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Cambiar a los demás

Hace un tiempo, un padre me trajo a su hijo a la consulta. Pau tenía unos 14 años y era un chaval alto, bien parecido, muy listo, pero un desastre en el cole y en casa. De hecho, lo había suspendido prácticamente todo. Tras la muerte de su madre hacía un par de años, mostraba una actitud pésima y se juntaba con lo peorcito de su clase.

Como sus nuevos amiguetes, Pau se comportaba como un perfecto pasota dentro y fuera de la escuela. En casa, casi no le hablaba a su padre y cuando lo hacía, era para insultarle. Y puedo asegurar que su padre era muy buena persona, un trozo de pan.

Entablé la siguiente conversación con el muchacho:

—Me ha contado tu padre que has suspendido todo y que vas a repetir curso, ¿no? ¿Qué me dices de eso?

—No me gusta el cole. Paso de estudiar —me respondió en un tono inaudible que se está poniendo de moda entre algunos chavales. No te miran a los ojos, casi no te hablan, te evitan…

—Ah, ¿y qué vas a hacer el día de mañana? —le inquirí.

—No sé. Trabajar de lo que sea.

Toda la terapia que hice con Pau consistió en tres sesiones espaciadas a lo largo de unos seis meses. Cuando vino a la segunda visita —al cabo de dos meses—, ya aprobaba todas las asignaturas, había dejado de ir con los «malos» y trataba mucho mejor a su padre. En la tercera y última sesión, ya sacaba una media de notable.

Y como sucede a menudo en el maravilloso trabajo que tengo la suerte de realizar, Pau y yo nos hicimos amigos. Recuerdo su expresión de cariño sincero cuando nos despedimos finalmente: me miraba como a un socio que le había enseñado algo guay de la vida.

¿Cómo se produjo el milagro? No fue difícil. Simplemente seguí lo que yo creo que son las pautas para la educación de cualquiera, niños y adultos. Si queremos convertirnos en personas capaces de transformar a los demás, tendremos que seguir los siguientes dos pasos:

Veamos en qué consisten:

TODOS SOMOS BUENOS

En la década de los ochenta, Mike Tyson fue campeón de los pesos pesados en dos ocasiones. Le apodaban «el Tanque» y «el hombre más malo del planeta» y entró en los anales de la historia del deporte porque fue el único púgil en practicar el «boxeo relámpago»: noqueaba a sus adversarios en tres o cuatro minutos. Ya está: acabado el combate. Un solo golpe de su demoledor puño hacía caer inconscientes a tipos de 120 kilos, entrenados para recibir largas palizas.

Fue uno de los deportistas más ricos del planeta, con 300 millones de euros de ganancias, aunque se arruinó completamente antes de los 40.

Tyson tenía —y tiene— realmente cara de malo y, entre sus fechorías se cuenta arrancar de un mordisco un pedazo de oreja de su máximo rival, Evander Holyfield, y violar a una chica por lo que pasó tres años entre rejas.

Hace poco vi un documental sobre el Tanque, tras su cambio de vida —porque sí, cambió—. En esa peli, él mismo confiesa: «Estaba muy mal. Mi niñez como niño abandonado en el Bronx me enloqueció y mi única visión del mundo era “pega antes de que lo hagan los demás”. No sabía que allá fuera hubiera personas capaces de crear un entorno de amor. Pensaba que algunos lo aparentaban, pero que, en realidad, mentían con las peores intenciones».

Mike Tyson tuvo que arruinarse y pasar por la cárcel para cambiar. Pero tuvo suerte porque muchos no lo hacen ni por ésas. A él le ayudó un recluso que se pegó a él con la firme determinación de ganarle para el islam. El ejemplo de Tyson nos puede servir para comprender el punto de arranque para llegar a ser alguien transformador.

A la hora de educar a un chaval, a un amigo, a un compañero de trabajo, a tu pareja… hay que tener siempre en cuenta que, cuando una persona hace algo «malo», siempre actúa en base a lo que él cree que es la mejor solución para su vida.

En ese sentido, hay que respetar su visión del mundo. En ese momento, con su experiencia y sabiduría, eso es lo mejor que sabe hacer: ya sea esnifar droga todo el día o robar en un supermercado a punta de navaja. Sin su «solución», tal y como él ve las cosas en ese momento, estaría perdido, sería muy infeliz. Sin su agresividad desbocada, Tyson se hubiese hundido en su oscuro mundo del Bronx, entre proxenetas y traficantes.

Y es que todos los seres humanos deseamos, en primer lugar, ser felices. Lo que sucede es que, muchas veces, andamos confundidos —igual que Tyson— y pensamos que el único camino para la felicidad discurre:

a) Por el egoísmo exacerbado.

b) Por la búsqueda de comodidad a toda costa.

Para hacer cambiar a un chaval como Pau —o a nuestra pareja— hay que demostrarle que existen mejores caminos para llegar a ser felices: mucho más sólidos y armónicos. Lo creamos o no, estos jóvenes no se han dado cuenta de ello. Creen hacer lo correcto, dadas sus circunstancias, y esto hay que respetarlo. Ahora bien, nosotros les podemos «vender» otro camino.

¿NO ESTARÁS, EN REALIDAD, PRINGANDO?

Mi primera estrategia siempre pasa por evaluar el nivel de felicidad de la persona que queremos cambiar. En qué medida posee alegría cotidiana, armonía interior y autoestima. Y en el caso de que no sea así —lo cual es lo habitual—, hacerle ver que hay otras posibilidades.

Recuerdo lo que hablamos Pau y yo aquel día:

—Dime, ¿cómo lo pasas en el cole?

—Es un rollo. Odio tener que ir. En cuanto acabe la ESO, no vuelvo a pisar la escuela —dijo con aire de superioridad.

—Pero te quedan dos años de condena, ¿verdad? ¡Yo no sé si lo aguantaría!

¡Y fui sincero! Con lo que sé ahora de la vida, sería para mí bastante fastidioso tener que soportar la situación de Pau. Porque la solución que había encontrado el chico para el problema del colegio era la peor de todas: ¡un aburrimiento y una lacra para su autoestima! Se lo demostré con una historia personal:

—Cuando yo era pequeño, tuve una experiencia muy inusual. Hasta quinto año de primaria, era un «fracaso escolar», suspendía siempre tres o cuatro asignaturas; las más difíciles, claro: mates, sociales, naturales…

»La verdad es que, como a ti, no me gustaba ir al cole. Siempre que podía, fingía estar enfermo y me quedaba en casa.

»Y es que el cole era un suplicio. ¡Superaburrido! Y cuando el profe me preguntaba algo, ¡lo pasaba fatal! Además, una vez acabado el curso, el problema me perseguía: en septiembre tenía esos malditos exámenes de recuperación: ¡qué palo!

»Pero la verdad, Pau, es que yo no me enteraba de nada en clase.

»Recuerdo que, una vez, mi madre vino a buscarme al cole. Salimos juntos y nos acompañó la profesora un trozo. Entonces, rutinariamente, mi madre preguntó: “¿Rafa, tienes deberes hoy?”. Yo, inocentemente, respondí: “No”.

»Me acuerdo perfectamente de la reacción de la “seño”: “¡¿Cómo que no?! ¡Pero si hay unas divisiones y una lectura! ¿Dónde ha estado tu cabeza hoy?”.

»La verdad es que mi cabeza había estado ausentísima todo el día y ésa era la tónica general.

»Hasta que al llegar a sexto todo cambió. Se produjo en mí un cambio radical. En un lapso de tres años a partir de entonces, pasé de ser de “los peores” a ser de “los mejores” de mi clase. Y, mirando hacia atrás, todo se debió a que me di cuenta de que estaba pringando y que el mejor modo de estar en el cole, el más cómodo, era sacar todo sobresalientes. Y lo más fuerte es que me di cuenta de que era bastante fácil lograrlo.

»Mi transformación fue tan bonita que mi secundaria fue maravillosa. Durante esos años del BUP y el COU me sentí superbién en el cole: disfrutaba en clase porque participaba, los profesores me tenían en consideración y proyectaba un ilusionante futuro académico y profesional.

»Y lo mejor de todo es que ¡me resultaba fácil!

»Descubrí que sólo tenía que:

a) Estar superatento durante las lecciones.

b) Llevar una agenda de los deberes y exámenes.

c) Estudiar un poquito en casa todos los días.

»¡Sólo esas tres cosas!

»¡No era tanto esfuerzo! Y una vez acabado el curso: no volvía a saber del cole hasta septiembre: ¡todo el verano libre para mí!

»Tal fue mi cambio que estudiar se transformó en un placer y, en la actualidad, dedico buena parte de mi tiempo a hacerlo y pienso seguir haciéndolo toda la vida.

Cuando acabé de explicarle esta historia, los ojos de Pau me miraban fijamente. Estaban como encendidos. Había mordido el anzuelo: sin reproches ni amenazas, mi nueva visión del cole le había seducido. Porque, ¿quién no desea mejorar hasta sentirse un campeón?

Y con ello llegamos a la conclusión de que todo proceso educativo tiene que empezar por la persuasión. Cualquier cambio no escogido por uno mismo, no es sincero y, por lo tanto, será mediocre y pasajero, si es que se produce.

Cambiar, aprender a hacer las cosas de otra forma, necesita de empuje, mucha energía y, por tanto, ilusión. Y esa motivación sólo la obtendremos en una persona que esté poseída por la visión del cambio.

Sin embargo, los padres y educadores, a menudo, recurren al temor para obtener esa transformación. Esas fuerzas son mediocres, cuando no completamente inútiles.

LA TECNOLOGÍA DE LAS COSAS COTIDIANAS

Los adultos erramos muchas veces en la educación de los niños —y en la de otros adultos también— porque damos por supuesto que los demás «deben saber hacer las cosas bien». Nos parece que si los otros no se comportan como es debido es porque no quieren hacerlo: son vagos, descuidados, malos «a cosa hecha». Y, la mayor parte de las veces —casi todas—, no es así.

Por extraño que parezca, el verdadero problema de esos chavales es que no conocen la tecnología necesaria para realizar el cambio. Porque, además de querer conseguir un cambio, necesitamos adquirir una técnica para lograrlo.

Y eso sucede también con los adultos. Damos por supuesto que nuestra pareja sabe limpiar, ser ordenado/a o puntual porque nosotros ya sabemos hacerlo. Pero si no nos tomamos la molestia de enseñarle, es muy difícil que alguna vez lo haga bien y que llegue a encontrarle el gustillo a hacerlo.

Podremos entenderlo con una de las tareas que yo empleo en mi consulta: «El juego para aprender a ser puntual».

En una ocasión traté el caso de un matrimonio joven que discutía mucho. Les pregunté:

—Dadme un ejemplo de vuestras interacciones: ¿existe algo por lo que discutáis cada semana, dale que te pego, y que no resolváis nunca?

—Sí, el tema de la puntualidad. Ella es muy impuntual. Siempre llega tarde; llevo toda la vida esperándola, desde novios. Y eso me da mucha rabia. ¡Es una falta de respeto increíble!

Ella me dio su versión:

—Es verdad que llego tarde, pero es algo que no puedo evitar. Toda mi familia ha llegado siempre tarde a todo. ¡Debe de ser genético! Pero no sabes cómo se pone él por esperar un poquito. Me ha llegado a insultar y ¡eso sí que es inaceptable!

Yo les propuse:

—Vamos a hacer un juego para que tú, María, aprendas a llegar a tiempo a los sitios. Y tú, Manel, aprendas a enseñar a los demás. Consiste en que a partir de ahora, cuando tengáis una cita, el que llegue tarde tendrá que pagar una penalización. El que se demore más de diez minutos pagará una bebida al otro ese mismo día. Si el tardón se demora más de quince minutos, entonces, pagará una buena merienda. Finalmente, el que llegue más de veinte minutos tarde, desembolsará los costes de una cena fuera.

Los dos aceptaron alegremente el juego y, en muy poco tiempo, ella aprendió a ser puntual. Sólo pagó dos veces la penalización establecida.

De hecho, sesiones más tarde, ella me llegó a decir:

—Rafael, he descubierto que, para ser puntual, es necesario intentar llegar antes de la hora establecida. Ahora llego siempre con una antelación de un cuarto de hora y me espero en una cafetería mientras me tomo un té. De esa forma, si me surge cualquier imprevisto, voy con tiempo sobrante.

Esta mujer de 33 años había aprendido —por primera vez en su vida— la tecnología de la puntualidad. Su pareja no se daba cuenta —tampoco ella— de que los seres humanos no nacemos «aprendidos» y que toda habilidad requiere un descubrimiento, un método y un ejercicio.

Los padres y educadores, a menudo incurren en el fallo de dar por supuesto que el niño sabe realizar las tareas que les exigen. Se equivocan: ¡muchas veces no han adquirido simples tecnologías que se aprenden con un poco de imaginación y práctica!

Pau se consideraba un «tonto» para los estudios, pero no era así. Simplemente no conocía la triple técnica del estudio: estar atento, llevar una agenda y estudiar en casa. Las tres medidas, combinadas a la vez, eran todo el secreto para convertirse en un estudiante ejemplar. Para pasar del infierno al cielo, de ser un fracaso a sentirse un campeón.

Después de contarle mi historia en el colegio, los ojos de Pau me gritaban: «¡Enséñame a hacerlo!». Y, simplemente, le mostré el camino para lograrlo.

ESCUELAS LIBRES

Cuando cursaba primero de psicología, vino a dar una charla un tipo mayor, casi ciego, que había sido maestro durante toda su vida. Antes de la Guerra Civil española, había dirigido una escuela de la Institución Libre de Enseñanza, una de las primeras en nuestro país. Nos habló durante una hora de las maravillas de ese lugar.

Por supuesto, el franquismo prohibió experiencias posteriores de ese tipo, pero los alumnos que allí estudiaron tuvieron el privilegio de aprender una visión de la vida diferente que no olvidarían jamás.

Básicamente, una escuela libre es un lugar donde los chicos pueden ir a clase o no. No existen exámenes ni obligatoriedad de estudiar. Si lo desean, pueden pasar toda la jornada en el patio jugando a la pelota. Los profesores están en las aulas, con las puertas abiertas, impartiendo asignaturas, y depende de su habilidad el tener los pupitres llenos o vacíos.

Yo siempre he pensado —incluso cuando ya era un buen estudiante— que la escuela convencional es una gran pérdida de tiempo. Si me paro a pensar, la mayor parte de las cosas que sé las he aprendido yo solo, fuera del colegio. Al margen de las operaciones matemáticas básicas y de leer y escribir, no recuerdo nada de lo que me enseñaron allí. No recuerdo ni un maldito río, ni cómo hacer raíces cuadradas, ni las partes de una flor…

¡Once años seguidos de escolarización! ¡Seis o siete horas diarias de estudio! ¿Para arrojar ese triste resultado? ¿No es esto uno de los mayores fracasos de la historia de la humanidad?

Estoy seguro de que si ese esfuerzo estuviese bien invertido, la mayoría de los niños se podrían convertir en genios de la música, de las matemáticas o del arte.

Pensémoslo bien: si pudiésemos estudiar ahora, de adultos, once años seguidos de algo que de verdad nos interesase: ¿no alcanzaríamos niveles fantásticos? ¡Pues los niños tienen una capacidad de aprendizaje mucho mayor!

Y es que el problema de nuestras escuelas es que existe la obligatoriedad de estudiar y eso mata la curiosidad, que es la verdadera madre del aprendizaje. Los padres y profesores no confían en los niños, en sus ganas de hacer las cosas bien, de aprender, de hacer cosas bellas y tienen un temor irracional a que los niños crezcan sin los conocimientos necesarios para competir en el mundo adulto.

Al final, las escuelas son lugares donde básicamente se enseña a temer a la vida y a los demás. No es de extrañar que los jóvenes más atrevidos se rebelen y se pongan en contra de esta sociedad del miedo. Los niños que pasan por el aro, aprenden a mentir, a «competir» en vez de compartir y a temer a los demás y a la vida. ¡Y todo ello para aprender las cuatro reglas de la escritura y las mates más básicas! ¡Vaya negocio!

NUEVAS ASIGNATURAS

En un mundo ideal el mayor objetivo de la educación sería enseñar «calidad humana»: cómo ser mejor persona, cómo entablar relaciones de amor y colaboración entre los demás. Sin duda, ésa sería la asignatura principal, a mucha distancia de todas las demás.

El segundo objetivo sería enseñar a los niños a apreciar «el saber» como herramienta para el bien común, para divertirse, no para competir. Por lo tanto, toda enseñanza debería ser opcional.

¿No sería ésta una escuela maravillosa?

Las experiencias con escuelas libres han sido un éxito rotundo. En Gran Bretaña, la famosa Summerhill lleva enseñando con este sistema más de setenta años y los chicos que han salido de allí aman a su escuela casi más que a sus padres. Entre ellos hay insignes matemáticos, músicos y médicos, y también artesanos, electricistas y cocineros. Pero, sobre todo, son personas armónicas, seguras de sí mismas y felices.

Hace poco, leí la autobiografía de una de las mayores personalidades del siglo XX, sir Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los vencedores de Hitler. Churchill, aparte de político, fue escritor y recibió el premio Nobel en 1953. Él mismo describe así su época escolar:

Por fin llegó el día en que puse fin a casi doce años de colegio. Treinta y seis trimestres durante los cuales rara vez aprendí algo de interés ni utilidad. Volviendo la vista atrás, aquellos años forman el período más estéril de mi vida. Fui feliz de niño con todos mis juguetes en mi cuarto y he sido cada vez más feliz desde que me hice hombre. Sin embargo, esa etapa escolar arroja un sombrío y oscuro borrón en mi periplo vital.

En realidad, una educación prolongada, indispensable para que la sociedad avance, no es un proceso natural para el ser humano. Va contra su propio ser. A un chico lo que le gustaría es seguir a su padre en busca de alimento o una presa. Le gustaría hacer cosas prácticas hasta donde le permitieran sus fuerzas. Le agradaría ganar un sueldo, por pequeño que fuera, para contribuir a mantener el hogar. Le encantaría disponer de tiempo y aprovecharlo o malgastarlo como quisiera. Y entonces, quizá por las tardes, un verdadero deseo de aprender nacería de los chicos más prometedores. Pero ¿por qué inculcarlo a la fuerza en los que no tienen interés?

Así y sólo así es como se abren las «ventanas mágicas» de la inteligencia.

EL SECRETO ES LA LIBERTAD

En mis charlas sobre educación siempre hablo de la libertad. Cualquier cambio, para ser profundo y duradero, debe ser voluntario, porque en caso de ser forzado, no lo hacemos nuestro, no lo retenemos.

En muchos hogares de todo el mundo se suceden escenas educativas como ésta:

Nuestra madre entra en casa y ve que hemos dejado las zapatillas de deporte en medio del salón. Se enfada y nos dice:

—¡Te he dicho mil veces que dejes las cosas bien puestas! ¡Pon inmediatamente esas zapatillas en el zapatero!

La pregunta es la siguiente: si obedecemos y las guardamos en su sitio, ¿tiene mérito nuestra acción? No, el cumplimiento de un mandato nunca lo tiene. Porque cualquier acción forzada no produce sensación de bienestar, de dominio, de realización.

Lo máximo que va a hacer un niño en esas circunstancias es obedecer; no transformarse. El resultado es que nunca retendrá ese aprendizaje.

Yo siempre recomiendo otro modo de educar:

—Hijo, atiende: dejar siempre las zapatillas en el zapatero tiene las siguientes ventajas: la casa está más bonita y siempre sabes dónde están las cosas; así no perderás el tiempo buscándolas. ¡Es muy fácil acostumbrarse a ese tipo de orden! Tú podrías conseguirlo, pero si no lo haces, no pasa nada, yo lo haré siempre por ti. Sería genial que adquirieses ese hábito, pero tampoco pasará nada si no lo haces.

Cuando sugerimos el cambio de esa forma, esto es, de forma voluntaria, puede suceder que el niño ponga las zapatillas o no en su lugar, pero si lo hace, lo hará por siempre jamás, sin necesidad de repetírselo.

Los seres humanos incorporamos fácilmente aquellos hábitos que nos reportan bienestar, que nos hacen sentir bien. Pero se tiene que tratar de acciones voluntarias que arrojan mérito y nos otorgan orgullo personal.

Todavía no he conocido al niño que resista la tentación de probar a hacer algo muy bien. Y es que el día que deje —voluntariamente— las zapatillas en el zapatero, se sentirá genial: más adulto, más capaz y más fuerte.

Si enseñamos de esta forma, seremos testigos de escenas tan divertidas como ésta: el chaval le dirá un día a su hermano pequeño:

—¿No sabes dejar las zapatillas en su sitio? Yo te enseño: su lugar es el zapatero: ¡así la casa queda bonita y ordenada y siempre sabrás dónde están cuando las busques!

Ese niño habrá incorporado el cambio a su repertorio de habilidades y costumbres para el resto de su vida. ¡Eso sí es negocio!

Toda adquisición duradera y valiosa tiene que ser fruto del interés, la curiosidad, la diversión y el mérito. Todo lo demás es una enorme pérdida de tiempo y energía: es mala educación.

MONTESSORI Y OTROS LOCOS VALIOSOS

Maria Montessori fue la primera italiana en obtener el título de médico, a principios del siglo XX. Para conseguirlo, tuvo que superar la oposición de profesores, compañeros y hasta de su propio padre. El decano de la facultad, que era un tipo progresista, la dejaba entrar por la puerta de los carruajes sólo cuando el resto de los alumnos estuviesen ya sentados. Para no escandalizar a nadie.

Casi nadie la quería en la universidad, pero era tan inteligente y perseverante que no podían detenerla. Habría ido a reclamar al propio presidente de la República para lograrlo. Una vez obtenido el título, Maria se especializó en psiquiatría y trabajó en un asilo para enfermos mentales.

Para empezar —¡como mujer que era!— sólo le dejaron atender a los niños y la joven Montessori ideó un programa de enseñanza para retrasados mentales que, en poco tiempo, causaría sensación. Para la sorpresa de todos, sus chicos aprendían a leer y escribir como los demás. Un periódico de la época la describió así: «La doctora milagro: vuelve inteligentes a los idiotas».

Pero eso no fue nada en comparación con el momento en que sus primeros alumnos se presentaron a los exámenes oficiales del graduado escolar del Estado italiano y ¡los aprobaron!

Este sorprendente resultado la impulsó a dedicarse a la pedagogía. Como ella mismo escribió:

Mientras todos admiraban los progresos de mis chicos, yo pensaba en las razones que podían mantener a los alumnos de las escuelas públicas en un nivel tan bajo que podían ser alcanzados por los míos.

Montessori creó entonces un sistema de enseñanza libre, fundada en la bondad y en la confianza, que ha tenido unos resultados fantásticos a lo largo del tiempo.

La experiencia de las escuelas Montessori —que en la actualidad se encuentran por todo el mundo— demuestra, una vez más, que las personas aprenden mucho más en libertad que por obligación. Los niños de esos colegios aprenden incluso disciplina sólo por medio del amor. De hecho, la norma principal es que nadie puede imponer ningún conocimiento a nadie. El profesor sólo muestra con paciencia unos posibles resultados y espera que el niño desee llegar a ello. Con el ejemplo, éste aprende; a su ritmo, disfrutando. Después, depende de él mismo mantener esa nueva conducta. Y, por supuesto, prácticamente todos la siguen. Como decíamos antes, ¿quién no desea hacer algo claramente ventajoso?

Para terminar con este ejemplo educativo, veamos la descripción que hizo la propia Montessori de sus escuelas:

Una de las cosas que más maravillan a los que visitan nuestras escuelas es la disciplina colectiva que impera en ellas. Cincuenta o sesenta niños de 3 a 6 años, a una señal, saben callar, todos juntos. Y se produce el mismo silencio que el de una habitación vacía. Y si una voz suave les dice: «levantaos, caminad un poco de puntillas y volved a vuestros sitios en silencio, todos juntos, como una sola persona», se levantan y andan haciendo el menor ruido posible. La maestra ha hablado a cada uno en particular y cada niño espera que su acción le reportará una luz y un gozo interno y por eso se mueve atento y obediente como un explorador ansioso que sigue su camino.

Y en otro momento:

Estamos llenos de prejuicios referentes a la psicología del niño. Hasta ahora hemos querido domar a los niños con disciplina externa, en vez de conquistarlos para poder dirigirlos como almas humanas que son. Pero si renunciamos a la violencia con que ilusoriamente hemos querido disciplinarlos, ellos se manifestarán tal y como son. Su carácter es tan suave que reconoceremos el verdadero carácter del ser humano. Su amor al saber es tan grande que supera cualquier otro amor.

Para finalizar, recordemos que estas ideas educativas no sólo se refieren a los niños, sino también a los adultos. Si queremos cambiar a alguien, intentémoslo así. Y si queremos cambiarnos a nosotros mismos, ¡también!

Cualquier cosa que no sepamos realizar, que nos llene de ansiedad, requiere:

No des por sentado que «deberías» saber hacer las cosas, sé imaginativo a la hora de encontrar métodos de aprendizaje y ten hermosas expectativas al respecto: dominar las situaciones produce un enorme placer.

La mejor forma de estar en el «cole» —o en la vida— es sacar todo sobresalientes. Podemos hacerlo en todos los ámbitos de nuestra vida. Pero eso sí: renunciemos a los castigos y las luchas. Eso es simplemente absurdo.

En este capítulo hemos aprendido que: