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Aprender a no pelearse con las cosas

Un rey muy caprichoso se quejaba de que el suelo irregular de su reino le hacía daño en los pies. Nadie más en esa tierra tenía ese problema, pero como él era todopoderoso ordenó al primer ministro alfombrar todo el reino: calles, caminos y carreteras.

El alto funcionario era un hombre sabio, que le dijo:

—Majestad, tengo una idea mejor. ¿Por qué no se compra unas buenas botas?

Cuando nos volvemos hipersensibles a las incomodidades de la vida querríamos hacer como el rey de esta historia. Este capítulo nos enseñará a comprar nuevas botas para nuestra mente, en vez de querer alfombrar todo lo demás.

Un paciente llamado Fermín vino a verme porque le molestaba mucho el ruido del ascensor. ¡Muchísimo! Se acababa de comprar un piso con su pareja y, por lo visto, la máquina, al llegar a los destinos, hacía un cataclac odioso. ¡No lo soportaba!

Al principio pensó que sería cuestión de acostumbrarse, pero pasados seis meses la cosa no mejoraba. De hecho, cada vez estaba más nervioso. Le estaba cogiendo aversión a su propia casa. Me contó que, al regresar del trabajo, había llegado a llorar frente a la puerta.

Fermín me explicó que su mujer y el resto de los vecinos no se quejaban del sonido. Sólo él. Y, por otro lado, reconocía que siempre había sido hipersensible a los ruidos. De joven, no podía estudiar en la biblioteca. Se tenía que encerrar en una habitación muy silenciosa de su casa y ponerse tapones. Entonces, incluso así, su madre tenía que pedir a los vecinos que no alzasen la voz para que su hijo pudiese estudiar.

Yo he visto en mi consulta muchos casos de hipersensibilidad a los ruidos y a las molestias en general. Y es que, cuando nos volvemos neuróticos, nos puede amargar la existencia cualquier minucia hasta el punto de convertirnos en auténticos cascarrabias.

AYÚDAME… ¡ME MOLESTA TODO!

Los cascarrabias lo pasan muy mal. Desde luego, son un incordio para las personas que tienen cerca, pero, sobre todo, son una tortura ¡para ellos mismos! Un paciente llamado Luis me decía en una ocasión:

—Rafael, me doy cuenta de que no estoy bien. ¡Me irrito por todo! Hasta el ritmo al que anda la gente por la calle me parece completamente inadecuado.

Luis no estaba bien en ningún lugar. Su agotada esposa me contó que, cuando iban a un hotel de vacaciones, lo normal era exigir que le cambiasen de habitación cuatro o cinco veces: los ruidos, la temperatura, el tamaño de la cama… todo estaba mal.

Para él, la vida cotidiana era una gran fuente de irritación: las esperas en los comercios, la lentitud de los dependientes, la mala educación de los desconocidos, la suciedad o el desorden… ¡Luis vivía en perpetua tensión!

Pero a lo largo de algunas sesiones, Luis aprendió a reconocer el mecanismo por el que llegamos a convertirnos en cascarrabias y, sobre todo, a cómo podemos perder esa hipersensibilidad a las molestias cotidianas.

UN DIOS LLAMADO «COMODIDAD»

Sucintamente, podemos afirmar que el secreto para dejar de ser un cascarrabias es darle menos importancia a la comodidad. Incluso huir de ella.

En la actualidad, vivimos en el período histórico más cómodo de la humanidad. De hecho, el mayor logro del progreso occidental es el confort: aire acondicionado, calefacción, lavadoras, neveras, sofás ergonómicos… Sin embargo, cada vez estamos más perturbados a nivel emocional.

Los medios de comunicación nos han hecho creer que la comodidad es la madre de la felicidad, pero, como veremos, nunca lo ha sido. Pero nosotros nos hemos tragado esa idea. Para vendernos cosas, las imágenes de los anuncios presentan a personas básicamente felices gracias a la comodidad, el falso elixir del bienestar.

Pero lo único cierto es que la comodidad es como el chocolate, es buena sólo en cierta medida. Un poco de comodidad sienta bien; demasiada comodidad provoca diarreas mentales. Porque una persona feliz está activa, disfruta de la naturaleza, se interesa por su entorno, tiene proyectos pero no le presta demasiada atención al confort. ¡No lo hace!

Y es que si pudiésemos vivir en un entorno completamente confortable: encerrados para siempre en una habitación con la temperatura perfecta, la comida siempre a mano, sentados en un sillón megacómodo… para el resto de nuestra vida, ¿seríamos acaso felices? ¡Para nada, qué aburrimiento!

¿Que en verano hace mucho calor hasta sudar la gota gorda? ¿A quién le importa si estás en Bangkok viviendo una aventura maravillosa? ¿Que estás cansado y te duelen los pies? ¿A quién le importa si estás de excursión en la montaña a punto de meter los pies en un arroyo?

El cascarrabias tiene que aprender que felicidad y comodidad son, muy a menudo, incompatibles. Su hipersensibilidad al ruido, a las esperas en los atascos, a los errores de los demás… es debida, por lo tanto, a su endiosamiento del confort. En ese sentido, le conviene preguntarse: «¿Qué prefiero, ser feliz o estar siempre cómodo?». Porque las dos cosas juntas no es posible tenerlas.

¿TIENE SENTIDO LA AUSTERIDAD?

Hace algunos años, fui de visita a un pueblito de Italia llamado Poggio Bustone. Era miembro del Club Alpinista de Arezzo y hacíamos una ruta preciosa por los bosques de la región de Lacio. El final de la ruta se hallaba en esa localidad medieval de 2 500 habitantes.

Al llegar a Poggio Bustone, antes de dirigirnos el hostal donde nos alojábamos, el grupo quiso visitar un santuario cercano donde vivió san Francisco de Asís. Allí nos atendió un guía que, con cierto halo de misterio, nos enseñó el pequeño habitáculo donde dormía el santo. El hombre nos explicó que su cama era la gran piedra que se hallaba allí en medio. Al parecer, Francisco de Asís solía dormir sobre una losa del tamaño de una persona.

A todos nos llamó la atención la austeridad de aquel monje que, por otro lado, era una amante de la vida. Como muchos otros filósofos, el autor del Cántico al hermano sol se administraba dosis diarias de incomodidad. ¿Por qué?

Yo estoy convencido de que lo hacía para evitar apegarse a la comodidad. Seguramente, porque todos los seres humanos tenemos la tendencia a caer en la trampa de endiosar el confort. Gozamos de la comodidad durante un tiempo y enseguida pensamos: «¿No sería genial estar así todo el tiempo?».

Pero la naturaleza funciona de otra forma. Se rige en todos sus aspectos por la homeostasis que nos advierte de que «más no siempre es mejor»; lo correcto es la medida justa.

La naturaleza funciona con la búsqueda de un equilibrio constante. Por ejemplo, existe un número óptimo de hormigas para determinado terreno; incrementar o disminuir artificialmente ese número puede desencadenar un desastre ecológico. Necesitamos ingerir cierta cantidad de agua diaria y por encima o por debajo de esos niveles no estamos hidratándonos bien. Todo tiene su límite y «la comodidad» no se sustrae a ese principio: un poco de comodidad es buena, pero demasiada, es mala para el coco.

UNA INCOMODIDAD AL DÍA

Desde hace un tiempo, he introducido en mi consulta de Barcelona un ejercicio para combatir la hipersensibilidad del cascarrabias. Lo llamo la «dieta de la incomodidad». Consiste en autoadministrarse cada semana cuatro buenas dosis de incomodidad. Se trata de buscar voluntariamente algunas molestias para desensibilizarse de ellas.

Inspirado en san Francisco de Asís, todas las semanas, el paciente tiene que buscar situaciones incómodas y someterse a ellas estoicamente para darse cuenta de que no son tan malas. Para comprender que los seres humanos somos libres en la medida en que no necesitamos tanto confort.

El tratamiento de Fermín, por ejemplo, incluyó una buena dieta de la incomodidad y, entre otras cosas, escogió pasar todos los días, al menos una hora, en la habitación más cercana al ascensor de su casa: ¡una hora de cataclac al día! Su lista completa de molestias voluntarias fueron:

Además, muchas de las molestias voluntarias que Fermín se autoimpuso tuvieron un beneficio colateral (casi todas las adversidades las tienen): con su padre, mejoró la relación y eso le hizo sentir bien; ir de pie en el autobús, era bueno para bajar peso (y Fermín estaba grueso); y las esperas con música a la hora de comprar, le permitían introducir un momento de relajación en su jornada.

Sé que la dieta de la incomodidad puede parecer masoquismo. ¿Por qué autoinfligirse molestias cuando la vida ya te trae suficientes malestares? Pero la práctica clínica nos enseña que este ejercicio es el mejor reconstituyente para los cascarrabias. En aproximadamente dos meses, Fermín dejó de oír el ascensor en un 80%. Y no sólo eso: el resto de sus manías e irritabilidad disminuyeron en la misma proporción.

La mente humana tiene una especie de interruptor que enciende o apaga nuestra atención. Si aprendemos a apagarla selectivamente sobre determinada molestia, ésta desaparecerá como si un hipnotizador nos metiese en un trance.

En mi despacho de Barcelona, entra el ruido de la calle —coches, voces…— pero yo ya no lo oigo. Si me detengo a escuchar, entonces aparece de nuevo en mi mente. Todos tenemos ese interruptor y todos podemos controlarlo. Si lo usamos, las molestias cotidianas simplemente ya no están. Los ejercicios de incomodidad voluntaria nos enseñan a emplearlo.

¿SE PUEDE DISFRUTAR DE ESTAR INCÓMODO?

Acabaré este capítulo con una anécdota personal acerca de la superación de la incomodidad, pero antes me gustaría dar un paso más explicando que se puede llegar a sentir placer en la incomodidad.

Todos los pacientes que han llevado a cabo la dieta de la incomodidad me han explicado que este ejercicio de control mental proporciona una satisfacción particular. No sólo puedes llegar a estar bien durmiendo en una cama de piedra, sino que te puede llegar a gustar hacerlo. Yo mismo lo he experimentado muchas veces, como relato más adelante en la historia titulada «Crisis en Ikea». Se puede decir que cuando nos enganchamos al placer del control mental de la incomodidad, todo se vuelve más fácil y nosotros somos más maduros, más fuertes y libres en todos los ámbitos de nuestra vida.

El placer de la incomodidad es una sensación de libertad, de bienestar austero, de simplificación voluntaria de la vida que nos hace sentir fuertes. Es posible que nos duelan los pies, pero permanecemos contentos y serenos. Podemos centrar nuestra atención en aspectos interesantes y hermosos de la vida y la molestia desaparece de la mente.

Pero que nadie se equivoque: seguimos siendo hedonistas. La vida es para disfrutar y las personas fuertes y saludables siguen priorizando el goce por encima de la austeridad. Se trata, en todo caso, de encontrar nuestra justa medida, ese equilibrio que rige todos los aspectos de la naturaleza.

CRISIS EN IKEA

En una ocasión, me llamó mi madre para pedirme que la acompañase de compras a Ikea, la macrotienda de muebles. Le pedimos el utilitario a mi hermano pequeño y nos plantamos allí un sábado a primera hora de la tarde.

Siempre me lo paso genial con ella; mi madre es una mujer divertida y agradable que, además, le encanta la decoración: se conoce Ikea mejor que los empleados de la tienda. Y así estuvimos comprando muebles para ella y algunos cachivaches para mí. Entre medias, reímos probando los dos juntos un colchón minúsculo —y cayéndonos por los lados— o escogiendo «la cortina más hortera» de la tienda.

Cuando acabamos de comprar, pagamos en la caja y fuimos a buscar la mercancía a un mostrador de entrega. Cogimos número y nos pusimos a esperar turno.

Pasó un cuarto de hora, veinte minutos, veinticinco, ¡media hora! ¡Y la cola no había avanzado ni un ápice! Definitivamente, algo sucedía. No es normal esperar tanto tiempo allí.

Como todo el mundo sabe, ir a Ikea es cansado porque la tienda es enorme y, compres mucho o poco, acabas caminando kilómetros. Así que aquella espera extra, al final de la jornada, era demasiado para mis pies doloridos.

En ese momento, sentí que una fuerte emoción de impaciencia y enfado subía por mi cuerpo y empecé a decirme a mí mismo: «Pero ¡cómo es posible que tarden tanto! ¿Hasta cuándo nos van a tener aquí? ¡Esos currantes se lo toman con una calma increíble! ¿No se dan cuenta de que estamos hartos de esperar? ¡Ya casi son las 8 de la noche y me voy a perder el partido del Barça!».

Las emociones negativas iban creciendo a toda marcha. ¡Lo notaba claramente en mi interior! Miré a mi madre, pero ella estaba tan contenta ojeando un catálogo. Y, entonces, tuve la lucidez de darme cuenta de lo que estaba haciendo. Me detuve. «¡STOP!», me dije, «¡Rafael, contrólate ya mismo!». Como sólo habían pasado unos segundos, ni siquiera un minuto, lo conseguí con facilidad.

Y lo siguiente fue muy bonito: me senté en uno de los bancos que tienen allí, saqué mi iPod y seleccioné un álbum de Sting que hacía tiempo que no escuchaba. Y, en minutos, empecé a sentirme muy bien. Me dije a mí mismo: «Puedo estar aquí, tan tranquilo y relajarme. ¿Quién dice que no? Hace buena temperatura, no tengo hambre ni sed: disfrutemos del momento».

Y, voilà, se hizo el milagro: ¡me relajé!

Además, mientras estaba allí, escuchando la buena música de Sting, tuve un recuerdo maravilloso de mi infancia. Recordé una ocasión en la que mi madre y yo fuimos a una zapatería de mi barrio. Debería de tener 8 años. La zapatería Querol era un comercio grande y magnífico y, mientras mi madre se probaba zapatos de tacón, yo estaba sentado en un banco, simplemente esperando. Y recuerdo que me encontraba muy bien.

Se trataba de una tarde veraniega en Barcelona. Era feliz y estaba plenamente satisfecho de la vida, allí, sencillamente esperando a mi hermosa y cariñosa madre. Recuerdo que, en un momento dado, vi a un adolescente sentado en una silla. Era el hijo de la dueña de la tienda. Y con mis ojos de niño curioso, me fijé en cómo vestía: moderno como pocos. Su corte de pelo, su manera de sentarse… Me gustó su estilo. «Yo sería un chico guay como él», pensé.

De repente, mi madre me llamó y me sacó de mi ensimismamiento:

—Rafa, ya estamos.

Cogí su mano y pusimos pie en la calle. En esa maravillosa calle de mi dulce barrio de mi fantástica infancia.

Aquella noche, en Ikea, sucedió lo mismo:

—Rafa, vamos a buscar los muebles. Ya es nuestro turno.

Y, minutos más tarde, esta vez en el coche, regresábamos a casa. A otra maravillosa calle, de otro dulce barrio, de mi fantástica vida.

En este capítulo hemos aprendido que: