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Superar los celos

Nan-in, un maestro japonés que vivió en la Era Meiji, recibió la visita de un insigne profesor. Era nada menos que el catedrático de Religiones Comparadas de la Universidad de Tokio.

La secretaria del profesor había avisado con antelación de la llegada de su jefe remarcando que no disponía de mucho tiempo, pues tenía que regresar a sus tareas en la universidad.

Cuando llegó, saludó al maestro y, sin más preámbulos, le preguntó por el sentido de la vida. Nan-in le ofreció té y se lo sirvió con toda la calma del mundo. Y aunque la taza del visitante ya estaba llena, el maestro siguió vertiéndolo.

El profesor, viendo que el té se derramaba, no pudo contenerse:

—Pero ¿no se da cuenta de que está completamente llena? ¡Ya no cabe ni una gota más!

—Al igual que esta taza —respondió Nan-in sin abandonar su amable sonrisa—, usted está lleno de sus opiniones. ¿Cómo podría explicarle el sentido de la vida si primero no vacía su taza?

El presente capítulo requiere una gran dosis de apertura mental. Recordemos que para transformarnos, tenemos que plantearnos otras visiones de la realidad. Si un depresivo acude a mi consulta y estamos siempre de acuerdo, ¿cambiará en algo su pensamiento? Tener apertura de mente no significa aceptarlo todo a pie juntillas: eso sería sectarismo, sino dejar en suspenso el juicio hasta haber entendido bien los conceptos.

¿Quién no ha experimentado alguna vez la desagradable emoción de los celos? Recuerdo algunos de mis propios ataques y no me gustan nada las imágenes que vienen a mi mente: en esos momentos desaparecía la persona afable y feliz para comparecer un lobo herido y sangriento.

El odio teñía mi mente: ¿cómo se atrevía ese usurpador —tan seguro de sí mismo— a entrar en mi terreno y llevarse lo más íntimo?

En sólo unos segundos me fijaba en las cualidades superiores de mi rival: ¿más alto, más guapo, moderno o elegante? Evaluaba sus capacidades para robarme a mi pareja y siempre salía perdiendo. ¡Qué golpe para mi autoestima!

Pero también estaba la traición. Me consumía el pensar que mi pareja rompía un pacto sagrado que teníamos establecido.

¡Qué bonita combinación de emociones nocivas!: odio, inferioridad y traición. Uf, ¡eso hace pupa!

Y para añadirle más dosis de estupidez a mi reacción, en las tres o cuatro ocasiones que he sentido esos celos intensos, se trataba de sospechas infundadas.

Qué alivio siento al poder afirmar que, en la actualidad, soy muy poco celoso. Muchísimo menos que antes. Y lo he logrado, simplemente, trabajando mi diálogo interno, cambiando —radicalmente— mi filosofía acerca del amor y del sexo.

A todos nos interesa trabajar el tema de los celos porque se trata de un ejercicio buenísimo de terapia racional. Al final del proceso, al margen de los celos, seremos personas más maduras y flexibles en general.

UNA AGENTE DE LA CIA EN MI CONSULTA

En una ocasión, vino a verme Noelia, una mujer guapísima, inteligente y muy simpática: una joya de persona de unos treinta y largos. Pero ese bombón traía consigo un relleno bien amargo: tenía un problema agudísimo de celos. Noelia se daba cuenta de que sus emociones eran muy exageradas, pero no las podía frenar.

Vivía con su chico desde hacía un par de años y, en ese tiempo, según ella misma decía: «Me he vuelto como una agente de la CIA. Entramos en un restaurante y, en cuestión de segundos, sitúo la posición de las chicas guapas. Después, durante toda la cena, controlo cualquier mirada de mi novio. A través de un espejo, por ejemplo. Si él se fija en las chicas, la velada acaba como el rosario de la aurora».

Noelia era celosa de las miradas. No podía soportar que su novio mirase a otras chicas, que le atrajesen lo más mínimo. Y prácticamente todas las semanas tenían una discusión monumental que acababa por poner en peligro la relación. Me dijo:

—Ha llegado a un punto en que no disfruto de ninguna salida con él. Y lo peor son las vacaciones, porque a los dos nos gusta la playa. El año pasado fuimos a Formentera. Imagínate: ¡la isla de las adolescentes en pelotas! De poco no me da un síncope.

Recuerdo que un día Noelia acudió a mi consulta muy nerviosa. Acababa de tener lugar uno de esos brotes de celos.

—Juan me ha acompañado a la consulta. Veníamos caminando por esta misma calle y, joder, ha pasado un grupo de cuatro niñas de 14 o 15 años… Y, ¿sabes lo que ha pasado? ¡¿Te lo imaginas?! —me preguntó casi gritando.

—¡No me digas más! ¡El cerdo de tu novio las ha mirado! —respondí yo simulando sorpresa e indignación.

Noelia, encendida como estaba, no se daba cuenta de que bromeaba y añadió:

—¡Sí, Rafael! ¡Esto es lo último! ¿Qué clase de pervertido está hecho? —dijo ahora casi llorando.

Seguí con la farsa, aunque incrementando mi reacción para que fuese viendo que, en realidad, no estaba de acuerdo con su visión.

—¡Tu novio es un pederasta y un salido! —añadí.

Noelia se limpió las lágrimas, frunció el entrecejo como un boxeador antes de un golpe de derechas y soltó:

—Pero, Rafael, te lo tengo que decir: ¡no veas cómo se visten estas golfas!

Noelia era celosa en un grado bastante alto. En una escala de 0 a 10, le asignaríamos un 8. No podía soportar que su novio pudiese desear a otras mujeres, aunque nunca llegase a concretar ninguna infidelidad. Para ir bien, ¡Noelia necesitaba un novio que sólo tuviese ojos para ella!

En casos así, ¿se puede dejar de ser celoso? La respuesta es afirmativa. Todos podemos reducir esta estúpida emoción capaz de socavar la mejor de las relaciones, pero quizá más que nunca, ello nos exigirá una buena dosis de apertura mental.

IMAGINARSE BIEN EN LA POLIGAMIA

La mayor parte de la gente cree que los celos son un problema de inseguridad, de baja autoestima, pero he comprobado en mí mismo y en cientos de pacientes que no es así. Los celos son un problema de excesiva monogamia.

Las personas que piensan que las relaciones sentimentales se sustentan ¡necesariamente! en la fidelidad, se vuelven hipercelosas. Esto es, sólo podremos disminuir los celos si somos capaces de aceptar que el sexo no es tan importante y que, por lo tanto, podríamos tolerar unos cuernos. En la medida en que somos más monógamos, somos más celosos.

Noelia, la celosa de las miradas, no podía soportar, ¡ni siquiera imaginar!, que su novio estuviese con otra. Para ella, esa traición la desgarraría por dentro; sería una humillación que no podría soportar. Había desarrollado tal mística del sexo (en pareja) que una infidelidad equivalía a mancillar el Corán siendo fanático del islam.

Para comprender mejor los celos en pareja podemos pensar en los celos de los niños porque se trata del mismo fenómeno. Cuando un pequeño odia la posibilidad de tener un hermanito lo hace porque cree que va a suponer una tremenda disminución del amor paternal. Los papis tratan entonces de convencerle de que hay amor para todos y que el nuevo hermano será un beneficio para él: tendrá alguien al que amar, con quien jugar y compartir la vida, un amigo para siempre.

¡Los celos de la pareja y los celos infantiles son exactamente lo mismo!: ridículos. Posesividad infantil = posesividad conyugal. De esa misma forma, los hipercelosos se han de dar cuenta de que:

a) Todos tenemos una inmensa capacidad de amar, a nivel sentimental o sexual. Es decir, hay amor para todos.

b) Podemos salir beneficiados de una infidelidad.

[Antes de seguir, tengo que hacer un apunte aquí. El trabajo de apertura mental que llevamos a cabo para disminuir los celos se trata de una tarea mental. Podemos seguir siendo monógamos y tener pactos de fidelidad, pero se trata de relajar la terribilitis que nos invade acerca del tema. Si conseguimos aceptar mentalmente la poligamia, reduciremos los celos y podremos ser unos monógamos serenos y felices.]

TODO ES DE TODOS

En ocasiones llevo a cabo un pequeño ejercicio para disminuir in situ la emoción de los celos en los pacientes. Es bastante espectacular porque con él se consigue eliminarlos en el momento. Recuerdo cuando lo practiqué con Matías, un paciente de 24 años que salía con una jovencita de 18 llamada Rosa. Matías empezó diciéndome:

—Rafael, ayer tuve un ataque de celos fuertecillo. Fui con mi novia a visitar a un amigo con el que quiero montar un negocio. Y ella, que es a veces «demasiado femenina», ¡se puso a flirtear con él!

—Vaya. ¿Crees que tenía intención de seducirle? —le pregunté.

—No, ¡qué va! Es que ella es muy femenina. Le encanta gustar, pero nada más. Sé que no lo haría nunca —me aclaró.

—Pero no te gustó, ¿verdad? —indagué.

—Sí, en cuanto salimos de casa de mi amigo, tuvimos una discusión «del quince» y perdí los papeles. ¡Y todavía estoy rabioso!

—Vale, Matías. Vamos a hacer un ejercicio para disminuir los celos. Imagínate, en primer lugar, que Rosa efectivamente hubiese seducido a tu amigo. Y allí mismo hubieran hecho el amor. ¿Puedes verlo? —le planteé.

—¡¿Qué me estás diciendo?! ¿Y eso me va a hacer bien? —me preguntó alzando la voz, aunque al mismo tiempo reía, pues conocía mis métodos y confiaba en ellos. De hecho, a esas alturas de la terapia estaba muy cambiado.

—¡Sí, venga! Imagínatelo. Visualízalo un momento. Hazlo por mí.

Matías cerró los ojos, arrugó la cara como quien se está comiendo un limón, y pensó en ello. Al cabo de unos segundos, me dijo:

—¡Qué horror! ¡Qué cosas me haces hacer!

—Pues ahora, Matías, viene lo mejor. Imagínate que justo después, tú le haces el amor a tu amigo y ¡tienes un gran orgasmo! —le dije repentinamente.

—¿Qué dices? ¡Pero eso no lo puedo imaginar! ¡Se te ha ido la olla! —dijo poniendo todavía más cara de limón.

El resultado de este ejercicio es siempre sorprendente: a las personas les disminuyen inmediatamente los celos —también le pasó a Matías—. Lo cual demuestra, cómo no, que esta maldita emoción está basada en la posesividad.

PENES DE PLATINO

En nuestra sociedad tenemos un gran tabú sobre el sexo. Sí, hemos mejorado desde los tiempos de nuestros bisabuelos: entonces las mujeres iban a la playa vestidas hasta los tobillos y no se sabía que existía el clítoris (y de saberlo, lo hubiesen extirpado). Pero, en serio, ¡todavía andamos muy atrasados! Nos queda mucho camino por recorrer para vivir la sexualidad de una forma sana y natural.

Y es que no nos damos cuenta, pero actuamos como si los penes fuesen de platino y las vaginas de oro. O, peor aún, como si fuesen piezas sagradas en un imponente altar. Sin embargo, los órganos sexuales no son eso: son partes del cuerpo exactamente igual que los sobacos. Y el sexo, una función normal del cuerpo, como defecar, comer o dormir. ¿Tan difícil es aceptar esta obviedad?

Parece que sí. Especialmente para la persona celosa. Pero si se quiere curar, tiene que darse cuenta de que le está otorgando al sexo un valor extraño: ¡ha establecido un delirante tabú!

Como la mayor parte de los antropólogos, pienso que la manera correcta de vivir el sexo es la forma en que lo vivían los habitantes de las islas del Pacífico antes de la colonización británica.

Cuando James Cook y su barco Resolution llegaron a Hawái se encontraron con el paraíso en la Tierra: habitantes extremadamente amistosos que vivían pacíficamente y en armonía.

Cuentan las crónicas que los marinos enseguida se dieron cuenta (creo que en el minuto uno) de la permisividad sexual de sus habitantes. Las mujeres simplemente escogían a los marineros que más les gustaban y practicaban sexo no muy alejados del resto del grupo. Y sus hombres no se ponían celosos. Entendían que se trataba de una actividad lúdica y beneficiosa para todos.

Cuando los ingleses les preguntaron por qué permitían esas «infidelidades», respondieron: «El ardor sexual aumenta si practicamos con variados compañeros. Nuestras mujeres vuelven con más pasión tras jugar con otro hombre, y lo mismo nos sucede a nosotros».

Cuentan que el intercambio de cosas por sexo tampoco les parecía un mal negocio. Los hawaianos estaban fascinados por los clavos de hierro, una herramienta muy útil y desconocida para ellos. Y, en poco tiempo, el precio del sexo se estableció en un clavo, un polvo.

Se dice que a la vuelta a Inglaterra, el Resolution zarpó de la costa de Hawái entre las lágrimas de todos, nativos e ingleses. Y el enfado del capitán Cook fue monumental cuando a medio camino se dio cuenta de que la solidez del barco peligraba porque no quedaba ni un solo clavo que sujetase el maderamen.

Los habitantes del Hawái del siglo XVIII son prueba de que, si nos despojamos de prejuicios, nos excita sexualmente la visión de nuestra pareja haciendo el amor con otro. De ahí que evolutivamente hablando, la cópula de la mujer sea especialmente ruidosa: es decir, gime y grita, en realidad, llamando a otros miembros de la especie, tal y como hace el bonobo, un primate muy parecido al hombre.

Es decir, que nuestra pareja haga el amor con otro, no sólo no es perjudicial, sino que podría beneficiar a la vida sexual del matrimonio, pero nos han programado para pensar lo contrario: que ese tipo de promiscuidad es el horror final que llevó al Imperio romano a las cenizas. (Mentira más clara aún en el caso de los romanos: su final fue una especie de devoradora codicia muy parecida a la de la sociedad capitalista actual).

Los partidarios de la supermonogamia —Noelia a la cabeza de todos ellos— obvian que el 95% de los mamíferos son promiscuos y también algunos de los pueblos más pacíficos y armónicos de la Tierra.

[Que quede claro de nuevo: no estoy haciendo un alegato de la promiscuidad, sino que trato de enseñar a emplear esta visión de las relaciones abiertas con el objeto de mitigar los celos. Se trata de un trabajo mental. Si somos capaces de vislumbrar la posibilidad de la poligamia sobre el papel, seremos capaces de mantener un acuerdo de fidelidad sin celos.]

LAS BROMAS DEL CAPITALISMO

Un último apunte sobre la promiscuidad. Muchos antropólogos y psicólogos pensamos que la supermonogamia es una extensión del sistema capitalista. Esto es, nació como justificación moral de la posesión de la mujer por parte del varón. Tradicionalmente, el hombre siempre ha podido ser promiscuo y a quien se le exigía fidelidad era a la mujer.

Una prueba de ello es que las sociedades no monógamas como los hawaianos o los mosuo en la remota China son las poblaciones más pacíficas conocidas. Y allí no existe la propiedad privada, tal y como la conocemos nosotros.

De acuerdo, vivimos en una sociedad determinada y las cosas son como son y quizá lo mejor sea adaptarse a ello, pero no nos creamos que el actual sistema de posesión sexual y sentimental es lo mejor del mundo. Podemos aceptar la monogamia, pero no volvernos acérrimos defensores de ella.

EL ENGAÑO

Cuando hablo sobre los celos como expresión de una excesiva monogamia, los más celosos suelen sacarme el «argumento del engaño». Me suelen decir: «A mí lo que me fastidiaría es el engaño».

¡Pero eso no es cierto! Lo que le fastidia al celoso es la infidelidad: sólo eso. Es decir, una vez más, su excesiva monogamia. Esto se descubre fácilmente: imaginemos que nuestra pareja, que está a dieta, nos engaña cuando le preguntamos:

—Cariño, ¿qué has comido hoy?

Y ésta nos responde:

—Una ensalada muy rica. —Cuando en realidad se ha metido un entrecot de ternera con guarnición de patatas.

Reflexionemos sobre este ejemplo. Es cierto que nuestra pareja nos ha engañado, ¿no?… Pero no nos sentimos ultrajados, traicionados y ¡casi violados! ¿Nos plantearíamos dejar una relación por eso? No lo creo.

Es decir, el engaño nos afecta dependiendo de cómo valoremos la falta. Si se trata de una tontería, el engaño nos parece una chiquillada. Pero si la mentira hace referencia a un acto indignante, diabólico, ¡nazi!, entonces querremos abandonar de inmediato ¡a ese/a cerdo/a!

Por lo tanto, el problema de la infidelidad no es el engaño per se, sino, una vez más, nuestra loca mitificación del sexo.

¿Y SI ME DEJA?

Otra de las razones esgrimidas por los celosos para no imaginar una vida promiscua es el temor a que nos abandonen. Vendría expresado de la siguiente forma: «El problema de la promiscuidad es que uno de los dos puede conocer a alguien e irse y eso me da miedo».

Pero nada más alejado de la realidad porque: ¿quién en su sano juicio desearía abandonar a un compañero/a que nos permite estar con otros? ¿Por qué demonios haríamos eso? ¡Y mucho menos para irnos con otra persona que no sea tan abierta!

Es decir, si aceptásemos la idea de un compañero promiscuo, no tendríamos por qué temer que nos abandone; todo lo contrario. ¡Ése no nos abandonaría: ya puede ir con otras!

[Por tercera vez, quiero subrayar que lo expuesto en este capítulo es un ejercicio mental. El objetivo es reducir nuestro temor a que el otro sea infiel. Podemos ser, en la práctica, tan monógamos como gustemos, pero con más tolerancia mental, sin celos.]

¿Q ES LO IMPORTANTE EN UNA RELACIÓN?

Yo creo firmemente que dejar una relación sólo por una infidelidad puntual es una reacción irracional. Si reflexionamos sobre qué es lo realmente importante en una unión sentimental, lo lógico sería hablar de:

Yo he visto parejas excelentes que estuvieron en crisis, a punto de separarse, porque él o ella tuvieron un desliz en una noche loca. Eso me parece una pena y un error.

En una ocasión, un paciente llamado Lucas no podía perdonar a su mujer por esa razón, aunque la relación entre ellos había sido, hasta el momento, fantástica. Yo la conocía bastante a ella y puedo decir que es una persona excepcional. Después de unos veinte años juntos, tenían dos hijos y mucho amor entre ambos.

Se daba el caso de que Lucas había pasado anteriormente por un cáncer muy severo y ella le había apoyado de una forma admirable. Yo, en esos días de crisis matrimonial, le pregunté al hombre:

—Pero, Lucas, ¿qué importancia tiene ese desliz en comparación al apoyo que te ha demostrado ella?

Recuerdo que al final de la sesión, Lucas terminó aceptando, entre lágrimas, que tenía una compañera excepcional y que, ¡qué leches!: los penes no son de platino ni las vaginas de oro.

Y es que, digámoslo claro, si le damos una importancia excesiva al sexo o a la fidelidad, estamos pervirtiendo el verdadero significado de la vida en pareja, tomando el continente por el contenido. Adaptamos un tabú tan ridículo como impedir que los jóvenes se masturben, una práctica no muy antigua.

Las estadísticas más fiables nos informan de que el 60% de los hombres y el 30% de las mujeres han sido infieles. Los españoles gastan 18.000 millones de euros al año en prostitución, gremio que cuenta con unos cien mil profesionales a tiempo completo. La prostitución es el segundo negocio mundial más lucrativo, por debajo tan sólo del tráfico de armas. La pornografía en el mundo mueve 100.000 millones de dólares, mucho más que lo que ganan Microsoft, Google, Amazon, Apple, Yahoo y eBay juntas.

Si lo normal fuese la supermonogamia, ¿por qué nos cuesta tanto sujetarnos a ella? Muchos antropólogos, biólogos y psicólogos creemos firmemente que, de forma natural, lo que nos va a los seres humanos es la variedad. Y en un mundo sin cercas ni vallas electrificadas, los celos no tienen sentido.

En este capítulo hemos aprendido que: