Ben, presa del pánico, agarró el pomo de la puerta y me dio un fuerte empujón para echarme a un lado. Primero tiró de la empuñadura con ambas manos; después, arrimó el hombro a la puerta y empujó con todas sus fuerzas. Pero la puerta no cedió.
—Esa puerta no se abre —explicó Seth tranquilamente.
Me volví. Seth seguía con los brazos extendidos a los lados. Sus cuatro compañeros grises estaban junto a él, dos a cada lado, y nos escudriñaban con los ojos entornados, forzando su mirada en la penumbra.
—¿Por qué… por qué está cerrada con llave? —balbuceé sin aliento.
—No es una puerta que nosotros podamos usar—repuso Mary. Su pálida mejilla gris volvió a teñirse con el brillo de una lágrima—. Esa puerta conduce al mundo en color.
—¿Cómo? ¿Pero qué dices? —grité.
—¿Quién ha tenido la brillante idea de gastarnos esta broma? —preguntó Ben con impaciencia—. Pues, para que los sepáis, no tiene ninguna gracia! ¡Ninguna!
Era evidente que Ben estaba a punto de perder los estribos. Le puse una mano sobre el hombro para indicarle que se calmara. Me daba la impresión de que no se trataba de ninguna broma.
—¿Cómo se sale de aquí? —preguntó Ben, dando un puñetazo a la puerta—. No vais a dejarnos encerrados en esta clase gris. ¡Ni soñarlo!
Seth volvió a señalar los pupitres.
—Sentaos, chicos —rogó de nuevo—. No queremos encerraros aquí. Ni tampoco pretendemos haceros ningún daño.
—Pero… pero… —farfulló Ben echando un vistazo a su reloj.
—Intentaremos explicaros lo sucedido —observó Mary—, pero vosotros tenéis que hacer un esfuerzo por comprender.
—Sí, sobre todo ahora que vais a quedaros con nosotros —añadió Eloise.
Un nuevo escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Por qué no paráis de repetir eso? —pregunté.
No contestaron.
Ben y yo nos dejamos caer en unas sillas. Las tres chicas tomaron asiento frente a nosotros. Eddie cruzó los brazos y se recostó contra el encerado.
Seth se sentó encima de la mesa del profesor.
—No sé muy bien por dónde empezar—explicó, pasándose una mano por su oscuro y grueso cabello.
—Pues empieza por decirnos dónde estamos —exigí.
—Y, luego, explícanos cómo llegar hasta el gimnasio —agregó Ben—. Y no te enrolles demasiado, ¿eh?
—Bien. Habéis venido al otro lado —observó Seth.
Ben puso los ojos en blanco y preguntó impacientemente:
—¿Al otro lado de dónde?
—Al otro lado de la pared —repuso Seth.
Eloise estornudó. Sacó un puñado de pañuelos de papel del bolso que guardaba junto a ella.
—No hay forma de quitarme este resfriado de encima —suspiró—. Como aquí nunca vemos el sol…
—¿Que nunca veis el sol? —grité—. ¿Al otro lado de la pared? —exclamé con un gruñido—. ¿Por qué no habláis claro de una vez? ¿A qué viene tanto misterio?
Mona se volvió hacia Seth y precisó:
—Empieza por el principio. Tal vez eso les sirva de ayuda.
Eloise se puso a rebuscar en su bolso de color gris y finalmente extrajo un paquete de pañuelos de papel que dejó encima del pupitre enfrente de ella.
—Muy bien, de acuerdo —convino Seth—. Así fue como empezó todo…
Ben y yo nos miramos. Después nos inclinamos hacia delante, dispuestos a escuchar.
—Todos nosotros formábamos parte de la primera promoción que hubo en el colegio de Bell Valley —empezó a decir Seth—. La escuela se abrió hace unos cincuenta años y…
—¡Eh! ¡Un momento! —exclamó Ben levantándose de un salto—. ¿Te crees que Tommy y yo somos imbéciles? —declaró—. Si cincuenta años atrás estabais en el colegio, ¡ahora tendríais sesenta años!
Seth asintió con la cabeza.
—Se te dan bien las mates, ¿verdad? —Era una broma, pero con un toque de amargura.
—No hemos envejecido —explicó Mary, alisándose con una mano su negro flequillo—. Seguimos teniendo exactamente la misma edad que hace cincuenta años.
Ben puso los ojos en blanco y me susurró:
—Creo que ese ascensor nos ha transportado a Marte.
—Sí, es la pura verdad —intervino Eddie, cambiándose de postura—. Nos hemos quedado congelados. Congelados en el tiempo.
—Quizás el ascensor conecta vuestro mundo con el nuestro —observó Mona al tiempo que echaba un vistazo al viejo aparato—. Es la primera vez que alguien lo utiliza para llegar hasta aquí. Nosotros vinimos de otro modo.
—No entiendo nada —confesé—. Es como un rompecabezas. El ascensor estaba tapiado, escondido. ¿Por qué nos ha traído a este lugar?
—Debe de ser el único punto de contacto entre ambos mundos —repuso Mona enigmáticamente.
—Todo esto es de locos. Nos estamos perdiendo la fiesta —susurró Ben.
—Deja que terminen con su historia —le contesté—. Después nos marcharemos.
Seth se levantó y empezó a deambular por la sala.
—Al principio, el colegio de Bell Valley sólo tenía veinticinco alumnos —explicó—. Era una escuela completamente nueva y nos sentíamos orgullosos de estrenarla.
Eloise estornudó.
—Jesús —dijo Mona.
—Un día, vino el director y nos dijo que iban a hacernos una foto —continuó Seth—. Habían llamado a un fotógrafo para que sacara un retrato de todos los alumnos de la clase.
—¿Era una foto en color? —interrumpió Ben. Soltó una carcajada, pero nadie más rió.
—En la década de los cuarenta, las fotos que se hacían en los colegios no eran en color —explicó Mary a Ben—. Eran en blanco y negro.
—Nos reunimos en la biblioteca para que nos hicieran la foto —siguió explicando Seth—. Los veinticinco alumnos estábamos ahí. El fotógrafo dijo que nos pusiéramos en fila.
—Yo le reconocí al instante —interrumpió Eddie—. Era un hombre malvado y furioso. Odiaba a los niños.
—Todos andábamos un poco alborotados —añadió Mona—. Nos reíamos y hacíamos el tonto y fingíamos pelearnos. Y el fotógrafo se enfureció porque no queríamos posar para él.
—Todos le odiábamos —intervino Eddie—. Todo el pueblo sabía que era malvado, pero era el único fotógrafo que había por aquí.
—Nunca olvidaré su nombre —comentó Eloise con tristeza—. Se llamaba señor Camaleón. Nunca lo olvidaré, porque… porque un camaleón cambia de color, y nosotros no.
La cara de mi amigo dejaba claro que no creía una sola palabra de lo que nos estaban contando. Sin embargo, Seth y sus compañeros ofrecían un aspecto demasiado sombrío y amargo para que todo fuese una mentira.
Al verlos con esas ropas y cortes de pelo anticuados, con sus grises y tristes rostros, tenía que creérmelo. Entonces caí en la cuenta de que eran los muchachos que habían desaparecido en 1947.
—El fotógrafo nos alineó en tres filas —continuó explicando Seth, mientras iba y venía por la clase con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones grises—. Él estaba detrás de su gran cámara de cajón, cuya parte posterior había tapado con un paño negro. Metió la cabeza por debajo de la tela y alzó el flash.
»Nos ordenó que sonriéramos, y el flash se disparó con un chasquido.
—Pero no se trataba de un flash normal y corriente —interrumpió Marv—. Su luz era
tan fuerte, tan intensa… —Se le quebró la voz.
—Tan intensa que nos cegaba —continuó Seth, meneando la cabeza—. La sala donde estábamos, es decir, la biblioteca, desapareció al iluminarse el flash. Y cuando abrimos los ojos, cuando pudimos ver de nuevo… nos encontramos aquí.
Ben abrió la boca, probablemente para hacer otro de sus estúpidos chistes, pero supongo que cambió de idea, porque la cerró al instante sin decir una sola palabra.
—Nos encontramos aquí —repitió Seth, con la voz temblándole de emoción. Dio un fuerte puñetazo a la mesa—. Ya no estábamos en la biblioteca. Ya no estábamos en el colegio del mundo real. Estábamos aquí, en este mundo en blanco y negro.
—Como si nos hubiéramos quedado atrapados en una fotografía —intervino Mona—. Atrapados para siempre en una fotografía en blanco y negro.
—Sí, atrapados en Oscurolandia —precisó Eddie con amargura—. Así es como llamamos a este lugar: Oscurolandia.
—Lo hemos probado todo —añadió Eloise—. Hemos hecho las mil y una para salir de aquí. Y todavía seguimos gritando y pidiendo auxilio. Todavía pensamos que tal vez algún día vendrá alguien y…
—Yo os oí —murmuré—. Estaba en clase, y oí que pedíais ayuda.
—Pero… pero… —balbuceó Ben—. Yo no entiendo nada. ¿Dónde estamos exactamente?
Nadie respondió durante unos largos instantes. Después, Seth se acercó a mi amigo. Apoyó las manos en la superficie del pupitre, aproximó su rostro al de Ben y le miró a los ojos.
—Ben —dijo él—, ¿has contemplado alguna vez una pared y te has preguntado qué había al otro lado?
Ben me miró sin saber muy bien dónde meterse y contestó:
—Sí, supongo que sí.
—Pues bien, nosotros estamos al otro lado de la pared —gritó Seth—. Estamos al otro lado de vuestro mundo. Y ahora, también lo estáis vosotros.
—¡Pronto seréis como nosotros! —añadió Eddie.
—¡No! —gritó Ben.
Dijo algo más, pero no lo oí.
Eché un vistazo a mis manos y lancé un profundo grito de terror.