—¿Nos estamos moviendo? —preguntó Ben, y levantó la vista hacia el techo del ascensor.

—Claro que no —contesté—. Todavía no le hemos dado a ningún interruptor. —Alargué la mano y pulsé un botón en el que resaltaba un enorme 3 de color negro—. En cualquier caso, ¿se puede saber qué te pasa, Ben? ¿Por qué estás tan nervioso? No estamos atracando un banco ni nada por el estilo. Sólo hemos subido a un ascensor porque tenemos mucha prisa.

—Este ascensor tiene cincuenta años —repuso mi amigo.

—¿Y qué?

—Pues… que no nos estamos moviendo —apuntó Ben suavemente.

Volví a apretar el botón e intenté oír algún ruido que nos indicara que subíamos.

Silencio.

—Salgamos de aquí —apremió Ben—. Esto no funciona. Ya te dije que no deberíamos probarlo.

Volví a pulsar el botón. Nada.

Apreté el botón número 2.

—Estamos perdiendo el tiempo —insistió Ben—. Si hubiéramos subido por las escaleras, ya estaríamos allí. El baile ya ha comenzado y nuestra estúpida pancarta está tirada en el suelo.

Volví a pulsar el botón número 3. Y el número 2. Nada. Ningún ruido. No nos movíamos.

Pulsé el botón marcado con una S.

—¡No queremos ir al sótano! —exclamó Ben. Advertí que en su voz había algo de miedo—. Tommy, ¿por qué has pulsado ese botón?

—Sólo intento conseguir que esto se mueva —contesté. De repente, noté la garganta seca y un nudo en la boca del estómago.

¿Por qué no nos movíamos?

Volví a pulsar todos los botones. Después los aporreé con todas mis fuerzas.

Ben me apartó la mano.

—Muy bien, campeón —observó Ben con sarcasmo—. Venga, vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo? No quiero perderme todo el baile.

—Thalia estará echando humo —comenté.

Volví a pulsar el botón número 3 varias veces. Pero, nada, seguíamos sin movernos.

—Venga, abre las puertas —insistió Ben.

—Está bien, ya voy —repuse yo malhumorado. Desplacé la vista hasta el tablero de mandos.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Ben con impaciencia.

—No… no puedo encontrar ningún botón que sirva para abrir las puertas.

Ben me apartó bruscamente.

—Déjame a mí —exclamó, echando un vistazo a los interruptores plateados—. Vaya…

Ambos observamos atentamente el tablero de mandos.

—Seguro que tiene que haber un botón para abrir las puertas —murmuró Ben.

—Tal vez sea éste de las flechas —apunté, y deslicé la mano hasta un interruptor situado en la parte inferior del panel metálico.

—Sí, púlsalo —ordenó Ben, pero no me dio tiempo a hacerlo. Se colocó delante de mí y apretó el botón con la palma de la mano.

Fijé la vista en las puertas, con la esperanza de que se abrieran, pero no pasó nada.

Le volví a dar con fuerza al botón de las flechitas. Otra vez. Nada.

—¿Cómo vamos a salir de aquí? —gimió Ben.

—No te asustes —repuse—. Conseguiremos abrir las puertas.

—¿Y por qué demonios no debería asustarme? —inquirió, gritando.

—¡Porque yo quiero ser el primero en hacerlo! —declaré.

Pensé que mi bromita le haría reír y le tranquilizaría un poco. Al fin y al cabo, él siempre estaba gastando bromas, ¿no? Pero Ben ni siquiera sonrió, y siguió con los ojos clavados en las oscuras puertas del ascensor.

Le di de nuevo al botón de las flechas. Lo mantuve pulsado con el pulgar. Nada. Las puertas no se abrían. Pulsé los botones 2 y 3. Pulsé el botón número 1.

Nada. Silencio. Los botones no hicieron un solo ruido.

Ben tenía los ojos desorbitados. Colocó las manos alrededor de la boca para hacer bocina y gritó:

—¡Socorro! ¿Alguien puede oírme? ¡Socorro!

Silencio.

Entonces descubrí un botón rojo en la parte superior del cuadro de mandos.

—Ben… ¡Mira! —exclamé, apuntando al botón rojo.

—Un botón de emergencia —exclamó con entusiasmo—. Venga, Tommy. Dale. Probablemente sea una alarma. Alguien lo oirá y vendrá a rescatarnos.

Pulsé el botón rojo. No sonó ninguna alarma, pero el ascensor emitió un zumbido. Se oyó el ruido metálico de los engranajes y el suelo comenzó a vibrar bajo nuestros pies.

—¡Eh! ¡Nos estamos moviendo! —gritó Ben, rebosante de felicidad.

Yo solté un grito de alegría y levanté la mano para entrechocarla con la de Ben. Pero, justo entonces, el ascensor dio una fuerte sacudida y me envió contra la pared.

—Caramba —murmuré, al tiempo que volvía a enderezarme.

Me giré hacia Ben. Ambos nos miramos en silencio y con los ojos como platos, atónitos por lo que estaba sucediendo.

El ascensor no se movía hacia arriba ni hacia abajo. Se estaba moviendo hacia un lado.