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Bajarse de la ansiedad

No hay mayor pérdida de tiempo que desperdiciar una vida corriendo.

CARL HONORÉ

En una ocasión, vino a verme un paciente llamado Leo, un joven de 30 años con un trabajo apasionante. Hacía documentales para la televisión. Y le encantaba el deporte. Iba a las montañas, durante semanas en invierno, a esquiar fuera de pista, como un auténtico aventurero. Era un chico estupendo y talentoso, con muchos amigos y una novia fantástica.

Pero Leo tenía lo que los psicólogos llamamos ansiedad generalizada. Vivía casi constantemente en tensión. Una ansiedad flotante le acompañaba a todas partes. Era una especie de aceleración nerviosa que le agotaba. Se le notaba mucho en las conversaciones: comenzaba bien, pero al poco tiempo la ansiedad iba creciendo y terminaba hablando demasiado, de forma nerviosa, alzando la voz. Me lo describía así:

—La mayor parte de los días estoy como si me hubiese tomado una anfetamina. Es extenuante.

En ocasiones, no se podía concentrar ni para el leer el periódico o un libro. Entonces, no tenía más remedio que tomarse un tranquilizante. Últimamente, también estaba tomando alcohol para apaciguarse y poder dormir.

Recuerdo que durante la primera sesión, me dijo:

—¿Por qué me pasa esto? No estoy estresado. ¡Mi vida va bien! Rafael, necesito ayuda porque estoy harto de estar así y más aún de los ansiolíticos.

Muchísimas personas tienen este problema. Según los últimos datos fiables, la incidencia en España es del 7%. Casi una de cada diez personas.

La ansiedad generalizada es uno de los trastornos más difíciles para los psicólogos porque se trata de una tensión que no va asociada a ningún objeto definido. La persona que lo padece, muchas veces, se levanta por la mañana con esa sensación de aceleración. O también puede aparecer espontáneamente en cualquier momento del día e ir creciendo a medida que transcurre la jornada.

Por supuesto, hay cosas que la agravan o la despiertan, como los problemas o la fatiga del trabajo, pero como me dicen los pacientes: «Es como si el gatillo del estrés hubiese cedido y lo que antes no me estresaba, ahora sí lo hace».

Yo he tratado este problema cientos de veces y puedo afirmar que, con la perseverancia adecuada, el problema va remitiendo hasta desaparecer. Ha pasado bastante tiempo desde que traté a Leo, y de vez en cuando acude a mis conferencias: da gusto verlo sano y relajado, en plena forma física y mental. Como él mismo dice, ahora puede disfrutar de sus deportes, de su vida social, y rendir plenamente en el trabajo.

El tratamiento de la ansiedad generalizada sigue dos líneas:

Sobre el primer punto, hemos hablado ya a lo largo de este libro. En este capítulo, vamos a concentrarnos en lo segundo, en cómo ralentizar nuestra vida para hacerla dulce y placentera. De cómo recuperar el sosiego interior necesario para poder disfrutar de la vida.

RALENTIZAR Y DISFRUTAR

En una ocasión hice un maravilloso viaje por el sur de Alemania con tres buenos amigos. Íbamos en coche y la idea era visitar los pequeños pueblos de la campiña de Baviera. Teníamos dos consignas: no pisar ciudades y, a petición de mi amigo José, aficionado a la filosofía zen, hacerlo todo más despacio de lo habitual.

—Pero ¿qué quieres decir con hacerlo todo más lentamente? —le pregunté.

—Si normalmente paseamos por la calle a 5 km por hora, hagámoslo nosotros a la mitad; al conducir, vayamos pausadamente por estas fantásticas carreteras de campo; comamos despacio, saboreando la comida y, sobre todo, si no tenemos tiempo de ver todo lo que sale en la guía, no pasa nada. ¡Abajo el estrés!

Todos accedimos entre divertidos y curiosos, y creo que, a resultas de esa nueva actitud, disfrutamos enormemente del viaje. Debía de ser un tanto extraño ver a cuatro personas funcionando a cámara lenta. El simple hecho de hacer las cosas despacio nos introdujo en un estado mental que nos permitió estar más relajados, más atentos a lo que pasaba ante nuestros ojos y apreciar los detalles. Es algo que le recomiendo a todo el mundo. Una experiencia instructiva y placentera.

El experimento de José en Baviera nos sirve de introducción al siguiente punto: cómo adquirir el ritmo mental adecuado para que nuestro sistema nervioso se asiente. Los consejos que veremos a continuación pueden parecer banales, pero realmente son la solución. Eso sí: hay que tomárselo en serio; hay que disciplinarse para conseguirlo.

A continuación veremos que para sosegar unos nervios crónicamente excitados, tenemos que aplicar las siguientes medidas:

MENTE SLOW

No conozco a Carlo Petrini, que ahora tiene unos 60 años y sigue muy activo en el movimiento slow. Y las personas con ansiedad generalizada son las primeras en requerirlo.

Y es que, en la actualidad, vamos demasiado aprisa. No nos damos cuenta y ya estamos corriendo por la calle. Parecemos practicantes de marcha atlética. Y en muchos casos ni siquiera tenemos una prisa real por llegar a nuestro destino. Simplemente, vamos acelerados.

En los comercios, queremos que nos atiendan velozmente para no perder tiempo. ¡Venga, venga!

En el supermercado: ¡¿Qué pasa con esa cola?! ¡Habrase visto! ¡Que abran otra caja!

Fijémonos, por el contrario, en cuál es el ritmo natural del ser humano. Lo encontraremos en cualquier pueblo pequeño. Las personas caminan a la mitad de velocidad, charlan tranquilamente en las tiendas, todos sus gestos están ralentizados. Cuando pasamos unas horas allí, se nos contagia ese ritmo y sólo eso ya es muy sanador para nuestra torturada mente.

Y es que la velocidad frenética a la que vamos pasa su debida factura a nuestro sistema nervioso.

Mi recomendación a las personas con ansiedad generalizada es que detengan su actividad, a lo largo de su jornada, aproximadamente a cada hora, para dar un paseo corto, escuchar música, comer o beber algo y contemplar la belleza de su entorno.

Esta detención del tiempo es básica para devolvernos la cordura. Por lo tanto, no se trata sólo de una recomendación. Para las personas con ansiedad generalizada es casi un mandato. Si lo cumplen, verán cómo la agitación disminuye paulatinamente en sus vidas.

UN STRADIVARIUS EN EL METRO

El 12 de enero de 2007, el periódico estadounidense The Washington Post llevó a cabo un inédito experimento cultural. Le pidió a Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, que tocase en el metro haciéndose pasar por músico callejero. Tenía que tocar durante 45 minutos algunas de las mejores piezas de la historia, obras escogidas de Bach y Schubert. El periódico quería grabar las reacciones de la gente. Se trataba de tenerlo allí, durante la hora punta de la mañana, y contabilizar cuántas personas se detenían, cuántas le daban algo de dinero y cuántas le ignoraban por completo.

Joshua Bell contribuyó al experimento llevándose al metro el instrumento más preciado del mundo: un Stradivarius de su propiedad construido en 1731 que costó 3,5 millones de dólares.

Como parte del experimento, se preguntó a un experto en música clásica, el director de orquesta Leonard Slatkin, cuál iba a ser, en su opinión, la reacción de la gente. Slatkin dijo:

—Yo creo que aunque no lo reconozcan físicamente, es imposible no notar que se trata de un genio. Seguro que en Europa tendría más audiencia, pero aquí en Washington yo diría que si pasan 1 000 personas por ese lugar, como mínimo unas 75 se pararán a escucharle y unas 40 reconocerán la enorme calidad de la música.

—¿Y cuánto dinero conseguirá? —le preguntaron.

—Unos 150 dólares.

A las 8 de la mañana de aquel viernes 12 de enero, Joshua Bell salió de su hotel y tomó un taxi para hacer las pocas manzanas que le separaban de la céntrica estación L’Enfant Plaza de Washington. Es un trayecto muy corto, pero siempre que lleva su Stradivarius, toma el máximo de precauciones. Una vez allí, sacó el instrumento y vestido con tejanos y una gorra de béisbol, se dispuso a tocar seis piezas clásicas durante 43 minutos. Joshua había tocado tres días antes en un gran concierto en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, a 100 euros la entrada más barata.

La sonoridad del vestíbulo de la estación resultó sorprendentemente buena y, como comprobarán todos los que escuchen la música en internet, el espectáculo musical fue sencillamente maravilloso. (Se puede encontrar el vídeo del experimento en YouTube bajo el título Stop and Hear the Music).

El resultado de la prueba fue el siguiente: de las 1 070 personas que pasaron por delante de Bell durante el tiempo que duró el concierto, sólo 7 se detuvieron a escuchar y la mayoría durante menos de un minuto. Un total de 27 personas que pasaron rápido echaron algo de dinero al sombrero, casi todos sólo unos pocos centavos. Es conmovedor cuando, al final de la prueba, sólo una joven le reconoce y le dice emocionada:

—Le vi en el concierto de la Biblioteca del Congreso. Fue fantástico. Dios mío: esto sólo puede ocurrir en Washington.

Después del experimento, los periodistas del Washington Post se sentaron a reflexionar y se preguntaron asombrados: ¿Es que ya no tenemos tiempo para la belleza? ¿No apreciamos la hermosura cuando pasa por delante de nosotros?

Existe una medida de la cordura del hombre casi infalible y es su capacidad para gozar de lo bello. Cuando estamos estresados perdemos esa capacidad: ya no nos fijamos en la armonía de los colores del parque, en el azul intenso del mediodía o en la belleza del rostro de una persona joven.

En la película El silencio de los corderos, el psicópata antropófago Hannibal Lecter es capaz de matar mientras disfruta de las notas de exquisita música clásica. Pero eso es pura ficción. Los psicópatas no gozan de la música. Al contrario, los sádicos experimentan una gran dificultad para experimentar el goce de lo hermoso. Y es que se puede decir que una de las puertas hacia la felicidad es potenciar nuestra capacidad de disfrutar de la belleza. Y, todavía mejor, de generar belleza.

LOS ÁRBOLES EN BARCELONA

Hoy en día, mucha gente realiza meditación budista de forma regular. Se levanta a las 7 de la mañana para sentarse sobre una estera y, con incienso en el ambiente, centran la atención en la respiración. O visualizan amor para con los suyos y para con el mundo.

Los meditadores afirman que esa práctica les renueva, les fortalece la mente y les pone en la senda de lo constructivo para el resto del día.

En mi consulta enseñamos a realizar ejercicios parecidos, pero basados en apreciar la belleza de nuestro entorno. La meditación que hacen mis pacientes consiste en un paseo por su barrio, con un MP3 con su música favorita, con la intención de disfrutar del sol, del colorido de los árboles, del aire fresco…

A los pacientes con ansiedad generalizada les indicamos que practiquen esas meditaciones cada hora.

Yo mismo practico, desde hace años, esta forma de meditación con la intención de ralentizar mi mente. Se trata de un ratito de poesía que me sosiega y fija mis prioridades en lo importante: la hermosura del mundo.

Yo tengo la suerte de trabajar y vivir en una zona muy bella de Barcelona, y frecuentemente paseo por allí. Introducirme por esas calles es como navegar por canales llenos de verdor, por una Venecia de árboles cargados de hojas centelleantes. Las calles de mi barrio, el Eixample, están llenas de grandes árboles. Hay nada menos que 22.000. Uno de mis favoritos es el tilo, enorme con sus impresionantes treinta metros de altura que se abre en lo alto en un tupido bosque de ramas. Sus hojas son, por el anverso, verde oscuro y, por el reverso, verde claro brillante y refulgen rebotando la luz del sol.

Las fachadas de mi barrio fueron diseñadas por arquitectos que aún conservaban el juicio y las hicieron bellas, además de funcionales. Están llenas de detalles elegantes, ventanales redondeados, muros con dibujos geométricos, balcones de hierro forjado, grandes puertas de madera noble.

Contemplar toda esa belleza acumulada me sintoniza con una parte de mi cerebro que parece conectada con todas las formas del universo. Apreciar lo hermoso, me impulsa a generar esa misma belleza en todo lo que hago. Cuando sintonizo con mi entorno, suena un Stradivarius en mi cabeza y me uno, imaginariamente, al joven Carlo Pretini en sus comidas lentas del Piamonte.

MAGDALENAS SAGRADAS

El siguiente paso para conseguir asentar unos nervios sobreexcitados es comprometerse en el goce. En todo. ¡Basta de hacer las cosas mecánicamente! ¡Basta con cumplir o despachar! Dentro de poco estaremos muertos y este milagro que es la vida desaparecerá de nuestra vista. Miremos por la ventana ahora mismo: esa luz de ahí fuera no la volveremos a ver. ¡Éste es el momento de disfrutar!

Edward Brown es un carismático monje budista que vive en un monasterio en California. Es un tipo de unos 50 años, muy simpático, que viste camisetas modernas que se curvan sobre su oronda barriga. Imparte cursos de zen a los que acuden personas de todo el mundo.

Edward, además de monje, es el cocinero jefe del monasterio, un increíble chef de cocina natural. Pero lo que le ha hecho famoso son sus cursos de budismo culinario.

En el documental Cómo cocinar tu vida, la genial cineasta alemana Doris Dörrie inmortalizó a Edward enseñando zen a través de los fogones. Unos veinte alumnos de todas las edades siguieron uno de sus cursos de una semana de duración, como pinches de cocina con ansias de iluminación. Y es que haciendo magdalenas o un pudin de manzana se puede aprender a apreciar la vida.

En sus cursos, Edward dice frases como: «Cuando cocinas, no sólo estás cocinando, no sólo estás trabajando en la comida. También estás trabajando en ti mismo y en los demás», «Trata a los alimentos como si fuesen tus ojos, porque son tan valiosos como la vida misma».

Es fantástico ver cocinar a este monje moderno. Conoce cincuenta formas de hacer pan y prepara la masa con esmero infinito. En otro momento del documental, pregunta: «¿Piensas que la comida es algo precioso para ti? Porque, de lo contrario, no pensarás que tú eres precioso para ti mismo».

«Comprometerse en disfrutar» con lo que tenemos entre manos es el segundo ejercicio que empleamos para aplacar la mente de la persona perennemente ansiosa. Se trata de empezar cada mañana el día con la decidida intención de sacarle partido a nuestra vida.

Ya vimos en un capítulo anterior que una de las peores trampas en las que cae la mente humana es la del «mono loco»: creer que en determinado escenario futuro estaremos por fin felices y plenos. Ése es el núcleo de la neurosis. La salud, sin embargo, está en lo contrario: en aprender a verse feliz con lo que se posee, donde sea que uno habite, ya sea en Barcelona o en Alaska.

Insistamos: ya lo tenemos todo para disfrutar de la vida si la sabemos apreciar, mimar y sacarle todo su partido.

Sé por experiencia personal que cuando estamos anímicamente mal, a nuestra mente este ejercicio le parece disonante, pero si insistimos un poquito más, no tardará en sosegarse y abrir la espita del disfrute.

Una vez lograda esa actitud, podremos ir a donde deseemos, a Tierra del Fuego o a Shangai, con la seguridad interior de que la felicidad está dentro de nosotros, no en el exterior.

Para llevar a cabo este ejercicio, les pedimos a los pacientes que todas las mañanas, antes o después de desayunar, repasen mentalmente su día, sus tareas y momentos de ocio y se propongan sacarles el máximo partido posible. Se pueden preguntar:

A menudo buscamos las emociones en alucinantes escaladas al Himalaya, en intrépidos viajes a tierras exóticas… cuando nuestra vida cotidiana está llena de oportunidades de experimentar aventuras maravillosas, profundas e inspiradoras: resolver un problema familiar de una forma ejemplar, incrementar el amor en una relación, trabajar para crear y recrearse a cada minuto.

El popular libro de espiritualidad moderna, El poder del ahora, de Eckhart Tolle, explica muy bien este fenómeno. También lo hacen algunos famosos psicólogos universitarios como los estadounidenses Mihály Csíkszentmihályi o Martin Seligman. En todo caso, se trata de una práctica que merece mucha perseverancia.

No vale con inspirarse leyendo un libro durante unas semanas o esforzarse un par de días a ver qué tal: se trata de un cambio de paradigma crucial que nos costará adoptar quizá meses (o años, contando con alguna recaída). Pero, por supuesto, vale la pena: el premio es recuperar la cordura, la fortaleza y la sensibilidad hacia la belleza de la vida.

Para terminar con este capítulo, me gustaría mencionar una pequeña anécdota. Hace poco, paseando por mi barrio, vi una placa frente a un árbol centenario. En el suelo, un extracto de un poema dedicado a ese maravilloso ser vivo. Fue escrito por Jacint Verdaguer, uno de los grandes literatos catalanes. Se halla en el paseo de Gracia con la Diagonal, frente al Palau Robert.

Almogàver indòmit, ja sabràs posar-te de filera amb aqueixa tropa de plàtanos, novella, polida, endiumenjada i fatxendera?

«A l’alzina del Passeig de Gràcia», 1903[1]

En este capítulo hemos aprendido que: