—¡Eh! ¡Cuidado!
—¡Mueve ese amplificador! ¡Venga, Greta! ¡Muévelo!
—¡Muévelo tú!
—¿Dónde están mis timbales? ¿Alguien los ha visto?
—¡Me los he comido para desayunar!
—¡No tiene ninguna gracia! ¡Vamos, mueve ese amplificador!
Los miembros del grupo de rock llegaron cuando yo estaba en plena sesión fotográfica. Enseguida lo invadieron todo, armando un barullo de mil demonios al instalarse junto a las gradas.
Los chicos eran los guitarristas. Greta tocaba la batería.
Cuando la vi cruzar el gimnasio arrastrando los tambores y los platillos, me acordé de la pelea del jueves.
Ese día, después de clase, le pregunté a Thalia por qué había perdido los estribos por un lápiz de labios.
—¿Por qué te pusiste como una fiera?
—¡Yo no me puse como una fiera! —insistió Thalia—. Fue Greta. Siempre se cree que como es tan grandota y tan fuerte puede hacer todo lo que le dé la gana.
—Sí, es una chica muy rara —admití—, pero ¿por qué te enfadaste tanto?
—Me gusta ese lápiz de labios. Eso es todo —repuso Thalia—. Es el mejor que tengo. ¿Por qué debería permitir que me lo quitara?
Ahora, Greta, vestida de negro de pies a cabeza, estaba ultimando los preparativos con el resto del grupo. Todos se reían y se empujaban, lanzando cables de aquí para allá, y tropezando con las fundas de las guitarras. Se creían muy importantes, sólo porque habían formado una banda de rock.
Pronto empezó a llegar gente. Reconocí a las dos chicas que iban a cortar las entradas, y a un par de chicos encargados del bar, que enseguida se quejaron porque alguien había pedido limonadas pero se había olvidado de las Coca-Colas.
Yo iba de un sitio para otro sacando fotos de las pancartas y los globos. Estaba a punto de tomar una instantánea del cartel del bisonte, cuando un fuerte grito me obligó a girarme en redondo.
Greta y un chico de la banda simulaban batirse en duelo con las guitarras. Los otros miembros del grupo se reían y les animaban. Greta había agarrado una de las guitarras. En ese momento ella y el otro chico levantaban los instrumentos por encima de sus cabezas y echaban a correr para iniciar el ataque.
—¡No! ¡Parad! —grité.
Demasiado tarde. La guitarra de Greta había partido en dos nuestra pancarta.
Solté un gruñido cuando vi que las dos mitades del rótulo se doblaban hacia el suelo. Me volví y me encontré con Thalia y Ben cariacontecidos.
—¡Eh! ¡Lo siento! —gritó Greta, y soltó una carcajada.
Me precipité hacia la destrozada pancarta y tomé uno de los extremos. Thalia y Ben se encontraban justo detrás de mí.
—¿Qué vamos a hacer? —me lamenté—. Ha quedado destrozada.
—Está claro que no podemos dejarla así, colgando sobre el suelo —se quejó Thalia, meneando la cabeza.
—¡Pero la necesitamos! —declaré.
—Sí, es la que nos ha quedado mejor—convino Thalia.
—Tal vez podríamos pegarla con cinta adhesiva —sugerí.
—¡Claro! Eso es lo que haremos —saltó Ben—. Vamos, Tommy. —Me agarró del brazo y empezó a tirar de mí.
Faltó poco para que la Polaroid de la señora Borden me resbalara de las manos.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—¿A ti qué te parece? ¡Al aula de dibujo! —repuso Ben. Salió al trote en dirección a la doble puerta del gimnasio, y yo corrí tras él.
«No tardaremos mucho en pegarla —pensé—. Después le pediré una escalera de mano al portero y volveremos a colgarla.»
Cuando llegamos al vestíbulo, me detuve. Grupos de chicos y chicas se acercaban a toda prisa, pues el baile estaba a punto de empezar.
—No tenemos tiempo de pegar la pancarta —dije a Ben.
—¡Claro que sí! Lo conseguiremos —contestó—. Ya verás.
—Pero… ¡el aula de dibujo está en el tercer piso! —balbuceé—. Para cuando regresemos al gimnasio…
—Relájate —me aconsejó Ben—. No tardaremos mucho. Bueno, siempre y cuando dejes de quejarte, claro. Venga, ¡muévete!
Ben tenía razón. Eché a correr por el pasillo. Los chicos iban llegando en tropel al gimnasio. Yo sabía que no teníamos tiempo que perder.
—¡Eh, que no es por ahí! —oí que gritaba Ben—. Te has equivocado de camino, Tommy.
—Yo sé lo que me hago —protesté—. ¡La última vez fui por aquí!
Corrí hasta el final del pasillo y doblé una esquina.
—¡Tommy, espera! —chilló Ben.
—Hay que subir por aquí —contesté gritando—. Es más rápido. Estoy seguro.
Pero estaba equivocado. Tendría que haber escuchado a Ben. Al cabo de unos segundos me encontré con que el pasillo daba a una pared tapiada.
—¿Lo ves? —exclamó Ben sin aliento—. ¿Por qué no me hacías caso? Tenemos que subir por las otras escaleras.
—De acuerdo, la he pifiado —repuse yo—. Sólo quería ganar tiempo, eso es todo.
—¡Pero si nunca sabes por dónde vas! —protestó Ben, enfadado—. ¡Si hasta necesitas un mapa para encontrarte los dedos de los pies!
—Muy gracioso —murmuré, y luego exclamé, mirando a mi alrededor—: ¿Dónde estamos?
—Ni idea. ¡No sé por qué se me ocurriría seguirte! —masculló Ben con aire irritado, y golpeó con ambos puños la pared tapiada.
—¡Ay!
Ambos dimos un grito cuando las viejas y podridas tablas de madera cedieron. Mi amigo se llevó tal sorpresa que perdió el equilibrio y se empotró contra las tablas. Estas se rompieron en mil pedazos y cayeron al suelo. Y Ben se cayó encima de ellas.
—Caramba. —Me incliné para ayudarle. Luego, desplazando la mirada por un oscuro pasillo exclamé—: ¡Mira esto! Debe de ser el edificio del colegio que cerraron.
—¡Huuuuy! ¡Qué miedo! —murmuró Ben con un gruñido. Se frotó la pierna y añadió—: Me he arañado la rodilla con esas tablas. Creo que está sangrando.
Me adentré unos pasos en el oscuro corredor.
—Esta escuela lleva cerrada más de cincuenta años —dije—. Probablemente somos los primeros chicos en pisarla desde entonces.
—Recuérdame que lo anote en mi diario —gruñó Ben, que seguía frotándose la rodilla—. Bueno, ¿vamos al aula de dibujo o qué?
No le respondí. Algo en la pared de enfrente me había llamado la atención y quería saber qué era.
—Mira, Ben. Un ascensor.
—¿Qué? —exclamó, y cruzó el pasillo a la pata coja para colocarse junto a mí.
—¡Imagínate! En el antiguo colegio había un ascensor.
—Menuda suerte tenían esos chicos —repuso Ben.
Presioné el botón que había en la pared y, ante mi sorpresa, las puertas se abrieron.
—¡Vaya!
Miré en su interior. Una lámpara polvorienta se encendió, iluminando la cabina de metal con una tenue luz blanquecina.
—¡Funciona! —gritó Ben—. ¡Funciona!
—Entremos —me apresuré a responder—. Venga. ¿Por qué tenemos que subir todas esas escaleras?
—Pero… pero…
Ben se quedó tieso como un palo, pero yo lo agarré por los hombros, le empujé al interior del ascensor y entré tras él.
—¡Esto es fantástico! —exclamé—. Ya te dije que conocía el camino,
Ben miraba con nerviosismo la estrecha cabina gris.
—No tendríamos que haber subido —murmuró.
—¿Y qué puede pasar? —repliqué.
Las puertas se cerraron silenciosamente.