Los muchachos me miraban de un modo tan rígido, tan inmóvil… que parecían estatuas.
¡Claro! ¡Es que eran estatuas! ¡Estatuas de muchachos! Por lo menos habría una veintena. Tenían un aspecto pasado de moda, y sus ropas eran muy raras, como las que se ven en las películas antiguas. Los chicos llevaban chaquetas deportivas y corbatas muy anchas. Las chicas vestían chaquetones con unas hombreras muy grandes y faldas que les llegaban hasta los tobillos.
Dejé los botes de pintura en el suelo y entré cautelosamente en la sala.
Las estatuas parecían tan reales y llenas de vida como los maniquíes que se ven en los grandes almacenes. Sus ojos de cristal centelleaban, y en sus labios rojos no había ninguna sonrisa. ¡Qué caras más serias!
Me aproximé a la estatua de un chico y le toqué la manga de la chaqueta. No era de piedra esculpida ni de yeso. Era de tela de verdad.
Pero estaba tan oscuro ahí dentro que apenas veía nada. Me metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué un mechero de plástico rojo.
Sí, sí. Ya lo sé. Ya sé que no debería llevar un mechero. Y no llevaría ninguno, si mi abuelo no me lo hubiera regalado unas pocas semanas antes de su muerte. Desde entonces, siempre lo llevo conmigo a modo de amuleto.
Así pues, encendí el mechero y acerqué la llama al rostro del muchacho. La piel era tan real, que incluso presentaba granitos en una mejilla y una cicatriz debajo de la barbilla.
Apagué el encendedor y volví a guardármelo en el bolsillo. Después le toqué la cara. Era muy suave, y estaba fría; había sido tallada o moldeada con una especie de yeso. Al frotarle un ojo, advertí que era de plástico o cristal. Cuando tiré de su cabello castaño oscuro, éste empezó a deslizarse hacia atrás: era una peluca.
Al lado había la estatua de una niña alta y delgada, ataviada con jersey negro y falda larga y estrecha que le llegaba hasta los tobillos. Contemplé sus ojos, oscuros y brillantes. Tuve la sensación de que me devolvía la mirada. Y parecía tan triste, tan sumamente triste.
¿Por qué ninguna de esas estatuas tenía una sonrisa en los labios?
Apreté la mano de la niña. Estaba hecha de yeso y era fría al tacto.
«¿Por qué estarán aquí estas estatuas? —me pregunté—. ¿Quién las habrá puesto en esta sala tan escondida? ¿Se tratará de algún tipo de trabajo artístico?»
Al retroceder unos pasos descubrí un letrero grabado encima de la puerta. Mis ojos se posaron rápidamente en las grandes letras de molde:
CLASE DE 1947
No podía apartar la vista. Lo leí de nuevo. Después volví a contemplar la sala repleta de estatuas. Y una de ellas preguntó:
—¿Qué estás haciendo aquí?