza. —Frunció el rostro al redoblar el esfuerzo—. Pero no recuerdo nada especial… nada de nada. Todo estaba como siempre… —Comenzó a toser, mientras la áspera ropa le rozaba la carne viva.

Pitt se quedó un momento sin saber qué hacer. Sintió pánico al ver cómo se le enrojecía el rostro mientras hacía esfuerzos en busca de aire y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Miró alrededor en busca de ayuda pero no había nadie. Entonces vio una jarra de agua sobre la mesita del rincón y llenó un vaso apresuradamente. Le pasó el brazo a Burdin por los hombros para ayudarle a incorporarse y le llevó el vaso a los labios. Al primer sorbo se atragantó y se escupió el agua encima, pero por fin consiguió tragar un poco y refrescarse la garganta reseca. Una vez aliviado el dolor, se recostó extenuado. Hubiera sido cruel e inoportuno hacerle hablar otra vez. Pero había que hacer las preguntas.

—No hable —le dijo Pitt—. Vuelva hacia arriba la palma de la mano para decir que sí, y hacia abajo para decir que no.

Burdin esbozó una leve sonrisa y volvió la palma hacia arriba.

—Muy bien. ¿Recibió el doctor alguna llamada aquel día, aparte de sus compromisos profesionales?

Palma hacia arriba.

—¿Asuntos de negocios?

Palma hacia abajo.

—¿Asuntos personales?

Palma de lado.

—¿Familiares?

Palma hacia arriba.

—¿De las hermanas Worlingham?

Palma hacia abajo, con resolución.

—¿Del señor o la señora Hatch?

Palma hacia arriba.

—¿De la señora Hatch?

Palma hacia abajo.

—¿Del señor Hatch? ¿Hubo alguna pelea, una discusión en voz alta, palabras desagradables? —Si bien a Pitt no se le ocurría nada que pudiera convertir una diferencia de opinión en un asesinato.

Burdin se encogió ligeramente de hombros y puso la palma en posición vertical.

—No más de lo habitual —sugirió Pitt.

Burdin sonrió, pero volvió a encogerse de hombros. No lo sabía.

—¿Llamó alguien más?

Palma hacia arriba.

—¿Una persona de la vecindad?

Palma hacia arriba, y la elevó un poco.

—¿Un vecino muy próximo? ¿El señor Lindsay?

El rostro de Burdin se relajó en una sonrisa y dejó la palma hacia arriba.

—¿Alguien más que usted sepa?

Palma hacia abajo.

Pensó en preguntarle si había recibido alguna carta fuera de lo habitual o que pudiera revestir algún interés, pero ¿qué tipo de carta podía ser? ¿Cómo podía reconocerse sin abrirse?

—¿Aquel día el doctor Shaw le pareció nervioso o preocupado por algo?

La palma permaneció hacia abajo, inmóvil encima de la sobrecama, aunque indecisa.

Pitt lanzó una conjetura, basándose en lo que había observado acerca del temperamento de Shaw.

—¿Enojado? ¿Estaba enojado por algo?

Palma hacia arriba.

—Gracias, señor Burdin. Si recuerda alguna otra cosa, un comentario, una carta, alguna disposición fuera de lo ordinario, por favor anótelo y pida al personal del hospital que me avisen. Vendré de inmediato. Espero que se recupere muy pronto.

Burdin sonrió y cerró los ojos. El esfuerzo, por pequeño que hubiera sido, le había agotado.

Pitt se marchó. Él también estaba enojado por todo aquel dolor físico que veía y por la impotencia de no poder hacer nada. Le parecía además que no había averiguado nada útil. Se le antojaba probable que Shaw y Hatch discutieran con asiduidad, aunque sólo fuera por la gran diferencia de su forma de ser. Era casi seguro que cualquier tema debían considerarlo desde puntos de vista opuestos.

El estado de la cocinera de Shaw era menos preocupante, por lo que había abandonado el hospital y había cogido un coche de caballos para el breve trayecto, hasta Seven Sisters Road, donde estaba la casa de sus parientes cuya dirección le había dado Murdo a Pitt. Era una casa pequeña, limpia y muy humilde, tal y como esperaba. Le dejaron entrar con muchos reparos y sólo después de un buen rato de discusión.

Encontró a la cocinera sentada en la cama de la mejor habitación, envuelta en una manta, más por decoro ante la visita de un extraño que para prevenir un posible resfriado. Tenía quemaduras en un brazo y había perdido parte del cabello, lo que le daba un aspecto de ave mal desplumada que, de tratarse de una situación menos trágica, hubiera resultado de lo más cómico. Tanto es así que a Pitt le costó mantener una perfecta compostura.

—¿Señora Babbage? —Comenzó Pitt. A las cocineras se les reservaba el cortés tratamiento de «señora», estuvieran o no casadas.

Ella le miró alarmada y se llevó la mano a la boca para sofocar un grito.

—No pretendo hacerle ningún daño, señora Babbage…

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Yo no le conozco. —Irguió la cabeza, como si su sola presencia fuera una amenaza o supusiera algún tipo de peligro físico.

Pitt se apresuró a buscar asiento en una pequeña silla de dormitorio que tenía detrás y trató de parecer lo más inofensivo posible. Era evidente que la mujer seguía en un fuerte estado de shock, cuando menos emocional, por cuanto no parecía haber sufrido daños físicos graves.

—Soy el inspector Pitt —se presentó, evitando utilizar el término «policía». Sabía cuánto aborrecían los sirvientes respetables cualquier tipo de asociación con el mundo del crimen, aunque fuera tan nimia como la presencia de un policía—. Es mi deber hacer todo lo que esté en mi mano para descubrir cómo se produjo el incendio.

—¡En mi cocina seguro que no! —exclamó con tal exaltación que asustó a su sobrina, quien no pudo reprimir un gemido—. ¡No vaya a acusarme a mí o a Doris! Sé muy bien cómo se maneja una cocina económica. Nunca se me ha caído ni un pedazo de carbón, ni he querido jamás quemar una casa.

—Eso ya lo sabemos, señora Babbage —dijo Pitt con dulzura—. El fuego no se inició en la cocina.

Ella pareció calmarse un poco, aunque sus ojos seguían mirándole con recelo, al tiempo que retorcía entre los dedos la punta de un pañuelo con tal ahínco que tenía la carne enrojecida. Le daba miedo confiarse a él, recelosa de caer en alguna trampa.

—Lo prendieron de forma intencionada, en las cortinas de cuatro habitaciones diferentes de la planta baja.

—Nadie haría una cosa así —dijo en un susurro, apretándose el pañuelo con más fuerza alrededor de los dedos—. ¿Por qué ha venido a verme a mí?

—Por si notó algo raro aquel día, o vio a algún desconocido merodeando por los alrededores…

Pitt no creía que hubiera sido un mendigo o un vagabundo. Lo habían perpetrado con demasiada minuciosidad, lo cual hacía pensar en un sentimiento intenso, ya fuera el odio, la codicia o el miedo. El pensamiento volvió a su mente con renovada fuerza: ¿qué era eso que sabía Stephen Shaw? ¿Y sobre quién?

—Yo no vi nada. —La mujer rompió a llorar. Se llevaba una y otra vez el pañuelo a los ojos, mientras insistía en su defensa—. Yo sólo me ocupo de mi trabajo. No hago preguntas ni escucho detrás de las puertas. Y no soy tan presuntuosa como para pensar cosas del señor o la señora…

—¡Por supuesto! —exclamó Pitt al instante—. Eso es muy encomiable. Supongo que hay cocineras que sí lo hacen.

—Ya lo creo.

—¿De veras? ¿Qué cosas, por ejemplo? —Se esforzaba por parecer sorprendido—. Si usted fuera de esa clase de cocineras, ¿qué tipo de preguntas hubiera podido hacerse?

Ella se enderezó con dignidad y le miró por encima de su mano, envuelta en el pañuelo empapado en lágrimas.

—Bueno, si yo fuera de ésas, que no lo soy, podría haberme preguntado por qué dejamos marchar a una de las doncellas, cuando no había pasado nada con ella; o por qué ya no comíamos salmón como antes, ni nos llegaba a la cocina una buena pata de cerdo… O podía haberle preguntado a Burdin por qué hacía seis meses que no entraba en casa una caja de vino decente.

—Pero, naturalmente, usted nunca hizo esas preguntas —dijo Pitt con tono de sensatez, al tiempo que reprimía una sonrisa—. El doctor Shaw es muy afortunado de tener en su hogar una cocinera tan discreta.

—¡Oh, no sé si seré capaz de volver a cocinar para él! —Se echó a sollozar de nuevo—. Jenny ha presentado su renuncia y en cuanto hayan llegado a un acuerdo se vuelve a Somerset, de donde es ella. Doris no es más que una chiquilla… no tendrá más de trece años. Y el pobre señor Burdin está tan mal que quién sabe si volverá a ser alguna vez el mismo de antes. No, yo quiero irme a una casa respetable, tengo que cuidar de mis nervios.

No tenía sentido discutir con ella. Además, por el momento Shaw no tenía necesidad de criados: no había casa en la que pudieran vivir ni servir. Por otra parte, la mente de Pitt estaba ocupada en el interesante hecho de que los Shaw parecían haber reducido considerablemente su tren de vida en los últimos tiempos, hasta el punto de que la cocinera lo había advertido.

Se levantó, le deseó un pronto restablecimiento, le dio las gracias a su sobrina y se marchó.

A continuación fue a ver a Jenny y a Doris, quienes no habían sufrido más que algunas quemaduras superficiales. Estaban, eso sí, aquejadas de un fuerte susto y de la conmoción, así como de una considerable aflicción, pero no corrían el peligro de una recaída, como en el caso de Burdin.

Las encontró en la parroquia, al cuidado de Lally Clitheridge, a quien no necesitó explicar el motivo de la visita.

Pero a pesar de someterlas a un detenido interrogatorio no pudieron decirle nada de utilidad. No habían visto ningún extraño por los alrededores, y en la casa todo había funcionado como siempre. El día había transcurrido con toda normalidad hasta que se vieron obligadas a levantarse: Jenny por el olor a humo, que percibió mientras estaba acostada pensando en algún asunto cuyo recuerdo le hizo enrojecer y que prefirió no referir; y Doris tras despertarse por los gritos de Jenny.

Les dio las gracias y salió a la calle, donde ya oscurecía. Caminó con paso enérgico en dirección sur, hacia Woodsome Road, donde estaba la casa de la mujer que acudía a diario para hacer las labores más pesadas. La señora Colter vivía en una casa pequeña, con las ventanas limpias y el escalón de entrada fregado de forma tan inmaculada que procuró no pisarlo por respeto.

Abrió la puerta una mujerona de modales sencillos con grandes mejillas y un amplio busto. Llevaba un delantal tensamente atado alrededor de la cintura con el bolsillo repleto de pequeños utensilios. El pelo, recogido en un apresurado lazo detrás de la nuca, le caía en forma de cola por la espalda.

—¿Quién es usted? —dijo sorprendida, aunque sin mala voluntad—. No le conozco.

—¿La señora Colter? —Pitt se quitó su más bien gastado sombrero, que tenía el ala un poco doblada ya hacia arriba.

—Yo misma. ¿Quién es usted?

—Thomas Pitt, de la Policía Metropolitana…

—Oh… —Arqueó las cejas—. Viene por lo de la casa del pobre doctor Shaw, supongo. Qué desgracia tan terrible. La señora Shaw era una mujer muy buena. Lo siento mucho, de verdad. Pase. Me parece que tiene frío… ¿y hambre, tal vez?

Pitt se limpió las botas en el felpudo antes de pisar el pulido suelo de linóleo. Por un instante estuvo a punto de inclinarse y quitarse las botas, como habría hecho en su propia casa, pero le asaltó el aroma de un sabroso estofado, con el delicado aroma de las cebollas y la dulce fragancia de los nabos y las zanahorias frescas.

—Sí —dijo—. Está usted en lo cierto.

—Bueno, no sé si podré ayudarle. —Se volvió hacia el interior de la casa y él la siguió.

Permanecer sentado en una habitación en medio de aquel aroma y no comer iba a ser muy duro. La generosa figura de la mujer lo condujo hasta una pequeña y aseada cocina. Una enorme olla bullía a fuego lento en la parte trasera de la cocina económica y llenaba el aire de vapor y calor.

—Pero lo intentaré —añadió.

—Gracias. —Pitt se sentó en una silla, con la esperanza de que la mujer estuviera hablando del estofado, no de información.

—Dicen que ha sido provocado —dijo, mientras retiraba la tapadera de la olla y removía el contenido con una cuchara de madera—. Pero si me pregunta cómo puede alguien ponerse a hacer una cosa así, le aseguro que no lo sé.

—Ha dicho usted «cómo», señora Colter, y no «por qué» —observó Pitt al tiempo que hacía una profunda inhalación y soltaba el aire con un suspiro—. ¿Se le ocurre algún motivo?

—He puesto poca carne —dijo dubitativa—. No había más que un poco de falda de cordero.

—¿No tiene idea de por qué, señora Colter?

—Pues porque no tengo dinero para más, por qué va a ser —dijo mirándole como si fuera un poco tonto, pero sin perder la amabilidad.

—Me refiero a por qué iba alguien a prender fuego a la casa del doctor y la señora Shaw.

—¿Quiere una razón? —Sostuvo la cuchara en el aire.

—Sí, por favor.

—Hay un montón de razones. —Se puso a fregar una pila de platos en un gran barreño—. Venganza, por ejemplo. Hay quien dice que podía haber atendido al señor Theophilus Worlingham mejor de lo que hizo. Aunque yo siempre creí que al señor Theophilus le iba a dar un ataque algún día y se iba a morir. Como así fue. Pero eso no quiere decir que todo el mundo piense lo mismo. —Le puso una escudilla delante y le dio una cuchara para que comiera. Era a base de patatas, cebolla, zanahorias y un poco de nabo, con algunos restos de carne desperdigados, pero estaba caliente y muy sabroso.

—Muchas gracias —dijo él aceptando la comida.

—No creo que aquello tuviera nada que ver con lo de ahora. —Descartó la idea—. El señor Lutterworth está que trina con el doctor Shaw. Es por su hija, la señorita Flora, que va a verle continuamente y siempre fuera de horas de visita. Pero a la señora Shaw no se la veía inquieta, así que supongo que no debía haber nada de lo que alguien habría podido pensar. Al menos nada importante. Para mí que el doctor Shaw y su esposa eran una pareja un poco independiente. Parecían llevarse bien, como buenos amigos, aunque a lo mejor no todo era tan bonito.

—Es usted muy observadora, señora Colter.

—¿Más sal?

—No, gracias, así está perfecto.

—Oh, no es verdad. —Sacudió la cabeza.

—Sí lo es. No falta ni sobra nada.

—No se necesita ser un lince para darse cuenta de cuándo dos personas están cansadas una de la otra, aunque se respeten, pero eso no quiere decir que se hayan encariñado de otra.

—¿Y el doctor y la señora Shaw se habían encariñado de otra?

—No que yo sepa. Pero la señora Shaw iba a la ciudad un día sí y otro también. A él le parecía bien y no le interesaba ni le preocupaba con quién iba ni a quién veía. Ni tampoco a ella parecía molestarle que la mujer del párroco fuera a su casa sin necesidad cada vez que el doctor Shaw le sonreía.

Esta vez Pitt no pudo evitar una amplia sonrisa e inclinó la cabeza hacia el plato para ocultarla en lo posible.

—¿En serio? —dijo después de engullir otra cucharada—. ¿Usted cree que el doctor Shaw se daba cuenta de eso?

—Pero qué dice. Qué va. Ese hombre es más ciego que un murciélago para apreciar ese tipo de sentimientos en los demás. Pero la señora Shaw sí se daba cuenta y yo creo que sentía algo de lástima por ella. El reverendo es más bien un pobre infeliz. Es un buen hombre. Pero no es hombre comparado con el doctor. Qué le vamos a hacer —suspiró—, así son las cosas, ¿no le parece? —Vio la escudilla vacía y le dijo—: ¿Quiere más?

Pitt pensó en la familia que ella tendría por alimentar y apartó el platillo.

—No, gracias, señora Colter. Suficiente para engañar la necesidad. Un guiso muy sabroso.

Ella se ruborizó un poco. No estaba acostumbrada a recibir cumplidos y se sintió complacida y violenta a la vez.

—No es nada fuera de lo común. —Se volvió para remover el contenido de la olla.

—No lo será para usted, en todo caso. —Se levantó de la mesa y empujó la silla para volver a dejarla en su sitio, algo que no se hubiera preocupado de hacer en su propia casa—. Le estoy muy agradecido. ¿Se le ocurre alguna otra cosa que pudiera estar relacionada con el incendio?

Ella se encogió de hombros.

—Siempre está lo del dinero de los Worlingham, supongo. Pero no veo cómo podría encajar. No parece que al doctor le preocupen tanto esas cosas, y además no tuvieron hijos, pobrecillos.

—Gracias, señora Colter. Me ha sido de gran ayuda.

—No sé por qué. Cualquier tontorrón habría podido decirle lo mismo que yo, pero si a usted le sirve, me doy por satisfecha. Espero que atrape a quien lo hizo. —Sorbió ruidosamente por las narices y se volvió para remover la olla una vez más—. Era una mujer estupenda y me da mucha pena que haya muerto… y además de una forma tan horrible.

—Lo atraparé, señora Colter —dijo de un modo impulsivo.

Pero cuando se vio de nuevo en el camino, en medio del desapacible aire de la noche, deseó haber sido más reservado. No tenía la más remota idea de quién podía haberse acercado a la casa, haber roto los cristales de las ventanas, vertido queroseno en las cortinas y desatado el fatal incendio.

Por la mañana volvió a Highgate nada más levantarse y estuvo dándole vueltas al caso durante todo el largo trayecto. Le había contado a Charlotte los progresos realizados (negativos) porque ella se lo había preguntado. Se había tomado un interés por el caso mucho mayor de lo que él habría esperado, ya que de momento no había implicado un gran drama humano del tipo que solía despertar sus emociones. Ella no le había ofrecido mayor explicación, salvo que le daba mucha pena la muerte de aquella mujer. Era una forma espantosa de morir.

Él la había tranquilizado diciéndole que con toda probabilidad Clemency Shaw había sucumbido al humo mucho antes de ser alcanzada por las llamas. Incluso era posible que no hubiera llegado a despertarse.

Eso la había reconfortado, y como él ya le había dicho que los progresos eran mínimos, no había insistido más. En lugar de ello, había centrado la atención en los quehaceres diarios y se había puesto a darle una andanada de instrucciones a Gracie, quien la había escuchado, con las cejas arqueadas y expresión fascinada.

Pitt mandó detener el carruaje delante de la vivienda de Amos Lindsay, pagó al cochero y se dirigió a la puerta principal. La abrió el mismo criado moreno de la primera vez y Pitt preguntó por el doctor Shaw.

—El doctor Shaw ha salido a ver a un enfermo… señor.

—¿Está el señor Lindsay en casa?

—Si tiene la amabilidad de pasar, iré a preguntarle si puede recibirle. —El criado se hizo a un lado—. ¿A quién debo anunciar?

¿Era verdad que no le recordaba, o lo hacía por tratarle con superioridad?

—Inspector Thomas Pitt, de la Policía Metropolitana —respondió Pitt con cierta acritud.

—Por supuesto. —El criado hizo una inclinación tan vaga que sólo fue perceptible por el ligero movimiento de su reluciente cabeza—. ¿Tendrá la bondad de esperar aquí? Vuelvo sin tardanza.

Pitt tuvo tiempo de contemplar de nuevo el recibidor con toda su exótica mezcolanza de recuerdos y objetos artísticos. No había pinturas, nada relacionado con la cultura europea. Las figuras eran todas de madera o de marfil y estaban talladas siguiendo unas formas insólitas que parecían fuera de contexto en la tradicional concepción de la estancia, a través de cuyas cuadradas ventanas artesonadas se filtraba la tenue luz de una mañana de octubre. Las lanzas hubieran debido estar en manos de piel oscura, y las máscaras en movimiento, en lugar de estar clavadas en una tan inglesa madera de roble. Pitt pensó en cuán inimaginablemente diferente debía ser la vida que había llevado Amos Lindsay en países tan extraños a la mentalidad de Highgate. ¿Qué habría visto y qué habría hecho? ¿A quién habría conocido? ¿Habría vivido experiencias que le hicieron abrazar los puntos de vista políticos que tanto aborrecía Pascoe?

Sus elucubraciones se vieron interrumpidas por la reaparición del criado, quien le dedicó una mirada desaprobatoria.

—El señor Lindsay le recibirá en su estudio, si quiere seguirme. —Esta vez omitió el «señor».

En el estudio, Amos Lindsay estaba de pie, de espaldas a un vivo fuego. No parecía disgustado de volver a ver a Pitt.

—Entre —dijo ignorando al criado, quien se retiró sin hacer ruido—. ¿Qué puedo hacer por usted? Shaw ha salido. No sé por cuánto tiempo, no conozco el alcance de la enfermedad del paciente. ¿De qué más puedo informarle? Me gustaría saber algo. Todo esto es muy triste.

Pitt pensó en el vestíbulo y las reliquias que contenía.

—Usted debe de haber tenido experiencia directa con la violencia en algún momento de su vida. —Era más una observación que una pregunta. Se acordaba de Zenobia Gunne, la amiga de la tía abuela Vespasia, que también había recorrido África y navegado por ríos inexplorados y vivido en poblados recónditos cuyos habitantes nunca había visto ningún europeo.

Lindsay le miraba con perplejidad.

—Sí, en efecto —acordó—. Pero nunca se convirtió en algo trivial para mí, ni llegué a insensibilizarme ante una muerte violenta. Cuando uno vive en otro país, señor Pitt, no importa lo extraño que pueda parecer todo al principio, el caso es que tras un corto período sus gentes se convierten en compatriotas, y sus penas y sus risas te afectan humanamente. Todo cuanto nos diferencia en el mundo no es más que una sombra, si lo comparamos con lo que nos asemeja. Y para decirle la verdad, me he sentido más próximo a un hombre negro bailando bajo la luna, sin otra vestimenta que sus pinturas, o a una mujer oriental consolando a su hijo asustado, de lo que lo he estado nunca respecto a Josiah Hatch cuando pontifica acerca del lugar de las mujeres en el mundo y de que es voluntad de Dios que den a luz con dolor. —Hizo una mueca que la notable volubilidad de sus rasgos convirtió en un gesto grotesco—. ¡Y de que un médico cristiano no debe interferir sus designios, ya que es el castigo de Eva y todo lo demás! Está bien, está bien, ya sé que aquí él está en mayoría. —Miró a Pitt con unos ojos azules como el cielo, aunque semiocultos por los párpados, como si aún se viera obligado a entornarlos para protegerse del sol tropical.

Pitt sonrió. Le pareció muy probable que él hubiera pensado lo mismo, caso de haber estado alguna vez fuera de Inglaterra.

—¿No conoció a una mujer llamada Zenobia Gunne en alguno de sus viajes por…? —No necesitó concluir la frase al ver la sorpresa de Lindsay.

—¡Nobby Gunne! ¡Pues claro que la conozco! La conocí en un poblado ashanti en… en el sesenta y nueve. ¡Una mujer formidable! Pero ¿cómo es que la conoce? —El júbilo se esfumó de su rostro y se mudó en alarma—. ¡Santo Dios! ¿No le habrá pasado algo…?

—¡No, no! La conocí por un familiar de mi cuñada. Hace sólo unos meses disfrutaba de una salud excelente, y de un humor similar.

—¡Gracias a Dios! —Lindsay le indicó que se sentara—. Y dígame, ¿qué podemos hacer con Stephen Shaw, pobre hombre? Está en una situación muy triste. —Atizó el fuego con vigor y se sentó en la otra silla—. Estaba muy unido a Clemency, ¿comprende? No es que hubiera entre ellos una gran pasión. Si la hubo, había pasado hacía tiempo. Pero le gustaba, le gustaba mucho. Y no hay muchos hombres que puedan decir que les gusta su esposa. Era una mujer de rara inteligencia, ¿sabe? —Arqueó las cejas y sus pequeños ojos vivarachos escrutaron a Pitt.

Pitt pensó en Charlotte. El rostro de su mujer ocupó toda su mente y se sintió abrumado al darse cuenta de lo mucho que le gustaba. La amistad era en su caso tan valiosa como el amor. Tal vez fuera un preciado don, algo que había nacido del tiempo y la continuidad de las cosas compartidas, de las pequeñas bromas cómplices, de la ayuda mutua prestada en los momentos de angustia o tristeza, de la comprensión de las debilidades y de la fuerza del otro y de la atención prestada a ambas.

Pero en el caso de Stephen Shaw, si la pasión se había extinguido y él era un hombre apasionado, ¿no se habría encendido entonces en otro lugar? Pero entonces, la amistad, por muy profunda que fuera, ¿habría podido sobrevivir a un sentimiento tan tumultuoso? Quería creer que sí. Por instinto, Shaw le había caído bien.

Pero a la otra mujer en cuestión, quienquiera que fuera, no le habría gustado someterse a una restricción así. Más bien la habrían atormentado los celos. Y el hecho de que a Shaw aún le atrajera su mujer y la admirara podía haber hecho estallar un estado emocional tan frágil… con resultado de asesinato.

Lindsay le miraba fijamente, en espera de una respuesta más concreta que la meditabunda expresión de su rostro.

—En efecto —dijo Pitt mientras alzaba la vista de nuevo—. En su situación actual, sería natural que le resultase muy duro tener que pensar en quién podía sentir hacia él una enemistad tan fuerte o quién podía tener tanto que ganar con su muerte o con la de su esposa. Pero puesto que usted lo conoce bien, tal vez pueda facilitarme alguna sugerencia, por desagradable que sea. Así al menos podríamos excluir a algunas personas… —Dejó la frase en el aire, con la esperanza de que no fuera necesario ser más explícito.

Lindsay era lo bastante inteligente para no necesitar más insinuaciones. Sus ojos se paseaban por los objetos del estudio. Tal vez pensaba en tierras lejanas, en gentes diferentes con pasiones similares, menos acicaladas y disimuladas por las máscaras de la civilización.

—No hay duda de que Stephen se ha granjeado algunos enemigos —dijo con calma—. Eso es algo que suele pasarle a la gente que tiene firmes convicciones, y más si saben defenderlas con tanta elocuencia como es su caso. Me temo que tiene muy poca paciencia con los necios y menos aún con los hipócritas… ejemplos de los cuales nuestra sociedad proporciona un gran número. —Sacudió la cabeza. Un pedazo de carbón se desprendió en medio del fuego con un torrente de chispas—. A veces, cuanto más sofisticados nos creemos más tontos nos volvemos, y cuanta más gente ociosa hay sin otra cosa en que ocuparse que dictar normas de conducta para los demás, más hipocresía se genera en torno a quien las sigue y quien no.

Pitt imaginó una sociedad salvaje viviendo a pleno sol en las vastas planicies que había visto en algunas pinturas, con sus cabañas de paja, los tambores sonando y un calor sofocante. Una cultura que no había cambiado desde que existía la memoria histórica. ¿Qué había hecho Lindsay en un lugar así, cómo había vivido? ¿Se había casado con una mujer africana? ¿La había amado? ¿Qué le había traído de regreso a Highgate, al extrarradio londinense en el corazón del Imperio, con sus guantes blancos, los carruajes, las tarjetas de visita grabadas, las lámparas de gas, las doncellas con delantales almidonados, las pequeñas y ancianas damas, los retratos de obispos, las vidrieras de colores… y los crímenes?

—¿A quién pudo haber ofendido en particular? —Miró a Lindsay.

Lindsay mostró de pronto su semblante más risueño.

—Santo cielo, amigo mío… a cualquiera. Celeste y Angeline piensan que no se ocupó de Theophilus con la debida atención, y que si lo hubiera hecho ese viejo loco seguiría vivo…

—¿Usted también lo cree?

Lindsay arqueó las cejas.

—Sabe Dios. Lo dudo. ¿Qué puede uno hacer ante un ataque de apoplejía? No podía quedarse a su lado las veinticuatro horas del día.

—¿Quién más?

—Alfred Lutterworth cree que Flora está enamorada de él… cosa que bien pudiera ser. Entra y sale de casa muy a menudo, y se ve con Stephen en privado fuera de las horas de visita. Ella tal vez imagina que los demás no lo saben, pero es seguro que sí. Lutterworth cree que la está seduciendo por dinero, y es que él tiene mucho.

La leve sonrisa que apareció en su rostro hizo pensar a Pitt que la idea de que Shaw hubiera matado a su esposa porque ésta se interponía en un matrimonio ventajoso no le había pasado por la cabeza. Su rostro de hombre maduro, tan marcado por unas arrugas que reflejaban cada uno de los registros de su expresividad, mostraba ahora conmiseración y la sombra de un sentimiento de desprecio sin crueldad, aunque desprovisto también de cualquier clase de temor.

—Y por supuesto Lally Clitheridge está horrorizada de sus opiniones —continuó Lindsay, sonriendo más abiertamente—. Y fascinada por su vitalismo. Es diez veces más hombre de lo que su pobre Hector pueda ser o llegar a ser nunca. Prudence Hatch está encariñada de él pero al mismo tiempo le inspira temor, por alguna razón que no he descubierto. Josiah no lo traga por un montón de razones inherentes a su temperamento tanto como al de Stephen. Quinton Pascoe, que vende tan bellos y románticos libros, y los analiza, y los mima de forma tan sincera, opina que Stephen es un iconoclasta irresponsable porque da su apoyo a John Dalgetty y sus vanguardistas puntos de vista en literatura, o al menos apoya la libertad con que los expresa, sin importarle a quién pueda ofender.

—¿Ofenden a alguien? —preguntó Pitt por curiosidad personal, además de por la importancia que pudiera tener para el caso. Sin duda no había desacuerdo literario tan poderoso que pudiera llevar al asesinato. Podía dar lugar a enemistades, al desprecio incluso, pero sólo un loco podía matar por una cuestión de gustos literarios.

—En grado sumo. —Lindsay percibió el escepticismo de Pitt y sus ojos reflejaron un atisbo de ironía—. Tiene que comprender a Pascoe y a Dalgetty. Los ideales, la expresión del pensamiento y el arte de la creación y la comunicación son su vida. Para ambos. —Se encogió de hombros—. Pero sólo puedo decirle quién podía tener sentimientos de odio pasajeros respecto a Stephen, no quién pienso que hubiera podido llegar al extremo de incendiar su casa con intención de matarlo. Si conociera a alguien a quien juzgara capaz de tal cosa, habría ido a comisaría yo mismo a decírselo.

Pitt convino en ello con una mueca. Estaba a punto de reanudar el interrogatorio cuando reapareció el criado para anunciar al señor Dalgetty. Lindsay miró a Pitt con expresión divertida y asintió.

Al cabo de un momento entró John Dalgetty, quien obviamente creía que Lindsay estaba solo. Se lanzó de inmediato a un entusiasta discurso. Era moreno, de mediana estatura, con una frente alta y casi vertical, ojos hermosos y una rauda mata de pelo que comenzaba a menguar un poco. Iba vestido de forma muy informal, con una corbata negra muy suelta que por la mañana, al ponérsela, debió haber formado un arco perfecto, pero que ahora era un mero embrollo de tela. La chaqueta, demasiado larga, le caía suelta y producía un efecto general de desaliño.

—¡Brillante! —Abrió los brazos—. Justo lo que Highgate necesita… ¡lo que todo Londres necesita! Supone una sacudida contra alguna de esas anquilosadas ideas, hace pensar a la gente. Eso es lo que importa, ¿no es así?, liberarse de la rigidez, de la ortodoxia que momifica las facultades de la inventiva. —Frunció el entrecejo y se inclinó hacia adelante en su vehemencia—. El hombre posee el poder de la mente, pero hay que liberarla de los grilletes del miedo. Les horroriza lo nuevo, se estremecen ante la perspectiva de cometer un error. ¿Qué importan unos pocos errores? —Alzó los hombros—. ¿Y si al final descubrimos y damos nombre a una nueva verdad? Cobardes… en eso nos estamos convirtiendo a marchas forzadas. Una nación de cobardes intelectuales. Demasiado timoratos para emprender una aventura hacia las regiones desconocidas del pensamiento y del conocimiento. —Señaló con el brazo una lanza ashanti colgada en una pared—. ¿Qué habría sido de nuestro Imperio si a todos nuestros navegantes y exploradores les hubiera dado tanto miedo lo nuevo que no se hubieran atrevido a circunnavegar la Tierra, ni a adentrarse en los oscuros continentes de África y la India? —Señaló con la mano el suelo—. ¡Aquí, en Inglaterra! ¡Aquí nos habríamos quedado sin movernos! Y el mundo —movió la mano con teatralidad— pertenecería a los franceses, o a los españoles, o Dios sabe a quién. Pero ahora estamos dejándoles todas las aventuras del pensamiento a los alemanes, y a todos los demás, sólo porque nos da miedo pisar algún que otro pie delicado. ¿Has visto a Pascoe? ¡Está que echa espuma a causa de tu monografía sobre los errores de la propiedad privada de los medios de producción! ¡Cuando es de lo más brillante! Llena de ideas y conceptos nuevos acerca de la comunidad de bienes y del reparto equitativo de la riqueza. La analizaré todo lo extensamente que… ¡oh! —Advirtió de repente la presencia de Pitt y su rostro, después del asombro inicial, se llenó de curiosidad—. Le pido me disculpe, señor, no sabía que el señor Lindsay estuviera acompañado. John Dalgetty. —Hizo una leve inclinación—. Vendedor de libros raros y crítico literario. Y, espero, difusor de ideas.

—Thomas Pitt. Inspector de policía y, espero, descubridor de la verdad, o al menos de una parte de ella… Nunca llegamos a saberlo todo, pero a veces basta con saber aquello que sirva a la justicia.

—Dios me asista. —Dalgetty profirió una risotada en la que había tanto de nerviosismo como de sentido del humor—. Un policía con un sentido del lenguaje extraordinario. ¿Pretende divertirse a mi costa, señor?

—En absoluto. La verdad completa de un crimen, de sus causas y efectos, está muy lejos de nuestro alcance. Pero, si actuamos con diligencia y la suerte nos acompaña, podemos descubrir quién lo ha cometido, y al menos una porción del motivo.

—Oh… ah… sí, claro. Qué desgracia. —Dalgetty frunció sus negras cejas y sacudió la cabeza ligeramente—. Una gran mujer. Yo no la conocía mucho, siempre parecía estar muy ocupada con sus asuntos, obras de caridad y todas esas cosas. Pero tenía una reputación excelente. —Dedicó a Pitt una mirada medio desafiante—. Nunca oí a nadie hablar mal de ella. Era una gran amiga de mi mujer, siempre estaban charlando juntas. Una trágica pérdida. Desearía poder ayudarle, pero no sé nada, no sé nada en absoluto.

Pitt estaba dispuesto a creerle, pero le hizo algunas preguntas por si podía descubrir algún dato más en medio de su entusiasmo y sus opiniones valorativas. No fue así y, al cabo de quince minutos después de haberse marchado Dalgetty, en medio de nuevas alabanzas a la monografía, llegó el propio Stephen Shaw, envuelto en un torbellino de energía, abriendo las puertas de golpe. Pero Pitt se fijó en las sombras bajo los ojos y en el rictus tenso alrededor de la boca.

—Buenas tardes, doctor Shaw —saludó con calma—. Lamento esta nueva intromisión, pero tengo algunas preguntas que hacerle.

—Por supuesto. Aunque ya le he dicho todo lo que sé.

—Alguien incendió su casa deliberadamente, doctor Shaw —le recordó Pitt.

Shaw hizo un gesto de desagrado.

—Lo sé. Si tuviera la más remota idea de quién lo hizo, ¿no cree que ya se lo hubiera dicho?

—¿Qué puede decirme de sus pacientes? ¿Ha atendido a alguien con motivo de alguna enfermedad que hubiera deseado ocultar…?

—Por el amor de Dios, ¿qué está diciendo? —Shaw lo miró fijamente con ojos desorbitados—. ¡Si hubiera tratado a alguien de alguna enfermedad contagiosa habría informado de ello, le gustase o no al paciente! ¡Y en caso de enfermedad mental, lo habría ingresado en un centro!

—¿Y en caso de sífilis?

Shaw se quedó inmóvil, con los brazos en el aire.

Touché —dijo con parsimonia—. Es contagiosa y al mismo tiempo acaba causando demencia. Probablemente habría guardado silencio. Desde luego no lo hubiera hecho público. —Una sombra de ironía cruzó por su rostro—. No se contagia con un apretón de manos, ni por compartir una copa de vino, y la demencia que acarrea no es ocultable, ni tampoco provoca un furor homicida.

—¿Ha tratado algún caso?

—Si así fuera, no rompería ahora la confidencialidad debida a un paciente. —Shaw le devolvió una mirada desafiante y al mismo tiempo inocente—. Ni tampoco hablaría con usted acerca de cualquier otra confidencia médica, fuera de la naturaleza que fuera.

—Entonces vamos a necesitar un tiempo considerable en descubrir quién mató a su mujer, doctor Shaw. —Pitt lo miraba de forma inexpresiva—. Pero yo no voy a dejar de intentarlo, por muchas cosas que tenga que remover para encontrar la verdad. Aparte del hecho de que se trata de mi trabajo… cuanto más oigo hablar de ella, más convencido estoy de que es merecedora del esfuerzo.

Shaw palideció y se le tensaron los músculos del cuello. Apretó los labios como si hubiera sufrido un repentino dolor, pero guardó silencio.

Pitt sabía que le estaba haciendo daño, cosa que detestaba, pero rendirse ahora empeoraría las cosas de cara al futuro.

—Y si como parece probable no era su esposa el objetivo, sino usted, entonces es muy posible que el asesino, o la asesina, lo intente de nuevo. Doy por sentado que ya había pensado usted en ello.

El rostro de Shaw estaba blanco como el papel.

—Lo he pensado, señor Pitt —dijo con calma—. Pero no puedo romper mi código deontológico tan fácilmente… aun teniendo alguna certeza. No creo que vaya a salvarme por traicionar a mis pacientes… En cualquier caso no es algo que esté en venta. Lo que quiera saber tendrá que averiguarlo por otros medios.

Pitt no se sorprendió. Era lo que esperaba de un hombre como Shaw, y a pesar de la frustración, se hubiera sentido decepcionado si hubiera obtenido más de él.

Observó el rostro de Lindsay, sonrosado por el reflejo de la luz del fuego, y vio en él un profundo afecto junto con cierta satisfacción socarrona. Él también se habría sentido defraudado si Shaw se hubiera mostrado más dispuesto a hablar.

—En ese caso será mejor que continúe por mis propios medios —aceptó Pitt, irguiéndose un poco—. Buenos días, señor Lindsay, y gracias por su accesibilidad. Buenos días, doctor Shaw.

—Buenos días, señor —repuso Lindsay con una cortesía inusual.

Shaw permaneció en silencio junto a los estantes de libros.

El criado lo acompañó hasta la calle, donde brillaba un tenue y dorado sol otoñal y el viento levantaba las hojas secas del camino. Tardó más de media hora en encontrar un coche que lo llevara de regreso a la ciudad.