—¡Mis, mis dedos! —grité.

Levanté las manos para que los vieran. Los dedos se me habían teñido de gris, y las palmas estaban perdiendo su color.

Ben me agarró la mano y tiró de ella para examinarla.

—¡Oh, no! —murmuró—. No…

—¡Ben! ¡Las tuyas también! —grité.

Soltó mi mano de golpe para observarse la suya. Prácticamente toda ella era de color gris. Al examinar su mano izquierda descubrió que no le quedaba un solo dedo rosado, y que la palma también se había empezado a teñir de gris.

—No… no… —iba repitiendo Ben, al tiempo que negaba con la cabeza.

Levanté los ojos y contemplé a los cinco muchachos grises.

—Entonces… no estabais bromeando—balbuceé.

Nos miraron sin ninguna expresión en el rostro.

Mary observó mis manos con atención.

—Perderéis todo el color enseguida —dijo finalmente—. Ya veréis.

—¡No! —exclamé, levantándome de un salto—. ¿Qué podemos hacer? ¡No puede ser que nos volvamos de color gris! ¡Es imposible!

—No tenéis elección —dijo Eloise con tristeza—. Ahora estáis en Oscurolandia, y en nuestro mundo todos los colores palidecen con extrema rapidez.

—Ahora sois como nosotros —nos repitió Seth—. Y cuando todo vuestro cuerpo sea de color gris, ya no podréis regresar.

—¡No! —protestamos mi amigo y yo.

—Saldremos de aquí —grité.

Le di una patada a la silla y me precipité de nuevo hacia la salida. Giré el pomo de la puerta y tiré con todas mis fuerzas.

Ben se colocó junto a mí, y ambos tratamos de abrir esa maldita puerta hasta acabar gimiendo de dolor y con la cara más roja que un tomate.

—Está cerrada con pestillo por el otro lado —gritó Seth—. Estáis perdiendo el tiempo.

—No —volví a insistir—. Saldremos de aquí. ¡Saldremos de aquí ahora mismo!

Di un grito desesperado, levanté ambas manos y empecé a aporrear la puerta con todas mis fuerzas.

—¡Socorro! —grité—. ¡Que alguien nos ayude! ¿Podéis oírme? ¡Auxilio!

Golpeé la puerta hasta que las manos me dolieron. Después, me rendí.

—¿Creéis que no lo hemos probado antes? —preguntó Mary con amargura—. No paramos de golpear las paredes y de gritar pidiendo ayuda.

—Pero nunca hay nadie que responda —añadió Eloise—. Nadie que venga a ayudarnos.

Eché un nuevo vistazo a mis manos. Estaban completamente grises, desde la punta de los dedos hasta las muñecas. Y mis brazos también empezaban a perder el color.

—¡Ben…! —exclamé. Él también estaba mirando cómo su piel se volvía gris.

La cabeza me daba vueltas. De pronto me sentí mareado.

—¿Cómo vamos a escapar de aquí? ¿Cómo vamos a regresar a nuestro mundo?

—¿Tal vez en el ascensor? —sugirió Ben.

—No servirá de nada —advirtió Seth.

Pero nosotros no le hicimos caso y echamos a correr como locos por el pasillo que había entre las mesas hasta llegar al fondo de la inmensa aula. Allí, en un estrecho hueco, se encontraba el ascensor.

—No hay ningún botón de llamada —gritó Mary detrás de nosotros.

—Bah, ese aparato nunca funciona —añadió Seth—. Nadie lo ha usado en cincuenta años. Cuando esta noche lo hemos oído ponerse en marcha, no nos lo podíamos creer.

—Tiene que haber algún modo de salir de aquí —grité.

Recorrí con la palma de la mano la pared que se alzaba junto al ascensor.

—Seguramente hay un botón escondido por alguna parte.

La pared estaba tibia y era suave al tacto. La golpeé con el puño hasta que toda mi mano me dolió.

Ben deslizó los dedos por la hendidura que formaban las dos puertas al unirse en el centro y trató de abrirlas con todas sus fuerzas.

No tuvo suerte.

—¡Un destornillador! —gritó por encima de su hombro—. ¿Alguien tiene un destornillador?

—¿O tal vez un cuchillo, o un palo o algo para separar las puertas? —añadí.

—Ya lo hemos probado —gimió Eloise con su voz ronca y chirriante—. Lo hemos probado todo. ¡Absolutamente todo!

Me puse a dar puntapiés a las puertas de metal. Me sentía frustrado, y enfurecido y asustado… Todo a la vez.

Noté una fuerte punzada de dolor en la pierna y el pie. Regresé junto a la pared a la pata coja, respirando profundamente.

—Sentaos con nosotros —dijo Mary—. Sentaos y esperad. Al fin y al cabo, la situación no es desesperada.

—Uno termina por acostumbrarse —añadió Seth suavemente.

—¿Qué? —grité enfurecido, todavía respirando agitadamente—. ¿Cómo puede uno acostumbrarse a un mundo sin color? ¿A un mundo en blanco y negro? ¿Y a no poder ir a casa ni a ninguna parte?

Mary bajó la cabeza. Los otros se volvieron para mirarnos con sus rostros grises, tristes y apagados.

—Yo, yo no voy a acostumbrarme —balbuceé—. Ben y yo saldremos de aquí.

Empecé a frotarme las manos. Tal vez así podría borrar el color gris de mi piel, que seguía siendo cálida y suave.

Pero no funcionó.

Mis colores de siempre habían desaparecido y todo mi cuerpo se estaba volviendo gris por momentos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ben con voz chillona y los ojos enfurecidos.

—¡La ventana! —grité, señalando con la mano—. ¡Vamos! ¡Saldremos por la ventana!

—¡No! —exclamó Seth, corriendo hacia nosotros para cortarnos el paso—. ¡No lo hagáis! Os lo advierto…

—¡No salgáis por ahí! —gritó Eddie.

«¿Por qué intentan detenemos? —me pregunté—. ¡No quieren que escapemos! ¡No quieren que regresemos a nuestro mundo! ¡Quieren que seamos grises como ellos!»

—Quítate de en medio, Seth —grité.

Mi amigo se escabulló por un lado, y yo por otro,

Seth trató de agarrarme, pero conseguí darle esquinazo. Llegué hasta la ventana y, tras contemplar la lúgubre noche que se extendía tras ella, la abrí.

—¡No os acerquéis a los chicos de ahí fuera!

—¡Están locos! ¡Locos de remate!

—¡Os llevarán al agujero!

Oímos sus gritos y advertencias a nuestras espaldas. Para nosotros no tenían ningún sentido, de modo que no hicimos caso.

Nos encaramamos al antepecho de la ventana y saltamos.