Charlotte había planchado la mitad de la ropa blanca y tenía cansado el brazo. Había remendado también tres fundas de almohada y arreglado el mejor vestidito de Jemima. Acababa de dejar la labor en la cesta de la costura y de apartar ésta a un lugar no visible para quien entrara y dedicara a la habitación un vistazo tan somero como el que, en el mejor de los casos, solía echar Pitt al llegar a casa.
Eran ya casi las nueve y hacía rato que prestaba atención al menor ruido, a la espera de oír el portazo de entrada. Al final había decidido distraer la mente y se había sentado en el suelo a leer Jane Eyre, con total despreocupación por el decoro de su postura. Cuando Pitt llegó por fin, ella no se dio cuenta hasta que él ya había colgado el abrigo y la observaba desde el umbral de la puerta.
—¡Oh, Thomas! —Dejó el libro y se puso en pie liberándose del vuelo de la falda con dificultad—. Thomas, ¿dónde has estado? Tienes un olor terrible.
—Ha habido un incendio —contestó mientras le daba un ligero beso sin abrazarla para no mancharle el vestido de mugre y hollín.
Además del cansancio, Charlotte distinguió en su voz la vivencia de la tragedia.
—¿Un incendio? —preguntó sosteniéndole la mirada—. ¿Ha muerto alguien?
—Una mujer.
Levantó el rostro.
—¿Asesinato?
—Sí.
Ella vaciló un momento al ver su ropa arrugada y mugrienta, todavía húmeda por la llovizna de la tarde, y sobre todo ante la expresión de sus ojos.
—¿Quieres comer algo, o lavarte, o contármelo?
Él sonrió. Aquel candor le resultaba divertido, en especial después de haber asistido a las afectadas maneras de los Clitheridge y los Hatch.
—Quiero una taza de té, quitarme las botas y después un poco de agua caliente.
Ella comprendió que no quería hablar y se fue a la cocina, descalza, sin hacer ruido al pisar el linóleo del pasillo y las fregadas tablas de madera del suelo. La cocina económica estaba caliente, como siempre, así que sólo tuvo que volver a colocar el cazo encima de la plancha. Luego cortó una rebanada de pan y la untó con mantequilla y mermelada.
Pitt la había seguido.
—¿Dónde ha sido?
—En Highgate.
Charlotte tuvo que rodearlo para llegar a las tazas.
—¿Highgate? Ésa no es tu zona.
—No, pero como estaban seguros de que ha sido un incendio provocado, la comisaría local nos mandó llamar. Era la casa de un médico. Él estaba fuera atendiendo a una llamada urgente, una mujer que se había puesto de parto antes de lo previsto, pero su mujer estaba en casa. En el último momento había anulado una cita en la ciudad. Murió carbonizada.
El agua del cazo estaba hirviendo. Charlotte calentó la tetera, añadió el té y lo dejó reposar. Pitt se sentó agradecido y ella ocupó una silla delante de él.
—¿Era joven? —preguntó.
—Unos cuarenta.
—¿Cómo se llamaba?
—Clemency Shaw.
—¿Y no puede haber sido un accidente? Hay multitud de causas fortuitas que pueden provocar un incendio: una vela que cae, una chispa que salta de una chimenea, un cigarro mal apagado. —Sirvió el té y le acercó una taza.
—¿Y que prenda a la vez y por separado en las cortinas de cuatro habitaciones diferentes de la planta baja, a medianoche? —Levantó la taza y tomó un sorbo, pero se quemó la lengua. Se apresuró a comer un bocado de pan con mermelada.
—Oh. —Charlotte se imaginó a sí misma despertando en mitad de la noche a causa del calor y el fragor de las llamas. Y lo horrible que debe de ser pensar que alguien ha provocado aquello deliberadamente, con la intención de que mueras abrasada. La idea era tan espantosa que le pareció sentir un ligero mareo.
Pitt estaba demasiado cansado para advertirlo.
—Aún no sabemos si querían matar a la señora Shaw o a su marido. —Cogió la taza de té y lo probó de nuevo.
Charlotte comprendió que él ya había pensado en todo cuanto ella imaginaba ahora. En su mente debían de haberse formado las mismas imágenes, pero más vívidas. Él había visto los escombros calcinados y el humo que hacía escocer los ojos y la garganta.
—Por esta noche ya no puedes hacer nada más, Thomas. Ella ha dejado de sufrir, y tú no puedes acabar con el dolor del mundo —dijo con dulzura—. Siempre hay alguien sufriendo en algún sitio y nosotros no podemos cargar con su pena. —Se puso de pie—. No sirve de nada. —Le acarició la mano—. Voy a calentar agua para que puedas lavarte. Luego vente a la cama. Ya llegará un nuevo día con su cuota de problemas.
Pitt se marchó tan pronto hubo desayunado y Charlotte se entregó a la rutina de las tareas domésticas. Mandó a los niños, Jemima y Daniel, a sus respectivas clases en la escuela situada en la misma calle, y Gracie, la doncella, empezó a quitar el polvo y a barrer. El trabajo más pesado, como fregar el suelo, sacudir las alfombras o acarrear el carbón para la cocinera, lo hacía la señora Hoare, que iba tres días a la semana.
Charlotte siguió con la plancha, y cuando acabó se puso a preparar pastelillos y el pan del día. Estaba en ello cuando oyó una imperiosa llamada en la puerta. Gracie fue a abrir. Volvió al cabo de unos segundos sin aliento, con su pequeño rostro radiante de emoción.
—Oh, señora, es lady Ashworth, quiero decir la señora Radley, que ha vuelto de su luna de miel… Se la ve estupenda y… muy feliz…
En efecto, Emily venía unos pasos tras ella, cargada con bonitos paquetes envueltos con papel y lazos y balanceando una gran falda de ruidoso tafetán verde. Llevaba el pelo ensortijado con aquellos finos rizos rubios que Charlotte le envidiaba desde que eran niñas, y el rosa de la piel le resplandecía por el sol y la dicha.
Lo dejó todo encima de la mesa de la cocina y abrazó a Charlotte con tanta fuerza que casi le hace perder el equilibrio.
—Oh, cuánto te he echado de menos —dijo con efusividad—. Es maravilloso estar de nuevo en casa. Tengo tantas cosas que contarte que no hubiera podido soportar no encontrarte en casa. Hacía siglos que no recibía carta tuya… Claro que no recibimos carta de nadie desde que salimos de Roma. Son tan aburridas las travesías por mar, a no ser que haya algún escándalo o alguna historia entre los pasajeros. Y no pasó nada de eso. Charlotte, ¿cómo hace la gente para pasarse la vida jugando al bezique y al bacará y contándose tonterías, fijándose en quién lleva el vestido más nuevo o el peinado más elegante? Casi me vuelven loca. —Se sentó en una silla.
Gracie se había quedado clavada en el sitio observando la escena con ojos exorbitados, mientras se le disparaba la imaginación y se figuraba transatlánticos llenos de aristócratas jugando a las cartas y vestidos con ropas maravillosas.
—¡Gracie! —Emily cogió el paquete más pequeño y se lo dio—. Te he traído un chal de Nápoles.
La chica se quedó abrumada. Miró a Emily como si ésta acabara de materializarse ante ella por arte de magia. La emoción le impedía hablar. Sus pequeñas manos sujetaban el paquete con tanta fuerza que, de no ser un objeto de tela, hubiera podido romperse.
—¡Ábrelo! —dijo Emily.
Gracie recuperó el habla.
—¿Es para mí, señora? ¿Para mí?
—Claro que es para ti. Para que te lo pongas sobre los hombros cuando vayas al servicio religioso o cuando salgas de paseo, y si alguien te dice que es bonito le cuentas que te lo trajo de Nápoles una amiga.
—Oh… —Gracie deshizo el envoltorio con dedos temblorosos y cuando la pieza de seda azul, dorada y magenta cayó en un movimiento ondulante, dejó escapar un suspiro extasiado. De repente recordó sus obligaciones y salió disparada hacia el pasillo en busca de la escoba, sin soltar su tesoro.
Charlotte sonrió con una satisfacción que probablemente no sería superada por ninguno de los otros regalos de Emily, incluidos los de Jemima y Daniel.
—Ha sido muy considerado por tu parte —dijo con calma.
—Bobadas. —Emily se desentendió, un poco azorada ella misma. Había heredado de su primer marido una fortuna respetable y el chal le había costado una minucia. Esparció sobre la mesa los demás paquetes y buscó el de Charlotte—. Éste es para ti. Por favor, ábrelo. El resto son para Thomas y los niños. Y ahora cuéntamelo todo. ¿Qué has hecho desde la última carta que me escribiste? ¿Has participado en alguna aventura? ¿Has conocido a alguien interesante? ¿Algún escándalo? ¿Estás trabajando en algún caso?
Sin escuchar las preguntas de su hermana, Charlotte abrió el paquete con una ancha sonrisa, separando pulcramente los pliegues del papel, demasiado bonito para romperlo. Lo guardaría para usarlo en Navidad. Dentro había tres tiras de flores de seda hechas a mano, tan vivas y magníficas que se quedó boquiabierta. Con aquellas flores, el sombrero más corriente parecería el de una duquesa, y puestas en los pliegues de una falda, un simple vestido de tafetán quedaría convertido en un vestido de baile. Uno de los ramilletes tenía flores rosas en tonalidad pastel, otro era de vivos rojos y el tercero se componía de una gama de tornasolados color fuego.
—Oh, Emily. Eres fantástica. —Su mente pasaba revista a todas las cosas que podría hacer con aquellas flores, aparte del mero placer de contemplarlas, lo cual ya constituía un deleite en sí mismo caso de no poder disfrutar de ninguna otra utilidad—. ¡Oh, mil gracias! Son preciosas.
Emily estaba exultante de satisfacción.
—La próxima vez traeré las obras de arte de Florencia. Pero por ahora le he traído a Thomas una docena de pañuelos de seda. Con sus iniciales bordadas.
—Le encantarán —afirmó Charlotte—. Pero cuéntame cosas del viaje. Es decir, todo lo que no sea absolutamente privado. —No había pretendido preguntarle a Emily si era feliz, ni pensaba hacerlo. Casarse con Jack Radley había sido una decisión audaz y muy personal. Él era un hombre sin dinero ni porvenir. Después del primer matrimonio con George Ashworth, quien poseía ambas cosas, título nobiliario aparte, era un cambio social radical. Había amado a George y había sentido profundamente su muerte. Pero Jack, cuya reputación era dudosa, había demostrado que su encanto no era ni remotamente tan superficial como había parecido en un principio. Había sido un amigo fiel, dotado de valor, tanto como de imaginación y sentido del humor, y estaba preparado para comprometerse en las causas que considerara justas.
—Pon agua a hervir —pidió Emily—. ¿Has hecho pasteles? —Olfateó—. Huele de maravilla.
Charlotte lo hizo y luego se sentó a escuchar.
Emily había escrito con regularidad, a excepción de las últimas semanas, pasadas en el mar, durante la larga travesía de Nápoles a Londres que se había extendido a lo largo de la parte final del verano. El navío se había detenido en numerosos puertos, pero ella no había enviado carta alguna, pues pensó que tal vez el correo no llegaría antes que ella misma. Se explayaba ahora en la descripción de Cerdeña, las islas Baleares, África del Norte, Gibraltar, Portugal, el norte de España y la costa atlántica de Francia.
Para Charlotte eran lugares mágicos que se encontraban a una distancia inconmensurable de Bloomsbury y las ajetreadas calles de Londres, de las tareas domésticas, de los niños, de las noticias relacionadas con su trabajo que Pitt traía a diario. Ella nunca vería aquellos lugares, y una parte de su ser lo lamentaba. Le hubiera gustado ver la luz refulgente de las paredes pintadas de colores, como aspirar el aire cargado de especias, perfume de frutas y polvo, sentir el calor meridional y escuchar los acentos dispares de las lenguas extranjeras. Todo aquello hubiera podido colmar su imaginación y enriquecer su memoria durante años. Pero de todas formas, ahora podía tenerlo en quintaesencia a través del relato de Emily, y sin los mareos de un viaje por mar, ni el cansancio y las incomodidades de las largas excursiones en coche, ni las deficientes condiciones sanitarias, ni la amplia variedad de insectos que Emily se complacía en describirle en sus más repulsivos detalles.
A través del relato de su hermana, la imagen que se perfilaba de Jack se iba haciendo más vívida y agradable y menos romántica, y Charlotte sintió que gran parte de la ansiedad que la había inquietado desaparecía.
—Ahora que estáis en casa, ¿vais a quedaros en la ciudad? —preguntó observando el rostro de Emily, coloreado por el viento y el sol pero con señales de cansancio alrededor de los ojos—. ¿O pensáis marcharos al campo? —Emily había heredado una gran casa con zonas ajardinadas, que administraba en nombre del hijo habido de su matrimonio con lord Ashworth.
—Oh, no —contestó Emily—. Al menos… —Hizo una mueca de disgusto—. No lo sé. Aún tenemos que acostumbrarnos a que no estamos en un viaje planificado en que cada día teníamos algo nuevo que ver o hacer y cada noche un acontecimiento al que asistir. Ahora comienza la vida real. —Se miró las manos, pequeñas, fuertes y sin arrugas, que tenía apoyadas sobre la mesa—. Me asusta un poco la idea de que de pronto no sepamos qué decirnos el uno al otro… o no sepamos qué hacer para llenar el día. Va a ser muy diferente. Ya no habrá más crisis. —Aspiró por la nariz con bastante elegancia y miró a Charlotte a los ojos—. Antes de casarnos siempre había habido algún acontecimiento terrible que nos impulsaba a reaccionar… Primero la muerte de George y luego los crímenes de Hanover Close. —Arqueó sus rubias cejas en un mohín de esperanza—. Supongo que Thomas no tendrá ningún caso en el que podamos colaborar nosotras…
Charlotte se echó a reír, aun sabiendo que Emily hablaba en serio y que todos los casos en que ambas habían desempeñado un papel habían estado marcados por la tragedia y el peligro, aunque no habían estado exentos de una estimulante sensación de aventura.
—Se ha producido un caso terrible mientras estabais fuera.
—¡No me lo habías dicho! —exclamó Emily—. ¿Qué clase de caso? ¿Por qué no lo has mencionado en tus cartas?
—Porque no quería preocuparte mientras disfrutabais de vuestra luna de miel. Quería que todo fuera perfecto mientras admirabais las maravillas de París e Italia, sin necesidad de que perdieras el tiempo pensando en gente con la garganta degollada en medio de la niebla londinense —contestó Charlotte con sinceridad—. Pero ahora te lo contaré con mucho gusto si quieres.
—¡Pues claro que quiero! Pero primero ponme un poco más de té.
—Podemos comer algo —sugirió Charlotte—. Tengo fiambres y vianda adobada… ¿Te apetece?
—Sí, está bien… pero explícame mientras lo preparas —le pidió Emily, pero no se ofreció a ayudarla.
A las dos las habían educado con las miras puestas en un matrimonio con algún caballero de su misma posición social que les facilitara casa y servicio doméstico para las tareas del hogar y la cocina. Charlotte se había casado muy por debajo de sus posibilidades, con un policía, y había tenido que aprender a hacerse las cosas por ella misma. El primer matrimonio de Emily había sido igual de desnivelado, pero por encima de su posición, pues se había casado con un aristócrata de gran fortuna, y durante años no había pisado siquiera una cocina, a excepción de la de Charlotte. Y aunque sabía muy bien dar su aprobación o desaprobación a un menú, ya fuera para un hacendado rural, ya para la mismísima reina de Inglaterra, no tenía la menor idea, ni deseos de tenerla, de cómo prepararlo.
—¿Has ido a ver a tía abuela Vespasia? —preguntó Charlotte mientras trinchaba la carne.
Vespasia era en realidad la tía de George, por lo que no era familia directa de ellas, pero ambas habían llegado a quererla y admirarla más que a cualquier miembro de su propia familia. Había sido una de las mujeres más bellas de su generación. Ahora que tenía cerca de ochenta años y una posición económica y social aseguradas, podía permitirse no hacer caso de la opinión pública para comportarse como más le apeteciera y para sumarse a la causa que su conciencia le dictara o que fuera más acorde a sus simpatías. Vestía con una elegancia exquisita, y era capaz de seducir al primer ministro o al barrendero… o de petrificarlos a veinte pasos de distancia con una gélida mirada.
—No —repuso Emily—. Tenía intención de ir esta tarde. ¿Le explicaste a tía Vespasia lo de ese caso?
Charlotte sonrió con suficiencia.
—Oh, sí. Hasta se implicó en él. Me prestó su carruaje y su lacayo para el enfrentamiento final… —Dejó la frase en suspenso expresamente.
Emily arrugó la frente.
Charlotte volvió a llenar el cazo de agua y se volvió hacia la alacena en busca de los adobos. Hasta estuvo a punto de ponerse a tararear, pero se contuvo al pensar que ella no cantaba muy bien… y Emily sí.
Emily tamborileó con los dedos sobre la mesa recién fregada.
—Un miembro del Parlamento apareció amarrado a una farola en el puente de Westminster… —comenzó Charlotte, al principio con delectación, luego con un tono más respetuoso, hasta concluirla con horror y compasión. Al acabar el relato, habían terminado también de comer y ya era más de mediodía.
—¡Podían haberte matado! —la regañó Emily, aunque había lágrimas en sus ojos—. ¡Nunca más vuelvas a cometer una locura semejante! Supongo que cualquier cosa que yo pueda decirte ya te la habrá dicho Thomas. Confío en que te reprendiera como es debido por haber puesto tu vida en peligro.
—No fue necesario. Fui perfectamente consciente. ¿Ya estás lista para ir a ver a tía Vespasia?
—Desde luego. Pero tú no. Tendrás que quitarte ese vestido tan sencillo y ponerte algo más elegante.
Charlotte recordó por un instante las tareas domésticas, pero acabó por caer en la tentación.
—Bueno, si quieres que vaya… Me cambio en un momento. ¡Gracie! —Y salió en busca de la doncella para pedirle que les preparara el té a los niños cuando volvieran y limpiara la verdura para la cena.
Lady Vespasia Cumming-Gould vivía en una casa espaciosa y muy elegante. Abrió la puerta una doncella de uniforme almidonado, cofia y delantal con encajes. Reconoció a Charlotte y Emily de inmediato y las hizo entrar, sin dar lugar a las habituales evasivas y demoras establecidas. La dama no puso en duda si debían ser recibidas. Vespasia no sólo se sentía orgullosa de las dos, sino que estaba además terriblemente aburrida de la cháchara de la vida social y las interminables nimiedades de la etiqueta.
Vespasia estaba sentada en su salita de descanso privada, someramente amueblada según los modelos estéticos al uso: nada de macizas mesas de roble, ni de sofás reciamente forrados, ni de ribetes en las cortinas. El lugar era una reminiscencia de una época más antigua, la del nacimiento de la propia Vespasia durante el imperio de Napoleón Bonaparte. Anterior por tanto a la batalla de Waterloo, cuando dominaban las líneas simplonas de la época del rey Jorge y la austeridad de una larga y desesperada lucha por la supervivencia. Un tío suyo había muerto en Trafalgar, en la armada de Nelson. Ahora el Duque de Hierro estaba muerto y Wellington no era más que un nombre en los libros de historia, e incluso aquellos que habían combatido en Crimea cuarenta años más tarde eran ya viejos.
Vespasia estaba sentada muy erguida en una silla Chippendale de respaldo duro. Llevaba un vestido gris que le llegaba hasta el cuello, adornado con encajes franceses, y cuatro collares de perlas que le colgaban casi hasta la cintura. No se molestó en fingir indiferencia. Sonrió con verdadero deleite.
—Emily, querida. Tienes un aspecto estupendo. Estoy encantada de que hayas venido. Cuéntame todo lo que te haya gustado. Lo fastidioso puedes omitirlo, seguro que son las mismas cosas que cuando yo estuve, así que es innecesario que tengamos que sufrirlas de nuevo. Charlotte, tú tendrás que escucharlo todo por segunda vez y hacer las preguntas pertinentes. Venid, sentaos.
Se dirigieron hacia ella, la besaron una detrás de otra y ocuparon los asientos que les indicó.
—Agatha —ordenó a la doncella—, tráenos té. Y sándwiches de pepino, por favor. Y que la cocinera prepare unos bollos recién hechos con mermelada de frambuesa y nata.
—Sí, milady —asintió Agatha.
—Hasta dentro de una hora y media —añadió Vespasia—. Tenemos muchas cosas que escuchar.
No era objeto de discusión si iban a quedarse tanto rato, ni si debía admitirse a cualquier otro eventual visitante. Lady Vespasia no estaba en casa para nadie más.
—Puedes comenzar —dijo Vespasia, con los ojos brillantes de expectación.
Al cabo de casi dos horas, la mesita del té estaba vacía y a Emily no se le ocurría ya qué más contar.
—¿Y qué pensáis hacer ahora? —se interesó Vespasia.
Emily miró la alfombra.
—No lo sé. Supongo que podría dedicarme a las obras de caridad. ¡O dirigir el comité local para la atención de mujeres descarriadas! —exclamó con una risita.
—Lo dudo —repuso Charlotte—. Has dejado de ser lady Ashworth. Tendrías que conformarte con ser un miembro ordinario.
Emily le hizo una mueca.
—No tengo la menor intención de ingresar, ni de una manera ni de la otra. No por las mujeres descarriadas, sino por las mujeres miembros del comité. No las soporto. Busco algo más apropiado para mí, quiero hacer algo mejor que dedicarme a pontificar sobre la vida de los demás. Charlotte, no me has contestado nada concreto cuando te pregunté por el trabajo de Thomas.
—Es verdad. —Vespasia miró también a Charlotte con expectación—. ¿De qué se ocupa ahora? Confío en que no esté en Whitechapel. La prensa está siendo muy crítica con la policía. El año pasado todo eran loas y alabanzas, y toda la culpa se la llevaron las multitudes durante los disturbios de Trafalgar Square. Ahora han cambiado las tornas y hasta piden a voz en grito la dimisión de sir Charles Warren.
Emily se estremeció.
—Supongo que están asustados… Creo que yo también lo estaría si viviera en esa parte de la ciudad. Critican a todo el mundo… incluso a la reina. La gente dice que no aparece lo suficiente, y que el príncipe de Gales es ligero de cascos y gasta demasiado dinero. Y que el duque de Clarence, por supuesto, se comporta como un asno… Pero si su padre vive tanto como la reina, el pobre Clarence irá en silla de ruedas antes de llegar a sentarse en el trono.
—No me parece una excusa satisfactoria. —Los labios de Vespasia esbozaron una leve sonrisa y se dirigió de nuevo hacia Charlotte—. No nos has dicho si Thomas está trabajando en ese asunto de Whitechapel.
—No; está en Highgate. Pero sé muy poco acerca del caso. De hecho apenas acaba de empezar…
—No podría haber mejor lugar para que nos pongas al corriente —dijo Emily con entusiasmo renovado—. ¿De qué se trata?
Charlotte miró aquellos dos rostros expectantes y deseó poseer más información.
—Se trata de un incendio —respondió con tono sombrío—. Ha ardido una casa y una mujer ha muerto. Su marido estaba fuera atendiendo una urgencia; es médico. El ala del servicio fue la última en ser alcanzada por las llamas y los sirvientes tuvieron tiempo de ser rescatados.
—¿Eso es todo? —Emily parecía frustrada.
—Ya he dicho que el caso está en sus comienzos. Thomas llegó a casa apestando a humo y con la ropa llena de ceniza. Parecía exhausto y muy triste. La mujer tenía previsto salir aquella noche, pero anuló la cita en el último momento.
—O sea que era el marido el que tenía que haber estado en casa —concluyó Vespasia—. Presumo que ha sido un incendio provocado, de lo contrario no hubieran llamado a Thomas. ¿Era el marido el objetivo? ¿O fue él quien provocó el fuego…?
—Sí, parece que él era el objetivo —acordó Charlotte—. Ni con la mejor voluntad del mundo soy capaz de ver una forma para… —sonrió— inmiscuirnos.
—¿Quién era ella? —preguntó Emily—. ¿Sabes algo?
—Nada de nada. Salvo que la gente habla bien de ella. Pero eso es habitual cuando se trata de personas fallecidas. Es lo que se espera, es casi una obligación.
—Menuda tontería —dijo Vespasia casi molesta—. Y no nos revela nada, ni a Thomas ni a nosotras, acerca de esa mujer… Sólo que sus amigos son gente convencional. ¿Cómo se llamaba?
—Clemency Shaw.
—¿Clemency Shaw? —repitió Vespasia, como si hubiera reconocido el nombre—. Me suena familiar. Si se trata de la persona que creo es… era una buena mujer. Su muerte es una tragedia. A menos que alguien prosiga su labor, habrá mucha gente que sufrirá.
—Thomas no mencionó ninguna labor. —Charlotte mostró interés—. A lo mejor es que no lo sabe. ¿De qué labor se trata?
Emily se inclinó en su silla, expectante.
—Puede que no se trate de la misma persona —advirtió Vespasia.
—Pero ¿y si lo es?
—En ese caso, había emprendido una ardua lucha en favor del cambio de ciertas leyes referentes a la propiedad de la vivienda en los barrios pobres —contestó Vespasia con seriedad. Su rostro expresaba algo que sabía por experiencia propia: la práctica imposibilidad de luchar contra ciertos intereses creados—. Hay muchas fincas, con espantosos problemas de hacinamiento y falta de condiciones higiénicas, que son propiedad de personas de gran riqueza y buena posición. Si la cuestión se diera a conocer, podría obligárseles a proporcionar ciertas condiciones mínimas.
—¿Y quién se ocupa de eso? —Emily, tan práctica como siempre.
—No puedo decirlo con exactitud —repuso Vespasia—. Pero si estás decidida a ir más lejos, deberíamos visitar a Somerset Carlisle. Él podría decírnoslo. —Aún no había concluido la frase cuando ya se había puesto en pie para marchar.
Charlotte le lanzó a Emily una mirada de regocijo y las dos se levantaron también.
—Excelente idea —convino Charlotte.
Emily vaciló un instante.
—¿No es una hora un poco intempestiva para visitas, tía Vespasia?
—Intempestiva del todo —coincidió Vespasia—. Por eso es perfecta para nosotras. Será muy difícil que nos encontremos con otras visitas. —Y sin dar pie a nada más hizo sonar la campanilla para pedirle a la doncella que prepararan el carruaje de Emily.
Charlotte tuvo un momento de duda. No iba vestida de forma adecuada para visitar a un miembro del Parlamento. Para aquella clase de formalidades, solía pedirle prestado a Emily algún vestido largo, o incluso a tía Vespasia, y lo arreglaba convenientemente aplicando algún que otro alfiler en diversos puntos estratégicos. Pero había conocido a Somerset Carlisle hacía varios años, y siempre que lo había tratado había sido en relación con alguna causa noble y exaltada, cuando uno es joven y no se para a pensar en las sutilezas sociales. En cualquier caso, ni Emily ni Vespasia parecían dispuestas a aceptar la menor insinuación de protesta, así que si no se daba prisa en seguirlas a buen seguro la dejarían atrás. ¡Y antes de perderse esa visita se hubiera presentado con su mismísimo delantal de cocina!
Somerset Carlisle estaba trabajando en su estudio, con algunos documentos. Su criado le habría negado la entrada a cualquiera que no hubiera sido Vespasia. Sin embargo, el sirviente tenía en gran estima cualquier suceso melodramático y sabía de las cruzadas llevadas a cabo por su señor en favor de una u otra causa, así como de la frecuente vinculación en las mismas de lady Vespasia Cumming-Gould. De hecho, era una eficaz aliada por la que sentía gran consideración.
Condujo pues a las tres damas hasta la puerta del estudio y anunció su presencia.
Somerset Carlisle no era joven, ni tampoco podía decirse que fuera un hombre de mediana edad. Posiblemente nunca lo sería. Parecía una de esas personas que pasan directamente de una edad indefinida a una vejez inquieta y activa. Estaba pletórico de nerviosa energía. Sus pobladas cejas y su fino y versátil rostro no parecían descansar nunca.
Su estudio era fiel reflejo de su carácter. Estaba atiborrado de libros de los más variados temas, lo cual se debía tanto a la naturaleza de su trabajo como a sus vastos intereses personales. Los pocos espacios libres en la pared estaban ocupados por pinturas y curiosidades de gran belleza, y seguramente de bastante valor. Las profundas ventanas estilo Jorge IV difundían una profusa luz y si era invierno, o cuando trabajaba de noche, podían encenderse las lámparas de gas que colgaban de las paredes y el techo. Delante del fuego, estirado encima de la mejor silla, había un gato durmiendo con beatífica despreocupación. Sobre el escritorio se apilaban los papeles en un orden inescrutable.
Somerset Carlisle dejó la pluma y se levantó a saludarlas con agrado. Al rodear el escritorio arrastró una pila de cartas que se precipitaron al suelo, pero no les hizo el menor caso. El gato ni se inmutó.
Cogió la inmaculada mano enguantada que le ofreció Vespasia.
—Lady Cumming-Gould. Encantado de verla. —La miró con una chispa de humor—. Sin duda hay alguna injusticia apremiante contra la que luchar, de lo contrario nunca hubiera venido sin avisar. Lady Ashworth, señora Pitt. Por favor, siéntense. Yo… —Buscó algún lugar cómodo que ofrecerles, pero no lo encontró. Cogió el gato con suavidad y lo depositó en la silla que había ocupado él, debajo del escritorio. El felino se estiró voluptuosamente y se reacomodó.
Vespasia ocupó la silla en que había estado el gato y Charlotte y Emily se sentaron en las sillas de enfrente. Carlisle permaneció de pie. Ninguna de ellas se tomó la molestia de corregirle y decirle que ahora Emily era la señora de Jack Radley. Ya habría tiempo para eso.
Vespasia fue directa al asunto.
—Una mujer ha muerto en un incendio no fortuito. Se llamaba Clemency Shaw… —Guardó silencio al ver la turbación de Carlisle al oír aquel nombre—. ¿La conocías?
—Sí… Es decir, por su reputación —contestó en voz baja—. Sólo la había visto un par de veces. Era una mujer discreta, que aún no estaba segura de la mejor forma de conseguir los objetivos que se proponía y que no estaba acostumbrada a enfrentarse con las complejidades del derecho civil. Pero se entregaba a su causa con intensa dedicación y con una honradez admirable. Creo que se preocupaba por las reformas que deseaba más que por su propia dignidad o por la opinión de amigos y conocidos. De verdad lamento su muerte. ¿Sabe cómo sucedió? —La pregunta iba dirigida a Charlotte. Conocía a Pitt desde hacía muchos años, de hecho desde que él mismo se había visto involucrado en un extraño caso de asesinato.
—En un incendio provocado. Ella estaba en casa porque había anulado de improviso una cita en la ciudad, y su marido estaba fuera atendiendo una urgencia médica. De no haber sido así hubiera muerto él, no ella.
—Entonces su muerte ha sido accidental. —La afirmación era casi una pregunta.
—Alguien pudo haber estado vigilando y saber quién estaba en la casa. —Charlotte no quería abandonar la cuestión tan pronto—. ¿Cuáles eran esas reformas que pretendía? ¿Quién podía desear que fracasara?
Carlisle sonrió con amargura.
—Los que han invertido en bienes inmuebles en barrios pobres y obtienen rentas exorbitantes por alquilar habitaciones a familias enteras, o a dos y hasta a tres a la vez. —Hizo una mueca de disgusto—. O por destinar esos edificios a fábricas insalubres, o a tabernas de mala nota, o a burdeles, o incluso a fumaderos de opio. Negocios todos muy lucrativos. Se sorprendería si supiera algunas de las personas que hacen su fortuna de ese modo.
—¿Qué amenaza suponía la señora Shaw para esas personas? —preguntó Vespasia—. ¿Qué se proponía hacer en concreto? O tal vez debiera decir cuáles eran las acciones mínimamente realistas que pensaba emprender…
—Quería modificar la legislación de modo que fuera fácil seguir la pista de los propietarios, ya que ahora se ocultan detrás de compañías y abogados y actúan prácticamente desde el anonimato.
—¿Y no sería mejor promulgar leyes que regularan el arrendamiento y la higiene? —razonó Emily.
Carlisle rio.
—Si se limitara la ocupación de los inmuebles, lo único que conseguiríamos sería sacar más gente a la calle. ¿Y cómo se controla eso?
—Oh…
—Por otra parte, nunca conseguiríamos que aprobaran una ley sobre higiene. —Endureció la voz—. Los que están en el poder tienden a pensar que los pobres tienen lo que se merecen, y que si se les mejorase las condiciones sanitarias, al cabo de un mes volverían al estado anterior. Para quienes viven en el lujo, lo más fácil es no alterar su tranquilidad de conciencia. Pero aunque aun así estuviéramos dispuestos a hacer algo, necesitaríamos millones de libras…
—Pero si cada uno de los propietarios, por su cuenta… —adujo Emily—. Deben de ser millonarios…
—El Parlamento nunca aprobaría una ley en ese sentido. —Sonrió, pero había rabia en sus ojos y tenía las manos crispadas—. No olvide quiénes les votan.
Emily calló de nuevo. Sólo había dos partidos políticos con opciones de formar gobierno y ninguno de ellos estaría dispuesto a apoyar abiertamente una ley como aquélla. Las mujeres no tenían derecho a voto, y los pobres estaban muy mal organizados y peor instruidos. Las consecuencias eran más que obvias.
Carlisle soltó un breve gruñido que sonó casi como una risa.
—Por eso la señora Shaw intentaba eliminar las trabas legales, para que pudieran darse a conocer los nombres de los propietarios de ese tipo de inmuebles. Si los nombres salían a la luz pública, la presión social podría conseguir más que las propias leyes.
—Pero ¿es que la presión social no nace de la misma gente que puede votar? —preguntó Charlotte, pero al decirlo se dio cuenta de que no era así. Las mujeres no votaban, pero, por muy sutilmente que fuera, de una forma u otra ejercían su poder sobre la sociedad. Los hombres podían hacer cualquier cosa si actuaban con la suficiente discreción, podían dar rienda suelta incluso a ciertas aficiones que no se atreverían a confesar ni a sus allegados más íntimos. Pero tanto públicamente como en la paz de sus hogares, siempre deplorarían tal tipo de comportamientos, considerados atentatorios contra las bases de una sociedad civilizada.
Carlisle vio en el rostro de Charlotte que no necesitaba dar más explicaciones.
—Qué perspicaz por parte de la señora Shaw —comentó Vespasia—. Supongo que se granjearía algún que otro enemigo.
—Se encontró con algunos… recelos. Pero no creo que hubiera conseguido ningún éxito susceptible de generar una inquietud real.
—¿Lo habría obtenido, de haber vivido? —preguntó Charlotte. Lamentaba la muerte de Clemency Shaw no sólo por la conmiseración imparcial que despierta toda desgracia, sino porque ya no tendría la oportunidad de conocerla. Cuanto más oía hablar de ella, más tenía la impresión de que aquella mujer le habría gustado mucho.
Carlisle reflexionó unos segundos antes de contestar. No venía al caso hacer vanos cumplidos. Conocía lo suficiente el mundo de la política y el enorme poder de los intereses económicos, y había visto de cerca ya varias muertes violentas, como para no descartar la posibilidad de que a Clemency Shaw la hubieran asesinado para evitar que continuara con su cruzada, por muy poco probable que fuera que pudiera influir en la promulgación de una ley o en la opinión pública.
Charlotte, Emily y Vespasia esperaban en silencio.
—Sí —dijo por fin—. Era una mujer notable. Creía con pasión en lo que hacía, y a veces esa honestidad personal consigue convencer a la gente allí donde la lógica falla. No había hipocresía en ella, no… —Frunció ligeramente las cejas, como si buscase las palabras precisas para transmitir la impresión que le había causado una mujer a la que sólo había visto dos veces en su vida pero que lo había marcado de una forma indeleble—. No daba la sensación de que fuera una mujer que buscara una causa por la que luchar, o que quisiera dedicarse a las obras de caridad para ocupar el tiempo. No se trataba de nada que deseara para sí misma. Ponía el alma en la tarea de aliviar la situación de aquellos que viven en casas inmundas y hacinadas.
Vio la mueca de Vespasia, un gesto más de piedad que de desagrado.
—Odiaba a los señores de la miseria con un desprecio que te hacía sentir culpable por tener un techo bajo el que vivir. —Torció la expresión en una sonrisa que le dio más encanto a su torvo rostro—. Lamento mucho su muerte. —Miró a Charlotte—. Supongo que Thomas está en el caso y que por eso usted ha oído hablar de él.
—Sí.
—¿Y piensan inmiscuirse? —La observación iba dirigida a las tres.
Vespasia dio un leve respingo, pero no podía decir que estuviera en desacuerdo.
—Podías haber buscado una expresión más afortunada —dijo con un ligero alzamiento de hombros.
—Sí, pensamos intervenir en el caso —dijo Emily. A diferencia de Clemency Shaw, ella sí que estaba buscando algo que hacer—. Aún no sé cómo.
—Muy bien. Si puedo serles de alguna ayuda, por favor acudan a mí. Sentía una gran admiración por Clemency Shaw. Me gustaría ver a su asesino pudriéndose en Coldbath Fields o en otro sitio similar.
—Le colgarán —dijo Vespasia con aspereza. Sabía que Carlisle no era partidario de la horca, ya que era una solución irreversible que no admitía vuelta atrás en caso de error. Tampoco es que a ella le convenciera, pero era una mujer realista por naturaleza.
Él la miró sin alterarse, pero no hizo comentario alguno. Ya habían discutido el tema con anterioridad y conocían sus respectivas opiniones. Tenían en común un gran cúmulo de vivencias: un buen número de tragedias presenciadas, algunos errores y la experiencia del dolor. El crimen era resultado muchas veces de una acción aislada, responsabilidad de una sola persona.
—Eso no es una razón para quedarnos sin hacer nada. —Charlotte se puso de pie—. Cuando sepa algo se lo diré.
—Sea prudente —le advirtió Carlisle, al tiempo que la precedía hacia la puerta, que sostuvo mientras salían: primero Vespasia, con la cabeza erguida, luego Emily pegada a ella y por último Charlotte. Le agarró del brazo al pasar—. Va a incomodar a personas muy poderosas que tienen grandes intereses en juego. Si ya han matado a Clemency, no se lo pensarán dos veces con usted.
—Seré prudente —dijo con convicción, aunque no tenía la menor idea de qué podía hacer que fuera de utilidad—. Sólo me propongo obtener información.
Él la miró con incredulidad, pues la conocía de anteriores casos, pero aflojó el apretón en el brazo de Charlotte y las acompañó a través de la puerta de entrada hasta la soleada calle, donde esperaba el carruaje de Emily.
Nada más ponerse los caballos en movimiento, Emily dijo:
—Descubriré todo lo que pueda acerca de la señora Shaw y su lucha en favor de leyes que revelasen la identidad de los propietarios de esos inmuebles. Estoy segura de tener conocidos que sabrán algo.
—Eres una mujer recién casada —la previno Vespasia—. Es posible que tu marido tenga otras expectativas para sus primeras semanas en el hogar después de la luna de miel.
—Ah… —Emily suspiró, pero fue sólo una duda momentánea en el torbellino de sus pensamientos—. Sí… bueno, será mejor que no utilice mi casa. Ya me las arreglaré. Charlotte, ya sé que tienes que ser discreta, pero entérate por Thomas de todo lo que puedas. Tenemos que reunir todos los datos posibles.
No se entretuvieron en casa de Vespasia, sino que se despidieron de ella y esperaron a que se apeara y subiese la escalinata de la puerta principal, que le abrió la doncella. Sumida aún en sus pensamientos, entró en la casa. Había luchado contra muchas injusticias sociales durante los largos años de su viudedad. Le gustaba el combate y estaba preparada para asumir los riesgos necesarios. Ya no le preocupaba demasiado la opinión de los demás si consideraba que su lucha era por una causa justa. Nada podía hacerle daño ya en realidad, a no ser la desaparición de un amigo, o su desaprobación.
Pero ahora era Emily la que ocupaba sus pensamientos. Era mucho más vulnerable que ella, no sólo a los sentimientos de su nuevo esposo, quien podía desear un comportamiento más decoroso por su parte, sino también a las veleidades de la sociedad, deseosa siempre de novedades, de algo por lo que sorprenderse y de lo que chismorrear, pero que rechazaba cualquier cosa que amenazara la estabilidad de las confortables vidas de sus miembros.
Charlotte se despidió de Emily tras un breve abrazo y oyó cómo el carruaje se alejaba traqueteante mientras entraba en su casa. Olía a limpio y a calor hogareño. Los sonidos de la calle llegaban tan amortiguados que reinaba prácticamente el silencio. Se quedó quieta un momento. Oyó a Gracie canturreando en la cocina. Sintió una agradable sensación de seguridad y gratitud. Todo aquello era suyo. No tenía que compartirlo con nadie salvo con su propia familia. Nadie iba a subirle el alquiler, ni a amenazarla con el desalojo. Tenían agua caliente en la cocina, a la que no le faltaba el combustible, y había chimeneas en la sala de estar y en las habitaciones. Los colectores se llevaban las aguas residuales y disfrutaba de un bonito jardín con césped y flores.
La vida diaria era muy sencilla en un sitio como aquél, donde uno podía olvidarse de las innumerables personas que no tenían un lugar cálido y libre de inmundicias y olores en el que poder sentirse seguros, y lo bastante íntimo para sentirse dignos.
Clemency Shaw tenía que haber sido una mujer extraordinaria para haberse preocupado tanto por aquellos que tienen que vivir en casas comunales y en barrios míseros. En realidad, ya era notable que supiese de su existencia. La mayoría de las mujeres de buena familia sólo sabían lo que les contaban los demás, o como mucho lo que leían en aquellas páginas de los periódicos o semanarios consideradas convenientes. La propia Charlotte no tenía la menor idea de todo aquello hasta que Pitt le enseñó el mundo marginal que se extendía más allá del que ella conocía. Y al principio le había odiado por eso.
Luego había sentido rabia. Había una ironía terrible en el hecho de que Clemency Shaw hubiese muerto en el incendio de su casa. Fuera quien fuera el responsable, Charlotte se proponía descubrirle, y también exponer a la luz pública sus sórdidos y ruines móviles. Si la vida de Clemency Shaw no había conseguido atraer la atención pública hacia quienes se aprovechan de los barrios pobres, Charlotte iba a hacer cuanto estuviera en su mano para que su muerte sí lo consiguiese.
En Emily anidaba un propósito similar, pero le movían razones diferentes y abordaba el asunto desde una óptica distinta. Entró en el vestíbulo de su espaciosa y elegante casa envuelta en un revuelo de faldas y enaguas. Colgó el sombrero, se arregló el peinado para que le diese un encanto más informal, con los rizos cayéndole por el cuello y las mejillas, y compuso una expresión de ternura con un toque de pena.
Su marido estaba en casa, lo que dedujo al ver al sirviente que le había abierto la puerta. Si Jack hubiera estado fuera, Arthur habría estado con él.
Abrió las puertas del saloncito e hizo una entrada melodramática.
Él estaba sentado junto al fuego, con una bandeja para el té encima de la mesita baja y los pies sobre un escabel. Los bollitos ya se habían acabado y en el plato sólo quedaba un cerco de mantequilla.
Sonrió con afecto al oírla y se levantó cortés. Pero al ver la expresión de su rostro, su placer se mudó en inquietud.
—Emily… ¿algo anda mal? ¿Le ha pasado algo a Charlotte? ¿Está enferma? ¿Es Thomas…?
—No… no. —Se lanzó a los brazos que él le ofrecía y apoyó la cabeza en su hombro, en parte para que no le viera los ojos. No estaba del todo segura de hasta dónde podría engañar con éxito a Jack. Él se le parecía demasiado. También era una persona que había sobrevivido a su propio encanto y atractivo, por lo que era consciente de los trucos que encerraba tal condición y sabía manejarse frente a ellos. Y si estaba insegura era también porque aún estaba muy enamorada de él, lo cual no dejaba de ser placentero. Pero ahora tenía que darle una explicación antes de que se alarmara de verdad—. No, Charlotte está perfectamente bien. Pero Thomas está trabajando en un caso que a ella le preocupa… y creo que a mí me pasa lo mismo. Han matado a una mujer en un incendio provocado… Era una mujer muy buena y valerosa que luchaba por sacar a la luz una injusticia social. Tía abuela Vespasia está también muy afectada. —Ahora ya podía dejar a un lado los subterfugios y mirarle a los ojos—. Jack, creo que deberíamos colaborar…
Él le acarició el cabello con suavidad, la besó y, con las cejas arqueadas y el esbozo de una sonrisa, la miró a los ojos.
—Ah, ¿sí? ¿Y en qué podríamos ayudar nosotros?
Ella cambió rápidamente de táctica. Por la vía melodramática no iba a conseguir nada. Le devolvió la sonrisa.
—No estoy segura… —Se mordió el labio—. ¿Qué opinas tú?
—¿De qué injusticia se trata? —preguntó con prevención. Conocía a Emily mejor de lo que ella creía.
—De propietarios de inmuebles situados en los barrios más pobres, que cobran alquileres exorbitantes por viviendas ruinosas y hacinadas… Clemency Shaw quería que tuvieran que dar la cara ante la opinión pública impidiendo que pudieran escudarse en el anonimato como ahora, pues se esconden detrás de recaudadores de rentas, de abogados, etcétera.
Él guardó silencio tanto rato que ella empezó a preguntarse si la había oído.
—¿Jack?
—Sí —dijo él por fin—. Sí, está bien… pero lo haremos juntos. No puedes actuar sola, Emily. Es posible que haya gente muy poderosa que se sienta amenazada… hay millones de libras en juego… Te sorprendería saber cuántas fortunas hay invertidas en St. Giles y Devil’s Acre… y la miseria que campea en esos lugares.
Ella esbozó una leve sonrisa. Aquel pensamiento era inquietante. Pasaron por su mente los rostros de algunas personas que había conocido durante su matrimonio con George. Entonces las había aceptado sin más, en ningún momento había pensado de qué forma obtenían sus ingresos. Había personas que, sencillamente, tenían dinero, era un estado de cosas que había existido siempre. Pero ahora no resultaba tan inocente, lo que no era una constatación agradable.
Jack la sostenía todavía entre sus brazos. Le pasó con dulzura un dedo por la frente para apartarle un mechón.
—¿De verdad estás dispuesta a seguir adelante?
Estaba sorprendida por la claridad con que él había leído sus pensamientos, y en las punzadas de culpabilidad y temor que éstos le habían suscitado.
—Desde luego. —Permaneció inmóvil. Era en extremo placentero sentirse en sus brazos—. Ya no hay posibilidad de volverse atrás. ¿Qué le diría a tía abuela Vespasia, o a Charlotte? Y aún más importante, ¿qué podría decirme a mí misma?
Él sonrió más abiertamente y la besó, con dulzura al principio y luego con pasión.
Cuando volviera a pensar en aquel asunto, había algo que solucionar, algo importante y concreto. Pero por ahora había otras cosas mejores de las que ocuparse.