El ascensor retumbaba y daba sacudidas. Me agarré al pasamanos de madera que había a un costado. Los engranajes emitieron un fuerte ruido metálico y el suelo vibró bajo mis pies.
Nos miramos estupefactos al advertir lo que estaba sucediendo. Ninguno de los dos dijo una sola palabra.
—No es posible —murmuró Ben por fin con la voz transformada en un susurro ahogado.
—¿Adónde nos lleva? —pregunté en voz baja y agarrándome con tanta fuerza a la barra de madera que las manos me dolían.
—No es posible —repitió Ben—. No puede ser cierto. Los ascensores sólo suben y…
La cabina dio una fuerte sacudida cuando el aparato se paró de sopetón.
—¡Ayyyyy! —grité, al darme con el hombro contra la pared de la cabina.
—La próxima vez iremos por las escaleras —gruñó Ben.
Las puertas se abrieron suavemente.
Ben y yo nos asomamos con timidez. No se veía nada.
—¿Estamos en el sótano? —preguntó Ben, sacando la cabeza.
—No hemos bajado ningún piso —repuse. Un escalofrío me recorrió la nuca—. No hemos subido ni bajado, así que…
—Todavía estamos en el primer piso. —Ben terminó la frase por mí—. Pero ¿por qué está tan oscuro? No me lo puedo creer. No puede ser cierto.
Salimos del ascensor. Esperé a que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, pero estaba demasiado oscuro.
—Tiene que haber un interruptor por alguna parte —comenté.
Tanteé la pared. Noté el reborde de las baldosas, pero el interruptor brillaba por su ausencia. Deslicé ambas manos por la parte superior e inferior del muro. Nada. Ningún interruptor para dar la luz.
—Vámonos —apremió Ben—, no sea que ahora nos quedemos atrapados aquí. No se ve nada.
Yo seguía buscando el interruptor.
—De acuerdo —contesté.
Bajé la mano y empecé a retroceder en dirección al ascensor. De pronto, oí que las puertas se cerraban.
—¡No! —protesté con un grito agudo.
Los dos aporreamos las puertas del viejo armatoste. Después palpé la pared para dar con algún botón que abriera las puertas.
Estaba tan aterrado que la mano me temblaba. Tanteé detenidamente la superficie a ambos lados de las puertas. Nada. No había ningún botón.
Me volví y me apoyé contra la pared. De pronto me faltaba la respiración y el corazón se me salía del pecho.
—No me lo puedo creer. No puede ser cierto —farfulló Ben.
—¿Quieres callarte de una vez? —exclamé—. Es cierto. Estamos aquí. No sabemos dónde, pero estamos aquí.
—Pero si no podemos llamar al ascensor, ¿cómo vamos a salir de aquí? —gimió Ben.
—Encontraremos una salida —repuse.
Inspiré profundamente y contuve la respiración. Puesto que mi amigo no dejaba de gimotear y estaba tan aterrado, decidí que yo debía conservar la calma.
Escuché atentamente.
—No se oye nada, ni música ni voces. Debemos de estar muy lejos del gimnasio.
—Bueno… ¿Y ahora qué hacemos? —gritó Ben—. No vamos a quedarnos aquí como dos pasmarotes.
Empecé a darle vueltas a la cabeza. Entrecerré los ojos para ver en la oscuridad, con la esperanza de distinguir una puerta o una ventana: algo. Pero las tinieblas que nos rodeaban eran más intensas que el cielo de una noche sin estrellas.
Apreté la espalda contra la fría superficie de baldosas.
—Ya lo tengo —exclamé—. Nos mantendremos arrimados a la pared.
—¿Y qué? —susurró Ben—. ¿Qué haremos entonces?
—Iremos tanteando la pared —proseguí—, hasta dar con la puerta de alguna sala iluminada. Tal vez entonces averigüemos dónde estamos.
—Tal vez —comentó Ben. La voz de mi amigo no parecía muy optimista.
—Pégate a mi espalda —ordené.
Se dio de narices contra mí.
—¡No tanto! —exclamé.
—Lo siento. No pude evitarlo. ¡No veo nada! —gritó.
Avanzamos lentamente mientras yo iba deslizando la mano derecha por las baldosas de la pared.
Sólo habíamos dado unos pasos cuando oí un ruido detrás de mí. Alguien había tosido.
Me paré en seco y me volví.
—Ben, ¿has sido tú?
—¿Qué? —Volvió a darse de narices contra mí.
—¿Has sido tú quien ha tosido? —susurré.
—No.
Volví a oír la tos. Después, un sonoro cuchicheo.
—Esto… Ben… —empecé a decir agarrándolo del hombro—. ¿Sabes una cosa? No estamos solos.