Convertir la vida en algo muy interesante
Un día de verano, la gente vio en la calle al mulá Nasrudín buscando algo con frenesí. Fueron hacia donde estaba y le preguntaron:
—¿Tiene algún problema, mulá?
—He perdido mi llave —replicó.
Y todos se pusieron a ayudarle. Después de bastante rato, con el calor del mediodía atizándoles sobre las cabezas, uno de los vecinos se sentó sobre una piedra y preguntó:
—Dígame, mulá, ¿qué estaba haciendo la última vez que vio la llave?
—Estaba en casa estudiando.
Todos alzaron la cabeza para escuchar mejor. El vecino, secándose la frente con un pañuelo, continuó:
—Y entonces ¿dónde cree que perdió la llave?
—En la casa, hijo mío. Justamente allí —respondió con sosiego Nasrudín.
El hombre, sorprendido, puso el grito en el cielo:
—Y ¿por qué demonios busca aquí, en la calle?
—Porque aquí hay más luz, hijo mío: mucha más luz.
En este capítulo hablaremos del goce de la vida. Muchos buscan la llave de la felicidad en los logros, los placeres, las relaciones… Creen que la solución debe hallarse siempre en el exterior. Parece que hay mucha luz en esas cosas. Sin embargo, son muy pocos los que aciertan y buscan dentro de sí mismos.
Hace ya bastantes años, tuve la ocasión de pasar un año en Inglaterra como estudiante Erasmus. ¡Fue una experiencia genial! Era la primera vez que vivía fuera de casa de mis padres y, de golpe, me vi viviendo con decenas de estudiantes extranjeros en una preciosa residencia universitaria que había sido la mansión de un noble inglés.
La vida en la universidad era deliciosa y emocionante. Para empezar, vivíamos en un campus enorme con bosques, prados, campos de fútbol tapizados de hierba y lagos. Por las calles sólo circulaban las bicis de los estudiantes. Paz casi total.
Pero también existía toda la movida que un joven pudiera desear ya que cada semana se organizaban diez o quince fiestas, conciertos, proyecciones de cine de culto, ¡hasta ópera de vez en cuando!
La Universidad de Reading tenía un 30% de estudiantes extranjeros y para mí fue una gran experiencia conocer a chicos asiáticos, africanos, estadounidenses, latinoamericanos… gente recién llegada de todas partes y con los que me podía comunicar perfectamente en inglés. En un mes allí, conocí a más gente que en los veinte años de mi vida anterior.
Para rematarlo, Londres se encontraba a menos de una hora en tren, con sus museos, sus mercados y su vida nocturna.
Tengo un recuerdo de entonces que se me quedó grabado para siempre: la imagen es la de mi novia de aquella época, la japonesa Tomoe Noda, paseando por el campus. En un momento de nuestra conversación, me dijo con toda la expresividad del mundo:
—¡La vida es tan interesante…!
Y es que al menos para nosotros, en aquellos días, la vida era absolutamente apasionante. Todos los días vivíamos experiencias nuevas, conocíamos a personas diferentes, con aficiones diversas y aprendíamos sin cesar.
Como veremos en el presente capítulo, la vida de todos puede ser así de interesante. Y no depende de estar en Barcelona, la Universidad de Reading o China… depende sólo de nosotros mismos. De que aprendamos a construirnos una vida interesante en cada momento de nuestra vida.
SER POTENCIADOR O DILAPIDADOR
A continuación, vamos a hablar de cómo potenciar la pasión en nuestro día a día. Veremos que todos tenemos una gran capacidad para hacerlo. Aunque se trata de una capacidad que, muchas veces, tendemos a dilapidar. En ocasiones, incluso, sin darnos cuenta, llegamos a ser expertos en convertir la vida en algo aburrido y vacío.
Si empleamos esta capacidad de aumentar y hacer reverberar el disfrute, nos convertiremos en lo que yo llamo «potenciadores» y si, por el contrario, la matamos, seremos «dilapidadores».
Mi padre siempre ha sido un ejemplo de potenciador, sobre todo en el trabajo. Él fue albañil con una cuadrilla de obreros a su cargo y era todo un espectáculo verlo trabajar. Alguna vez le había visto en acción en medio de la obra y su pasión era sorprendente. Le encantaba: se notaba en sus ojos, en sus ademanes, en su energía.
Recuerdo que, muchas veces, yendo con mi padre por la calle, habíamos pasado por delante de algún comercio o edificio que él había reformado. Solía decir:
—¿Ves, hijo? Esta tienda la hicimos nosotros. ¿Ves qué puertas pusimos? Son de roble americano.
Cuando mi padre acababa su jornada debía de estar cansado, pero no se le notaba un ápice. Generalmente, iba con sus obreros a tomar una cerveza y charlaban animadamente o, en ocasiones, volvía a casa y acababa algún presupuesto. Su lenguaje corporal indicaba que estaba en plena forma. Y es que los potenciadores se cansan físicamente, pero no mentalmente. Tal es su actitud frente a lo que hacen.
Por alguna razón, creo que antes había más potenciadores que ahora. Mi abuelo Rafael tenía el mismo talante que mi padre y he conocido muchos ancianos que hablan de manera similar de sus empleos. ¿Qué podemos hacer para recuperar esa actitud tan constructiva y gratificante? Veámoslo con detenimiento.
EL DEMONIO DEL MEDIODÍA
Decíamos que en el pasado la gente parecía disfrutar más de su trabajo y de su entorno, pero no nos equivoquemos, siempre ha habido dilapidadores. Incluso en tiempos remotos. En un texto del escritor Aldous Huxley, encontré lo siguiente acerca de los monjes del medievo:
En el siglo IV los monjes del desierto de Tebaida se hallaban sometidos a los asaltos de muchos demonios. La mayor parte de esos espíritus malignos aparecía furtivamente a la llegada de la noche. Pero había uno, un enemigo de mortal sutileza, que se paseaba sin temor a la luz del día. Los santos del desierto lo llamaban «daemon meridianus» (demonio del mediodía), pues su hora favorita de visita era bajo el sol ardiente. Yacía a la espera de que aquellos monjes se hastiaran de trabajar bajo el sol opresivo, aprovechando un momento de flaqueza para forzar la entrada a sus corazones. Y una vez instalado dentro, ¡qué estragos cometía!, pues de repente a la pobre víctima el día le resultaba intolerablemente largo y la vida desoladoramente vacía.
El monje afectado por el demonio del mediodía iba a la puerta de su celda, miraba el sol en lo alto y se preguntaba si se había detenido el astro a la mitad de su curso. Regresaba entonces a la sombra y se preguntaba por qué razón él estaba metido en una celda y si la existencia tenía algún sentido. Volvía entonces a mirar el sol, hallándolo indiscutiblemente estacionario, mientras que la hora de la merienda común se le antojaba más remota que nunca.
Volvía entonces a sus meditaciones para hundirse, entre el disgusto y la fatiga, en las negras profundidades de la desesperación y el consternado descreimiento. Cuando tal cosa ocurría el demonio sonreía y podía marcharse ya, a sabiendas de que había logrado una buena faena mañanera.
A lo largo de la Edad Media este demonio fue conocido con el nombre de «acedia». Aunque los monjes seguían siendo sus víctimas predilectas, realizaba también buen número de conquistas entre los laicos.
Al hablar de ella en el Cuento del clérigo, Chaucer hace una descripción muy precisa de ese catastrófico vicio del espíritu. «La acedia —nos dice— hace al hombre aletargado, pesaroso y grave. Paraliza la voluntad humana, retarda y pone inerte al hombre cuando intenta actuar. De la acedia proceden el horror a comenzar cualquier acción de utilidad, y finalmente el desaliento o la desesperación».
En su ruta hacia la desesperanza extrema, la acedia genera toda una cosecha de pecados menores, como la ociosidad, la morosidad, la frialdad, la falta de devoción y el pecado de la aflicción mundana llamado «tristitia», que mata al hombre, como dice san Pablo: los que han pecado por acedia encuentran su morada eterna en el quinto círculo del Infierno. Allí se les sumerge en la misma ciénaga negra con los coléricos, y sus lamentos y voces burbujean en la superficie.
Los monjes del siglo IV ya describieron la extraña enfermedad que contraían algunos de sus compañeros y la llamaron «acedia», una especie de depresión que comenzaba con la desidia en el trabajo. Yo creo que esos monjes eran los primeros dilapidadores descritos sobre papel de la historia.
Pero la buena noticia es que todos podemos convertirnos en potenciadores. Tan sólo tenemos que seguir cuatro reglas claras y convertirlas en hábitos:
Regla n.º 1: Ir siempre a por el sobresaliente
Esta primera regla la aprendí de pequeño en la escuela. En este mismo libro, en el capítulo 16, dedicado a la educación (más adelante), relato una experiencia personal de transformación cuando de niño, pasé de convertirme de mal alumno a uno de los primeros de la clase. De alguien que pensaba que era tonto a un estudiante ejemplar.
Y ese inusual cambio lo pude hacer, con 12 años, tras darme cuenta de que la mejor forma de estar en la escuela era sacar muy buenas notas. No sólo aprobar las asignaturas sino intentar sacar todo sobresalientes.
Y es que la mejor manera de motivarse es apuntar bien alto. Aunque, a menudo, en nuestra vida cotidiana, hacemos lo contrario.
Imaginemos que vamos a jugar un partido de fútbol con unos amigos y, de entrada, vemos que nuestro equipo es tan malo, que es seguro que vamos a perder de muchos goles…; en el mejor de los casos, quizá empatar. ¡Y así partido tras partido! Es muy difícil mantenerse ilusionado en tales circunstancias.
O que empezamos un curso de windsurf con la idea fija de que, en nuestra vida, sólo podremos conseguir un nivel básico: quizá llegar a no caernos mucho al agua. Vaya, ese objetivo no es muy motivador, ¿verdad?
Muchas veces cometemos el error de enfrentar nuestras tareas cotidianas apuntando bajo. Vamos al trabajo con la intención de cumplir y recibir el sueldo a final de mes o cocinamos para simplemente alimentarnos: ¡deprisa, que después quiero hacer otra cosa! Desperdiciamos nuestra capacidad de disfrute del día a día. Y, sin embargo, lo puedo asegurar: ¡un potenciador nunca hace eso!
Por lo tanto, la primera regla para hacer de la vida algo muy interesante consiste en fijarse una meta alta, una meta que nos ilusione. La vida es para esforzarse, para llegar cansado a la cama cada noche, pero, eso sí, habiendo disfrutado. Y esas metas pueden hacer referencia a todas nuestras tareas: cocinar, hacer deporte, estudiar, limpiar… y, sobre todo, trabajar.
Un potenciador no sólo cocina, intenta cada mes hacer platos más ricos o más sanos para llegar a ser un increíble cocinero. Un potenciador no sólo trabaja, se plantea ser uno de los mejores de su profesión.
Ir siempre hacia el sobresaliente es una oportunidad de ponerle sal a la vida que no podemos desperdiciar. ¿Queremos tener una vida interesante? ¡Todos podemos tenerla!
Regla n.º 2: Retarse
Esta regla potenciadora se refiere a esas tareas concretas de nuestra vida que pueden parecer más rutinarias. Por ejemplo, las cosas que hacemos en el trabajo de forma repetitiva: atender a personas en la recepción o archivar documentos.
Retarse a uno mismo es lo que hacemos cuando practicamos algún deporte competitivo. Jugando al tenis, por ejemplo, en cada partido, nos planteamos mejorar el revés, llegar a todas las bolas, hacer un gran juego en la red… ¡Y todo eso nos sale de forma natural! Forma parte de la diversión del juego.
Los potenciadores hacen eso en su día a día, sobre todo en su trabajo. Cualquier mañana de su vida, cualquier tarde, se frotan las manos delante de su escritorio y se ponen alguno de esos minirretos.
Una persona que atiende a clientes en la recepción puede intentar atender a un número mayor en menor tiempo; o darles una información todavía más completa; ser más amable; aprender a lidiar con las personas más difíciles… ¡las posibilidades de mejora no se agotarán jamás!
Al lado de mi consulta en la calle Córcega de Barcelona, hay una cafetería a la que suelo ir cada día. La llevan unos chicos jóvenes que cuidan mucho la calidad del servicio. Los tres camareros se saben los nombres de todos los clientes habituales. ¡De todos! Y se trata de muchas personas porque el lugar tiene mucho éxito. Algunos pasamos por allí para llevarnos el café a la oficina y es un gusto que te llamen por tu nombre o sepan cuál es tu consumición habitual.
Su norma es que, a la que un cliente repite un par de veces, memorizan su nombre y compiten con ello: ¿a ver quién recuerda más? Y así su trabajo, además de ser más efectivo, es más divertido e interesante.
Los potenciadores son muy buenos a la hora de retarse. Se han habituado a hacerlo y les sale de forma natural cada día de sus vidas. Si los monjes con acedia del medievo hubiesen aprendido a hacerlo, para nada se hubiesen visto afectados por «el demonio del mediodía».
«Retarse» también puede hacer referencia a la generación de proyectos nuevos. Mi tío Rafael es vendedor por cuenta propia —de mucho éxito— y, en una ocasión, me comentó que para él es importante plantearse continuamente nuevos proyectos personales para animar su trabajo. Por ejemplo, introducir un prometedor producto en su cartera, abrir un nuevo territorio o inventarse llamativas promociones…
Constantemente, se automotiva con esas innovaciones. Siempre tiene un proyecto en su mente que hace más divertido su trabajo. Algunos de esos proyectos salen bien y otros no; pero al margen de los beneficios que le reportan, su método de la mejora continua le mantiene «enchufado» en el trabajo.
Regla n.º 3: Planificar
Otro de los secretos de los potenciadores es que siempre toman la iniciativa en sus trabajos y en sus vidas. Por el contrario, los dilapidadores tienen una actitud más bien pasiva. Estos últimos esperan que sea el destino quien les aporte los momentos de goce y emoción, pero hacen muy poco por provocarlos.
Una de las mejores vías para potenciar nuestra vida es hacerla interesante mediante la planificación. Esto es, dedicar una parte de nuestro día a día a programar lo que vamos a hacer en el futuro cercano.
Un potenciador tiene una agenda y hace planes de antemano. Analiza sus posibilidades y se programa el día siguiente, la semana siguiente, el verano siguiente y el año siguiente. Cuanto más planifiquemos, mejor.
En ese sentido, yo les aconsejo a mis pacientes con «acedia» que se programen siempre, al término de cada día, la jornada siguiente: que se pongan retos, que se comprometan con lo que desean conseguir el día siguiente.
También les aconsejo, por otro lado, que cada domingo reflexionen sobre sus objetivos para el próximo mes o dos meses. ¿Qué metas generales puedo conseguir? ¿Qué proyectos puedo emprender? Se trata de obtener una planificación más amplia que nos ayude a orientarnos durante un período más largo.
Y, finalmente, que preparen y planifiquen, con la máxima antelación, viajes de verano y demás aventuras de ocio.
Sin planificación no es posible hacer la vida muy interesante. Si esperas hasta el último día para preparar tus vacaciones de verano, lo más probable es que vayas siempre a la misma playa, año tras año. ¡No te quejes después de que la vida parezca un poco aburrida! Por el contrario, habituarse a planificar, cuanto más mejor, ¡nos dará muchas más opciones!
Regla n.º 4: Sudar la camiseta
Yo ya llevo bastantes años dedicado a la psicología y he visto muchísimos pacientes. En mi primera etapa veía ocho o nueve todos los días, sábados incluidos, así que el número total de sesiones realizadas se cuenta ya por miles. Y es cierto que muchos casos son muy parecidos. Se me podría preguntar: «Rafael, ¿no te cansas de tu trabajo?». Y la respuesta es: «¡No!», porque en cada una de las sesiones me concentro como si fuese la primera. Con cada paciente y, en cada una de las visitas, intento entregarme al máximo.
Yo, además, llevo a cabo otras tareas aparte de la psicoterapia: superviso a otros psicólogos, doy cursos sobre salud mental, conferencias, escribo libros y estudio constantemente las novedades en nuestro campo. Y podría tener fácilmente la tentación de decirme a mí mismo: «A ver si despacho rápido al próximo paciente para ponerme a preparar la conferencia de esta tarde».
¡Pero evito como la peste ese tipo de maniobras mentales! Porque si lo hiciese, estaría arruinando la diversión de mi trabajo. Es muy fácil acostumbrarse a hacer las cosas deprisa, mecánicamente, sin intensidad. Y eso sería despojarlas de su interés. ¡Eso me metería en la senda del dilapidador!
Por lo tanto, la última regla para convertir nuestra vida en algo emocionante es «sudar la camiseta», poner atención a lo que tenemos entre manos, sea trabajar, cocinar o lavar el coche. Esforcémonos, vivamos el presente.
Llevo toda la vida jugando al baloncesto. Mis hermanos y yo conformamos una saga de baloncestistas que se enseñaron a jugar los unos a los otros sucesivamente. ¡Y todavía juego! Los fines de semana me gusta echar una pachanga entre amigos o ir a alguna cancha callejera a jugar un uno contra uno con algún Michael Jordan desconocido.
Me encanta ese deporte… pero, un momento: ¡me tendrías que ver sobre la pista! Lo doy todo. Y si hay algo que me disgusta es que mi contrincante no se lo tome en serio porque, entonces, el juego pierde toda la gracia.
—Oye, si no tienes ganas de jugar, lo dejamos ¿eh? —puedo decir contrariado.
O mejor:
—Mira, ¡me juego una Coca-Cola a que no me puedes ganar el siguiente partido!
Con los adolescentes, el viejo truco de retarles con un refresco suele surtir efecto. Lo recomiendo. Y es que practicar cualquier deporte sin echarle emoción es muy aburrido. Lo contrario, esforzarse hasta el cansancio máximo, chocar la mano después de una buena liza, conforma uno de los grandes placeres de la vida. Hagamos lo mismo con todos los ámbitos de nuestra vida.
LA «NEURA» DEL DOMINGO POR LA TARDE
Un último apunte sobre construirse una vida muy interesante. Recuerdo que durante mis primeros años en la facultad de Psicología nos hicieron leer algunos artículos científicos sobre la depresión del domingo por la tarde.
Desde hace unos cuarenta años, se estudia ese curioso fenómeno: sentirse «depre» el domingo por la tarde/noche. Se trata de un sentimiento de vacío y tristeza relacionado con la falta de actividad, con el final del miniperíodo vacacional del sábado y el domingo.
Lo experimentan por igual adultos y jóvenes, y es independiente de que el lunes les espere un trabajo odioso o interesante. La depre del domingo por la tarde también se da durante las vacaciones de verano cuando el lunes no hay que volver a ningún empleo. Uno se pone mal, en realidad, por esa sensación de «no tener nada que hacer» y por la idea de «final de ciclo».
La neura del domingo por la tarde es una expresión más de la acedia de los monjes medievales. Nos indica que somos dilapidadores o que estamos en camino de serlo. Para evitar esa neura simplemente nos tenemos que convertir en potenciadores.
¡Y es que el domingo por la tarde es un momento maravilloso de la semana! ¡No nos digamos lo contrario! Más bien, preguntémonos: «¿No existen proyectos interesantes en los que invertir el tiempo?». ¡Por supuesto que sí!
Para un potenciador no existe ningún momento —repito, ningún momento— que no sea dulce, interesante y provechoso: ya sea en el aeropuerto a la espera del embarque o en una habitación de hotel en el extranjero. A los potenciadores los verás en esos lugares con los portátiles encendidos, adelantando trabajo, releyendo la guía de viaje… pero nunca perdiendo el tiempo de esta maravillosa vida deprimiéndose por la absurda idea de que «no hay nada que hacer»: ¡siempre hay algo fantástico en lo que dedicar nuestra preciosa atención!
Eso sí, si vamos a por el sobresaliente, nos retamos, planificamos y sudamos la camiseta. Si hacemos todo eso, la vida no puede ser nada más que muy, muy interesante.
En este capítulo hemos aprendido que: