Ben cayó al suelo con un sonoro ¡patapum! Yo le seguí y aterricé sobre un mullido lecho de hierba.
El cielo de la noche se extendía sobre nuestras cabezas como un tupido manto negro. La Luna y las estrellas brillaban por su ausencia.
Seth y los demás aparecieron en la ventana, gritando y haciéndonos señas para que regresáramos, pero nosotros echamos a correr por un sombrío sendero de hierba.
Cruzamos la calle. En la lejanía se divisaban casas bajas y oscuras, rodeadas de jardines grisáceos. Ninguna ventana estaba iluminada, no pasaba ningún coche, nadie andaba por la calle.
—¿Estamos en Bell Valley? —me preguntó Ben, mientras cruzábamos otra calle sin aminorar el paso—. ¿Por qué nada de todo esto me resulta familiar?
—Esas casas de ahí no son como las de enfrente del colegio —observé.
Un escalofrío de miedo me dejó petrificado. De pronto, empecé a preguntarme cómo era posible que ahí fuera hubiera un pueblo tan distinto al nuestro ¿Dónde estaba la gente que vivía ahí? ¿Se trataba de un pueblo abandonado? ¿Era el decorado de una película? ¿No era un barrio de verdad?
Las advertencias de los cinco chicos grises resonaban con fuerza en mis oídos.
«Tal vez Ben y yo hemos cometido un error —pensé—. Tal vez deberíamos haberles hecho caso.»
Me volví y contemplé el colegio. La niebla se elevaba flotando desde el suelo. El edificio se alzaba en la oscuridad detrás de una grisácea bruma que iba invadiéndolo todo.
Sorprendido, entorné los ojos para ver mejor.
—¡Oye… Ben! —exclamé jadeando—. Mira el colegio.
Mi amigo también lo estaba observando.
—¡Ese no es nuestro colegio! —exclamó.
Estábamos contemplando un pequeño edificio cuadrado de tejado plano y de una sola planta. Sólo tenía una ventana que diera a la calle, y por ella salían rayos de luz gris que se proyectaban sobre una delgada y desnuda asta de bandera que había junto a la acera. Un par de columpios relucían bajo el tenue resplandor plateado.
—Estamos en otro mundo —observé con una vocecita temblorosa—. Un mundo distinto y muy cercano a la vez.
—Pero, pero… —balbuceó Ben.
La niebla se había hecho más densa, formando una pared ondulante que arrancaba del suelo y nos impedía ver la parte inferior del edificio.
—¡Venga! ¡Sigamos! —apremié a Ben—. ¡Tiene que haber algún modo de salir de aquí!
Echamos a correr. Pasamos por entre casas lúgubres y solares abandonados, avanzamos por debajo de árboles de ramas ennegrecidas y sin hojas a causa del frío invernal. Nuestras pisadas retumbaban en las calles sin coches ni farolas.
Yo seguía mirando hacia el cielo, con la esperanza de ver el resplandor de la luna o la luz centelleante de una estrella, pero mis ojos se toparon con un techo de profunda oscuridad.
«Somos como sombras —pensé—. Sombras corriendo entre sombras. ¡Basta ya, Tommy —me reprendí—. No empieces a pensar cosas raras. Concéntrate en lo que tienes que hacer, que es encontrar un modo de escapar de aquí.»
Pasamos corriendo por delante de un buzón negro y cruzamos otra calle desierta, mientras la niebla nos iba envolviendo más y más.
Al principio, la bruma flotaba a poca altura, esparciéndose por el oscuro césped, extendiéndose por entre las calles. No soplaba ni una brizna de viento. Pero muy pronto la neblina comenzó a alzarse a nuestro alrededor, ocultando las casas que encontraba a su paso, ocultando los árboles desnudos y las calles desiertas, ocultándolo todo tras un espeso y envolvente muro gris.
Ben soltó un gruñido y se detuvo. Me di de narices contra él.
—¡Eh! —grité sin aliento—. ¿Por qué te has parado?
—No veo nada —contestó bruscamente—. Esta niebla… —Apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia delante, tratando de recuperar el aliento.
—No estamos llegando a ninguna parte, ¿verdad? —pregunté con voz queda—. Creo que podríamos seguir corriendo toda la vida y nunca conseguiríamos salir de aquí.
—Tal vez deberíamos esperar a que amaneciera —sugirió Ben, todavía inclinado—. Para entonces, lo más seguro es que la niebla haya desaparecido.
—Tal vez —repuse con aire dubitativo.
Empecé a temblar. Me preguntaba cuántas partes de mi cuerpo se habrían vuelto de color gris. ¿Me quedaba todavía un poco de color?
Me levanté la camisa y traté de comprobarlo, pero estaba demasiado oscuro. Todo se veía gris y negro. Era imposible distinguir algo.
—¿Qué sugieres que hagamos? —pregunté a Ben—. ¿Regresar al colegio?
La niebla seguía flotando a nuestro alrededor. Era tan espesa que apenas me dejaba ver a mi amigo.
—N-no creo que seamos capaces de encontrarlo en medio de esta bruma —balbuceó. El miedo se había instalado en su voz.
Me volví. Tenía razón. No se veía la calle, ni los árboles al otro lado de la espesa niebla.
—Tal vez podamos volver sobre nuestros pasos —sugerí—. Si seguimos avanzando hacia allí… —apunté. Pero en la espesa niebla que nos rodeaba, no estaba seguro de que ésa fuera la dirección correcta.
—Hemos cometido una estupidez —murmuró Ben—. Tendríamos que haber escuchado a esos chicos. Intentaban ayudarnos y…
—Ahora es inútil lamentarse —observé con brusquedad—. Se me ha ocurrido una idea. Intentemos encontrar un camino entre la niebla que nos conduzca hasta una de esas casas y pasemos ahí la noche.
—Pero tendríamos que forzar la puerta de entrada —repuso Ben.
—Parecen deshabitadas —contesté.
La niebla seguía arremolinándose a nuestro alrededor y nos envolvía por completo.
Tiré del brazo de mi amigo y añadí:
—Vamos. Encontraremos un sitio donde esperar a que amanezca. Será mejor que pasar toda la noche al aire libre.
—Sí, supongo que sí —convino Ben.
Dimos media vuelta y enfilamos una empinada cuesta. Teníamos que avanzar a paso de tortuga, porque no se veía nada.
Habíamos dado seis o siete pasos cuando lancé un grito de terror. Alguien me había golpeado y tirado al suelo.