Apreciar las delicias de la soledad
Tenía a Jaime sentado delante de mi escritorio. Vestía una chaquetilla anticuada y unos pantalones a juego. Su postura en la silla era un poco extraña porque se agachaba como retorciéndose de dolor. Mientras se pasaba las manos por la cabeza calva, con la mirada clavada en el suelo, me decía:
—¡No puedo soportarlo! ¡No puedo soportarlo!
Jaime tenía casi 50 años, y era conductor de trenes. Estaba tan ansioso y deprimido —y tomaba tantos ansiolíticos— que le intenté convencer para que cogiese la baja médica, pero no me hizo caso.
—¡Me encuentro muy solo! ¿Qué voy a hacer sin ella? —clamaba.
Su mujer le había dejado hacía unos cuatro meses y él se había ido a vivir con sus padres. A los niños los veía cada quince días, suficiente para él. Lo que le destrozaba era la ausencia de ella.
Realmente, lo estaba pasando fatal: casi no dormía, su cabeza era un constante torbellino de pensamientos negativos y había perdido bastante peso. Nuestras visitas eran un muestrario de los dolores del desamor. Se pasaba las sesiones gimoteando y repitiendo lo mal que estaba.
Recuerdo que, después de varias sesiones, le pregunté:
—Por cierto, Jaime, hay algo que no te he preguntado todavía. ¿Cómo era la relación con tu mujer?
El hombre levantó la mirada del suelo, me miró fijamente y me respondió:
—¡Un asco! Si te digo la verdad, eso es lo que era.
En el presente capítulo, vamos a estudiar la «neura» número uno, la más extendida, lo que más tratamos los psicólogos de todo el planeta: la depresión por desamor. Y es que, ¿quién no lo ha pasado mal por este tema alguna vez?
Yo he visto a muchísimos pacientes como Jaime, destrozados por una separación. De todas las edades —de jovencitos de 15 años hasta un anciano de 85—, y todos tienen el mismo patrón mental. A todos, por lo tanto, les ayudo de la misma forma. Si lo hace bien, un buen terapeuta puede curar a un deprimido por abandono en una sola sesión: yo lo he hecho muchas veces.
El siguiente diálogo resume en qué consiste el tratamiento de la depresión por abandono tal y como yo lo practico. Cuando una de estas personas acude a la primera sesión, la cosa suele ir así:
—Estoy fatal. ¡Me ha dejado! Me encontré una nota en casa en la que me decía que se marchaba para siempre. Se llevó su ropa, los muebles, el aparato de música y ¡el perro! —me suelen decir apesadumbrados.
Y prosiguen:
—Y en la nota se leía: «No sé cómo te he aguantado tanto tiempo. No trates de comunicarte conmigo. ¡Adiós!».
Y entonces yo, como maniobra de choque, suelo replicar en un tono neutro:
—Muy bien. Pero dime ahora cuál es el motivo de tu depresión.
Me encanta contemplar su reacción a mi pregunta. Siempre me miran extrañados, se detienen un momento para comprobar si han oído bien y dicen:
—¿Cómo? Pero si ya te lo he dicho: ¡Laura me ha dejado! ¡Con una nota!
Y, siempre, con la táctica del despistado, finalizo esta conversación con el siguiente mensaje racional:
—Ya. Eso ya me lo has contado. Pero dime ahora ¿por qué estás mal? Algo más te ha tenido que pasar para estar tan deprimido, ¿no? ¡Porque eso que me cuentas no es gran cosa!
¿QUÉ PREFIERES: QUE ÉL/ELLA VUELVA O SER MUY FELIZ?
Los seres humanos nos deprimimos ante un abandono, simple y llanamente, porque no pensamos adecuadamente, porque sostenemos un sistema de valores inadecuado. ¡Nadie tendría por qué entristecerse tanto por esa razón! Hacerlo es traicionar a la maravillosa vida.
Precisamente, siempre que recibo a un paciente así, le hablo de la vida. Muchas veces, me levanto de la silla, me dirijo a la ventana y señalo fuera: luce el sol, se ve un trocito de cielo azul brillante y las copas de los árboles agitan sus grandes melenas de hojas.
El amor sentimental es hermoso, pero aún lo es más la vida. ¡Mucho más!
Cuando nos instalamos en la ficción de que necesitamos a alguien para ser feliz, estamos apagando nuestra capacidad de disfrutar del mundo. Ponemos todos los huevos en una cesta y nos disponemos a seguir para siempre una dieta de tortillas. ¡Pero la vida es mucho más: es pan, pasta, chocolate, café y todos los infinitos alimentos! Es amor fraternal, es divertirse, aprender, descubrir, contemplar, admirar… ¡La vida es deslumbrante para una persona sana como nunca lo será para un enamorado neurótico!
La sociedad actual sobrevalora el amor sentimental. Hay muchas pruebas que lo demuestran:
a) La mayoría de las personas sí tienen pareja y, sin embargo, no vibran de felicidad. Si el amor sentimental fuese tan importante, estarían siempre cantando de alegría.
b) Grandes grupos de personas felices —monjes y monjas de todas las religiones— simplemente pasan del tema.
Con eso no quiero decir que el amor sentimental sea poca cosa. Nada es poca cosa —y menos algo que tiene que ver con el cariño entre personas—, aunque no es imprescindible. Pero convertirlo en una exigencia vital produce el efecto de volvernos un poco más inútiles para el goce de todo lo que nos rodea.
Y es que se puede decir que el fetichista del amor es como el fetichista del sexo o las máquinas tragaperras. A fuerza de darle demasiada importancia a su fetiche, limita su capacidad de disfrutar de otras actividades: sólo experimenta algo de satisfacción —y no siempre— practicando sexo con una prostituta vestida de ama dominante o con el tintineo chillón de la máquina. El resto de su vida se apaga.
Por eso hay que insistir —sobre todo a los jóvenes— en darle la importancia justa al amor sentimental. Porque sólo así nos abriremos a la vida y sus maravillas.
En muchas ocasiones, le he dicho a un paciente especialmente bloqueado en su necesidad de pareja: «¿Qué prefieres: que él vuelva o ser intensamente feliz?».
Porque el asunto del amor y el desamor encierra esa disyuntiva. ¿Querremos aprovechar esa separación para volvernos verdaderos amantes de la vida? ¿Aceptamos el reto de despertar para volvernos unos apasionados de la existencia? Aceptar este reto es dejar que él o ella salgan de nuestra vida para empezar a vivir de una forma más plena.
ABSURDAS PREGUNTAS DEL PASADO
Tere acudió a mi consulta bastante deprimida. Llevaba así más de un año. Su novio la había dejado para irse con otra. Ya el primer día, me preguntó:
—Rafael, me tienes que ayudar con una duda que me carcome. ¿Cómo es posible que se casase inmediatamente con la otra? Todo el tiempo que estuvimos juntos, me dijo que él no era hombre de casarse.
—No sé qué decirte. La gente cambia de opinión… —le respondí.
—No. Es un cambio demasiado radical. ¡No lo puedo entender! —insistió ella.
—Bueno, en todo caso, Tere, saber eso ahora no sirve de nada.
—¡Pero tengo que saberlo! Porque de lo contrario, nuestra relación fue un engaño —dijo muy alterada.
—Tere: ¡déjate de historias! Engaño o no, el hecho es que él ya no quiere estar contigo. Punto. Y tú has de seguir con tu vida —subrayé.
A partir de ahí, como siempre, trabajamos los diferentes argumentos que demuestran que nadie necesita a nadie y, mucho menos, a alguien concreto. Tere era una chica muy inteligente, así que en esa primera sesión avanzamos a buen ritmo.
Pero en cuanto empezó la siguiente visita, me dijo:
—Rafael, tengo que insistir en una cosa. ¿Cómo es que Raúl se casó con la otra? ¿Fue un engaño todo lo que compartimos?
Si no fuese porque estoy más que acostumbrado a tratar depresiones por abandono, me hubiese sorprendido. ¡¿Otra vez la misma historia?! Pero la verdad es que conozco perfectamente el «fenómeno de la pregunta absurda». Muchos pacientes no pueden dejar de hacérsela, hasta que se curan, claro.
Le respondí:
—¿Otra vez, Tere? Eso ya lo hablamos en la pasada sesión. No te pienso responder. Esa pregunta no sirve para nada. ¡Déjatela de hacer!
¿Por qué los pacientes que han perdido una pareja —por abandono o por muerte— se hacen esas absurdas preguntas una y otra vez, de forma compulsiva?
La respuesta es la siguiente:
a) Porque no aceptan la pérdida.
b) Sostienen un pensamiento mágico inconsciente que les dice que si pudiesen responder a esa pregunta, él o ella volvería (incluso en el caso de los muertos).
Este fenómeno de la pregunta absurda lo comprendí por primera vez una mañana en que tuve dos pacientes que habían sufrido una pérdida. El primero se trataba de un hombre que había perdido a su mujer en un accidente de coche. El segundo paciente era una mujer a la que había dejado su marido. Me sorprendió que el viudo me preguntase una y otra vez:
—¿Por qué cogió el BMW y no el Land Rover? ¿Por qué aquel día cogió mi coche? Si hubiese cogido el Land Rover quizá estuviese viva.
Después, la otra paciente, la abandonada, me hacía preguntas muy parecidas:
—¿Por qué me dejó? ¿Fue por otra?
Las dos personas se interrogaban sobre cuestiones inútiles y, sin embargo, insistían en tener que resolverlas.
Ese día, descubrí que el motivo de las mismas era el pensamiento mágico: «Si pudiese saber por qué me dejó —o por qué cogió el coche equivocado— podría hacer que volviese conmigo».
Muchas veces, en nuestra vida cotidiana, resolvemos los problemas mediante la comprensión de sus causas. Por ejemplo, se emboza la ducha, abrimos el desagüe y nos encontramos un tapón de pelos. Lo sacamos y vuelve a funcionar. En infinidad de casos, «saber» es equivalente a «solucionar».
La persona que no acepta la pérdida de un ser querido se aferra de manera inverosímil a ese pensamiento mágico, a esa lógica infantil y se pasa la vida haciéndose esas absurdas preguntas. Por eso, en la consulta, siempre les digo:
—Basta de preguntas, Tere. Tienes que aceptar que él no volverá. Ése es el problema ahora: has de pasar página.
LA JOVEN QUE NO QUERÍA CRECER
Sonia vino a verme porque, a sus 18 años, se sentía a disgusto con su vida. Y eso que su situación era privilegiada. Era guapa, inteligente y tenía una familia amorosa y equilibrada. De hecho, su vida hasta el momento había sido estupenda. Pero desde hacía unos seis meses, la cosa había cambiado: ya no estaba bien. Estaba un poco deprimida y se sentía muy insegura, con una autoestima muy baja.
—¿Por qué estás así? ¿Hay alguna razón? —le pregunté.
—Sí. El problema es que no estoy a gusto en la universidad —me dijo.
—¿No te gustan tus estudios? —inquirí.
—No es eso. ¡Me encantan! ¡Siempre he querido ser veterinaria!
Sonia era una estudiante ejemplar. En el colegio tenía uno de los mejores expedientes de su promoción y los estudios en la universidad no le iban nada mal. Continué investigando:
—Entonces ¿por qué no estás a gusto en la universidad?
—¡Es que echo de menos el instituto! Me lo pasé tan bien que ahora todo me parece un rollo —me dijo con vehemencia, buscando mi comprensión con su mirada.
Sonia tenía lo que podemos calificar de «crisis de adaptación». No se adaptaba a su nueva vida como estudiante madura e independiente. En su nuevo entorno, sus compañeros salían por la noche, hablaban de sexo y los profesores prácticamente no conocían a sus alumnos. No era como en el cole, donde tutores amables la recompensaban todo el tiempo por su buen comportamiento.
Sonia había pasado de ser la alumna perfecta y la compañera ideal (entre las más modositas del cole), a una estudiante anónima y más bien aburrida.
Su terapia consistió en convencerla de que la universidad podía ser ahora el mejor período de su vida. ¡Para mí lo fue! Y yo también venía de disfrutar enormemente en el cole: fui un buen estudiante y los profes me querían, pero la universidad fue todavía mejor. Descubrí el sexo, unos amigos diferentes —más cultos y maduros—, y la nueva libertad de disponer de tu vida como un adulto.
Con ayuda de la terapia, en poco tiempo, Sonia dio el paso de niña a adulta. Borró los miedos de su mente y se lanzó a disfrutar de las nuevas oportunidades de su vida. Recuerdo que en una de las sesiones, le dije:
—Mira: si pudiésemos hacer que te quedases para siempre en el cole, al cabo de poco, eso acabaría siendo una maldición. Te cansarías.
Y es que la vida es constante cambio. El universo se halla en una transformación perpetua como las olas o las mareas del mar. Ese movimiento es una de las maravillas de la vida. Y, nosotros, como hijos de la naturaleza, estamos hechos para disfrutar de ese ritmo.
Primero somos niños efervescentes y juguetones; luego, jóvenes llenos de energía y ganas de descubrir. Más tarde, la madurez nos permite emprender proyectos a nuestra medida. En la vejez, la paz y la ecuanimidad nos da la capacidad de disfrutar de las cosas pequeñas… Cada etapa cierra una puerta, pero abre otra. Se trata de la renovación constante de la vida.
Pero a veces el ser humano se imagina que sería mejor que las cosas fuesen estáticas: ser siempre niño, siempre joven… Y se equivoca: el orden natural de las cosas es el mejor orden posible. Está diseñado por una fuerza que desconocemos, enorme y sabia, llámale Dios o llámale universo o naturaleza. No la contradigamos estúpidamente.
A todos mis pacientes aquejados por el desamor, les cuento el caso de Sonia y les digo que a ellos les sucede lo mismo: se niegan a pasar página; no se dan cuenta de que la vida buena es una vida de cambio; si traspasamos con ilusión esas líneas divisorias entre el pasado y el futuro, nos esperan los mejores años de nuestra vida. Muchas veces, a los deprimidos por un abandono, les pregunto: «¿Te quedarás llorando por no poder estar en el cole o disfrutarás de tu nueva etapa en la universidad? No seas tonta, si lo anterior fue bueno, te aseguro que te espera algo todavía mejor».
LA LAVANDERA DEL SIGLO XVI
Cuando los pacientes están muy bloqueados en el pasado, cuando se niegan a olvidar al ser querido, les hablo de «la lavandera del siglo XVI».
Les digo: «Imagina que, un día de éstos, vas a un hipnotizador. El tipo te hipnotiza para contactar con tu memoria inconsciente y te hace ir atrás en tus recuerdos: cuando eras niño, cuando eras bebé e incluso más atrás: ¡a vidas pasadas! Tú, concretamente, recuerdas que viviste en 1550 y eras lavandera. Te ves perfectamente allí, lavando ropa a orillas del Sena, en la ciudad de París. ¿Te lo imaginas?». (Que conste que no creo que exista tal cosa llamada «regresión a vidas pasadas», ni tampoco las propias vidas pasadas).
Y, generalmente, tenemos el siguiente diálogo:
—¿Y qué harías tú después con ese recuerdo? ¿Intentarías volver a París para proseguir tu carrera de lavandera en el Sena? —pregunto.
—¡Claro que no!
—Por supuesto que no. Simplemente recordarías tu vida pasada como una anécdota y seguirías con tus planes actuales.
—Sí, sí.
—Pues entonces, ¡haz ahora lo mismo! Esto que te ha pasado es como si hubieses muerto y vuelto a nacer: vive tu vida nueva. Deja para siempre en el recuerdo tu pasado con tu ex.
Y es que yo tengo la convicción de que las personas morimos y renacemos cada día. La mitología de los faraones hablaba de algo parecido. Cada anochecer fallece el sol. Y al día siguiente un parto nuevo lo devuelve a la vida. Por eso, el escarabajo era su símbolo sagrado.
Cada día empezamos con unas cartas diferentes y depende de nosotros jugarlas bien, disfrutar de la partida. Es cierto que lo sucedido ayer determina algo mi vida, pero ahora soy yo, el flamante nuevo Rafael, quien toma los mandos de esta nave. ¿Aprovecharé lo que me depara el presente?
En este mismo sentido, muchas veces, les pido de broma a los pacientes que se cambien el nombre. Les digo:
—Por cierto, si volvieses a nacer, ¿cómo te gustaría llamarte?
—No sé: Lorena quizá…
—Pues imagínate que acabas de nacer y te cambias el nombre y, a partir de ahora, te llamas Lorena. ¿Te lo imaginas? El pasado, pasado está. Ahora empieza algo nuevo.
MUERTO Y ENTERRADO
En terapia, para facilitar que la persona abandonada pase página, solemos pedirle que lleve a cabo el ejercicio de «enterrar al novio». Se trata de una tarea un tanto truculenta pero que funciona. Les digo: «Durante las próximas dos semanas, quiero que hagas lo siguiente: por las mañanas, mientras te arreglas para ir a trabajar, imagínate que tu exnovio, en vez de haberte dejado, se ha muerto. El tipo ha tenido un accidente. En primer lugar, quiero que te imagines qué harías en el momento del entierro. Después, visualiza cómo estarías transcurrido un año de su muerte. ¿Qué harías con tu vida? ¿Cómo le recordarías? ¿Irías al cementerio a dejarle flores? ¿Cada cuánto? Por último, imagina qué harías al cabo de diez años. ¿Cuándo lo recordarías? ¿Cómo?».
La meditación de «enterrar al novio» nos ayuda a pasar página, a asumir que él no va a volver, que ahora sólo cabe seguir hacia delante y cuanto antes lo hagamos, mejor.
Muchas veces, me preguntan también si en caso de separación es mejor intentar mantener un vínculo de amistad o dejar de verse por completo. Tras ver centenares de casos, mi experiencia me dice que pocas personas son capaces de ser amigos durante el primer año de la ruptura. Por eso, recomiendo no verse en absoluto durante ese tiempo. Somos humanos imperfectos y la carne —y la mente— es débil. Hay que tomar decisiones y nuestra nueva vida nos está esperando: facilitémonos el tránsito.
Este capítulo ha empezado con la historia de Jaime, el conductor de tren. Y vamos a acabarlo con él. Me gusta explicar su caso porque refleja muy bien la absurdidad del razonamiento del abandonado: «sin ella ya no podré estar bien». Y es que, en muchísimos casos, las relaciones de esas sufridas personas fueron malísimas, pero se aferran a ellas como un loco delirante a un espejismo.
En todo caso, fueran relaciones buenas o malas, si alcanzamos una buena salud mental, nos daremos cuenta de que todo lo que necesitamos para estar bien es nuestra propia capacidad para pensar. Para pensar bien.
En este capítulo hemos aprendido que: