Me arrimé con fuerza a la pared y repetí:

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Me voy a ir a mi casa… ¡si me dejas! —respondió entre gruñidos. Se dio media vuelta y se alejó apretando los puños.

—Y a te he dicho que lo sentía —grité tras ella, pero la chica desapareció por las escaleras sin ni siquiera darse la vuelta.

No podía quitarme de la cabeza sus extraños ojos grises.

Calculé el tiempo que le llevaría salir del edificio y luego me dispuse a subir las escaleras.

Llegar hasta el tercer piso era toda una excursión. Aún me temblaban algo las piernas después de mi encuentro con esa chica tan rara. Y, además, resultaba un poco espeluznante ser el único bicho viviente ahí arriba.

Mis zapatos resonaban contra los duros peldaños y el sonido retumbaba con fuerza por la desierta escalera. Los pasillos se extendían ante mí como largos túneles oscuros.

Cuando llegué al rellano del tercer piso me encontraba sin aliento. Avancé por el pasillo, tarareando. Mi voz sonaba cavernosa en el desierto corredor y retumbaba contra la larga fila de taquillas grises. Dejé de canturrear en cuanto doblé a la derecha. Pasé por delante de una sala de profesores desierta, un laboratorio informático y varias aulas en las que no parecía haber nadie.

Cuando giré nuevamente a la derecha, me encontré ante un estrecho pasillo con el suelo de madera, que crujía y gemía bajo mis pies.

Me detuve delante de un aula al final del pasillo. Un pequeño letrero escrito a mano y situado junto a la puerta decía: AULA DE DIBUJO.

Agarré el pomo de la puerta. Estaba a punto de tirar de él, cuando advertí que en el interior se oían voces.

Sorprendido, me agarré con fuerza al pomo y escuché. Un chico y una chica hablaban en voz baja y no conseguía entender qué decían. Me parecía estar escuchando a Thalia y a Ben.

«¿Qué estarán haciendo aquí arriba? —me pregunté— ¿Por qué me han seguido? ¿Cómo han podido llegar antes que yo?»

Abrí la puerta de golpe y entré.

—¡Bien, chicos…! —exclamé—. ¿Qué está pasando aquí?

Me quedé boquiabierto. El aula estaba vacía.

—¡Eh! —grité—. ¿Estáis aquí?

No hubo respuesta.

Paseé la mirada por la espaciosa sala. Los dorados rayos de la tarde se filtraban por las ventanas. Las largas mesas de dibujo estaban limpias y vacías. Unas vasijas de arcilla se secaban en el antepecho de la ventana. De la lámpara del techo colgaba un móvil confeccionado con perchas de alambre y latas de sopa.

«Qué extraño —pensé, moviendo la cabeza—. Estoy seguro de que aquí dentro había alguien hablando. ¿Será que Thalia y Ben me están gastando una broma? ¿Se habrán escondido por aquí?»

Corrí hasta el gran armario que contenía el material de dibujo y abrí la puerta de un tirón.

—¡Os he pillado! —grité.

Pero, no, allí no había nadie. Contemplé atónito el oscuro armario vacío.

«¿Me estaré volviendo loco?»

¡Tal vez la caída de la escalera había sido peor de lo que yo creía!

Alargué la mano y tiré de un cordoncillo para encender la luz del armario. A derecha e izquierda había estantes repletos de material de dibujo. Vi los botes de pintura roja que necesitábamos, cuando, de pronto, oí reír a una chica. Después, un chico añadió algo. Parecía nervioso. Hablaba muy deprisa y no conseguí entender una sola palabra.

Me giré en redondo, pero la clase de dibujo estaba vacía.

—¡Venga! ¿Dónde estáis? —grité.

Las voces dejaron de oírse.

Agarré un bote de pintura del estante y me lo puse debajo del brazo. Después, tomé un segundo bote con la otra mano.

—¡Eh! —exclamé cuando oí las voces de nuevo—. Esto no tiene ninguna gracia —grité—. ¿Dónde os habéis metido?

Silencio de nuevo.

«Seguramente estarán en la clase de al lado», pensé.

Me alejé del armario y dejé los botes de pintura sobre la mesa del profesor. Después avancé sigilosamente por el pasillo y me detuve en la puerta más cercana. Al asomarme, descubrí

que se trataba de una especie de almacén. Junto a una pared se apilaban varias cajas en las que destacaba la palabra FRÁGIL.

Allí no había nadie.

Miré en la sala que había al otro lado del pasillo. También estaba vacía.

Cuando regresaba al aula de dibujo, oí las voces de nuevo. La muchacha estaba gritando, y el chico también. Parecía que pedían ayuda, pero, por alguna razón, sus voces sonaban amortiguadas y muy lejanas.

El corazón empezó a latirme con más fuerza y al instante advertí que tenía la garganta seca.

«¿Quién me estará gastando esta broma? —me pregunté—.Todo el mundo se ha ido a casa. El edificio está desierto. Entonces, ¿quién está aquí? ¿Y por qué no puedo encontrar a nadie?»

—¿Ben? ¿Thalia? —grité. Mi voz resonó contra la larga fila de taquillas—. ¿Estáis aquí?

Silencio.

Respiré profundamente y volví a entrar en el aula de dibujo. «No voy a hacerles ningún caso», pensé.

Fui a buscar los dos botes de pintura y salí de la clase.

Eché un vistazo a ambos lados del pasillo, por si aparecían Thalia y Ben.

Una sombra se asomó por una puerta abierta. Me quedé petrificado y con los ojos abiertos de par en par.

—¿Quién… quién está ahí? —grité.