La noche del baile, Ben, Thalia y yo llegamos pronto al gimnasio. Sólo faltaba una hora para que la fiesta comenzara y estábamos dando los últimos retoques a los elementos decorativos. Me sentía muy orgulloso de nuestro trabajo. En el vestíbulo, a la entrada del gimnasio, habíamos colgado varias pancartas que se extendían de una pared a otra. Y en la sala del gimnasio, dos inmensas pancartas decían: ¡FIESTA ROCKERA EN BELL VALLEY! y ¡BIENVENIDO TODO EL MUNDO! También atamos grandes racimos de globos a las canastas de baloncesto. Evidentemente, los globos eran rojos y negros. Y de las paredes y encima de las gradas también colgaban serpentinas de los mismos colores.

Mi amiga y yo habíamos empleado varios días en pintar un enorme cartel con un bisonte haciendo el signo de la victoria. Debajo del rumiante, unas enormes letras pintadas de rojo y negro decían: LOS BISONTES SON LOS VENCEDORES.

Ni a Thalia ni a mí se nos da muy bien eso de dibujar, y al final nuestro bisonte no se parecía mucho a las fotos que habíamos encontrado en los libros. Ben dijo que más bien parecía una vaca enferma. De todos modos, terminamos colgando el cartel.

Entre los tres colocábamos un mantel de papel con los colores de la escuela sobre la mesa de los refrescos. Miré el reloj del marcador. Eran las siete y media, y el baile empezaría a las ocho.

—Todavía nos queda un montón de cosas por hacer —manifesté.

Ben tiró demasiado fuerte del extremo del mantel, y al instante oímos cómo el papel se rasgaba.

—¡Huy! —exclamó él—. ¿Alguien puede traer un poco de cinta adhesiva?

—No te preocupes —repuso Thalia—. Taparemos la parte rasgada con las botellas de refrescos.

Volví a mirar el reloj y pregunté:

—¿Cuándo va a llegar el grupo de rock?

—Dentro de nada —explicó Thalia—. Dijeron que llegarían pronto para instalarlo todo.

Unos chicos habían formado una banda llamada Gruñido. Era un grupo un poco extraño: cinco guitarristas y un batería. Encima alguien me había dicho que tres de los guitarristas lo hacían fatal. Sin embargo, la señora Borden les pidió que tocaran en la fiesta.

Tardamos un poco en colocar bien el mantel, porque no era lo bastante grande para la mesa.

—¿Qué más hay que hacer? —quiso saber Ben—. ¿Vamos a colgar algo en las puertas de la entrada?

Antes de que pudiera responder, la doble puerta del gimnasio se abrió de par en par y la señora Borden irrumpió en la sala.

Al principio no la reconocí. Llevaba un vestido de fiesta, rojo brillante, y el pelo, rizado y moreno, se lo había recogido en un moño detrás de una diadema plateada. Pero ¡ni tan siquiera con moño era mucho más alta que yo!

Mientras venía a toda prisa hacia nosotros, lo iba observando todo.

—¡Esto es fantástico, chicos! ¡Qué maravilla! —exclamó emocionada—. ¡Habéis hecho un trabajo estupendo!

Después de que le diéramos las gracias, la señora Borden me entregó una Polaroid.

—Saca fotos, Tommy —me ordenó—. Saca muchas fotos para que veamos lo bien que ha quedado el gimnasio. Venga. Date prisa, antes de que todos empiecen a llegar.

Miré la cámara y dije:

—Sí, bueno, muy bien, pero es que Thalia, Ben y yo todavía tenemos algunas cosas que hacer. Queríamos colgar unos carteles en las puertas y además hay que poner más globos en ese rincón, y… y…

La señora Borden se echó a reír y me interrumpió:

—¡Pareces un poco agobiado, Tommy!

Thalia y Ben también se echaron a reír. Y yo noté que la cara me empezaba a arder. Sabía que me estaba sonrojando.

—Tómatelo con calma, Tommy—me aconsejó la señora Borden dándome unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda—. De lo contrario, te va a dar un ataque antes de que empiece la fiesta.

—Estoy bien —aclaré, al tiempo que forzaba una sonrisa.

Entonces aún no sabía que, después de tantísimo trabajo, iba a perderme la magnífica fiesta.