—¡Noooo! —gimió Ben consternado.

Nuestros ojos estaban contemplando dos figuras de color gris.

El pantalón y la camisa habían perdido su color. Y también el cabello y los ojos. Todo yo era un conjunto de distintas tonalidades de gris.

—Ya casi somos como ellos —murmuró Ben, y soltó otro gemido—. ¿Cuáles son los colores de este colegio? ¿Gris y gris? —Trató de sonreír, pero vi que temblaba de pies a cabeza.

—¡No… espera! —grité—. Mira, Ben. ¡Todavía nos queda algo de tiempo!

Señalé en dirección al espejo.

Mis orejas eran grises, al igual que mis labios y mi barbilla, pero en las mejillas y la nariz todavía quedaba un vestigio de color.

A Ben le sucedía lo mismo.

—Lo único que no se ha teñido de gris es una parte de mi cara —observó con un suspiro.

—Lo sentimos muchísimo —dijo Mary, acercándose por detrás—. Lo lamentamos de veras, porque dentro de unos minutos seréis tan grises como nosotros.

—¡No! —insistí yo, alejándome del espejo—. Tiene que haber alguna solución. ¿Nunca nadie ha podido escapar?

La respuesta de Seth me dejó petrificado.

—Sí —repuso suavemente—. Hace tan sólo unas semanas, una chica consiguió huir de Oscurolandia.

—Después de cincuenta años, uno de nosotros consiguió regresar a vuestro mundo —explicó Mona con un suspiro.

—¡Qué! —gritamos Ben y yo al unísono.

—¿Cómo lo consiguió? —pregunté.

Todos movieron la cabeza de un lado a otro.

—No tenemos ni idea —repuso Eloise con tristeza—. Un buen día desapareció. Estamos esperando que regrese a por nosotros.

—Cuando esta noche se abrieron las puertas del ascensor, creimos que era ella —añadió Eddie—. Pensamos que había regresado para salvarnos.

¡Greta!

De repente, su imagen me vino a la cabeza.

¡Claro! Tenía que ser Greta; esa chica tan extraña, con los ojos grises, el pelo de un rubio casi blanco y siempre vestida de negro.

Greta había conseguido escapar de Oscurolandia y regresar al mundo del color. Por eso siempre andaba como loca detrás del lápiz de labios de Thalia.

Greta…

¿Por qué no había regresado a salvar a sus amigos? ¿Cómo había conseguido escapar?

Desvié la vista hasta el ascensor, al fondo del aula.

—¡Ábrete! —ordené en voz baja—. ¡Ábrete ahora mismo, por favor! ¡Ábrete!

Pero claro, la puerta gris siguió tan cerrada como antes. Me metí las manos en los bolsillos del pantalón. Cavilando e intentando no dejarme llevar por el pánico, me dispuse a andar hacia la parte delantera de la clase.

Ben se dejó caer en una silla, negando con la cabeza, abatido.

—No puede ser —murmuró—. ¡No puede ser cierto! —Dio un puñetazo de rabia sobre el pupitre y repitió—: No puede ser cierto.

—Piensa, Tommy, piensa —me ordené en voz alta—. Tiene que haber un modo de impedir que nos volvamos completamente grises. Tiene que haber alguna forma de recuperar el color. ¡Piensa!

Mi mente funcionaba a la velocidad del rayo. Estaba demasiado asustado para pensar con claridad. Tenía todos los músculos del cuerpo agarrotados. Sin dejar de cavilar, me saqué el mechero de plástico del bolsillo. Nervioso, empecé a girarlo entre mis dedos y a pasármelo de una mano a otra.

—¡Piensa! ¡Piensa!

Seguí jugueteando con el encendedor. Me resbaló de las manos y chocó contra el suelo.

Lo observé unos instantes mientras me agachaba para recogerlo. El mechero, que había sido de un rojo intenso, se había vuelto gris.

Pero la llama…

¡Claro! ¡Qué buena idea!

Me levanté y me volví hacia los demás, sosteniendo el encendedor en alto.

—¿Qué pasaría si…? —empecé a decir, sin dejar de cavilar y entusiasmado por mi brillante idea—. ¿Qué pasaría si iluminara la clase con luz amarilla del otro mundo? ¿Creéis que el color, o sea, la luz amarilla, haría desaparecer el gris?

—Ya lo has probado antes, cuando estábamos fuera —me recordó Ben.

—Pero eso ha sido en el exterior —repuse—. ¿Qué pasaría si lo encendiera cerca de la pared? ¿Creéis que el color intenso haría desaparecer el gris, de modo que pudiéramos ir al otro lado y regresar al mundo del color?

Me miraron fijamente, con los ojos clavados en el mechero que sostenía en la mano.

No esperé a oír ninguna respuesta.

—Voy a probarlo —anuncié.

Alcé el encendedor de plástico. Todas las miradas se concentraron en él.

—Adelante —susurró Ben—. Que la suerte nos sonría.

Le di al encendedor. Le volví a dar. Otra vez. Le di con más fuerza. Nada. No había modo de encenderlo.