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Sin miedo a las responsabilidades

Mientras caminaba por unas montañas solitarias, el sabio Nasrudín descubrió una piedra preciosa. «¡Qué suerte!», pensó, y decidió que la vendería en el mercado de su ciudad. Con su valor, podría comprarse una gran casa con terreno y corrales para el ganado. Con esos pensamientos, la metió en su bolsa de viaje.

Al día siguiente, se topó con otro viajero. Se trataba de un hombre pobre, que vagaba por el mundo sin esperanza.

Sin pensarlo, Nasrudín abrió el bolso para compartir sus alimentos con él.

Tras recuperar las fuerzas, dijo el viajero:

—Señor, he visto un gran brillo en el interior de vuestra bolsa. ¿Qué lleváis ahí dentro?

—Es una piedra preciosa que encontré ayer en las montañas —respondió el sabio—. Con ella, compraré una hermosa morada.

—¡Qué buena suerte! Nunca seré yo tan afortunado.

Nasrudín se rascó la cabeza y en uno de sus típicos gestos de generosidad, sacó la piedra y se la ofreció al viajero.

—¡No me lo puedo creer! Sois el mejor hombre que he conocido nunca —gritó emocionado el pobre.

El viajero reanudó su ruta, feliz con su nueva fortuna, y Nasrudín puso rumbo a su ciudad, ya a sólo un día de camino.

Pero al cabo de unas horas, nuestro sabio oyó gritos a su espalda. Era el viajero de nuevo, acalorado y lleno de excitación:

—Señor, he estado pensando acerca del valor de esta piedra y quiero devolvérosla. Lo hago con la esperanza de que me deis a cambio algo que poseéis y que es mucho más valioso.

Nasrudín lo miró sorprendido y expectante.

El pobre continuó diciendo:

—Quiero que me deis eso que os permitió regalarme esta piedra preciosa sin dudarlo un instante.

En este capítulo vamos a aprender a adquirir la actitud de Nasrudín ante los bienes materiales: ¿podemos disfrutar de lo que poseemos sabiendo que no lo necesitamos? Ésta es la única forma de estar en el mundo manteniendo la salud mental.

El término «economofobia» no existe todavía, pero quizá alguna asociación de psicólogos lo incluya en una relación de enfermedades psicológicas algún día. Felipe vino a verme porque se estresaba especialmente cuando tenía que lidiar con Hacienda o cuando tenía que tomar una decisión financiera relativa a su empresa.

La confección de la declaración de la renta le ponía de los nervios, y eso que se la hacía un gestor. Si tenía que decidir una inversión le invadía el estrés. En general, el negocio iba bien y lo disfrutaba pero, a cada poco, surgía una nueva decisión económica que le ponía malo.

Felipe era un empresario de éxito, no obstante. Tenía una cadena de tiendas por toda España y ganaba mucho dinero. Pero a él le iba la parte del concepto del negocio, el marketing, en cambio odiaba el papeleo y los cálculos. Esto último podía con él. En los períodos de «neura», la tensión era tal que deseaba dejarlo todo, abandonar su empresa.

Aquí se combinaba un temor irracional con una incapacidad suya real. Felipe era realmente malo para la organización y para los números, pero nunca se había puesto las pilas para aprender a hacer esas tareas por el temor a ellas.

Muchas veces los miedos se retroalimentan:

En cuanto empezó la terapia, le dije:

—Felipe, yo antes me estresaba con el trabajo y ahora no, ¿quieres saber el truco?

—¡Por favor!

—Cada mañana, cuando voy en bicicleta a mi despacho, me pregunto a mí mismo: ¿necesito ser psicólogo? Y mi respuesta es «No». Haciendo cualquier otra cosa podría ser feliz: ¡vendiendo naranjas, por ejemplo! Gracias a este ejercicio de renuncia mental, puedo encarar mi jornada con ánimo de disfrute.

Estuvimos hablando de ello y le di a Felipe deberes de renuncia mental en lo relativo a su empresa y a todo lo económico. Tenía que imaginarse dejando su empresa y siendo muy feliz. Vimos que había muchas ocupaciones alternativas que, además, hasta podían convertir su vida en algo mucho más gratificante de lo que había sido hasta entonces. Por lo tanto, ¡no necesitaba su empresa! ¡Podía quitarse la presión de que tuviese que ir bien!

Para ahondar en su nueva filosofía racional, en sucesivas sesiones apelamos a la «técnica del peor escenario».

—¿Qué sucedería si, por ejemplo, los trámites de Hacienda los hicieses siempre mal? —le pregunté.

—¿Qué quieres decir? Eso es casi imposible. ¡Absolutamente «todo» mal no es posible!

—Pero imagina que, por una maldición, lo tienes que hacer «todo» fatal y a base de sanciones, te arruinas, y así hasta el final de tu vida —le planteé.

—Dejaría la empresa, entonces… porque para no ganar dinero, no haría nada. Me retiraría al campo o me haría funcionario.

—Y retirado en el campo, ¿no podrías estar muy bien?

—Sí, eso ya lo hemos hablado… Pero lo que me fastidiaría es haber trabajado como un enano todo este tiempo para nada.

Y aquí es cuando le expliqué la anécdota de la ceremonia de disolución del mandala. Los monjes tibetanos llevan a cabo un ejercicio simbólico que les sirve para recordarles la actitud que deben sostener en esta vida impermanente. Realizan complicados dibujos llamados mandalas compuestos por miles de granitos de arena. Estos mosaicos representan el universo y por eso se componen de miles de elementos dispuestos en círculos concéntricos.

Pueden estar componiéndolos durante semanas o meses y, una vez acabados, los exponen tan sólo durante unas horas. Después, llevan a cabo la parte más importante del asunto: la ceremonia de disolución del mandala que consiste en levantar la estructura de madera en que se apoya y… entre melodías de cornetas y flautas… arrojar al viento toda la composición de arenilla fina.

Cuando los monjes destruyen su obra, están expresando que las cosas de la vida no son tan importantes: los logros, el estatus, la condición física, incluso la salud… no tienen la relevancia que tendemos a otorgarles. Podemos disfrutar de todos nuestros proyectos, como en un juego, pero ¿sufrir por el resultado? ¡Eso no!

Felipe me escuchó con los ojos bien abiertos y me dijo al acabar:

—Pero, Rafael… No puedo seguir trabajando pensando que podría disolverlo todo como un mandala. ¿Y el dinero? Son ahorros para la jubilación. Mi motivación en el trabajo no es el arte: es ganar dinero. ¡No puedo realizarlo pensando que lo he de tirar!

—¡Pues claro que puedes! Todos podemos. Desarrolla tu trabajo, disfruta haciéndolo y haz que los resultados sean sólo un subproducto. Lo verdaderamente importante es el presente y disfrutar de él.

En las sucesivas sesiones, Felipe fue reduciendo más y más su economofobia, imaginándose cada día lanzando al viento toda su empresa en una ceremonia de disolución del mandala.

Pero, en una de esas sesiones, me comentó un obstáculo al cambio de mentalidad que estaba experimentando:

—¿Sabes? Hay una cosa que me fastidia del ejercicio del mandala: la idea de quedar como un tonto. ¿Qué pensaría la gente si perdiese tontamente mi patrimonio?

Llegados a este punto, hablamos de la posibilidad de ser tonto. Podemos aceptarlo también. En el capítulo sobre los complejos ya estudiamos este tema. Pero aquí podemos subrayar, una vez más, que una persona madura puede presentarse como «tonto» ante los demás, pero sabio en cuanto a cómo vivir la vida. Es como decirse: «OK, soy idiota para los negocios, para los números, pero no para la vida… en eso soy un maestro». Si somos capaces de pensar así, nos hacemos grandes, filosóficamente hablando.

Y así, Felipe, armado con esta última herramienta para zafarse de la presión, fue alcanzando niveles de salud emocional cada vez más grandes. Al cabo de tres meses, su economofobia se había desvanecido.

Se dio cuenta de que:

a) Sólo podemos disfrutar de lo que podemos renunciar. Hoy estamos vivos, mañana muertos. El objetivo es quitarle toda la presión al trabajo imaginando la posibilidad del peor escenario: podemos perderlo todo y estar igualmente satisfechos porque hemos disfrutado del proceso.

b) Intentar evitar «ser idiota» consume una energía preciosa. Es mejor aceptar esa posibilidad sabiendo que existen otras facetas en la vida mucho más importantes que la inteligencia.

Y, por último, hubo un argumento definitivo que terminó de convencer a Felipe. La idea de que, cuando somos capaces de deshacer mentalmente cualquier mandala de nuestra vida, aumenta el disfrute por las cosas pequeñas. Todo se vuelve más intenso porque nos damos cuenta de la transitoriedad de todo. Por lo tanto:

c) Vivir sin apegarse nos permite adquirir una enorme apreciación por la vida. ¿Qué es mejor, esto o el dinero?

SER UN DIRECTIVO CLOCHARD

En francés, clochard significa «pobre» o «vagabundo». Se trata de una expresión que se puso de moda en todo el mundo en los años setenta de la mano de la filosofía hippy. En aquella época, después del mayo del 68, muchas personas desencantadas del recién estrenado consumismo, miraron hacia el cristianismo obrero, el comunismo, o bien, el hippismo.

El cristianismo de base y el hippismo compartían su admiración por la figura del clochard voluntario; la persona que decide vivir sin dinero. Uno de los más famosos clochards de la época fue Lanza del Vasto, un cristiano italofrancés, seguidor de Gandhi, que fundó una orden laica llamada El Arca.

A los 20 años, Lanza tuvo una experiencia de clochard voluntario durante dos años. Vagó por París y alrededores, alojándose en casas de amigos, pidiendo a quien quisiera darle comida o ropa, a cambio de amor, religión o un poco de su música. Fue una de las épocas más hermosas de su larga vida.

La psicología cognitiva nos emplaza a ser clochards a nivel mental ya que todo está en la mente. ¿Podríamos comportarnos como clochards siendo directivos? ¡Claro que sí! Hoy estamos vivos, mañana muertos. El planeta gira hoy, mañana quizá no lo haga.

Yo he trabajado con muchos directivos que han aprendido a ser clochards. Trabajar sin esperar nada a cambio, por el placer de hacerlo. Trabajar para crear cosas hermosas. Abandonar el ánimo acumulador. Poner el amor por delante del dinero o los resultados.

Todos los directivos que han hecho este cambio conmigo han rendido mucho mejor en el medio plazo e incluso han evitado, en más de un caso, el descalabro de su empresa al dejar de regirse por la locura del mercado. Me refiero, en concreto, a dos empresarios de la construcción que en tiempos de la burbuja inmobiliaria supieron ver con claridad hacia dónde se dirigían las constructoras cegadas por la codicia. Ellos, con su actitud de clochard mental, tomaron decisiones cuerdas cuando los demás se lanzaban a una expansión descabezada.

Hacer un cambio así, cuando uno tiene cerca la tentación de recibir honores o ganar mucho dinero, es difícil, pero se puede hacer. Con perseverancia, se trata de negarse a estresarse, negarse a entrar «en modo de lucha» para pasar a buscar los razonamientos adecuados en cada situación. Y eso se consigue, una vez más, mediante la renuncia mental. No es tan difícil, es renunciar a la chatarra para quedarse con el oro. ¿No está aquí el verdadero negocio?

En este capítulo hemos aprendido que: