Ben y yo entornamos los ojos. Primero oímos voces agudas; luego, el ruido sordo de pasos avanzando por el césped, pero no veíamos a nadie.
Realmente no sabíamos en qué dirección salir corriendo.
—¡Por aquí! ¡Están aquí! —repitió la muchacha a su compañero, mientras trataba de recuperar el aliento.
—¡Detenedlos! —intervino otra chica.
Ben y yo nos dimos la vuelta.
—¿Quién está ahí? —traté de gritar, pero me salió una voz débil y aterrada—. ¿Quién es?
Entonces, envueltas en la densidad de la niebla, surgieron unas siluetas, grises y difuminadas, que corrían hacia nosotros. Luego se detuvieron lo bastante cerca como para ser visibles a través de la espesa cortina de bruma.
Nos contemplaban con expresión de sorpresa, los brazos extendidos y el cuerpo tenso, sus cabellos agitándose bajo la envolvente neblina.
Retrocedí hasta donde se encontraba Ben. Nos quedamos espalda contra espalda, mirándolos boquiabiertos mientras formaban un estrecho círculo a nuestro alrededor.
—Son… son chicos —exclamó Ben—. ¡Otro grupo de chicos!
Me pregunté si serían los que faltaban para completar la clase de 1947.
—¡Eh! —grité—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Nos contemplaron en silencio
La niebla empezó a disiparse. Tras ella apareció una muchacha bajita, de pelo negro y rizado, que le susurraba algo a un muchacho mayor, ataviado con una anticuada chaqueta negra. En aquel momento la niebla los cubrió de nuevo y tuve la sensación de que se desvanecían ante mis propios ojos.
Otros muchachos aparecieron y desaparecieron. En total, serían unos veinte.
Se hablaban en susurros, lanzándonos miradas y sin moverse del corro que habían formado a nuestro alrededor.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —repetí, tratando de que mi voz no reflejara lo muy asustado que estaba—. Mi amigo y yo… nos hemos perdido. ¿Podéis ayudarnos?
—Aún sois de color—murmuró una chiquilla.
—Color. Color. Color. —La palabra fue pasando de boca en boca en el círculo de muchachos grisáceos.
—Deben de ser los otros chicos de la clase —susurró Ben—. Los chicos sobre los que Seth y los demás nos advirtieron.
Las palabras de Seth volvieron a mi mente: «Están locos. Locos de remate.»
—¡Nos hemos perdido! —grité—. ¿Podéis ayudarnos?
No contestaron. Susurraron con nerviosismo entre ellos.
—¡Venga! ¡Venga! —gritó un chico de repente. Su voz sonó tan fuerte, que me sobresaltó.
—¿Qué habéis dicho? —pregunté—. ¿Podéis ayudarnos?
—¡Venga! ¡Venga! —repitió una chica.
—No somos de aquí —gritó Ben—. Queremos irnos, pero no sabemos cómo.
—¡Venga, venga! —murmuraron unas voces al unísono.
—Por favor, ¡contestadnos! —supliqué—. ¿Podéis ayudarnos?
Entonces, todos entonaron: «Venga, venga» y se pusieron a bailar.
Sin deshacer el círculo, empezaron a desplazarse hacia la derecha al compás de un ritmo acelerado. Levantaron una pierna y dieron un paso a la derecha. Pusieron el pie en el suelo y lanzaron un puntapié. Después, otro paso a la derecha.
Una danza muy extraña.
—Venga, venga —entonaban.
—¡Basta, por favor! —suplicamos Ben y yo—. ¿Por qué hacéis esto? ¿Queréis asustarnos?
—Venga, venga. —Y mientras danzaban, las oscuras siluetas entraban y salían de la envolvente niebla.
La bruma se levantó por unos instantes. Entonces vi que todos ellos bailaban agarrados de las manos. El círculo se iba haciendo más y más estrecho, y en su centro estábamos Ben y yo.
—Venga, venga —entonaban.
Un paso y un puntapié.
—Venga, venga.
—¿Qué están haciendo? —susurró Ben—. ¿Se trata de un juego o algo por el estilo?
Tragué saliva con fuerza y contesté:
—No, no lo creo.
La niebla volvió a desplazarse, arrastrándose momentáneamente por la hierba para luego levantarse de nuevo.
Miré con los ojos entornados los rostros que cantaban y danzaban a nuestro alrededor. Tenían una expresión dura y una mirada helada. Unos rostros nada amistosos.
—Venga, venga. Venga, venga.
—¡Parad! —grité yo—. ¡Basta ya de tonterías! ¿Qué estáis haciendo? Por favor, ¡que alguien nos lo explique!
—Venga, venga. —El canto no cesaba.
El círculo se desplazó hacia la derecha. Clavaron sus miradas en nosotros. Parecía un desafío. Era como si nos estuvieran pidiendo que detuviéramos esa especie de danza infernal.
Venga, venga
Ponte gris
Venga, venga
Ponte gris
El círculo giraba a nuestro alrededor. Las siluetas bailaban con frenesí bajo la envolvente niebla siguiendo un ritmo constante y aterrador.
Un ritmo tan frío, tan amenazante.
¡Un ritmo delirante!
Venga, venga
Ponte gris
Venga, venga
Ponte gris
Y, de repente, contemplando esa espeluznante danza, escuchando ese canto frenético, lo comprendí todo.
Entendí que estaban celebrando un extraño ritual, y que seguirían observándonos y bailando a nuestro alrededor hasta que fuéramos tan grises como ellos.