Las reglas básicas
Un pastor cuidaba de su rebaño cuando un forastero se acercó y comenzó a hacerle preguntas:
—Dígame, ¿cuánto caminan sus ovejas en un día?
—¿Se refiere usted a las blancas o a las negras? —contestó el pastor.
—Digamos que a las blancas.
—Unos tres kilómetros.
—¿Y las negras?
—Tres kilómetros también.
Al cabo de un rato, el forastero volvió a preguntar:
—Y ¿cuánto comen?
—¿Las blancas o las negras? —preguntó el pastor.
—Las blancas.
—Como dos kilos de hierba, señor.
—¿Y las negras?
—Dos kilos, también.
El forastero comenzaba a ponerse nervioso, pero siguió preguntando.
—Y ¿cuánta lana dan sus ovejas?
—¿Las blancas o las negras?
—Veamos las blancas primero.
—Seis kilos de lana al año, caballero.
—¿Y las negras?
—Seis kilos también.
Y ahí se le acabó la paciencia al forastero, que exclamó con indignación y sorpresa:
—¿Acaso me está tomando el pelo? ¡Me hace aclarar si me refiero a las blancas o a las negras para nada! Dígame de una vez: ¿hay alguna diferencia entre ellas?
—Claro que sí, caballero —contestó el pastor con serenidad y una sonrisa en los labios—, ¡las ovejas blancas son mías!
—¿Y las negras? —preguntó el forastero para satisfacer la última curiosidad.
El pastor, sin perder la sonrisa, contestó:
—Las negras, también.
En el presente capítulo vamos a terminar de ver los elementos básicos de la terapia cognitiva. Este cuento encierra una verdad relacionada con ellos: en esta vida no importan nuestras circunstancias, sino lo que hacemos con ellas. Tanto dan las blancas o las negras, lo importante es armarnos de la actitud mental correcta.
Desde hace un tiempo, cada miércoles acudo a un programa de Televisión Española para hablar de temas de psicología y suelo ponerme camisetas con mensajes. Una de esas frases es «la vida es un chollo». Con ello quiero expresar que, al contrario de lo que se ha dicho, la vida no es un «valle de lágrimas» ni es «dura» ni nada de eso. La vida es muy fácil si tienes la cabeza bien amueblada.
Charles Darwin, el padre de la teoría de la evolución, uno de los cuatro científicos más importantes de todos los tiempos, dice en uno de sus libros: «Después de todos los viajes que he hecho, de todas las especies que he estudiado, he llegado a la conclusión de que el destino del ser humano es ser muy feliz porque todos los animales, en libertad, lo son. Es obvio que el que reina en la pirámide también».
Pero es cierto que, en pleno siglo XIX, el biólogo inglés también se preguntaba: «¿Y por qué no lo somos?». La respuesta es evidente. El mismo Darwin se contestaba: «Porque vivimos de forma antinatural». Nos inventamos necesidades cada vez más imperiosas y urgentes que, en poco tiempo, se transforman en pesadísimas cargas.
Y es que nuestra mente, cuando funciona mal, genera necesidades exageradas a toda máquina para sufrirlas luego como si cada una de ellas fuese un tizón ardiente contra la piel.
Pero una persona que, como Joan Pipa, el pastor trashumante del capítulo anterior, limita sus necesidades, vive sus días en armonía. Se trata, como veremos a continuación, de un ejercicio más mental que de facto, de una limitación de la importancia que le damos a las cosas. Podremos ser presidentes de la nación o directivos de grandes empresas, pero con la actitud mental adecuada, viviremos nuestro día a día con la alegría de Diógenes o Pipa.
¡A JUGAR!
Una de las características de las personas sanas y fuertes es que le echan pasión a lo que tienen entre manos. Pero lo hacen lúdicamente. Sin miedo. Disfrutan de su trabajo y de sus aficiones, del cuidado de su salud y de sus hijos, pero no se preocupan por ello. Viven la vida como un juego.
Y eso es posible porque son muy conscientes, a un nivel filosófico, de que lo esencial es lo esencial y lo demás, añadiduras sin importancia. Saben muy bien que lo básico es comer, beber y amar la vida y a los demás. Entonces, son capaces de emprender negocios, viajes, relaciones y toda clase de proyectos con la actitud del muchacho que juega un apasionante partido de fútbol con sus amigos. Si conseguimos determinado resultado, genial. Si no lo hacemos, también genial. Lo importante es el proceso, la diversión del momento.
Albert Casals es un joven viajero que publica libros de mucho éxito en Cataluña. Empezó a viajar solo a los 15 años, con dos particularidades: sin prácticamente dinero y subido a una silla de ruedas, ya que no puede andar desde que, a los cinco años, sufriera una leucemia.
El siguiente extracto de su libro El mundo sobre ruedas, da indicios de su forma de ser:
No es que Bangkok no me gustase, eso está claro. En esta ciudad pasé unos buenos días, siempre acompañado, viendo y visitándolo todo (el mercado flotante, un palacio, los barrios menos turísticos de la ciudad, un cine gigante), pero ahora me apetecía un lugar más tranquilo. […]
Decidí preguntar a los tailandeses que conocía […] y dijeron que tenía que cambiar de costa e irme a las regiones más afectadas por los huracanes.
Espera. ¿Has dicho… huracanes? ¿Huracanes? Bien, supongo que no es necesario decir que al oír esta palabra, pronunciada tan a la ligera, los ojos se me iluminaron de ilusión anticipada, y no tardé en reunir toda la información posible al respecto.
Por lo visto, aquélla era la época de los monzones y, en consecuencia, algunas regiones de Tailandia se encontraban bajo el riesgo de huracanes. No había riesgo ni en Phi Phi ni en Phunket (razones por las cuales proliferaba el turismo en estas islas), pero sí en lugares como Ao Nang. […]
Al cabo de unos días me encontré viajando en un bote hacia la isla de Ao Nang. […] El caso es que me lo estaba pasando tan bien allí que decidí desembarcar en la última isla de todo el recorrido para poder pasar el mayor tiempo posible en el bote. El resultado fue que llegué a Tonsái, esperando encontrar una isla como cualquier otra… y lo que encontré me pareció lo más cercano al paraíso. […] Todo se limitaba a unas pobres cabañas dispersas a lo largo de la costa… y eso era todo. El resto era selva. […]
Mis primeras estimaciones concluyeron que no vivían allí más de cincuenta personas, como máximo, y que el terreno habitable no debía de superar los tres o cuatro kilómetros cuadrados. Y lo más importante era que, en un lugar así, ya no quedaba rastro de la profesionalidad o de la seriedad que me había encontrado en lugares como Phuket o Phi Phi. Si ibas a Tonsái eras un amigo, sencillamente, y como amigo se te ofrecía absolutamente todo lo que estaba al alcance de los habitantes de la isla: la libertad absoluta… y algunas tonterías más.
Pronto decidí que «mi casa» o mi centro de operaciones sería el único bar de la isla, y el propietario del bar estuvo encantado cuando le dije que, si no le importaba, me quedaría a dormir en el trozo de playa que había delante del mismo (en Tonsái todo tenía un trozo de playa delante, claro). Que yo supiese, en la isla sólo había tres «servicios»: el bar, un hombre que alquilaba cuatro o cinco cabañas que había construido, y una chica que vendía, alquilaba y cambiaba libros. […]
Durante los días que siguieron fui entrando en aquel peculiar estilo de vida que regía en Tonsái, y descubrí centenares de cosas sorprendentes: en la isla se organizaban hogueras y fiestas por la noche […], se podía jugar al cuatro en raya con el dueño del bar (un auténtico experto), se hacían excursiones para ir a visitar las cuevas ocultas de los alrededores y se conocía a una gran cantidad de viajeros, porque cada vez que llegaba alguien a la isla era todo un acontecimiento, y era imposible no conocer a todo el que llegaba. Al final me acabé sintiendo como si formase parte de aquella gran familia, lamentando sinceramente la partida de cada persona que se iba, y alegrándome de conocer a cada viajero que llegaba. […]
Definitivamente era hora de partir. […] Había llegado el momento de visitar el norte de Tailandia, […] así que, cuando uno de los propietarios de las barcas de la isla me comunicó que por la tarde haría un viaje a tierra firme para comprar provisiones y frutas, no me lo pensé dos veces y le dije que iría encantado. Aparentemente, no era el único que había tomado esta decisión, porque en el longtail boat había más de diez personas de toda la isla cuando finalmente subí. Diez personas secas y confiadas, esperando un viaje tranquilo hacia Ao Nang… una esperanza que quedaría brutalmente truncada al cabo de pocos minutos.
Al principio, la cosa empezó como un simple viento muy revelador, porque permitió discernir al instante las personas optimistas de las pesimistas; unos ponían cara de «¡bah! ¿Qué puede pasar por una simple brisa?», y otros empezaron a hacer testamento. Pero la cosa no quiso quedarse en eso, y todos fuimos viendo cómo, centímetro a centímetro, el agua se iba agitando cada vez más, hasta que nos azotó la primera ola.
El piloto aseguraba que ya quedaba poco para llegar, y más le valía estar en lo cierto, porque las cosas empeoraban a marchas forzadas. […] Poco después, la barca se empezó a inundar preocupantemente, y todo el mundo empezó a subirse a sus maletas para mantenerse mínimamente seco; […] El huracán tuvo la amabilidad de parar al límite de la supervivencia. Eso sí, no se salvó ni una maleta: todas acabaron empapadas, mientras la gente lamentaba con amargura la pérdida de sus apreciadas cámaras de fotos y/o móviles, por no mencionar aquellas maletas que sencillamente habían saltado por la borda. […]
La verdad es que no llegué a vivir el huracán con toda su fuerza, porque probablemente no lo habría contado, pero lo que viví se acercó bastante. […]
En definitiva, fue una travesía memorable y realmente divertida, porque llegamos justo a tiempo de ver cómo el terrible huracán arrasaba la zona donde habíamos estado unos minutos antes.
¡Cómo es este chico!, ¿verdad? En El mundo sobre ruedas relata dos o tres episodios más como ése. En otra ocasión cae en manos de contrabandistas y en otra se encuentra lesionado y solo en medio de la nada, pero nunca pierde el sentido del humor.
Y es que, desde pequeño, Albert es capaz de viajar por el mundo —solo y sin apenas dinero— porque tiene una gran filosofía de vida que, por cierto, él denomina «felicismo». El felicismo consiste en emprender lo que más te guste en cada momento de tu vida, sin dar muchos rodeos. Y, sobre todo, jugar al juego de la vida sin darle esa trascendencia loca que le damos a todo en la actualidad.
Está bien tener deseos, metas y objetivos. Todas las personas sanas, incluidos los niños, sienten el impulso de emprender tareas. Pero lo lógico es que todos estos proyectos sean vividos como un juego.
Si hemos determinado que lo único que necesitamos es la comida y la bebida del día, se deduce que no es necesario hacer nada más. Podemos trabajar, esforzarnos en múltiples aprendizajes y empresas, pero teniendo siempre claro que se trata de divertimentos: ¡nada que realmente vaya a suponer el fin del mundo o su inicio!
Tener deseos está bien, pero hemos de ir con cuidado de no convertirlos en necesidades absolutas porque el ser humano tiene ese defecto de fábrica: convierte todo el tiempo simples deseos en necesidades locas. Si nos acostumbramos a tomar determinada marca de agua todos los días, por ejemplo, Agua de la Sierra del Marqués, es muy posible que pasemos de decir: «Me encanta el Agua de la Sierra del Marqués» a gritar: «¡Necesito el Agua de la Sierra del Marqués! ¡Sin ella, no puedo disfrutar de la comida!».
Los seres humanos somos así. La filosofía budista llama a este fenómeno «apegarse» y nosotros, los psicólogos cognitivos, «convertir deseos en necesidades absolutas». Sólo tras aprender a no apegarse a las cosas ni a las personas, empezamos a disfrutar de verdad de ellas.
RENDIR MÁS Y MEJOR
Tanto en conferencias como cuando hablo con los pacientes, siempre que digo que «la vida es juego», cuando insisto en que podemos tomarnos el trabajo o las relaciones a la ligera, planea sobre las mentes de los que me escuchan la siguiente objeción: «Pero entonces ¿no me volveré un pasota?»; «¿No caeré en una indolencia que me hundirá en las profundidades del fracaso social y personal?».
La respuesta es contundente: «No». Simplemente eso no sucede. A las personas que se toman la vida así, de hecho, les ocurre todo lo contrario: jugando, divirtiéndose, es cuando sacan lo mejor de sí mismos.
Porque la fuerza del goce es enorme; la fuerza de la obligación, mucho menor.
Yo hago deporte casi todos los días y me encanta correr un rato por el parque. Me pongo música y disfruto del paisaje. He probado, por otro lado, a nadar en la piscina, pero nadar no me gusta. No sé hacerlo muy bien, me cansa mucho y, simplemente, me aburre. En las pocas ocasiones en que he hecho natación, a los veinte minutos no puedo más. Salgo de allí cansado como si hubiera hecho media maratón. Como no disfruto haciéndolo, rindo muy poco y encima parece que he hecho mucho. Todo lo contrario que corriendo. Y jugando al fútbol o al baloncesto todavía mejor: puedo estar un par de horas dándolo todo en la cancha como si nada. ¿No es evidente? ¡Donde esté la fuerza del disfrute, que se quite la mediocridad de la fuerza de voluntad!
¿QUÉ ES LO QUE DA LA FELICIDAD?
Hace poco vino a verme una chica que estaba deprimida porque su novio la había dejado. Estuvimos revisando el diálogo interno que la estaba perturbando y, rápidamente, admitió que se decía algo así como: «¡La vida es un asco sin pareja!», además de «un fracaso personal».
Y a partir de ahí mantuvimos un diálogo sobre la verdadera fuente de la felicidad:
—Silvia, la pareja nunca ha dado la felicidad a nadie. Fíjate en ti misma. ¿No estabas bien antes de conocer a Manolo? —le dije.
—Sí, la verdad es que sí. Estaba en primero de carrera, contenta con mi vida —respondió.
—¿Lo ves? Conocer a tu novio estuvo bien, pero tú ya eras feliz. La pareja, tener un buen trabajo, estar delgado… son añadiduras, pero no la verdadera fuente de la felicidad.
—Entonces, Rafael, ¿cuál es esa fuente? ¿Qué es lo que da la felicidad?
—Simplemente, tener el coco bien amueblado: tener «bastantidad».
Y es que la vida está llena de posibilidades de disfrute, si no nos apegamos a ninguna de ellas.
Muchas veces, les digo a mis pacientes que no hay nada más bello que apreciar que ahí fuera hay colores, luz, objetos vivos en movimiento como las hojas de los árboles. Llegará un momento en que ya no los habrá. En este universo, todo tiene su final y quizá dentro de cincuenta o cien años, hayamos destrozado de tal forma el planeta, que el color, la luz o los árboles no sean lo mismo. O directamente habrá reventado la Tierra.
Cuando estamos cuerdos, apreciamos el milagro de la vida ahí fuera y esa sutil apreciación basta para llenarnos el corazón: ni novios, ni empleos perfectos… basta con la luz del sol al amanecer.
Por eso, tener una mente saludable implica no apegarse a nada ni a nadie. La felicidad, como le señalé a Silvia, la da no crearse necesidades y disfrutar de lo que se tiene en cada momento.
Después de aquel primer diálogo, la paciente se quedó pensativa y me confesó:
—Además, si lo pienso bien, tampoco estábamos bien juntos.
—¿Lo ves? Tu necesidad actual es absurda —apunté.
—¿Y por qué me sucede esto? ¿Por qué estoy obsesionada con algo que ni siquiera fue tan bueno? —me preguntó confusa.
—Ah, esto es porque has desarrollado la mente del mono loco.
Cuando nos volvemos locos, olvidamos que la felicidad reside en nuestra mente y empezamos a buscar compulsivamente fuentes de gratificación externa. Entrar en ese juego es perjudicial porque, entonces, seguro que adquirimos la mente del mono loco. El mono loco es un primate que va de rama en rama, frenético, buscando la rama perfecta donde estar perfectamente cómodo. Y no la encuentra jamás.
Silvia había empezado a caer en esa trampa e iba loca de objeto en objeto buscando la felicidad. Cuando estaba con su novio se decía: «¡Esta relación es un asco! ¡Necesito que la relación funcione de otra forma o esto no lo aguanto!»; y cuando su novio la dejó: «¡Necesito a mi exnovio o la vida también es un asco porque no sé estar sola!». Probablemente, de encontrar otra pareja, en poco tiempo, empezaría a quejarse de algo diferente: del trabajo, de su vida social, de esa nueva pareja, de su cuerpo, de la propia ansiedad…
La mejor respuesta a la pregunta de Silvia: «¿Dónde está la felicidad?» se la podía dar cualquier mono sano: «La felicidad está en cualquier rama, ¿no lo ves?».
Un antiguo cuento zen ilustra este concepto:
Érase un ratón que se hallaba en constante estrés por miedo al gato. Un mago se apiadó de él y lo transformó en un ágil felino. Pero, entonces, el pobre animal se empezó a asustar del perro. El mago, con otro golpe de vara, lo transformó en un fuerte can. Pero, al poco tiempo, el agobiado animal empezó a temer al tigre. El mago, aunque ya un poco cansado, lo transmutó en un poderoso tigre, el rey de los felinos. Y en ese punto, a nuestro animal le entró un ataque de pánico ante la presencia del cazador. El mago dio un suspiro, harto de tanto trabajo. Cogió su varita, la alzó y dijo:
—¡Te convierto en ratón y esta vez es para siempre!
Y añadió:
—Nada de lo que yo haga va a servir, amigo, porque primero tienes que aprender a ser feliz como un ratón.
EL DESCUBRIMIENTO DE NICK
Nick Vujicic es un australiano de unos 25 años que nació sin piernas ni brazos. Es un joven guapo y divertido, aunque choca cuando lo ves por primera vez. Aun con sus limitaciones, ahora es famoso y admirado en medio mundo. Pero de pequeño, tuvo una fase difícil. Se iba a dormir todas las noches pidiéndole a Dios que le hiciese crecer, durante la noche, las piernas y los brazos. Por la mañana, la decepción era tan grande que se pasaba los primeros diez minutos del día llorando escondido entre las sábanas.
En su libro Una vida sin límites explica: «Cuando era niño imaginaba que si tan sólo Dios me diese piernas y brazos, sería feliz para el resto de mi vida. Hoy sé que eso no es verdad: es una ficción. Luego descubrí que esa “neura” es muy común; se trata del síndrome de: “si tan sólo tuviera x cosa, sería feliz”… Esa manera de pensar es una alucinación colectiva en la que yo ya no caigo».
Nick Vujicic es ahora un orador internacional que viaja por el mundo dando charlas sobre fortaleza interior, sobre todo para jóvenes. Le encanta su trabajo, su vida y está rodeado de amigos que le aman. Pero, sobre todo, Nick es un tipo fuerte y feliz. ¿La mente del mono loco? Eso no es para él.
LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA
Jean-Dominique Bauby era redactor jefe de la revista Elle en Francia. Tenía 44 años, dos hijos y una nueva novia de la que estaba enamorado. Una de sus aficiones favoritas era conducir su nuevo descapotable rojo por la campiña francesa. Un ajetreado viernes, después de una intensa jornada de trabajo, pasó a recoger a su hijo Théophile por casa de su exmujer. Iban a pasar el fin de semana juntos, ir al teatro, comer ostras, charlar de hombre a hombre…
Jean-Dominique iba conduciendo por una apacible carretera a París cuando empezó a sentirse mal, veía doble y la cabeza le daba vueltas como si se hubiese tomado un LSD. Paró inmediatamente en el arcén. En pocos minutos, entraba en coma, aquejado de un accidente cardiovascular grave.
Meses después, cuando Jean-Dominique despertó, se dio cuenta de que, a resultas de un derrame cerebral, estaba totalmente paralizado. No podía mover la cabeza. No podía articular palabra. Estaba encerrado en su propio cuerpo. Los médicos se le acercaban y le hablaban y él los seguía con la pupila del único ojo que le funcionaba. Se hallaba como sumergido en las profundidades del mar, metido en una escafandra de plomo.
De la noche a la mañana, Jean-Dominique pasó de ser un periodista exitoso, padre de dos hijos, amante de una hermosa mujer, amigo de decenas de personas, a algo parecido a un vegetal. Y lo peor es que era consciente de todo; su mente funcionaba perfectamente y podía contemplar el desastre.
Un día, Jean-Dominique tuvo la mala fortuna de verse reflejado en una vitrina de la habitación del hospital y se quedó horrorizado ante lo que vio: un rostro desfigurado por la parálisis, la boca torcida, un ojo cosido para evitar infecciones y el otro ojo desorbitado. «Además de inútil, ¡soy más feo que un monstruo!», se dijo.
Hasta aquí, la historia de este hombre no difiere mucho de la de miles de personas con parálisis de todo tipo. La diferencia es que Bauby decidió escribir un libro sobre su experiencia que titularía La escafandra y la mariposa. Nuestro buzo ideó un sistema para comunicarse parpadeando con su único ojo y dictar así el libro a una escribiente que acudía todas las tardes al hospital.
Cada mañana, Jean-Dominique Bauby memorizaba los párrafos que iba a dictar a su ayudante. Parpadeo a parpadeo, resiguiendo las letras de un alfabeto, por las tardes, componía con ella frases que dieron lugar a páginas, capítulos y, finalmente, a un libro. Publicado en Francia en 1997, pocos meses antes de su muerte, fue un gran éxito de ventas. Hace pocos años, el artista y cineasta Julian Schnabel llevó esta admirable historia a la gran pantalla.
DECIR SÍ A LA VIDA
Bauby explica en el libro algunas de sus emociones más penosas: «Un día me resulta divertido que a mis 44 años me laven, me den la vuelta, me limpien el trasero y me pongan pañales como a un niño de pecho. Al día siguiente, todo ello se me antoja el colmo del patetismo y una lágrima surca la espuma de afeitar que un auxiliar extiende por mis mejillas. […] Me sentiría el hombre más dichoso del mundo si sólo pudiera tragar el exceso de saliva que invade mi boca de forma permanente…».
Sin embargo, aunque parezca increíble, esos momentos de crisis fueron pocos. En general, Jean-Dominique fue feliz durante el tiempo en que vivió paralizado. En su libro, siempre habla de su capacidad para apreciar las cosas buenas de su vida, en su caso, usando la imaginación: «Entonces, la escafandra se vuelve menos opresiva y la mente puede vagar como una mariposa. Hay tanto que hacer… Se puede emprender el vuelo por el espacio o el tiempo, partir hacia la Tierra del Fuego o la Corte del rey Midas. O bien hacer una visita a la mujer amada, deslizarse a su lado y acariciarle el rostro, todavía dormido. O construir castillos en el aire, conquistar el vellocino de oro, descubrir la Atlántida, realizar los sueños de la infancia o las fantasías de la edad adulta».
El caso de Jean-Dominique Bauby, y muchos miles más, nos demuestran que es posible gozar de la vida aun en las circunstancias más extremas. ¡Sí, es posible! Es posible ser feliz estando paralizado o gravemente enfermo. ¡Es posible tener una vida plena, es posible sentirse realizado!
Hombres y mujeres como Bauby nos pueden ayudar a ver una nueva realidad y construir una vida maravillosamente positiva porque son la prueba viviente e irrefutable de que los seres humanos tenemos esa opción: la de negarnos a amargarnos la vida, la opción de decir sí, la opción de encontrar la belleza en cualquier parte.
El gran psicólogo —ya deceso— Albert Ellis decía a sus pacientes que debían reevaluar sus creencias acerca de lo que es bueno, malo o terrible. Les pedía que comparasen sus situaciones con las de personas como Jean-Dominique Bauby y se preguntasen: ¿Lo que a mí me preocupa es tan terrible? ¿Realmente no hay una situación peor? Muchos respondían malhumorados:
—Claro que sí, hay desgracias por todas partes, terremotos, hambrunas, accidentes… pero eso no me sucede a mí. ¡Yo lloro por mis desgracias porque son mías, siento que son terribles y no puedo verlas de otra forma!
Pero Ellis, con su característico tono vehemente, replicaba de esta forma:
—Pues ahí es donde te equivocas, amigo mío. Tú puedes ver tu situación de otra forma porque otra gente lo ha conseguido. Tú puedes hacer como ellos: ¡niégate a creer que tu vida es una desgracia! Es cierto que hay cosas que no marchan bien, pero eso no te impedirá ser feliz. Ahora bien: ¿quieres emprender ese trabajo?, ¿quieres educar tu mente?
¿Se puede aprender a ser positivo? Por supuesto: ¡yo lo he visto en cientos de casos radicales! La clave está en reevaluar todo lo que nos sucede. Jean-Dominique Bauby lo hizo así. En una parte de su relato cuenta que un día decidió dejar de compadecerse. Simplemente, se negó a hacerlo y ésa fue la puerta que le abrió a su «nueva gran vida».
NADA ES «TERRIBLE»
Aprender a ser positivo es una cuestión de esfuerzo y perseverancia. No se consigue de la noche a la mañana y, sobre todo, no se hace a base de lo que se denomina «pensamiento positivo».
Los defensores del pensamiento positivo, como los americanos Louise L. Hay o Norman Vincent Peale, defienden que si uno se repite constantemente frases del estilo: «La vida me va cada día mejor en todos los aspectos», acabarás por creértelo, pero la mayoría de los psicólogos serios saben que esto no es así. El pensamiento positivo no es realista y por eso, tarde o temprano, la realidad acaba imponiéndose dando al traste con ese optimismo exagerado.
La propuesta de la psicología cognitiva —y la de Nick Vujicic, Jean-Dominique Bauby, Albert Casals y muchos otros— se basa en el realismo más estricto porque afirma que las cosas nos pueden ir mal, que muchas veces hay aspectos negativos en nuestra vida, temas por arreglar… pero la diferencia es que nos podemos negar a ver todo eso como «terrible».
Siempre podemos salir al mundo a construir algo positivo y disfrutar de ello. Ésa es una de las claves más importantes de la felicidad: aceptar que los sucesos pueden ser malos, incluso muy malos, pero nunca terribles, nunca completamente desastrosos.
Nuestro estilo de pensamiento reconoce que nos suceden adversidades, pero nos negamos a dramatizar, basándonos en la idea de que necesitamos muy poco para ser felices.
Gennet Corcuera es una chica sorda, muda y ciega. Nació sin poder oír ni hablar y, al poco tiempo, una enfermedad la dejó también ciega. Natural de Etiopía, a los 2 años, su familia no pudo seguir cuidándola y la confiaron a un orfanato de monjas. Su infancia fue difícil pues, además del aislamiento sensorial, sufrió varias enfermedades graves hasta que una española que se encontraba de paso en el país —otro ángel de los muchos que habitan el mundo— convenció a las religiosas para que le permitieran adoptarla. Desde hace veinte años, vive en Madrid con su «verdadera» familia.
Gennet apareció en prensa, hace pocos años, por ser la primera universitaria española que no podía oír, ver, ni hablar. Gennet es una joven negra muy hermosa, que rebosa vitalidad. Esta estudiante de magisterio afirma, sin dudarlo, que es feliz. Para ella, ser sorda, muda y ciega no es un impedimento para gozar de la vida: «Mi discapacidad no me hace sufrir. Puedo estudiar, ¡puedo comunicarme!, puedo esforzarme, tengo posibilidades…». Y como Gennet hay seis mil personas sordociegas en España y un gran número de ellas son prueba de que existe una más realista y eficiente manera de pensar. ¡Todos podemos aprenderla!
LA LÍNEA DE EVALUACIÓN DE LAS COSAS DE LA VIDA
Los seres humanos somos máquinas de evaluar todo lo que nos sucede —o nos podría suceder—. Vamos por el mundo con una especie de regla que mide en qué medida lo que nos pasa es «un poco malo», «malo», «muy malo» o «terrible»; o por el contrario: «bueno», «muy bueno» o «genial».
Cuando estamos débiles en el plano emocional, como Elena, la chica del piercing del segundo capítulo, la regla se ha desviado hacia lo «terrible» y tendemos a ver todo lo que nos podría suceder como «muy malo» o «terrible». Por eso, nos invade todo el tiempo el temor y la ansiedad. Elena se decía a sí misma que el hecho de que su madre, a veces, le gritase era «muy, muy malo», «insoportable», «¡ya no puedo más!».
A eso yo le llamo «terribilitis» o «no-lo-puedo-soportitis». Si te ataca esa enfermedad, no hay duda de que desarrollarás un trastorno de ansiedad o una depresión en poco tiempo.
Muchos de mis pacientes, una vez transformados en personas fuertes, se extrañan de sus anteriores evaluaciones. Me dicen, por ejemplo: «No entiendo cómo pude ponerme tan nervioso por un tema tan poco importante», pero durante su período neurótico se argumentaban a sí mismos con una fuerza increíble para calificar todo de «terrible».
Nuestro método consiste en aprender a evaluar todo lo que nos sucede —o nos podría suceder— con otros criterios, de forma que prácticamente nada vuelva a parecernos «terrible».
Pensemos que las personas más fuertes se niegan a calificar nada de «terrible». Ni Nick Vujicic ni Jean-Dominique Bauby ni Albert Casals lo hacen y apoyan esa creencia con muchos y sólidos argumentos. Se han preguntado a ellos mismos: «Si me pasase esto o lo otro… ¿aún podría hacer cosas valiosas por mí y por los demás?». Y la respuesta siempre es un rotundo y sonoro: «¡Sí!».
En este capítulo hemos aprendido que: