—¡Allá voy! —exclamé.
Levanté el encendedor. Le di una vez, dos y salió una llama amarilla.
—¡Ahhh! —chilló una muchacha.
Varios chicos del grupo también gritaron. Algunos se protegieron los ojos con las manos o se volvieron para no ver la llama.
—¡Es demasiado luminosa! —exclamó una chica.
—¡Los ojos! ¡Me duelen los ojos!
—¡Quitadle eso! ¡Quitádselo! —gimió un chico.
Pero yo aún no había terminado.
Acerqué la llama al montón de hojarasca que descansaba a nuestros pies. Las hojas se encendieron al instante, crepitando y produciendo grandes llamas anaranjadas.
—¡Nooo! —Los muchachos se taparon los ojos y gritaron de dolor.
—¡Larguémonos! —dije a Ben y a los demás. Pero ellos ya habían echado a correr por la oscura maleza. Incliné la cabeza y salí disparado tras ellos.
Oí que el grupo de muchachos salvajes gritaba y gemía detrás de nosotros.
—¡No veo nada! ¡No veo nada!
—¡Que alguien haga algo!
—¡Apagad el fuego!
Al volverme observé que las hojas seguían ardiendo, formando un serpenteante muro de luz roja y anaranjada, que contrastaba intensamente con la oscuridad de la noche.
Los muchachos se cubrían los ojos y corrían despavoridos de un lado a otro. Habían dejado de perseguirnos.
Abriéndose paso en la brumosa noche, Seth y sus dos amigas nos condujeron al otro lado de la colina.
—Ya os avisamos acerca de estos chicos —explicó Mary, jadeando—, pero vosotros echasteis a correr sin querer oír una sola palabra.
—Han perdido la razón —comentó Seth con tristeza—. No saben lo que hacen.
—Se han convertido en una especie de pandilla salvaje —añadió Eloise—. Se rigen por sus propias leyes y celebran unos extraños rituales. Cada noche se cubren de pies a cabeza con el repugnante líquido negro. Es… es realmente aterrador.
—Esa es la razón por la que nosotros cinco vivimos en el colegio —explicó Eloise—. A nosotros también nos dan miedo.
—Hacen unas cosas verdaderamente horripilantes —intervino Mary—. Han perdido todo resquicio de esperanza. Todo les da igual.
Empecé a tiritar. La grisácea luna se había escondido nuevamente detrás de las nubes y el aire era cada vez más frío. Los tres muchachos grises parecieron fundirse con la pálida luz de la noche.
Oí gritos que sonaban muy cerca. Voces nerviosas.
—¡Vienen hacia aquí! —chillé.
—Será mejor que nos apresuremos —repuso Seth—. Seguidnos.
Nuestros amigos se dieron media vuelta y echaron a correr hacia la calle. Ben y yo les seguimos, al amparo de la espesa sombra que proyectaban los altos setos de los jardines.
Volví a oír gritos a dos pasos de nosotros.
—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Ben en un susurro jadeante.
—A la escuela —repuso Seth.
—¿Para sacarnos de aquí? —grité—. ¿Para ayudarnos a regresar a nuestro mundo?
—No —repuso Seth sin aminorar la marcha—. Ya os lo dijimos, Tommy. No os podemos ayudar a regresar, pero estaréis más seguros en el colegio.
—Desde luego —añadió Mary.
Ben y yo les seguimos por jardines oscuros y calles desiertas. Las ramas de los árboles sin hojas crujían y gemían sobre nuestras cabezas. Por lo demás, lo único que se oía era el constante ¡pum, pum! de nuestros zapatos al correr.
No oíamos las voces de los otros chicos, pero sin duda se encontraban muy cerca, tratando de encontrarnos.
Suspiré aliviado cuando llegamos al pequeño edificio del colegio. Ben y yo nos apresuramos a entrar. Seth y las dos chicas nos llevaron de nuevo al aula. Mona y Eddie nos estaban esperando.
Me dejé caer en un pupitre y traté de recuperar el aliento. Al levantar la cabeza, vi que los cinco muchachos grises nos miraban con ojos desorbitados.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
No contestaron durante un buen rato. Eloise fue la primera en hablar.
—Será mejor que os miréis —y señaló en dirección a un gran espejo que había cerca del ascensor.
Ben y yo la obedecimos al instante.
Cuando me planté enfrente del espejo, mi corazón latía desbocado. Una profunda sensación de terror se apoderó de mí.
Sabía lo que iba a ver, pero rezaba para que estuviera equivocado.
Respiré hondo, y me miré en el espejo.