VEINTICUATRO

La Legión avanzó, y los arcos gigantes de Lago dispararon la última carga de bolas de plomo. Docenas de soldados cayeron, casi todos heridos en las piernas, pues la infantería había aprendido la lección, era más cauta y avanzaba protegiéndose con los escudos en alto. Los arqueros los cubrieron con una nube de flechas, y las escaleras se apoyaron en el muro.

Los guerreros de Skoda habían sobrepasado la frontera del agotamiento y, a aquellas alturas, peleaban como autómatas. Las hojas de las espadas estaban melladas; los brazos que las alzaban, agotados. Pero seguían resistiendo.

Lago alzó el hacha de guerra y hundió la hoja en el primer casco que apareció tras el parapeto. El hacha se empotró en el cráneo del guerrero, y Lago perdió el arma cuando este cayó. Otro soldado logró superar el muro, pero Ananáis corrió hacia él y lo apartó de un empujón; el soldado se estrelló de cabeza contra la base del muro. Ananáis le pasó a Lago una de sus dos espadas y echó a correr hacia la derecha, donde la línea de defensores comenzaba a ceder. Balán se le unió, así como Galand. Los defensores resistieron.

En la izquierda del muro, tres soldados de la Legión consiguieron abrirse paso, saltaron del parapeto a la base y echaron a correr hacia el hospital. El primero de ellos cayó cuando una flecha le atravesó la espalda. Otro se tambaleó al ser acertado en el casco por otro disparo, pero siguió adelante.

Rayvan salió del hospital empuñando una espada. Los dos guerreros sonrieron y corrieron hacia ella.

La mujer bloqueó el primer golpe con una velocidad sorprendente, pasó por debajo del arma y se lanzó contra los dos guerreros. Su peso los hizo caer, y la espada de Rayvan se movió como una serpiente y le cortó el cuello a un soldado. El otro se levantó.

—¡Jodida puerca! —gritó.

El soldado cargó contra Rayvan mientras esta se levantaba, pero Thorn disparó una flecha y le acertó en un muslo. El soldado lanzó un grito de dolor y giró en redondo, pero Rayvan ya se había levantado, y le clavó la espada en la espalda.

La mujer observó durante unos instantes la batalla que tenía lugar en lo alto del muro. La línea no resistiría mucho tiempo más.

Galand peleaba junto a Ananáis, y ambos se desplazaban hacia el lugar donde la lucha era más encarnizada. Los soldados de la Legión, presintiendo la victoria inminente, abarrotaron las escaleras. Cada vez alcanzaban los parapetos más legionarios.

Ananáis sentía que la batalla comenzaba a decantarse, y una rabia fría lo invadió. A pesar de tener todas las probabilidades en contra, y aun sabiendo perfectamente que no podían vencer, la situación lo ponía furioso. No había hecho nada importante en la vida, excepto no perder jamás, e incluso aquel pequeño consuelo estaba a punto de serle arrebatado.

Bloqueó un ataque, disparó la hoja hacia delante y la hundió en un yelmo negro. El guerrero cayó hacia atrás, soltando la espada, y Ananáis la recogió y se abrió paso por la horda de atacantes; las dos espadas que empuñaba trazaban círculos y mataban. Ananáis sangraba por una docena de heridas, pero seguía poseyendo una fuerza sin igual.

Desde detrás de la muralla le llegó un colosal rugido; no podía volverse, pero observó la consternación en la mirada de los atacantes. Un instante después, Rayvan estaba a su lado, con un escudo en una mano y una espada en la otra. La Legión comenzó a retroceder.

Las mujeres de Skoda habían llegado.

Al no poseer entrenamiento con las armas, se lanzaron al ataque sin más, golpeando ciegamente, y haciendo retroceder a los invasores por la pura fuerza de su número.

El último guerrero de la Legión fue lanzado muralla abajo, y los guerreros de Skoda cogieron los arcos y dispararon hasta que los atacantes quedaron fuera de alcance.

—¡Retirad los muertos de los parapetos!

La orden quedó sin obedecer durante unos instantes, mientras los guerreros abrazaban a sus esposas, hijas, hermanas y madres. Otras se arrodillaron ante los cuerpos inmóviles, llorando desconsoladamente.

—No hay tiempo para esto —dijo Ananáis, pero Rayvan lo sujetó por un brazo.

—Siempre hay tiempo para esto, Máscara Negra; es lo que nos hace humanos. Déjalos.

Ananáis asintió, se acercó al parapeto y apoyó la espalda dolorida contra el muro.

—Me sorprendes.

—Te sorprendes con mucha facilidad —le dijo Rayvan, sentándose a su lado. Ananáis la miró y sonrió.

—Seguro que eras toda una belleza, cuando eras joven.

—Eso me han dicho de ti también.

Ananáis rió entre dientes y cerró los ojos.

—¿Por qué no nos casamos? —propuso.

—Probablemente estaremos muertos mañana.

—Entonces será mejor que nos olvidemos de los noviazgos largos.

—Eres demasiado mayor para mí, Máscara Negra.

—¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y seis —dijo Rayvan.

—¡Perfecto!

—Debes de estar desesperado. Y además estás sangrando; sal de aquí y ve a que te miren esas heridas.

—Solamente te he hecho una proposición y ya empiezas a ponerte mandona.

—Las mujeres somos así. ¡Venga, lárgate!

Rayvan lo observó mientras se alejaba en dirección al hospital, y después se levantó y miró al otro lado del muro, a la Legión. Volvían a formar filas.

Se volvió hacia los defensores.

—¡Sacad a los muertos de la muralla, zoquetes! —gritó—. Vamos, moveos. Mujeres, coged espadas. Y conseguid cascos, también —añadió, tras pensar un momento.

Un legionario muerto yacía a sus pies, y le quitó el casco antes de arrojar el cadáver al otro lado del parapeto. Era un casco de bronce con un penacho de crines negras. Le ajustaba bien, y se abrochó la correa bajo la barbilla.

—Te queda jodidamente bien, Rayvan —le dijo Thorn, poniéndose a su lado.

—¿Te gusto con el casco, vieja mula?

—¡Siempre me has gustado! Desde aquel día, en el prado del norte.

—Ah, ¿te acuerdas? Es todo un halago.

—No creo que ningún hombre haya podido olvidarse de ti. —Thorn se echó a reír.

—Sólo tú serías capaz de hablar de sexo en medio de una batalla. ¡Eres un cabrito, viejo! Ananáis, al menos ha tenido la delicadeza de pedirme primero que me case con él.

—¿Ah, sí? Dile que no; es de los que se largan.

—No podrá ir muy lejos a partir de mañana.

La Legión atacó de nuevo.

Durante una hora, los soldados intentaron abrir una cuña en la muralla, pero los defensores peleaban con fuerza y valor renovados. Lago había llenado sacos de grava para los cuencos de los arcos gigantes; pudo dispararlos tres veces más, produciendo otras tantas carnicerías en la Legión, hasta que se rompió un arco a causa del desgaste.

Los invasores retrocedieron.

Cuando el sol se ocultó tras las montañas, el tercer día, la muralla resistía aún.

Ananáis mandó llamar a Balán.

—¿Qué noticias hay de la muralla de Tarsk?

—Es extraño —dijo Balán—. Sólo sufrió un ataque, esta mañana; desde entonces, nada. El ejército está cruzado de brazos.

—Ya me gustaría que aquí pasara lo mismo, por los cielos —dijo Ananáis.

—Dime una cosa, Máscara negra: ¿Eres creyente?

—¿En qué?

—Acabas de mencionar los cielos.

—No sé bastante para creer —dijo Ananáis.

—Decado me prometió que no estaría solo, pero lo estoy. Los otros se han marchado. O han muerto sin más, y yo soy un idiota, o han sido llevados ante la Fuente y yo he sido rechazado.

—¿Por qué tendrías que haber sido rechazado?

—Nunca tuve fe; tenía el Talento. Mi fe formaba parte de la fe del grupo, ¿me comprendes? Los otros creían, y yo sentía su fe. Ahora que no están… Ya no lo sé.

—No puedo ayudarte, Balán.

—No. Nadie puede.

—Creo que es mejor creer que no creer, pero no puedo explicarte por qué —dijo Ananáis.

—Nos da esperanza contra el mal que hay en el mundo —dijo Balán.

—Algo así. Dime una cosa… ¿Las parejas casadas siguen juntas en ese cielo tuyo?

—No lo sé. Ha sido tema de debate durante siglos —dijo el monje.

—Pero ¿existe la posibilidad?

—Supongo que sí.

—Entonces ven conmigo —dijo Ananáis, levantándose. Se dirigieron hacia las tiendas de los refugiados, donde Rayvan estaba sentada con sus amigas.

La mujer los observó mientras se acercaban. Al llegar, Ananáis se detuvo ante ella y le hizo una reverencia.

—Traigo un sacerdote. ¿Quieres volver a casarte?

—¡Idiota! —respondió Rayvan, riendo.

—De eso nada. Siempre deseé encontrar a una mujer con la que pudiera pasar el resto de mi vida, pero no había dado con ella. Ahora parece que voy a pasar el resto de mi vida contigo, así que supongo que bien puedo convertirte en una mujer honrada.

—Todo eso está muy bien, Máscara Negra —replicó Rayvan, levantándose—, salvo por el detalle de que no te amo.

—Ni yo a ti, pero estoy seguro de que en cuanto llegues a apreciar mis grandes cualidades, todo vendrá rodado.

—Muy bien —dijo Rayvan con una amplia sonrisa—. Pero el matrimonio no se consumará hasta la tercera noche. ¡Es la costumbre montañesa!

—De acuerdo —dijo Ananáis—. Además, me duele la cabeza.

—Esto es una estupidez —dijo Balán—. No pienso tomar parte en esto. Os estáis burlando de un lazo sagrado.

Ananáis apoyó una mano en el hombro de Balán.

—No, monje, no es ninguna burla —dijo en voz baja—. Es un momento de alegría en medio de todo el horror. Mira a tu alrededor y observa las sonrisas.

Balán suspiró.

—Muy bien. Los dos, acercaos.

Los refugiados fueron saliendo de las tiendas a medida que corría la voz, y unas cuantas mujeres recogieron flores y trenzaron guirnaldas. Corrió el vino. La noticia llegó al hospital, donde Valtaya había dado por terminado su trabajo; la joven salió del edificio, insegura respecto a sus sentimientos.

Ananáis y Rayvan caminaron hasta la muralla cogidos de la mano, y los guerreros los vitorearon. Cuando la pareja llegó al pie de la escalera, Ananáis se cargó a Rayvan al hombro y subió al parapeto.

—¡Bájame, bestia! —gritó Rayvan.

—Sólo te llevo en brazos para cruzar el umbral —explicó él.

Los guerreros se amontonaron alrededor de la pareja, y el viento arrastró el sonido de las risas hasta el campamento de la Legión.

Ceska llamó a Darik.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—No lo sé, mi señor.

—¡Se ríen de mí! ¿Por qué no han tomado aún la muralla tus soldados?

—La tomarán, mi señor. Al amanecer. ¡Os lo prometo!

—Si no lo consiguen, sufrirás, Darik. Estoy harto de esta cloaca pestilente. Quiero volver a casa.

En la mañana del cuarto día, la Legión combatió durante cuatro horas sin lograr traspasar la muralla. Ananáis apenas podía contener su alegría, pues a pesar del cansancio era capaz de percibir que el rumbo de la batalla había dado un vuelco. Sin los mezclados, la Legión luchaba mecánicamente, y los soldados eran reacios a arriesgarse; por otro lado, los montañeses combatían con ánimos y confianza renovados. El impulso embriagador de la victoria recorría las venas de Ananáis, que bromeaba y reía junto a los guerreros, e insultaba a los legionarios que se retiraban.

Pero a mediodía divisaron una columna que se aproximaba desde el este, y se les quitaron las ganas de reír.

Veinte oficiales a caballo entraron en el campamento de Ceska, acompañados de quinientos mezclados del coliseo de Drenan: bestias de cerca de cuatro varas de alto, mezcla de hombres, osos del norte, grandes simios del este, leones, tigres y lobos grises de occidente.

Ananáis se irguió; sus ojos azules escrutaron el horizonte.

—Vamos, Tenaka —susurró—. Por todo lo que es sagrado, no permitas que esto acabe así.

Rayvan se le acercó. La acompañaban Balán, Lago y Galand.

—No es justo —dijo la mujer. El silencio recibió sus palabras; un silencio que se había extendido por toda la muralla.

Los gigantescos mezclados no se entretuvieron en el campamento; siguieron avanzando en dirección a la muralla, seguidos por sus cuidadores.

—¿Tienes algún plan, general? —preguntó Thorn, tirando de la manga de Ananáis.

Ananáis miró al anciano y, al ver el miedo en su rostro, se tragó la réplica cortante que había estado a punto de soltar. El montañés había palidecido y tenía los labios apretados.

—No hay planes, amigo mío.

Las bestias no se lanzaron a la carga, sino que avanzaron tranquilamente, empuñando gruesos garrotes, espadas de hoja serrada, mazos y hachas. Tenían los ojos rojos como la sangre, y la lengua les colgaba de las fauces babeantes. Avanzaban en silencio, un pavoroso silencio que devoraba el valor de los defensores. La línea de guerreros comenzó a agitarse.

—Tienes que decir algo, general —dijo Rayvan.

Ananáis meneó la cabeza; su mirada carecía de expresión. Se vio de nuevo en la arena, paladeando un miedo amargo que había sido desconocido para él… Contempló cómo se alzaba lentamente el rastrillo del pasadizo opuesto, y escuchó como los gritos de la multitud comenzaban a apagarse. El día anterior podría haber hecho frente a aquellas temibles bestias, pero verlas allí cuando ya había recobrado la esperanza en la victoria, cuando la había tenido tan cerca que había sentido su dulce aliento en la frente…

Un soldado saltó de la muralla, y Rayvan giró en redondo.

—¡Olar! ¡No es buen momento para irse! —gritó la mujer. El guerrero se detuvo y bajó la cabeza—. Vuelve y resiste con nosotros, compañero. Caeremos juntos; eso es lo que nos convierte en lo que somos. Somos Skoda. Somos familia. Y te queremos.

—No escapaba, Rayvan. —Olar la miró, con lágrimas en los ojos, y desenvainó la espada—. Iba a quedarme junto a mi mujer y mi hijo.

—Lo sé, pero debemos intentar guardar la muralla.

—¡Desenvaina la espada! —dijo Lago, propinándole un codazo a Ananáis.

Pero el gigante no se movió. Ya no estaba con ellos; había retrocedido en el tiempo y se encontraba en medio del coliseo.

Rayvan se subió al parapeto.

—¡Resistid, muchachos! Pensad que la ayuda está en camino. ¡Si rechazamos a esas criaturas tendremos una oportunidad!

Pero su voz fue ahogada por el terrorífico rugido de los mezclados, que al fin echaron a correr. Tras ellos cargaba la Legión.

Rayvan saltó del parapeto cuando las bestias alcanzaron la muralla. No necesitaban cuerdas ni escalas: remataron su carrera a toda velocidad con saltos con los que alcanzaron los parapetos.

El acero resplandeciente se enfrentó a los colmillos rugientes y a las garras curvadas, pero los defensores estaban siendo barridos. Rayvan hundió la espada en unas fauces abiertas, y el mezclado cayó hacia atrás, llevándose el arma entre los dientes. Ananáis parpadeó, se obligó a regresar al presente… y sus dos espadas destellaron al sol. Una bestia se alzó ante él, pero el guerrero esquivó el tajo del hacha, pasando bajo el arco que trazaba, y hundió la espada que sostenía con la diestra en el vientre de la criatura. El mezclado lanzó un espantoso bramido y cayó hacia delante, salpicando de sangre al guerrero vestido de negro. Ananáis se quitó a la bestia de encima y liberó el arma mientras otro mezclado se lanzaba sobre él enarbolando un mazo. Ananáis soltó la espada de la derecha, empuñó la izquierda con ambas manos y lanzó un fuerte tajo contra el brazo de la criatura; la garra salió volando, cerrada aún en torno al mazo, y el mezclado saltó sobre Ananáis. El guerrero lo esquivó y le hundió la espada en el estómago. La caída de la bestia le arrancó el arma de las manos.

Balán saltó del parapeto, retrocedió a toda prisa unos veinte pasos, se giró, se arrodilló y cerró los ojos. En medio de aquel terror había una determinación y ansia de victoria. El día anterior, la fuerza combinada de los Treinta había transformado a los mezclados en hombres. En aquel momento sólo estaba Balán.

Vació la mente, buscando la serenidad del Vacío y convirtiendo la ausencia de pensamientos en un enlace con las criaturas; extendió el enlace…

Y retrocedió ante la furia y el ansia de sangre. Se recompuso y lo intentó de nuevo.

¡Odio! Un odio terrible, ardiente, devorador. Se hundió en él y ardió con él, odiando a los mezclados, a sus amos, a Ananáis, a Rayvan y al mundo entero.

No. No el odio. El odio, no. El horror fluyó a su alrededor y lo dejó atrás, intacto e impoluto. No odiaría a un hombre convertido en monstruo. Ni siquiera al causante de que lo fuese.

El muro de odio lo rodeaba, pero Balán lo hizo retroceder.

No logró encontrar ningún recuerdo capaz de frenar a las bestias, pues no habían sido creadas con soldados del Dragón, de modo que usó la única emoción que podía estar seguro que habrían sentido cuando eran hombres.

El amor.

El amor de una madre en una noche fría y aterradora. El amor sincero de una esposa cuando todo lo demás demostraba ser falso. El amor de una hija, demostrado sin restricciones en un abrazo fugaz. En la primera sonrisa de un bebé. En un amigo.

Acumuló su poder y lanzó sus sentimientos contra los mezclados, como una ola contra la arena.

En la muralla estaba teniendo lugar una espantosa masacre.

Ananáis, sangrando por una docena de cortes y arañazos, contempló consternado como una bestia saltaba sobre Rayvan y la hacía caer del parapeto, y saltó tras ellos. La mujer giró en el aire y cayó encima de la bestia, que aterrizó sobre la espalda. El peso de la mujer hizo que el mezclado se quedara sin respiración; ella aprovechó la oportunidad para clavarle el cuchillo en el cuello, y retrocedió de un salto cuando el mezclado intentó contraatacar con un zarpazo. El mezclado se puso en pie, tambaleante, y Ananáis lo atravesó por la espalda de una estocada.

En lo alto de la muralla, la línea cedió, y las bestias se desplegaron a lo largo de los parapetos. Los guerreros de Skoda que habían sobrevivido rompieron filas y echaron a correr, pero los mezclados fueron tras ellos.

De repente, el mezclado más cercano a Balán se estremeció, dejó caer la espada y se llevó las manos a la cabeza. Los aullidos de desesperación rasgaron el aire y, por todas partes, los mezclados empezaron a caer mientras los guerreros de Skoda los observaban sin dar crédito.

—¡Matadlos! —gritó Galand.

El guerrero se lanzó hacia un mezclado, y su espada cortó el cuello cubierto de pelo. El hechizo se rompió, y los montañeses cayeron sobre las bestias desconcertadas, matándolas a docenas.

—No —susurró Balán—. ¡Idiotas!

Dos mezclados se giraron hacia el monje. Un mazo golpeó, y Balán salió despedido; unas garras cayeron sobre él y le atravesaron el pecho, y el alma del monje abandonó su cuerpo, gritando.

La furia de las bestias retornó, y su fiero rugido cubrió el sonido del entrechocar del acero. Galand, Rayvan, y Lago corrieron junto a una veintena de guerreros en dirección al hospital. Ananáis se abrió camino luchando pero, al llegar a la puerta del hospital, una garra lo golpeó en la espalda, rasgándole el jubón de cuero y rompiéndole una costilla. Ananáis se giró dando un tajo, y la bestia cayó hacia atrás. Unas manos lo arrastraron al interior, y la puerta de madera se cerró de golpe.

Un puño peludo atravesó las contraventanas de madera, y Galand corrió hacia la ventana y lanzó una estocada al cuello de la criatura. Una garra lo cogió por el jubón y lo arrastró hacia el marco de madera. Galand lanzó un grito cuando unas fauces gigantescas se cerraron alrededor de su rostro; los colmillos le atravesaron el cráneo, y su cabeza se rompió como un melón. El cuerpo de Galand desapareció por la ventana.

La hoja de un hacha atravesó la puerta, muy cerca de la cabeza de Ananáis. Valtaya salió de la sala interior con el rostro desencajado por el miedo. En la mano llevaba una aguja, sutura y un paño, que se le escurrieron de entre los dedos cuando vio a las bestias que entraban por la ventana.

—¡Ananáis! —gritó, y saltó hacia atrás cuando la puerta se abrió de golpe y un enorme mezclado que empuñaba un hacha entró de un salto. Ananáis golpeó con todas sus fuerzas y destripó al mezclado, cuyas entrañas se desparramaron por el suelo de madera. La criatura tropezó y cayó. Ananáis le quitó el hacha.

Rayvan vio que dos mezclados corrían hacia Valtaya, se interpuso valerosamente entre estos y la joven, y alzó la espada. Un fuerte revés la hizo retroceder tambaleándose. Ananáis decapitó a una criatura con rostro de león y se giró para ayudar a Valtaya. Hundió el hacha en la espalda del primer mezclado y la desclavó tan rápidamente como pudo, pero la segunda bestia ya se alzaba ante la joven.

—¡Aquí, demonio! —gritó Ananáis.

La criatura giró su enorme cabeza y fijó la mirada en la lastimosa figura de la máscara negra. Lanzó un revés con el que desvió el hacha, sin hacer caso de la herida que se abrió en su brazo, y un veloz golpe con la otra garra arrancó la máscara del rostro de Ananáis y lo hizo caer con violencia. Ananáis se estrelló contra el suelo y perdió el arma. La criatura saltó sobre él; el guerrero la esquivó, rodando por el suelo, y se dispuso a saltar hacia la bestia con los pies por delante. Los tacones de las botas aplastaron las fauces del mezclado, que chocó estrepitosamente contra la pared. Ananáis recuperó el hacha y le hizo describir un arco letal, que remató en el costado de la criatura.

—¡Detrás de ti! —gritó Rayvan, pero no llegó a tiempo.

La lanza atravesó a Ananáis por la parte inferior del pecho.

El guerrero dejó escapar un gruñido y se giró violentamente arrancando el arma de las garras del mezclado que lo había herido. La criatura saltó hacia él, y Ananáis intentó retroceder, pero el asta de la lanza tropezó con la pared. Ananáis agachó la cabeza y se lanzó contra la bestia, rodeándola con un abrazo.

Unos colmillos se hundieron en el cuello de Ananáis, pero sus fuertes brazos apretaron a la criatura contra su propio cuerpo, intentando acercarlo a la punta de lanza que le salía del pecho. El mezclado aulló de dolor y furia.

Rayvan contempló la escena mientras el tiempo parecía congelarse.

Un hombre contra un monstruo.

Un hombre moribundo contra una criatura de la oscuridad.

En aquel instante, a Rayvan le pareció que se le detenía el corazón; los músculos de los brazos de Ananáis se tensaban y desgarraban, intentando oponerse al poder de la bestia. Rayvan se puso en pie y hundió el puñal en la espalda del mezclado. Era cuanto podía hacer…, pero fue suficiente. Con un violento tirón final, Ananáis arrastró a la bestia, y la punta de lanza dio en el blanco.

En el exterior, los cascos de miles de caballos retumbaron en las montañas. Los soldados de la Legión miraron hacia el este entrecerrando los ojos, intentando distinguir a los jinetes que se acercaban en medio de una nube de polvo.

Darik, que estaba junto a la carpa de Ceska, corrió en aquella dirección, cubriéndose los ojos para protegérselos del sol. ¿Qué diablos estaba pasando? Se preguntó si se trataría de la caballería de Delnoch… Y de repente se quedó boquiabierto cuando pudo distinguir claramente la primera línea de jinetes en la tormenta de polvo.

¡Nadir!

Ordenó a sus hombres que formaran un círculo en torno a la tienda del emperador y desenfundó la espada. Era imposible. ¿Cómo podían haber tomado Delnoch tan pronto?

Los hombres de la Legión tomaron posiciones y formaron un muro de escudos enfrentado a los jinetes, pero eran demasiado pocos y no llevaban lanzas. Los jinetes que encabezaban la carga hicieron saltar a sus caballos sobre la barrera de escudos y giraron para atacar a los legionarios por retaguardia.

Y el muro de escudos se desmoronó. Los legionarios corrieron en todas las direcciones mientras los nadir caían sobre ellos. Darik cayó a la entrada del pabellón del emperador con una lanza atravesándole el pecho.

Tenaka Jan desmontó de un salto y entró en la tienda, espada en mano.

Ceska estaba sentado en el lecho cubierto de sedas.

—Siempre te aprecié, Tenaka —dijo.

El jan avanzó. Sus ojos violeta brillaban.

—Debías haber sido el Conde de Bronce, ¿lo sabías? Podía haber ordenado que te mataran en Ventria, ¡pero no lo hice! —Ceska arrastró su gorda figura hasta el borde de la cama, se levantó y se arrodilló ante Tenaka, con las manos juntas—. ¡No me mates! Déjame marchar. Nunca volveré a molestarte.

La espada salió disparada hacia delante y se hundió entre las costillas de Ceska.

El emperador cayó.

—¿Ves? —dijo—. No puedes matarme. El poder del Espíritu del Caos está conmigo, y no puedo morir. —Soltó una risa aguda y chirriante—. No puedo morir. Soy inmortal. Soy un dios. —Se puso en pie, tambaleándose—. ¿Lo ves?

Parpadeó y cayó de rodillas.

—¡No! —gritó, y se dobló hacia delante.

Tenaka le cortó la cabeza de un solo golpe. La cogió por el pelo, salió de la tienda y montó. Espoleó al caballo y se dirigió a la muralla, donde aguardaban los soldados de la Legión que seguían con vida; los nadir los habían perseguido y ejecutado por toda la llanura, y en aquel momento aguardaban la llegada del jan y la orden de atacar.

Tenaka alzó la cabeza cortada.

—¡Este es vuestro emperador! Arrojad las armas y conservaréis la vida.

Un robusto oficial se apoyó en el parapeto.

—¿Por qué deberíamos confiar en tu palabra, nadir?

—Porque es la palabra de Tenaka Jan. Si al otro lado de la muralla hay mezclados con vida, matadlos si queréis vivir.

En el interior del hospital, Rayvan, Lago y Valtaya intentaban extraer la lanza que mantenía juntos a Ananáis y al mezclado muerto. Thorn entró cojeando en la estancia, sangrando por una herida en un costado.

—Quitaos de en medio —dijo, cogiendo un hacha del suelo. Rompió la lanza de un golpe—. Ahora sacádsela.

Con mucho cuidado retiraron el asta del cuerpo de Ananáis y lo llevaron a un camastro, donde Valtaya intentó taponarle las heridas del pecho y de la espalda.

—Vive, Ananáis —dijo Rayvan—. ¡Por favor, vive!

Lago y Thorn intercambiaron una mirada.

Valtaya se sentó junto a Ananáis y le cogió la mano. El guerrero abrió los ojos y dijo algo con un hilo de voz, pero no lo entendieron. Los ojos de Ananáis se llenaron de lágrimas, y pareció mirar más allá del grupo. Intentó incorporarse, pero cayó hacia atrás. Rayvan se volvió.

Tenaka Jan estaba en la entrada. Se acercó al lecho, se inclinó hacia Ananáis y le puso la máscara con delicadeza. Rayvan se apartó cuando Ananáis intentó hablar, y Tenaka se acercó más.

—Sabía… que… vendrías…

—Sí, hermano. He venido.

—Todo… acabado…

—Ceska ha muerto. El país es libre. ¡Has vencido, Ananáis! Resististe; sabía que resistirías. Cuando llegue la primavera te llevaré a visitar las estepas y te enseñaré varios lugares: la tumba de Ulric, el Valle de los Ángeles, lo que quieras…

—No. No me… mientas.

—No te mentiré —dijo Tenaka, desconsolado—. ¿Por qué? ¿Por qué tenías que morir ahora?

—Mejor… así. Sin amargura. Sin ira. Ya no soy… gran cosa como héroe.

A Tenaka se le hizo un nudo en la garganta, y las lágrimas corrieron por sus mejillas y cayeron en la máscara de cuero. Ananáis cerró los ojos.

—¡Ananáis!

Valtaya le cogió la muñeca, buscó el pulso y sacudió la cabeza. Tenaka se levantó; su rostro era una máscara de furia.

—¡Tú! —estalló, señalando a Rayvan. Después movió el brazo en un gesto que los abarcó a todos—. ¡Escoria miserable! Valía lo que mil de vosotros.

—Es posible, general —asintió Rayvan—. ¿Dónde te deja eso a ti?

—Al mando —dijo Tenaka, y salió a zancadas de la habitación.

Fuera, Gitasi, Subodái e Ingis aguardaban junto a un centenar de guerreros nadir. La Legión había sido desarmada.

De repente sonó una corneta hacia el oeste, y todas las cabezas se giraron. Turs y quinientos montañeses de Skoda entraron en el valle, seguidos de un millar de soldados de la Legión, completamente armados y marchando en formación. Rayvan pasó junto al jan y corrió hacia Turs.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó.

—La Legión se ha amotinado y se nos ha unido. —Turs sonrió—. Hemos venido tan deprisa como hemos podido.

El joven guerrero contempló los cadáveres que cubrían el parapeto y el terreno que lo rodeaba.

—Veo que Tenaka ha cumplido su palabra.

—Eso espero —dijo Rayvan. Se irguió y regresó junto a Tenaka.

—Os agradezco vuestra ayuda, general —le dijo con formalidad—. Sabed que toda la nación drenai se hace eco de mis palabras. Me gustaría ofreceros la hospitalidad de Dros Delnoch durante unos días. Mientras estéis allí, viajaré a Drenan para recoger una muestra de agradecimiento. ¿Cuántos hombres habéis traído?

—Cuarenta mil —respondió Tenaka, sonriendo con expresión torva.

—¿Serían diez raks de oro por cabeza una muestra de gratitud aceptable?

—Desde luego.

—Ven a pasear un rato conmigo —le dijo la mujer.

Se dirigieron al bosquecillo que se extendía tras la muralla.

—¿Aún puedo confiar en ti, Tenaka? —le preguntó Rayvan. Tenaka alzó la mirada.

—¿Qué me impide conquistar estas tierras?

—Ananáis —respondió Rayvan.

—Tienes razón. —Tenaka asintió—. En este momento, sería traicionarlo. Envía el oro a Delnoch, y partiré hacia el norte. Pero volveré, Rayvan. Los nadir también tienen un destino. —Se volvió y comenzó a alejarse.

—¿Tenaka?

—¿Sí?

—Gracias por todo lo que has hecho; de verdad.

Tenaka sonrió y, durante un breve instante, volvió a ser el de antes. —Vuelve a tu granja, Rayvan. Disfruta de la vida; te lo has ganado—. ¿No crees que la política se me daría bien?

—Se te daría demasiado bien. Prefiero no tenerte como enemiga. —El tiempo lo dirá.

Rayvan lo observó mientras regresaba junto a sus guerreros.

Ya a solas, la mujer bajó la cabeza.

Y lloró por los muertos.