El inspector Pitt contemplaba las humeantes ruinas de la casa, sin reparar en la persistente lluvia que le empapaba. Tenía un mechón pegado a la frente y el agua se le colaba entre el cuello levantado del abrigo y la bufanda de lana. Frías gotas de lluvia le resbalaban espalda abajo, mientras que aún le era posible percibir el calor que desprendían los amontonados ladrillos ennegrecidos. El agua goteaba de las bóvedas derruidas y, al contacto con los rescoldos, se elevaba en volutas de humo produciendo un sonido sibilante.
A pesar de los escasos restos que quedaban, se dio cuenta de que había sido un edificio con encanto, elegante y bien construido: un hogar en el que habían vivido personas. Ahora apenas quedaba nada más que las habitaciones del servicio.
A su lado, el agente James Murdo se balanceaba cambiando alternativamente la pierna de apoyo. Pertenecía a la comisaría local de Highgate y le había dolido que sus superiores hubieran llamado a un hombre de Londres, por mucho que se tratara de alguien de la reputación de Pitt. Ni siquiera les habían dado la oportunidad de arreglárselas por ellos mismos. No había motivo para pedir ayuda tan pronto, sin haber tenido ocasión de conocer los pormenores del caso. Pero su opinión había sido ignorada, de modo que ahí tenía a Pitt: desaliñado, vestido de una forma que contrastaba lamentablemente con sus elegantes botas. Los bolsillos le abultaban por las inimaginables piltrafas que contenían, llevaba los guantes desparejados y la cara tiznada de hollín y surcada por la tristeza.
—Calculo que debió empezar hacia medianoche, señor —dijo Murdo, para demostrar que se las bastaba por sí solo para ser eficiente y que ya había hecho todo lo que cabía esperar—. Una dama de cierta edad, la señorita Dalton, que vive un poco más abajo, en St. Alban’s Road, vio el incendio al despertarse hacia la una y cuarto. Las llamas ardían ya con furia y envió a su doncella a que avisara al coronel Anstruther, que vive en la puerta de al lado, para que diera la voz de alarma, pues posee uno de esos artilugios telefónicos. La brigada de bomberos llegó al cabo de unos veinte minutos, pero no pudieron hacer ya gran cosa. Para entonces toda la casa estaba en llamas. Fueron a buscar el agua a las albercas de Highgate Ponds —señaló con el brazo—, justo al otro lado de esos terrenos.
Pitt asentía, mientras componía una imagen de la escena: el miedo, los bomberos forzados a retroceder ante el calor abrasador, los caballos espantados, las cubetas de mano en mano, y la inutilidad de todo aquel esfuerzo. Todo había quedado cubierto por el humo y por un resplandor rojo y cegador, mientras las lenguas de fuego ascendían hacia el cielo y las vigas reventaban con un fragor estrepitoso, en medio de un revuelo de chispas que se elevaban en la oscuridad. En el aire permanecía aún suspendido el acre olor del incendio, que hacía llorar los ojos y resecaba la garganta.
Pitt se sacudió una pequeña mota de hollín de la mejilla, lo que fue un error pues le tiznó la cara.
—¿Y el cadáver? —preguntó.
La animosidad de Murdo se esfumó al punto al recordar a los bomberos con el rostro lívido, portando la camilla. Sobre ésta sólo había podido ver unos restos casi esperpénticos, tan carbonizados que a duras penas podían reconocerse como humanos. A Murdo le tembló la voz al contestar.
—Creemos que se trata de la señora Shaw, señor, la esposa del médico local y propietario de la casa. Es también el forense de la policía, por lo que hemos llamado a un médico general de Hampstead, pero no ha podido decirnos gran cosa. Tampoco creo que nadie pudiera. El doctor Shaw está ahora en casa de un vecino, el señor Amos Lindsay. —Señaló con un gesto de la cabeza hacia lo alto de Highgate Rise, en dirección a West Hill—. Es aquella casa de allí.
—¿Sufre algún daño? —preguntó Pitt, sin dejar de mirar las ruinas.
—No, señor. Había acudido a una llamada nocturna, para asistir a una parturienta… Le ocupó la mayor parte de la noche. No oyó nada del suceso hasta que volvía de camino a casa.
—¿Y los sirvientes? —El inspector se dio por fin la vuelta y miró a Murdo—. Parece que esa parte de la casa ha sido la menos afectada.
—Sí, señor. Los sirvientes se han salvado todos, aunque el mayordomo sufrió quemaduras graves y lo llevaron al hospital. Está en la clínica St. Paneras, hacia el sur, justo detrás del cementerio. La cocinera sufre una conmoción y se la ha llevado un familiar que vive por Seven Sisters Road. La doncella no para de llorar y de decir que nunca debió marcharse de Dorset. Quiere volverse allí. La criada de la limpieza duerme fuera y viene cada día.
—¿Estaba el personal al completo y todos salieron ilesos salvo el mayordomo? —insistió Pitt.
—Así es, señor. El incendio se declaró en el cuerpo principal de la casa. El ala ocupada por el servicio fue la última en ser alcanzada y los bomberos pudieron sacarlos a todos. —Estaba tiritando, a pesar de la madera y los escombros que se consumían lentamente ante ellos.
La suave lluvia de septiembre amainaba y daba paso a un diluido sol de mediodía que asomaba por encima de los árboles de los campos de Bishop’s Wood. Soplaba un viento ligero procedente del sur, de la gran ciudad de Londres, donde los jardines de Kensington lucían desbordantes de llamativas flores, las niñeras paseaban arriba y abajo los niños a su cargo con sus uniformes almidonados y los músicos ambulantes entonaban inspiradas melodías. Los carruajes recorrían veloces el Mall, donde las damiselas ataviadas a la última moda se saludaban unas a otras para enseñarse sus nuevos sombreros y las señoritas más atrevidas y de no tan intachable reputación subían a caballo por Rotten Row con sus ropas inmaculadas y sus caídas de ojos al cruzarse con los caballeros.
La reina, vestida de negro, de luto todavía por la muerte del príncipe Alberto acaecida hacía veintisiete años, se había recluido en Windsor.
Y en las callejuelas de Whitechapel había surgido un loco que destripaba mujeres, a las que mutilaba el rostro y cuyos cuerpos, empapados en sangre, dejaba grotescamente abandonados en el pavimento. La prensa popular no tardaría en llamarle Jack el Destripador.
Murdo encorvó los hombros y se enderezó un poco el casco.
—La señora Shaw es la única víctima en este crimen, inspector. Por lo que sabemos, el fuego se inició como mínimo en cuatro puntos diferentes a la vez. Prendió de forma inmediata, como si hubieran rociado las cortinas con queroseno. —Los músculos de su joven rostro se tensaron—. A todo el mundo puede salpicársele queroseno de una lámpara en la cortina de forma accidental, pero no en cuatro habitaciones diferentes. Y todas se incendiaron al mismo tiempo, sin que nadie sepa dar una explicación. Tiene que tratarse de un hecho deliberado.
Pitt no decía nada. Por eso estaba allí, porque había habido un asesinato. Eso era lo que le había llevado hasta aquel jardín destrozado, junto a aquel joven agente, impetuoso y resentido, que tenía la cara negra de hollín y los ojos desorbitados a causa de la emoción y la piedad que le había inspirado aquello.
—La cuestión es la siguiente —dijo Murdo con calma—: ¿era a la pobre señora Shaw a quien querían matar, o era al doctor?
—Hay muchas cosas por averiguar —respondió Pitt con tono seco—. Empezaremos por el jefe de bomberos.
—Su declaración está depositada en la comisaría, señor. A una media milla subiendo la calle. —Murdo hablaba con cierta tirantez, al recordar de nuevo a sus colegas.
Pitt le siguió y ambos caminaron en silencio. Unas pálidas hojas de árbol revoloteaban sobre el pavimento. Pasó una calesa traqueteante. Las casas ofrecían un aspecto de solidez. Allí vivían personas respetables y con dinero, situadas en una posición de considerable bienestar. Sus viviendas estaban hacia la parte oeste de la carretera que conducía al centro de Highgate, con sus clubes, despachos de abogados, tiendas, las obras hidráulicas, Pond Square y el imponente y elegante cementerio que se extendía hacia el sudeste. Pasadas las casas y a ambos lados de la carretera había campos, verdes y silenciosos campos.
En la comisaría Pitt se encontró con un recibimiento más que correcto, pero, por los rostros cansados de los agentes y el modo en que apartaban la mirada, se dio cuenta de que, al igual que Murdo, se sentían dolidos por el hecho de haberse visto en la tesitura de llamarle. Las fuerzas policiales del área de Londres iban cortas de personal, hasta el punto de que se habían cancelado todos los permisos para enviar al distrito de Whitechapel el mayor número de hombres posible, con el fin de emplearlos en los horrendos crímenes que conmocionaban Londres y eran portada en la prensa de toda Europa.
El informe del jefe de bomberos le esperaba desplegado encima del escritorio del superintendente, que le había cedido su despacho. Era un hombre de pelo gris, con una forma de hablar pausada y tan educado que, más que disimular, acentuaba su resentimiento. Llevaba un uniforme limpio, pero su rostro estaba desencajado por la fatiga y en las manos le habían salido unas ampollas que aún no había tenido tiempo de curarse.
Pitt le dio las gracias, sin demasiado énfasis para no poner más en evidencia la súbita inversión de papeles, y cogió el informe pericial. Estaba escrito con pulcra caligrafía. Los hechos eran simples, apenas una elaboración de lo que Murdo ya le había contado. El fuego se había iniciado de forma simultánea en cuatro puntos diferentes: en las cortinas del estudio, de la biblioteca, del comedor y la sala de estar, y había tomado cuerpo con gran rapidez, como si hubieran empapado la tela con queroseno. Como la mayoría de viviendas, la casa estaba alumbrada con luz de gas, así que en cuanto el fuego había alcanzado las espitas, éstas habían explotado. Cualquier hipotético ocupante hubiera tenido muy pocas probabilidades de escapar, a no ser que hubiera despertado en los primeros momentos y hubiera salido a través de las habitaciones del servicio.
Tal como habían sucedido las cosas, la señora Clemency Shaw había perecido asfixiada con toda probabilidad por el humo antes de ser consumida por las llamas. El doctor Stephen Shaw estaba fuera, había acudido a una llamada urgente a una milla de distancia de la casa. Los sirvientes no se enteraron de nada hasta que despertaron por el sonido de las campanas de los bomberos, que colocaron escaleras bajo las ventanas para ayudarles a salir.
Eran casi las tres de la tarde y había dejado de llover, cuando Pitt y Murdo llamaron a la puerta del vecino que ocupaba la vivienda contigua a la derecha de la casa siniestrada. Les abrió el propietario en persona, un hombre de baja estatura y rasgos distinguidos, con el pelo plateado peinado hacia atrás y ondulado en forma de leonina melena. Su expresión era de extrema gravedad. Un ceño de ansiedad se le formaba entre las cejas, y en las líneas que rodeaban su agradable y precisa boca no había el menor vestigio de humor.
—Buenas tardes —dijo de forma apresurada—. Son ustedes de la policía, naturalmente. —El uniforme de Murdo hacía la observación innecesaria, si bien el hombre miraba a Pitt de soslayo. Nadie conserva en la memoria los rostros de los policías, como tampoco los de los conductores de autobús, o de los desatascadores, pero aquella ausencia de uniforme le resultaba inexplicable. Se apartó a un lado para dejarles pasar—. Pasen. Querrán saber si vi algo, claro. No puedo entender cómo pudo suceder. Una mujer tan cuidadosa. Es espantoso. El gas, supongo. Cuántas veces pienso que nunca deberíamos haber dejado de utilizar las velas. Aparte de que son mucho más agradables.
Les condujo a través de un vestíbulo bastante lóbrego hasta una gran sala de estar que con el paso de los años había sido utilizada como estudio.
Pitt echó una ojeada con interés. Era una estancia muy personal y decía mucho del individuo. Había cuatro grandes anaqueles de libros muy desordenados, cuyos volúmenes estaban dispuestos de acuerdo con criterios de conveniencia, no ornamentales. No atendían a un orden visual, sino al que meramente imponía el uso más frecuente. Había folios apilados al lado de volúmenes encuadernados en piel, libros grandes junto a pequeños. Sobre la chimenea había colgado un romántico cuadro de marco dorado que representaba a sir Galahad arrodillado en posición de sagrada vigilia, y enfrente había otro de lady Shallott con flores en el pelo y arrastrada por la corriente del río. Encima de una mesita redonda de madera junto al sillón de piel había una fina estatuilla de un cruzado a caballo, y sobre el escritorio se veían diseminadas varias cartas abiertas. Encima de uno de los brazos del sofá había tres periódicos apilados en precario equilibrio, y algunos recortes en las sillas.
—Quinton Pascoe —dijo el anfitrión a modo de somera presentación—. Pero ustedes ya lo saben, claro. Aquí. —Se precipitó sobre los recortes de periódico y los metió en un cajón abierto del escritorio—. Siéntense, caballeros. Es espantoso… espantoso. La señora Shaw era una gran mujer. Es una terrible pérdida. Una tragedia.
Pitt se sentó con cautela en el sofá e ignoró el crujido de un periódico bajo el cojín. Murdo se quedó de pie.
—Inspector Pitt… y el agente Murdo —presentó a ambos—. ¿A qué hora se fue a dormir anoche, señor Pascoe?
Pascoe arqueó las cejas, pero se dio cuenta de la intención de la pregunta.
—Oh… comprendo. Un poco antes de medianoche. Me temo que no vi ni oí nada hasta que me despertaron las campanas de los bomberos. Luego sí, claro, oí el fragor del incendio. ¡Qué espanto! —Sacudió la cabeza, mirando a Pitt con aire apenado—. Me temo que tengo un sueño bastante profundo. Me siento horriblemente culpable. Dios mío. —Aspiró profundamente, al tiempo que se volvía hacia la ventana, tras la que se distinguía un exuberante jardín, en el que era todavía visible el color pardusco de la primera floración otoñal—. Si me hubiera retirado un poco más tarde, habría visto quizá el primer resplandor de las llamas y habría podido dar la voz de alarma. —Elevó el rostro, tenso al hacérsele más vívida la imagen—. Cuánto lo lamento. Aunque ahora ya de poco sirve lamentarse, ¿no es así?
—¿Por casualidad miró hacia la calle durante la última media hora antes de irse a dormir? —insistió Pitt.
—No vi el fuego, inspector —contestó Pascoe con un leve matiz de rudeza—. Y le aseguro que no comprendo el propósito de sus insistentes preguntas. Siento mucho la muerte de la pobre señora Shaw. Era una gran mujer. Pero ya no hay nada que podamos hacer, más que… —Volvió a aspirar y frunció los labios—. Más que aquello en lo que podamos ayudar al pobre señor Shaw… supongo.
Murdo se sintió algo incómodo y miró fugazmente a Pitt.
El asunto pronto iba a ser del dominio público, por lo que Pitt no veía en qué podía beneficiar mantener el secreto.
Se inclinó y el periódico bajo el cojín crujió de nuevo.
—El incendio no ha sido un accidente, señor Pascoe. Es evidente que la explosión del gas agravó sus efectos, pero no puede haber sido el detonante. Se inició en varios puntos a la vez. En varias ventanas, según parece.
—¿Ventanas? ¡Pero qué dice! ¡Las ventanas no arden, hombre! Dígame, ¿quién es usted?
—El inspector Thomas Pitt, de la comisaría de Bow Street, señor.
—¿Bow Street? —Pascoe arqueó sus blancas cejas—. Pero Bow Street está en Londres, a varias millas de aquí. ¿Qué tiene de malo nuestra policía local?
—Nada —dijo Pitt, con un esfuerzo por no perder la calma. No eran necesarios comentarios como aquél en presencia de Murdo—. Pero el superintendente considera que se trata de un asunto muy grave y quiere que se aclare lo antes posible. El jefe de bomberos nos ha dicho que el incendio se inició en las ventanas, ya que según parece las cortinas fueron lo primero que ardió. Las cortinas gruesas prenden con facilidad, sobre todo si alguien las ha empapado con aceite de quemar o con queroseno.
—¡Oh, Dios mío! —El rostro de Pascoe se demudó—. ¿Está diciendo que alguien lo hizo a propósito… con la intención de matar…? ¡No! —Sacudió la cabeza—. ¡Eso es absurdo! ¡Es una completa estupidez! Quién iba a querer matar a Clemency Shaw. Debían ir por el doctor Shaw. ¿Y dónde estaba él, por cierto? ¿Por qué no estaba en la casa? Podría entenderlo si… —Guardó silencio y se quedó mirando el suelo, apesadumbrado.
—¿Vio usted a alguien, señor Pascoe? —repitió Pitt, con la mirada puesta en la figura encorvada del hombre—. Alguna persona que pasara, un coche, un carruaje, una luz, cualquier cosa…
—Pues… —suspiró—. Salí al jardín a tomar el aire antes de subir a la cama. Había estado trabajando en un artículo que me causaba algunas dificultades. —Carraspeó y dudó unos instantes, pero de pronto se dejó llevar por la emoción y las palabras salieron solas—. Un artículo a modo de refutación de una afirmación ridícula de Dalgetty acerca de Ricardo Corazón de León. —Su voz sonó acariciadora al pronunciar aquel novelesco nombre—. No conocen a John Dalgetty, claro… ¿por qué habrían de conocerlo? Es un completo irresponsable, una persona sin el menor control de sí misma ni el menor sentido de la decencia. —Hizo una mueca de repulsión ante aquella idea—. ¿Saben?, los críticos de libros tenemos un compromiso que asumir. —Clavó los ojos en Pitt—. Formamos opinión. Es importante lo que vendemos al público, así como lo que elogiamos o condenamos. Pero Dalgetty estaría dispuesto a permitir que se escarnecieran o ignoraran todos los valores de la caballerosidad y el honor. Y ello en nombre de una licenciosidad a la que él llama libertad. —Se agitaba y sacudía las manos con las muñecas fláccidas, para subrayar la laxitud de las doctrinas que describía—. Ha dado su apoyo a esa horrenda monografía de Amos Lindsay sobre esa nueva filosofía política de que se habla ahora. Fabianos, se llaman a sí mismos, pero lo que él escribe equivale a la anarquía… al más puro caos. La sangre correrá por las calles si esas teorías ganan un número suficiente de adeptos. —El esfuerzo por dominarse le hacía apretar las mandíbulas—. Habremos de ver a ingleses peleando contra ingleses en nuestro suelo patrio. Pero es que Lindsay afirma unas cosas como si pensara que hay algún tipo de justicia natural en lo que dice: arrebatar la propiedad privada de las personas para compartirla con las demás, al margen de sus méritos o su honestidad… incluso de su capacidad para apreciarla o conservarla. —Miraba a Pitt con pasión—. Sólo tiene que pensar en la destrucción que supondría. Y en las pérdidas irreparables. Y en la monstruosa injusticia. Todo aquello por lo que hemos trabajado y que tanto hemos mimado… —La emoción le hacía constreñir la garganta, por lo que había elevado el tono—. Todo cuanto hemos heredado a través de generaciones, toda la belleza, los tesoros del pasado… Y ese loco de Shaw, cómo no, que también está con ellos.
Tenía las manos crispadas y el cuerpo rígido, hasta que recordó que Pitt era un policía y que probablemente no poseía nada… y recordó también el motivo que lo había llevado allí. Aflojó los hombros.
—Lo siento. No debería criticar a un hombre que está de duelo. Estoy avergonzado.
—Había salido usted a tomar el aire… —le instó Pitt.
—Ah, sí. Me notaba los ojos cansados y quería refrescarme un poco, recobrar el equilibrio, el sentido de la proporción en las cosas. Estuve paseando por el jardín. —Esbozó una sonrisa bondadosa—. Hacía una noche muy agradable, con luna. Tan sólo había algunos filamentos de nubes y venía un ligero viento del sur. ¿No le digo que oí cantar un ruiseñor? Fue maravilloso. Hasta me entraban ganas de llorar. Delicioso. Me fui a la cama con una gran paz interior. —Entrecerró los ojos—. Qué espantoso. Muy cerca de aquí se desarrollaba un drama cruel. Una mujer luchaba por su vida contra fuerzas que la superaban, y yo completamente ignorante de ello.
Pitt contemplaba los efectos de la imaginación y la culpa reflejados en el rostro del hombre.
—Señor Pascoe, es posible que aunque hubiera estado despierto toda la noche, no hubiese visto ni oído nada. El fuego prende muy deprisa cuando es intencionado. Y es posible que la señora Shaw muriera mientras estaba dormida, asfixiada por el humo, sin llegar a despertarse siquiera.
—¿Usted cree? —Pascoe arqueó las cejas—. ¿De verdad? Espero que así fuera. Pobre criatura. Era una gran mujer, ¿sabe? Demasiado para Shaw. Él es un tipo insensible, no tiene ninguna clase de ideales elevados. No es que no sea un buen médico y un caballero —se apresuró a añadir—, pero carece de sensibilidad para apreciar lo exquisito. Utiliza su ingeniosidad y su progresismo para mofarse de los valores de las personas. Oh, Dios mío… no debería hablar así de alguien que sufre una desgracia, pero la verdad saldrá a la luz. Lamento no poder ayudarles.
—¿Podemos interrogar a su personal de servicio, señor Pascoe? —preguntó Pitt por mero formalismo. Tenía la firme intención de interrogarles dijera lo que dijera Pascoe.
—Desde luego, no faltaba más. Pero, por favor, trate de no alarmarles. Es tan difícil encontrar cocineras con buena disposición, sobre todo en una casa de soltero como la mía. Si hay algo que les gusta es dar cenas y fiestas y ese tipo de cosas… Y yo tengo muy pocas ocasiones para eso, sólo de vez en cuando, con algunos colegas literarios.
Pitt se puso en pie.
—Gracias.
Pero ni la cocinera ni el criado habían visto nada, mientras que la criada de la cocina y la de la casa tenían doce y catorce años respectivamente, y estaban tan aterrorizadas que eran incapaces de hacer otra cosa que retorcer los delantales entre las manos y decir que ni siquiera estaban despiertas. Y considerando que sus quehaceres las obligaban a levantarse a las cinco de la mañana, Pitt no tuvo dificultad en creerlas.
A continuación visitaron la siguiente casa en dirección sur. En aquella parte de Highgate Rise, los campos caían en declive hasta un camino que Murdo dijo que se llamaba Bromwich Walk y que partía de la parroquia de St. Anne’s Church hacia el sur, paralelo a Highgate Rise, hasta el mismo municipio de Highgate.
—Un lugar muy accesible, señor —concluyó Murdo con tono sombrío—. A esas horas de la noche, aunque hubieran venido cien personas a rastras por ahí abajo con los bolsillos llenos de cerillas, nadie las habría visto. —Estaba empezando a pensar que toda aquella excursión no era más que una pérdida de tiempo, lo cual se reflejaba en su semblante.
Pitt sonrió con indiferencia.
—¿No le parece que habrían chocado unos con otros, agente?
Murdo no comprendió la broma. Él sólo había tratado de poner un ejemplo. ¿Tan poco inteligente era aquel inspector venido de Bow Street? Observó con mayor detenimiento aquel rostro más bien doméstico, con su larga nariz, los dientes frontales ligeramente picados y el pelo despeinado. Pero enseguida apreció el brillo de sus ojos y el gesto de humor de su boca y cambió de opinión.
—Lo digo por la oscuridad —se explicó Pitt—. Puede que hubiera la suficiente luna para que la contemplara Pascoe, pero estaba nublado y no había luces en las casas; a medianoche las cortinas están corridas y las lámparas apagadas.
—Oh. —Murdo comprendió al fin por dónde iba Pitt—. Quienquiera que fuera, tenía que ir provisto de una linterna, y a aquellas horas de la noche hasta el brillo de una cerilla se habría visto de lejos, si por casualidad hubiera habido alguien mirando.
—Exacto. —Pitt se encogió de hombros—. Tampoco es que vaya a ayudarnos mucho que alguien viera una luz, de no ser que se fijara además en el lugar del que procedía. Probemos con Alfred Lutterworth y los miembros de su casa.
Era una edificación magnífica, en cuya construcción no se había reparado en gastos. Tenía el doble del tamaño de las demás casas de la zona, y ocupaba el final de aquel tramo de calle. Pitt siguió su costumbre de llamar a la puerta principal. Se negaba a ir por la entrada de servicio, que era lo que se esperaba de un policía y demás inferiores de su especie. Al cabo de unos momentos abrió la puerta una doncella muy elegante, con un vestido de paño gris y una cofia y delantal almidonados con bordes de encaje. Su expresión la traicionó y reflejó que sabía que Pitt debería haber ido por la puerta de la cocina.
—Proveedores por la puerta de atrás —dijo con una ligera elevación de la barbilla.
—He venido a ver al señor Lutterworth, no al mayordomo —repuso Pitt con aspereza—. Imagino que recibe a las visitas en la parte delantera.
—No recibe a los policías. —Replicaba como una centella.
—Hoy lo hará. —Pitt dio un paso hacia el interior, con lo que la muchacha se veía obligada o bien a retroceder o bien a quedarse con la nariz pegada al pecho de él. Murdo estaba tan horrorizado como admirado—. Estoy seguro de que deseará ayudar a descubrir quién asesinó a la señora Shaw la pasada noche. —Pitt se quitó el sombrero.
La doncella se había quedado casi tan blanca como su delantal. Suerte tuvo Pitt de que no se desmayara. Su cintura era tan delgada que tenía que llevar el corsé tan apretado que hubiera bastado para ahogar a un espíritu con menos carácter que el suyo.
—¡Oh, Señor! —Hizo un esfuerzo por sobreponerse—. Yo creía que había sido un accidente.
—Me temo que no. —Pitt trató de arreglar lo mejor que pudo su más bien torpe comienzo. A estas alturas no podía permitir que su orgullo fuera pisoteado por una doncella—. ¿Por casualidad no miraría por la ventana hacia medianoche? ¿No vería tal vez una luz moviéndose, u oiría algo inusual?
—No, no vi nada… —dudó—. Pero Alice, la criada, estaba arriba y esta mañana me dijo que vio un fantasma en la calle. Claro que es un poco tontorrona. A lo mejor lo soñó.
—Hablaré con Alice —contestó Pitt con una sonrisa—. Puede ser importante. Gracias.
Muy lentamente, ella le devolvió la sonrisa.
—Si quiere esperar en la salita, le diré al señor Lutterworth que está usted aquí… señor.
La estancia a la que les condujo tenía un encanto nada habitual. Su propietario no sólo tenía dinero, sino también bastante mejor gusto de lo que tal vez él mismo sabía. Pitt apenas tuvo tiempo de echar un vistazo a las acuarelas que colgaban de las paredes. Eran valiosas, sin duda. La venta de cualquiera de ellas habría podido alimentar a una familia entera durante una década. Pero además eran bellas de verdad, y estaban colocadas en el lugar preciso, desde el que atraían la mirada sin saltar a la vista.
Alfred Lutterworth se acercaba a los sesenta años. Un anillo de suaves cabellos blancos rodeaba su reluciente cabeza, y su tez lozana aparecía bastante ruborizada. Era de alta estatura y complexión robusta, y mostraba la seguridad de presencia del hombre que se ha hecho a sí mismo. Su rostro tenía rasgos muy marcados, lo que en un caballero hubiera podido considerarse distintivo de belleza. Pero en su expresión había algo que denotaba cierta agresividad y al mismo tiempo inseguridad, y que traicionaba su secreta convicción de no pertenecer a aquella clase, a pesar de toda su riqueza.
—La doncella dice que está usted aquí por la muerte de la señora Shaw en ese incendio —dijo Lutterworth con un marcado acento del Lancashire—. ¿Es cierto que se trata de un asesinato? Esas muchachas no hacen más que leer las historias de crímenes que encuentran en los anaqueles bajo las escaleras, así que luego tienen más imaginación que la de los novelistas de baja estofa.
—Sí, señor, me temo que es cierto —contestó Pitt. Presentó a ambos, a Murdo y a él mismo, y explicó los motivos del interrogatorio.
—Mal asunto —dijo Lutterworth con severidad—. Era una buena mujer. Mucho mejor que la mayoría de las que hay por aquí. A excepción de Maude Dalgetty. Ésa tampoco se las da de nada, en absoluto. Correcta con todo el mundo. —Sacudió la cabeza—. Pero yo no vi nada. Estuve esperando arriba hasta que oí volver a Flora, y eso fue a las doce menos veinte. Luego apagué la luz y dormí profundamente, hasta que me despertaron las campanas de los bomberos. Hasta ese momento, podía haber pasado un batallón desfilando por la calle, que no habría oído nada.
—¿Flora es la señorita Lutterworth? —preguntó Pitt, aunque ya lo sabía por la información de la policía de Highgate.
—Sí, es mi hija. Fue con unos amigos a escuchar una conferencia con diapositivas que daban en St. Alban’s Road. Está justo ahí abajo, detrás de la iglesia.
Murdo aguzó la atención.
—¿Volvió andando a casa, señor? —preguntó Pitt.
—Está a sólo unos pasos. —Los profundos y más bien bondadosos ojos de Lutterworth, quien adivinaba un reproche, miraron a Pitt con rudeza—. Es una muchacha saludable.
—Me gustaría preguntarle si vio algo. —El inspector hablaba sin alterar la voz—. Las mujeres son muy observadoras.
—Querrá decir entrometidas —convino Lutterworth con tristeza—. Vaya que sí. Mi última esposa, que en paz descanse, era capaz de fijarse en cosas de la gente que yo nunca hubiera visto. Y tenía razón nueve veces de cada diez. —El recuerdo se hizo tan nítido en su memoria que por un momento borró de su presencia a los policías que tenía delante y el olor todavía acre a agua mezclada con ladrillos y madera quemada que, a pesar de las ventanas cerradas, flotaba en el ambiente. De su expresión soñadora no se desprendía otra cosa que dulzura. Enseguida volvió al presente—. Sí, claro… si así lo desea. —Tiró del pomo de la campanilla que colgaba de la pared. Era de porcelana.
Al cabo de un instante la doncella apareció en la puerta.
—Dígale a la señorita Flora que quiero que venga, Polly. Es para hablar con la policía.
—Sí, señor. —Y se marchó con rapidez.
—Es un poco engreída —masculló Lutterworth—. Tiene opiniones propias. Pero es bastante guapa, que es como ha de ser una doncella. Supongo que no se la puede culpar.
Flora debió de acudir movida en gran parte por la curiosidad de sus sirvientes, ya que se presentó obedientemente, a pesar de que el mentón levantado y la forma de evitar cruzarse con la mirada de su padre, sumado a un rubor en las mejillas semejante al de él, daban a entender que hacía muy poco que habían tenido una acalorada discusión en torno a algún asunto que aún seguía pendiente de resolución.
Era una joven de buen aspecto, alta y esbelta, con los ojos grandes y abundante cabello oscuro. Los ángulos de las mejillas y, lo que resultaba sorprendente, sus torcidos dientes frontales la apartaban de los cánones tradicionales de la belleza. Su rostro desprendía fuerza de carácter, y a Pitt no le sorprendió que se hubiera peleado con su padre. No le costaba imaginar un centenar de temas sobre los que ella tendría a buen seguro una opinión extrema que se daría de patadas con la de él: todo, desde cuáles serían las páginas de un periódico que le estaría permitido leer hasta el precio de un sombrero, o la hora a la que volvía a casa y con quién.
—Buenas tardes, señorita Lutterworth —saludó Pitt con cortesía—. Sin duda estará al corriente de la tragedia de la pasada noche. Si me lo permite, quisiera preguntarle si vio usted a alguien al volver a casa después de la conferencia, ya fuera un extraño o alguien conocido.
—¿Alguien conocido? —Era obvio que la idea le había extrañado.
—Si así fuera, nos gustaría hablar con esa persona por si hubiera visto u oído algo. —Eso era verdad, al menos en parte. No había razón para que la joven se sintiera como si fuera a acusar a nadie.
—Ah. —Su rostro se distendió—. Vi pasar el coche del doctor Shaw justo cuando salíamos de casa de los Howard.
—¿Cómo sabe que era su coche?
—No hay nadie más por aquí que tenga uno igual. —En su voz no había acento del Lancashire. Por lo visto su padre le había pagado clases de dicción para que hablara como la señorita que quería hacer de ella. A pesar del enojo, ahora que la atención de su hija estaba en otro lugar, sus ojos la miraban con gran afecto—. Además —prosiguió ella—, vi su rostro con toda claridad iluminado por las lámparas del carruaje.
—¿Vio a alguien más?
—¿Que siguiera nuestro camino? Bueno, detrás de nosotros venía el señor Lindsay… Yo iba andando en compañía del señor Arroway y las señoritas Barking. Ellos siguieron calle arriba hasta el Grove, en el centro de Highgate. El señor y la señora Dalgetty iban justo delante de nosotros. No recuerdo a nadie más. Lo siento.
Pitt insistió para que hablara un poco más acerca de la velada y diera los nombres de todos los asistentes, aunque no le pareció que pudiera ser de utilidad. El evento había concluido demasiado pronto para el incendiario. Con toda probabilidad, él o ella habrían esperado hasta que la función hubiera acabado del todo antes de aventurarse a salir. Debía contar con que tenía varias horas como mínimo.
Pitt le dio las gracias y pidió permiso para hablar con la criada y con el resto del personal. Él y Murdo fueron conducidos a la sala de estar del ama de llaves, donde escuchó la historia de aquella niña de doce años, quien contó que había visto un fantasma con los ojos amarillos incandescentes flotando entre los matorrales del jardín de la finca contigua. No sabía a qué hora había sido. En mitad de la noche. Había oído sonar el reloj del vestíbulo muchas veces y no había nadie más levantado. Las lámparas de gas del rellano estaban al mínimo y no se había atrevido a llamar a nadie pues estaba aterrorizada. Había regresado a la cama y se había tapado hasta la cabeza. Eso era todo lo que sabía, juró.
Pitt le dio las gracias con delicadeza —era sólo unos años mayor que su propia hija Jemima— y le dijo que le había sido de gran ayuda. Ella se ruborizó y balbuceó una cortesía, y después de un leve traspié se retiró. Era la primera vez en su vida que un adulto la escuchaba en serio.
—¿Piensa que puede tratarse de nuestro asesino, inspector? —preguntó Murdo mientras salían de nuevo a la calle—. Me refiero al fantasma que vio la niña.
—¿Una luz moviéndose en el jardín de Shaw? Es probable. Tendremos que interrogar a todas las personas a las que vio Flora Lutterworth al salir de la conferencia. Puede que alguna de ellas viera a alguien.
—Una señorita muy observadora e inteligente, creo —dijo Murdo, antes de ponerse colorado como la grana—. Quiero decir que se explicó con gran claridad. Sin… sin dramatismos.
—Sin el menor dramatismo —convino Pitt con un conato de sonrisa—. Una joven de carácter. Tal vez habría dicho algo más si su padre no hubiera estado presente. Imagino que no ven todo desde la misma óptica.
Murdo abrió la boca para replicar, pero se dio cuenta de que no sabía muy bien qué quería decir, así que tragó saliva y no dijo nada.
La sonrisa de Pitt se ensanchó y aceleró su desgarbado paso sobre el pavimento en dirección a la casa de Amos Lindsay, donde se había cobijado el viudo doctor Shaw, quien no sólo había perdido a su esposa, sino que además se había quedado sin hogar.
La casa era bastante más pequeña que la de los Lutterworth. Nada más entrar, no pudieron por menos de reparar en que pertenecía además a un personaje extremadamente excéntrico. Su propietario era al parecer una especie de explorador y antropólogo. Las paredes estaban recubiertas de estatuillas de los más variados orígenes. Atiborraban las mesas y las estanterías, y muchas estaban incluso amontonadas en el suelo. De acuerdo con los limitados conocimientos de Pitt, eran africanas o de Asia central. No vio nada de Egipto, de Extremo Oriente o de América, nada que tuviera tampoco la sutil pero familiar serenidad del clasicismo herencia de la cultura europea occidental. En todos aquellos objetos había algo ajeno, una rudeza bárbara que estaba reñida con el interiorismo victoriano de clase media, tan convencional.
Fueron conducidos por un sirviente que hablaba con un acento que Pitt fue incapaz de localizar y cuya piel, no más oscura que la de muchos ingleses, tenía una tersura inusual. Su pelo parecía pintado con tinta china sobre la cabeza. Sus modales eran impecables.
Amos Lindsay tenía un aspecto eminentemente inglés. Era bajo y fornido y tenía el cabello blanco, y era un hombre muy diferente de Pascoe. Si Pascoe era en esencia un idealista que no quería otra cosa que regresar a un pasado medieval de caballeros andantes, Lindsay era un hombre de una curiosidad insaciable y de una total irreverencia hacia lo establecido, tal como mostraba el mobiliario de su casa. Su mente viajaba a otros lugares, hacia los misterios de lo salvaje y lo desconocido. Su piel estaba surcada por profundas arrugas, resultado tanto de su propia naturaleza como de la severidad del sol tropical. Tenía unos ojos pequeños y perspicaces, los ojos de un realista, no los de un soñador. Todo su aspecto indicaba aceptación del humor y los absurdos de la vida.
En aquel momento ofrecía un aspecto grave. Recibió a Pitt y a Murdo en su estudio, pues no disponía de una sala para las visitas.
—Buenas tardes —saludó con cortesía—. El doctor Shaw está en la salita de descanso. Espero que no quieran someterle a un interrogatorio idiota que cualquiera puede responder.
—No, señor —le tranquilizó Pitt—. Quizá por ello podría usted mismo contestar antes.
—Desde luego. Aunque no se me ocurre sobre qué podemos informarles. Sin embargo, y puesto que han venido, deben suponer en contra de toda verosimilitud que hay algún elemento de criminalidad en este asunto. —Miraba a Pitt de forma insistente—. Me fui a dormir a las nueve. Me levanto temprano. No vi ni oí nada, ni tampoco el personal de la casa. Ya se lo he preguntado, pues como es natural el fragor del incendio les alarmó y angustió. No tengo la menor idea de quién podría provocar una cosa así de forma deliberada, ni qué razón podría tener para hacerlo. Claro que la mente humana es capaz de casi cualquier tipo de extravío.
—¿Conocía bien a los Shaw?
Lindsay no se inmutó.
—A él le conozco bien. Es uno de los pocos hombres de por aquí con los que me es fácil conversar. Tiene la mente abierta y no está enquistado en la tradición como la mayoría. Un hombre de una inteligencia y un ingenio considerables. No son cualidades comunes… ni siempre bien apreciadas.
—¿Y la señora Shaw?
—A ella no la conocía tan bien. Es lógico, claro, uno no puede hablar con una mujer igual que con un hombre. Pero era una gran mujer. Juiciosa, compasiva, modesta sin afectación, no daba una imagen falsa de sí misma. Poseía las mejores cualidades en una mujer.
—¿Cómo era físicamente?
—¿Cómo? —La pregunta había sorprendido a Lindsay. Su cara adoptó una mueca que era una cómica mezcla de humor e indecisión—. Es cuestión de gustos, supongo. Era morena, de rasgos regulares, con bastantes… —Se ruborizó mientras hacía un vago gesto con las manos. Pitt imaginó que habrían descrito la curva de las caderas, de no haber retenido a Lindsay un sentimiento de decoro—. Tenía ojos grandes, inteligentes y serenos. Suena como si estuviera describiendo un caballo, lo siento. Era una mujer hermosa, en mi opinión. Y caminaba con elegancia. Sin duda hablarán ustedes con las hermanas Worlingham, sus tías. Clemency se parecía un poco a Celeste. A Angeline nada.
—Gracias. Quizá podamos ver al doctor Shaw ahora…
—Desde luego. —Y sin añadir más les condujo de nuevo al vestíbulo, y tras una breve llamada, abrió la puerta de la salita de descanso.
Pitt hizo caso omiso de las llamativas curiosidades que había en las paredes y dirigió la mirada al hombre que estaba de pie junto al hogar y cuyo rostro aparecía exento de emoción, pero cuyo cuerpo estaba todavía en tensión, dispuesto a reaccionar al menor estímulo del exterior. Se volvió al oír el picaporte de la puerta, pero en sus ojos no se observaba interés alguno, sino el mero cumplimiento de un deber. Tenía la piel blanca por la conmoción sufrida y grandes ojeras alrededor de los párpados. Sus facciones eran duras, y ni las espantosas circunstancias en que se encontraba habían podido borrar la viveza e inteligencia del rostro, ni el cáustico individualismo del que habían hablado a Pitt.
—Buenas tardes, doctor Shaw —saludó con tono formal—. Soy el inspector Pitt, de Bow Street, y éste es el agente Murdo, de la comisaría local. Lamento tener que hacerle algunas inoportunas preguntas…
—Por supuesto. —Shaw cortó las justificaciones. Como había dicho Murdo, era forense de la policía y comprendía la situación—. Pregunte lo que tenga que preguntar. Pero antes dígame lo que sepa. ¿Está seguro de que ha sido un incendio provocado?
—Sí, señor. Es imposible que el fuego se iniciara de forma simultánea y fortuita en cuatro puntos diferentes, todos ellos accesibles desde el exterior, y sin que hubiera ninguna causa doméstica que lo produjera, como una chispa de la chimenea, o una vela tumbada en un dormitorio o en las escaleras.
—¿Dónde se inició? —Shaw mostraba ahora una gran curiosidad. Incapaz de permanecer donde estaba, comenzó a moverse de un lado para otro, primero hasta una mesa, luego hacia otra, donde se puso a tocar y ordenar los objetos con gesto mecánico y compulsivo.
Pitt permaneció junto al sofá.
—El jefe de los bomberos dice que comenzó en las cortinas. En las cuatro habitaciones.
El rostro de Shaw reflejaba un escepticismo aderezado, aun en semejantes circunstancias, con un vestigio de ironía y percepción crítica que debían ser características en aquel hombre.
—¿Cómo ha podido saberlo? No han quedado muchos restos… —tragó saliva— en pie.
—Todos los incendios siguen una pauta similar —afirmó Pitt con gravedad—. Es necesario comprobar qué ha sido consumido por completo y qué está muy dañado pero ha quedado parcialmente en pie. A tenor de donde haya más escombros y cristales puede saberse hasta cierto punto dónde se desarrolló el incendio con más intensidad en los primeros momentos.
Shaw se agitaba con impaciencia.
—Sí, sí, claro. Qué pregunta tan estúpida. Disculpe. —Se pasó una fuerte y bien cuidada mano por la frente y apartó el liso y rubio pelo que le estorbaba—. ¿Qué desea de mí?
—¿A qué hora fueron solicitados sus servicios, señor, y por quién? —Confiaba vagamente en la presencia de Murdo junto a la puerta, bloc y lápiz en ristre.
—No miré el reloj —respondió Shaw—. Hacia las once y cuarto. La señora Wolcott se puso de parto… su marido fue a avisar desde casa de unos vecinos que tienen teléfono.
—¿Dónde viven?
—Lejos, en Kentish Town. —Tenía una voz excelente y una dicción clara, con un timbre muy grato—. Cogí el coche para desplazarme hasta allí. Estuve toda la noche, hasta que nació el niño. Volvía a casa hacia las cinco de la mañana cuando me paró la policía y me contó lo sucedido… y que Clemency había muerto.
Pitt había visto a mucha gente en las horas inmediatas a la muerte de un ser querido. Muchas veces se había visto en la obligación de dar la noticia. Era algo que nunca había dejado de perturbarle.
—Qué ironía —continuó Shaw, sin mirar a nadie—. Mi mujer había quedado con Maude Dalgetty para salir y pasar la noche con unos amigos en Kensington. La cita se canceló en el último momento. Y la señora Wolcott no salía de cuentas hasta dentro de una semana. Era yo quien tenía que estar en casa, y Clemency fuera. —No añadió la conclusión obvia, que quedó planeando sobre la estancia silenciosa.
Lindsay permanecía de pie, sombrío e inmóvil. Murdo miró a Pitt. Sus pensamientos se reflejaron por un instante en su rostro. Pitt los conocía de antemano.
—¿Quién sabía que la señora Shaw había cambiado de planes, señor? —preguntó.
Shaw le miró a los ojos.
—Nadie salvo Maude Dalgetty y yo. Y John Dalgetty, supongo. No sé a quién más pudieron decírselo. Pero no sabían nada de lo de la señora Wolcott. Nadie sabía nada.
Lindsay estaba de pie junto a él. Le puso la mano en el hombro en un gesto que quería ser tranquilizador.
—Tienes un coche muy identificable, Stephen. El autor del desastre pudo haberte visto marchar y debió suponer que la casa estaba vacía.
—¿Y entonces por qué la quemó? —dijo Shaw con severidad.
Lindsay le apretó en el hombro.
—¡Sabe Dios! ¿Por qué prende fuego un pirómano? ¿Por odio a los que poseen más que él? ¿Por un sentimiento de poder que nace de contemplar las llamas? No lo sé.
Pitt prefirió no preguntar si la casa estaba asegurada, ni por cuánto. Sería más fácil y más exacto averiguarlo a través de las compañías de seguros. Y menos ofensivo.
Sonó una llamada en la puerta y volvió a aparecer el criado.
—¿Sí? —exclamó Lindsay con irritación.
—El párroco y su esposa han venido para expresar su condolencia al doctor Shaw, señor. ¿Debo pedirles que esperen?
Lindsay se volvió hacia Pitt, no en busca de su permiso, claro, sino para ver si había finalizado su penoso interrogatorio y podía retirarse ya.
Pitt dudó un instante, no del todo seguro de que no hubiera nada más que pudiera preguntarle a Shaw, ni de si debía, por un mínimo sentido de humanidad, permitir que recibiera el correspondiente consuelo religioso y dejar sus preguntas para luego. A lo mejor hasta le sería más fácil conocer a Shaw observándole en su relación con aquellos que le conocían a él y que habían conocido a su esposa.
—¿Inspector? —le instó Lindsay.
—Desde luego —concedió Pitt, aunque por la expresión desafiante y próxima a la alarma que vio en el rostro de Shaw dudó que fuera de verdad el consuelo religioso del párroco lo que deseaba en aquellos momentos.
Lindsay asintió con la cabeza y el criado se retiró, para regresar al cabo de un momento acompañado de un hombre apacible y muy serio vestido de clérigo. Tenía aspecto de haber sido un joven atlético, pero ahora, bien entrado en los cuarenta, no parecía preocuparse mucho por su estado físico. Se le veía demasiado tímido como para ofrecer una buena imagen, pero no había rastro de malicia o arrogancia en sus regulares facciones ni en su boca, que delataban cierta indecisión. Su intento de aparecer calmado escondía un profundo nerviosismo, y era obvio que en aquellas circunstancias estaba lejos de hallarse en su elemento.
Le acompañaba una mujer de rostro franco e inteligente, de cejas espesas y nariz demasiado grande para resultar atractiva, pero con una boca que expresaba bondad. En contraste con su marido, irradiaba una intensa energía, dirigida por entero hacia Shaw. Apenas reparó en Lindsay o en Pitt, a los que no incluyó en la presentación de sus respetos. Murdo le era invisible.
—Ah… eh… —El vicario se sintió desconcertado al ver a la policía aún allí. Se había preparado lo que iba a decir, pero ahora no encajaba con las circunstancias y no tenía nada más en reserva—. Eh… reverendo Hector Clitheridge. —Se presentó de forma lamentable—. Y mi esposa, Eulalia. —Señaló a la mujer que tenía a su lado con un gesto de la mano.
Luego se volvió hacia Shaw y su expresión se demudó. Parecía luchar por vencer una gran dificultad. Alternaba entre el desagrado y la inquietud.
—Mi querido Shaw, cómo expresarle cuánto lamento esta tragedia. Es horrible. La muerte nos asalta en medio de la vida. Cuán frágil es la existencia humana en este valle de lágrimas. La desgracia nos llega de repente. ¿Cómo podremos consolarle?
—¡No con tantos tópicos, maldita sea! —exclamó Shaw, abruptamente.
—Sí, bueno… Estoy seguro de que… —Rojo como la grana, Clitheridge no sabía qué decir.
—Las personas repetimos siempre las mismas cosas porque son verdad, doctor Shaw —intervino la señora Clitheridge con una sonrisa anhelante y los ojos clavados en el rostro de Shaw—. De qué otro modo podríamos expresarle lo que sentimos por usted y nuestro deseo de ofrecerle consuelo.
—Sí, eso es… —añadió Clitheridge de forma innecesaria—. Yo me ocuparé de todo… eh… de todo lo que usted considere necesario para… Aunque aún es muy pronto, claro… —Su voz se fue apagando, mientras miraba al suelo.
—Gracias —respondió Shaw—. Se lo haré saber.
—Por supuesto, por supuesto. —Clitheridge se sintió visiblemente aliviado.
—Mientras tanto, querido doctor… —la señora Clitheridge dio un paso al frente. Le brillaban los ojos e iba con la espalda muy erguida bajo su franela negra, como si estuviera aproximándose a un lugar emocionante y peligroso—. Mientras tanto, le ofrecemos nuestras condolencias. Y, por favor, sepa que puede contar con nosotros para cualquier cosa, para cualquier tarea que a lo mejor prefiera no realizar usted mismo. Disponga usted de mí.
Shaw la miró fijamente. Por su rostro pasó fugazmente el esbozo de una sonrisa.
—Gracias, Eulalia. Sé que su amabilidad es sincera.
Ella se ruborizó más de lo que estaba, pero no añadió nada más. El haberla llamado por su nombre de pila era una familiaridad, sobre todo delante de alguien de clase social inferior como la policía. Al ver el modo en que Shaw había arqueado las cejas, Pitt pensó que aun así lo había hecho de forma deliberada, producto de un automatismo instintivo por alejar cualquier forma de pretensión.
Por un momento Pitt vio la escena bajo una luz diferente. Seis personas en una misma habitación, vinculadas por la muerte violenta de una mujer que les era allegada, que trataban de encontrar consuelo para ellas mismas y para cada una de las demás, y que observaban todas las sutilezas de las relaciones sociales, encubriendo la simplicidad de las emociones reales con palabras y rituales. Pero los viejos hábitos y reacciones también estaban presentes: la dependencia de Clitheridge por las citas de las predecibles Escrituras, el intervencionismo de Eulalia en su favor. Algo en ella había despertado a una vida más intensa por acción de la personalidad de Shaw. Era algo que le resultaba grato y perturbador a un tiempo. El deber había vencido. Tal vez el deber vencía siempre.
El tenso cuerpo de Shaw y sus inquietos movimientos no permitían penetrar en el temperamento intelectual y distante que desprendía. El dolor bajo la superficie lo soportaría él sólo… a menos que Lindsay encontrara alguna expresión que pudiera tender un puente sobre el abismo.
Pitt se retiró del centro de la habitación y se quedó de pie junto a las cortinas estampadas, en actitud vigilante. Lanzó una mirada a Murdo para asegurarse de que hacía lo mismo.
—¿Va a quedarse aquí, con el señor Lindsay? —preguntó Eulalia solícita—. Si lo desea, en la parroquia sería bienvenido. Y podría quedarse todo el tiempo que considerara necesario hasta que… bueno… hasta que se compre otra casa.
—Aún no, querida, aún no —dijo Clitheridge en un nítido susurro—. Primero tenemos que organizar el… eh… aspecto espiritual…
—¡Tonterías! —le contestó ella—. El pobre tiene que dormir en algún sitio. Uno no puede sobrellevar sus emociones sin haber dado acomodo a su persona.
—¡Es al revés, Lally! —Empezaba a enojarse—. Déjame por favor que…
—Gracias —interrumpió Shaw, apartándose de la mesita donde había estado jugueteando con una estatuilla—. Voy a quedarme con Amos. Pero les estoy muy agradecido por su gentileza, y usted, Eulalia, se ha expresado con total corrección, como siempre. Las penas se sufren mucho mejor con un poco de comodidad material. No aporta ninguna ventaja el tener que preocuparse por dónde dormir o qué comer.
Clitheridge se molestó, pero no puso reparos. La oposición era demasiado fuerte para él.
Le salvó de tener que escuchar más argumentos en contra la reaparición del criado para anunciar más visitas.
—El señor y la señora Hatch, señor. —No hubo pregunta sobre si debían o no ser recibidos. Pitt sintió curiosidad.
—Por supuesto —asintió Lindsay.
La pareja que entró al cabo de unos instantes vestía con sobriedad, casi con severidad. Ella iba totalmente de negro, mientras que él llevaba un cuello duro de alas, corbata negra y un traje abrochado hasta el cuello de un indefinido tono oscuro. Su pálido semblante denotaba extrema gravedad y los labios tensos y los ojos brillantes expresaban emoción contenida. Aquel rostro llamó la atención de Pitt por el hecho de que reflejaba la misma intensa pasión que el de Shaw, pero también por la diferencia en sus rasgos innatos: si Shaw era impetuoso y espontáneo, el rostro del hombre que acababa de entrar era reservado y reflexivo; si Shaw se mostraba lleno de vitalidad y ácida ironía, aquel hombre era austero y melancólico. Sin embargo, ambos parecían dotados de un alma profunda y capaces de emociones impetuosas.
La señora Hatch, que entró delante, ignoró a todo el mundo y fue hacia Shaw, cosa que dio la impresión de ser lo que éste esperaba. La abrazó y la sostuvo entre sus brazos.
—Mi querida Prudence.
—Oh, Stephen, qué desgracia. —La mujer aceptó el abrazo de Shaw sin vacilación—. ¿Cómo puede haber sucedido una cosa así? Yo creía que Clemency estaba en Londres con los Bosinney. ¡Gracias a Dios que tú no estabas allí!
Shaw no dijo nada. Por una vez no sabía qué replicar.
Se produjo un incómodo silencio, como si los demás, que no compartían la profundidad de aquellas emociones, se hubieran sentido violentos y hubieran preferido no ser testigos de ellas.
—La hermana de la señora Shaw —susurró Murdo inclinándose hacia Pitt—. Ambas damas eran hijas del difunto Theophilus Worlingham.
Pitt nunca había oído hablar de ningún Theophilus Worlingham, pero a juzgar por la reverencia que denotaba la voz de Murdo debía tratarse de una persona de cierta reputación.
Josiah Hatch carraspeó para poner fin a aquella escena. Aparte de que hubiera que guardar las formas, se había percatado de las imprecisas figuras de Pitt y Murdo en un extremo de la habitación. Presencias intrusas que no formaban parte de lo que estaba sucediendo.
—Debemos buscar consuelo en la fe —comenzó. Miró de reojo a Clitheridge—. Estoy seguro de que el vicario os habrá reconfortado ya con palabras de ánimo. —Sonó algo forzado, como si no estuviera seguro de lo que acababa de afirmar—. Es éste un momento en el que debemos apelar a la fuerza de nuestro ser interior y recordar que Dios está con nosotros, también en este valle de sombras, y que ha de hacerse su voluntad.
Aquel manifiesto era tan banal como indiscutible, y dolorosamente sincero.
Como si hubiera apreciado un mensaje de honestidad en aquel hombre, Shaw apartó con cortesía a Prudence y se dirigió a él.
—Gracias, Josiah. Es un alivio para mí saber que estás tú para sostener a Prudence.
—Por supuesto —convino Hatch—. Es deber sagrado de un hombre cuidar de las mujeres cuando llega el momento del dolor y la aflicción. Ellas son más débiles por naturaleza, y más sensibles para estas cosas. La dulzura y la pureza de sus mentes es lo que las hace tan perfectamente aptas para el papel de madres y para el cuidado de los pequeños, cosas por las que debemos dar gracias a Dios. Recuerdo cuántas veces me habló en este sentido el querido obispo Worlingham cuando yo era joven.
No miraba a ninguno de los presentes, sino a un lejano lugar de su memoria.
—Nunca dejaré de estar agradecido por el tiempo de mi juventud que pasé con él. —Una punzada de dolor cruzó su rostro—. La negativa de mi padre a que yo ingresara en la Iglesia la compensó la tutela que sobre mí dispensó aquel gran hombre, quien me encaminó por la senda del espíritu y el cristianismo verdadero.
Miró a su mujer.
—Tu abuelo, querida, fue lo más parecido a un santo que puede haber en este pobre mundo. Su falta nos resulta muy triste… muy triste en verdad. Él hubiera sabido cómo afrontar una pérdida como ésta, y también dirigirnos a cada uno de nosotros las palabras precisas para explicarnos la sabiduría divina y hacernos sentir en paz con la desgracia.
—Sí, sí —dijo Clitheridge de forma inoportuna.
Hatch miró a Lindsay.
—Un adelantado a vuestro tiempo, señor, para infortunio vuestro. El obispo Augustus Worlingham fue una personalidad notable, un caballero cristiano, benefactor de multitud de hombres y mujeres, tanto material como espiritualmente. Su influencia ha sido incalculable. —Se inclinó hacia adelante, con el rostro severo—. Es imposible saber cuántas personas siguen ahora el camino recto gracias a su paso por la tierra. Yo conozco decenas de ellas. —Miraba a Lindsay—. Si las señoritas Wycombe se dedicaron, las tres, a cuidar enfermos, fue por inspiración suya, y por él tomó los hábitos el señor Bartford y fundó una misión en África. Sería también imposible calibrar toda la felicidad doméstica resultante de sus consejos acerca de cuál es el lugar y cuáles los deberes de una mujer en el hogar. Y la bendición de su vida se extendió a una zona mucho más amplia que la de Highgate…
Lindsay le observaba perplejo, pero no le interrumpió. Tal vez era incapaz de encontrar una respuesta adecuada.
Shaw apretaba los dientes y miraba al techo.
La señora Hatch se mordía el labio y miraba con nerviosismo a Shaw.
Hatch lanzó una nueva acometida, con afán renovado.
—Sin duda habrá oído hablar del vitral que le estamos dedicando en la iglesia de St. Anne. Está ya diseñado y sólo necesitamos un poco más de dinero. Aparece representado el propio obispo como el profeta Jeremías, en actitud de enseñar a las gentes del Antiguo Testamento, con ángeles en los hombros.
Shaw apretó las mandíbulas. Parecía contenerse con dificultad.
—Sí, sí… lo he oído —dijo Lindsay como por salir del paso. Su turbación era evidente. Lanzó una fugaz mirada a Shaw, quien se agitaba como si apenas pudiera contener la energía reprimida en su interior—. Estoy seguro de que será un vitral de gran belleza, admirada por todos.
—Ésa no es la cuestión —repuso Hatch tajante—. No se trata de belleza, mi querido señor. Estamos hablando de la edificación de las almas. De la salvación de la vida a partir del pecado y la ignorancia, de recordar a los fieles cuál es el viaje que estamos realizando y hacia qué fin converge. —Sacudió la cabeza como para abstraerse del firme bienestar material que le rodeaba—. El obispo Worlingham fue un hombre recto, con un gran conocimiento del orden que ocupan las cosas en el mundo y del lugar que ocupamos nosotros en los designios de Dios. Si permitimos que se pierda su influencia será a nuestra cuenta y riesgo. Ese vitral será un monumento a su persona, hacia el cual la gente elevará sus ojos cada domingo, y a través del cual la sagrada luz divina se derramará sobre todos.
—Pero hombre, por todos los santos, la luz se derramará desde cualquier ventana que pongan en la pared, sea como sea —saltó Shaw—. Y si quieres luz, seguro que te dará más si sales a tomar el fresco al camposanto de la iglesia.
—Hablaba en sentido figurado —replicó Hatch, sorprendido y con los ojos llenos de furia—. ¿Es que todo tienes que verlo desde un punto de vista tan prosaico? Deja al menos que en estos momentos de dolor tu alma se eleve a lo eterno. —Entornaba los ojos en actitud feroz, con los labios pálidos y voz temblorosa—. Por el amor de Dios, bastante es la desgracia.
La pasajera disputa amainó y el dolor reemplazó a la ira. Shaw permaneció inmóvil, tranquilo por vez primera desde que llegara Pitt.
—Sí… yo… —No conseguía dar con una expresión de disculpa—. Sí, es verdad. Ha venido la policía. Ha sido un incendio provocado.
—¿Cómo? —Hatch se quedó horrorizado. Se puso lívido y le flaquearon un poco las piernas.
Lindsay fue hacia él por si caía. Prudence retrocedió levantando los brazos, hasta que pareció asimilar de golpe el significado de las palabras de Shaw y su rostro se demudó también.
—¡Provocado! —exclamó la mujer—. ¿Quieres decir que alguien prendió el fuego de forma intencionada?
—En efecto.
—Pero entonces ha sido un… —tragó saliva, intentando mantener la compostura— un asesinato.
—Sí. —Shaw le puso la mano en el hombro—. Lo siento, querida. Pero por eso está aquí la policía.
Ambos, ella y Hatch, volvieron su atención por primera vez hacia Pitt, con una mezcla de intranquilidad y desagrado. Hatch irguió los hombros y, con cierta dificultad, se dirigió a Pitt, ignorando a Murdo.
—Señor, no hay nada que podamos decirle nosotros. Si es verdad que ha sido un hecho deliberado, busque entre los vagabundos. Entretanto, permita que soportemos nuestra pena en privado, en nombre de la humanidad.
Era tarde y Pitt estaba cansado y hambriento. Ya había tenido suficientes muestras de dolor e incomodidad por ese día. No tenía más preguntas que hacer. Había visto ya las pruebas periciales y las escasas conclusiones que ofrecían. No había sido un acto cometido por ningún vagabundo. Había sido cuidadosamente planeado con intención de destruir. O de matar. La pregunta era: ¿quién? En cualquier caso, era muy probable que la respuesta estuviera en los corazones de las personas que conocían a Stephen y Clemency Shaw. Tal vez en el de alguien a quien ya había visto o cuyo nombre había oído mencionar.
—Sí, señor —convino con alivio—. Gracias por la atención dispensada. —Dirigió esta última fórmula a Shaw y Lindsay—. Les mantendré informados.
—¿Cómo? —Shaw frunció el entrecejo—. Oh sí, claro… Buenas noches… eh… inspector.
Pitt y Murdo se retiraron. Al cabo de unos minutos subían por la silenciosa calle a la luz de la linterna de Murdo, éste de regreso a la comisaría de Highgate, y Pitt en busca de una calesa que le condujera a casa.
—¿Qué opina usted? ¿Iban por la señora Shaw o por el doctor? —preguntó Murdo después de haber recorrido un par de centenares de metros y mientras el aire de la noche les rozaba el rostro con una caricia helada.
—Pudo ser por cualquiera de los dos. Pero si era por la señora Shaw, por lo que sabemos parece que sólo el señor Dalgetty y su esposa, además del buen doctor, sabían que estaba en casa.
—Supongo que puede haber mucha gente que tenga motivos para matar a un doctor —dijo Murdo pensativo—. Los médicos se enteran de muchos secretos de la gente.
—En efecto —acordó Pitt con un estremecimiento de frío y apretando un poco el paso—. Y caso de ser así, puede que el doctor sepa quién ha sido… Y que el asesino lo intente de nuevo.