—¡Ahhhhhh! —Un terrible gemido escapó de mi garganta.

Rodé sobre mi espalda, mientras un gato negro daba tumbos junto a mí.

¿Un gato negro?

Había saltado a mis hombros desde la rama de un árbol.

Clavó sus grises ojos en mí, erizó su pelaje negro y levantó la cola. Luego salió corriendo, desvaneciéndose en la densa niebla. Me levanté temblando de pies a cabeza.

—Tommy, ¿qué te ha pasado? —preguntó Ben.

—¿No has visto ese gato? —grité—. Ha saltado encima de mí y me ha tirado al suelo. Pensé… pensé que… —Las palabras se me atascaron en la garganta.

—¿Estás bien? La niebla es tan espesa que no me ha dejado ver nada —repuso Ben—. Lo único que sé es que de pronto te has puesto a chillar. ¡Menudo susto me has dado!

Me froté la nuca. «¿Por qué me habrá saltado encima ese gato?», me pregunté.

Llegué a la conclusión de que, como no había nadie por allí, tal vez se encontraba muy solo. Pero justo en ese instante, se oyó la voz de una chica.

—¡Están aquí! —gritó.

Y, luego, un muchacho que debía de estar a dos pasos de nosotros gritó:

—¡No dejéis que se escapen! ¡Atrapadlos!