Ananáis bajó del muro y se reunió en el prado con Thorn, Lago y Galand. Se habían servido jarras de vino y platos de carne, y comieron en silencio, cansados. Ananáis no había visto morir a su viejo amigo, pero se había girado a tiempo de ver que los templarios caían destrozados por la atroz ferocidad de las bestias moribundas.
Después de aquello, la Legión había lanzado otro ataque, pero estaba desmoralizada y no había resultado difícil rechazarla. Darik solicitó una tregua para retirar los cadáveres: cinco mil mezclados, trescientos templarios y otro centenar de soldados habían muerto en aquellos momentos terroríficos. Ananáis vio a Balán, que estaba sentado a solas cerca de los árboles, con la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo. Cogió una jarra de vino y se acercó. Balán era el vivo retrato del sufrimiento. Ananáis se sentó a su lado.
—¡Habla! —ordenó.
—¿Qué hay que decir? —respondió el monje—. Han dado la vida por ti.
—¿Qué han hecho?
—No puedo explicártelo, Máscara Negra, pero en esencia, proyectaron una imagen en la mente de las criaturas. Esa imagen despertó en ellas lo que aún quedaba de humano; las destrozó.
—¿No podían haberlo hecho desde el interior de la muralla?
—Es posible, pero cuando más cerca se está de un hombre, mayor es el poder que se tiene sobre él. Tenían que estar cerca para asegurarse.
—Y ahora sólo quedas tú.
—Sí. ¡Sólo Balán!
—¿Qué esta ocurriendo en Tarsk?
—Lo averiguaré. —Cerró los ojos durante unos instantes—. Todo va bien. La muralla resiste.
—¿Cuántos guerreros han caído?
—Hay trescientos que no volverán a luchar. Sólo han muerto ciento cuarenta.
—Sólo —musitó Ananáis—. Gracias.
—No me las des —dijo Balán—. Esta insensata aventura me pone enfermo.
Ananáis lo dejó a solas y caminó entre los árboles; se quitó la máscara y dejó que el aire de la noche le refrescase la piel. Se detuvo junto a un arroyo, metió la cabeza y bebió. Rayvan lo vio y lo llamó, dándole tiempo para que se pusiera la máscara antes de acercarse.
—¿Cómo ha ido? —preguntó la mujer.
—Mejor de lo que esperábamos, pero en las dos murallas han muerto más de cuatrocientos guerreros, y hay al menos otros cuatrocientos que no volverán al combate.
—¿Cómo nos deja eso?
—Aquí quedamos unos trescientos. Quinientos en Tarsk.
—¿Podremos resistir?
—¿Quién diablos sabe? Quizá un día más, quizá dos…
—Sigue faltándonos un día —dijo Rayvan.
—Así es. Irritante, ¿verdad?
—Pareces cansado. Vete a dormir.
—Enseguida, mi señora. ¿Cómo están tus heridas?
—La cicatriz de la cara aumentará mi encanto; la de la cadera escuece.
—Te has portado bien.
—Díselo a los que han muerto.
—No hace falta —dijo Ananáis—. Murieron por ti.
—¿Qué harás si vencemos, Máscara Negra?
—Curiosa pregunta, dadas las circunstancias.
—No, en absoluto. ¿Qué harás?
—Seguir siendo soldado, supongo. Reorganizar el Dragón.
—¿No piensas casarte?
—Ninguna mujer me aceptaría. No soy exactamente guapo bajo esta máscara.
—Enséñame la cara —dijo la mujer.
—¿Por qué no? —respondió Ananáis, y se quitó la máscara.
—Ya veo. La verdad es que es una imagen espantosa. Y me sorprende que sobrevivieras; las huellas de los colmillos te llegan casi hasta el cuello.
—¿Te importa que vuelva a ponérmela? No me siento cómodo.
—Claro que no. Se dice que hubo un tiempo en que fuiste el hombre más atractivo del imperio.
—Es cierto, mi señora. En aquella época habrías caído rendida a mis pies.
—Eso no es decir gran cosa; siempre me costó bastante decir que no… Y hablamos de hombres feos. Incluso dormí con Thorn una vez, aunque creo que él no se acordará. Fue hace treinta años, antes de que me casara.
—Entonces, debías de ser muy joven.
—Muy galante por tu parte. Y sí, lo era. Vivimos en las montañas, Máscara Negra, y no hay muchas diversiones por aquí. Pero dime una cosa: ¿amas a Valtaya?
—No es asunto tuyo —espetó Ananáis.
—Ya lo sé; pero contéstame de todas formas.
—Sí, la amo.
—Esto va a doler, Ananáis…
—Me preguntaba adonde querías llegar.
—Te lo diré claramente: si la amas, déjala.
—¿Te ha pedido que hables conmigo?
—No, pero se siente confusa e insegura. No creo que te ame; creo que está agradecida e intenta demostrártelo.
—Últimamente me conformo con lo que quieran darme —dijo con amargura.
—Creo que no es cierto.
—Déjame solo, Rayvan. ¡Por favor!
Después de que se fuera la mujer, Ananáis se quedó sentado a solas durante horas, incapaz de dormir. Rememoró sus victorias, pero aquello no le aportó ningún consuelo. Las multitudes vitoreando, las mujeres fáciles, la envidia de sus semejantes… Se preguntó si alguna vez había disfrutado con todo ello.
¿Dónde estaban los hijos que habría podido criar?
¿Y la mujer que lo amaría?
¿Valtaya?
«Sé sincero», se dijo. Se preguntó si realmente amaba a Valtaya. Si aún fuese el Dorado, probablemente no la miraría dos veces.
El amanecer tiñó el horizonte de rojo, y Ananáis rió entre dientes. La risa se convirtió en una carcajada.
Qué diablos; había vivido intensamente. No tenía sentido lamentarse. El pasado había muerto, de todas formas, y el futuro era una espada manchada de sangre en un valle de Skoda.
Se acercaba a los cincuenta años, y aún conservaba las fuerzas. Los hombres lo seguían. Drenai dependía de él. Por mucho que hubiera perdido el rostro, sabía quién era.
Ananáis, el Dorado.
Máscara Negra, el Terror de Ceska.
Sonó una corneta. Ananáis se levantó y echó a andar hacia la muralla.
Renia yacía despierta por tercera noche consecutiva, furiosa e insegura. Las paredes de la pequeña tienda se le caían encima, y el calor era sofocante. Los nadir habían pasado dos días preparándose para ir a la guerra, reuniendo provisiones y seleccionando con cuidado a los caballos. Tenaka había elegido a Ingis y Murapi, dos señores de la guerra, para que lo acompañaran. Renia lo había sabido por Subodái, porque no había cruzado una palabra con Tenaka desde la noche de la Ordalía de los Chamanes.
La joven se sentó y apartó la manta de piel de oveja. Estaba cansada y tensa como una cuerda de arco. Sabía por qué, pero eso no le servía de nada; estaba en un limbo, atrapada entre el amor por Tenaka y el disgusto que le causaba su misión. Y se hallaba perdida, pues no podía dejar de pensar en ello.
La infancia de Renia se había labrado en el rechazo, pues era deforme y no podía participar en los juegos de los demás chiquillos. Se burlaban de su pierna raquítica y su espalda desviada, y ella se encerraba en su cuarto… y en sus pensamientos. Aulin se había apiadado de ella, y le había concedido el don de la belleza usando las máquinas del terror. Pero por dentro no había cambiado; era la misma Renia, temerosa de que le negaran el afecto, asustada ante la idea de amar, pues significaba abrir el corazón y retirar las defensas. Aun así, el amor la había atacado por sorpresa, como un asesino, y se sentía traicionada. Tenaka había sido un héroe, un hombre en el que podía confiar. Y había acogido de buen grado la hoja afilada… sólo para descubrir que estaba cubierta de veneno.
No podía vivir con él.
No podía vivir sin él.
El ambiente de la tienda la deprimía, y salió a pasear en la noche. El campamento se extendía en un radio de más de cuatrocientos pasos en torno a la tienda de Tenaka.
Subodái gruñó y se revolvió en la manta cuando ella pasó a su lado.
—¡Duerme! —masculló.
—No puedo.
Subodái lanzó una maldición y se sentó, rascándose la cabeza.
—¿Qué diablos te pasa?
—No es asunto tuyo.
—Te molestan sus esposas —dijo Subodái—. Es normal, siendo drenai. Sois celosas.
—No tiene nada que ver con sus esposas —gruñó Renia.
—¡Eso dices tú! ¿Por qué te ha echado de su tienda? ¿Eh?
—Me he ido yo.
—Mmm… Eres hermosa, tengo que reconocerlo.
—¿Por eso duermes al lado de mi tienda? ¿Para ver si te invito a entrar?
—¡Silencio! ¡Ni siquiera lo pienses! —dijo Subodái—. Puede costarme la cabeza… o algo peor. No te deseo. Eres extraña y estás loca. Te he oído aullar como una fiera, y te vi saltar sobre aquellas urracas. No te quiero en mi manta; la preocupación no me dejaría dormir.
—Entonces, ¿por qué duermes aquí?
—Órdenes del jan.
—Así que ahora eres su perro. ¡Siéntate! ¡Levanta! ¡Duerme fuera de la tienda!
—En efecto, soy su perro. Y estoy orgulloso de ello; es mejor ser el sabueso de un rey que un rey entre chacales.
—¿Por qué? —preguntó Renia.
—¿Cómo que por qué? ¿No es evidente? La vida entera es una traición. Empezamos jóvenes, llenos de esperanza; el sol brilla y el mundo nos aguarda. Pero el paso de los años nos muestra cuán pequeños somos, qué intrascendentes frente al paso de las estaciones. Y entonces envejecemos, perdemos la fuerza, y el mundo se ríe de nosotros por boca de los jóvenes. Y morimos. Solos. Insatisfechos.
»Pero a veces… A veces aparece alguien que no es intrascendente. Alguien que puede cambiar el mundo y arrebatarles su poder a las estaciones. Alguien que es el sol.
—¿Y crees que ese alguien es Tenaka?
—¿Creer? —dijo Subodái—. ¿Qué sé yo sobre creer? Hace unos días no era más que el Danzarín de las Espadas, y estaba solo. Entonces me atrapó; a un lanza. Después, a Gitasi; después, a Ingis; después, a la nación. ¿No lo entiendes? No hay nada que no pueda hacer. ¡Nada!
—No puede salvar a sus amigos.
—Estúpida, aún no te das cuenta.
Renia dejó de prestarle atención y caminó hacia el centro del campamento. Subodái la siguió discretamente, a unos pasos de distancia. No era una tarea molesta, pues le permitía contemplarla con indisimulado placer. Los ojos oscuros del nadir recorrieron las piernas largas y la suave curva de las caderas de la joven. ¡Por los dioses, vaya una mujer! Joven y fuerte, llena de gracia animal.
Comenzó a silbar, pero el sonido murió en sus labios en cuanto vio la tienda del jan. No había guardias. Corrió hacia Renia y le hizo detenerse.
—No me toques —siseó la joven.
—Algo va mal —dijo Subodái.
Renia alzó la cabeza y olfateó el aire, intentando captar los aromas de la noche, pero el olor de los nadir la rodeaba por todas partes y no pudo detectar nada.
Unas sombras oscuras se movieron en dirección la tienda.
—¡Asesinos! —gritó Subodái, desenvainando la espada y echando a correr. Las sombras oscuras convergieron hacia él.
Tenaka Jan apartó la lona de la entrada y salió, espada en mano. Vio a Subodái, que se abría paso a cuchilladas en dirección a la tienda. El guerrero tropezó y cayó bajo las hojas aceradas.
Tenaka hizo frente a los asesinos.
Un aullido que helaba la sangre en las venas recorrió el campamento, y los asesinos redujeron el paso. De repente, un demonio cayó sobre ellos. Un golpe de revés hizo salir a uno volando; otro cayó cuando una garra le rasgó el cuello. La velocidad de aquella cosa era aterradora. Tenaka corrió hacia la refriega, desvió la estocada que le lanzaba un guerrero rechoncho y hundió la espada entre las costillas de su atacante.
Ingis llegó corriendo, acompañado por cuarenta guerreros, y los asesinos dejaron caer las armas y miraron al jan con expresión sombría.
Tenaka limpió la espada y la envainó.
—Averiguad quién los ha enviado —le dijo a Ingis. Se acercó al lugar donde yacía Subodái, con el brazo izquierdo cubierto de sangre, y una herida profunda en el costado. Tenaka le puso una mano en el brazo—. ¡Vivirás! Pero me sorprende que te hayas dejado vencer por unos cuantos merodeadores nocturnos.
—He resbalado en un charco —dijo Subodái.
Dos guerreros llevaron al herido a la carpa de Tenaka. El jan buscó a Renia con la mirada, pero no había ni rastro de ella. Interrogó a los guerreros, y dos de ellos dijeron que la habían visto correr hacia el oeste. Tenaka pidió su caballo.
Ingis se le acercó.
—Es peligroso seguirla a solas.
—Lo sé, pero no tengo más remedio.
Montó y cruzó el campamento al galope. No había suficiente luz para seguir un rastro, pero atravesó la estepa cabalgando. No vio señal alguna de la joven.
De vez en cuando refrenaba la marcha del caballo y la llamaba, pero no recibió respuesta. Al final detuvo a la montura y se quedó sentado en la silla, en silencio, examinando el terreno que se extendía ante él. Un poco más adelante y hacia la izquierda había un bosquecillo, rodeado por una espesa línea de arbustos. Hizo que el caballo marchase en aquella dirección, pero el animal se detuvo repentinamente, relinchando asustado. Tenaka lo tranquilizó y le dio unas palmadas en el cuello, pero no logró que siguiese avanzando. Desmontó y desenvainó la espada.
La lógica le decía que lo que fuera que hubiera entre aquellos arbustos no podía ser Renia, pues el caballo la conocía. Aun así, otro tipo de lógica prevaleció.
—¡Renia! —llamó. El sonido que le respondió no se parecía a nada que hubiera oído antes. Se trataba de un gemido agudo y sibilante. Enfundó la espada y avanzó lentamente—. ¡Renia! Soy Tenaka.
Los arbustos parecieron estallar ante él, y algo lo golpeó con una fuerza espantosa, haciéndolo saltar por los aires y caer de espaldas. Una mano le aferraba el cuello; la otra se alzaba ante sus ojos, con los dedos crispados como garras. Tenaka se quedó inmóvil, con la mirada fija en unos ojos de iris rojizo. La pupilas se habían convertido en unas rendijas ovaladas.
Lentamente, Tenaka alzó una mano y tocó la de la criatura. El brillo salvaje de aquellos ojos se fue apagando, y la presa del cuello del jan se aflojó.
La joven cerró los ojos y cayó en los brazos de Tenaka, que la acostó boca arriba con delicadeza.
Tenaka se puso en pie al oír el sonido de cascos. Alcanzó a ver a Ingis y a sus cuarenta guerreros que galopaban hacia él. Al llegar junto a Tenaka, Ingis desmontó.
—¿Está muerta?
—No, dormida. ¿Has descubierto algo?
—Esos perros no sueltan prenda. He matado a todos menos a uno, y lo están interrogando.
—¡Bien! ¿Cómo está Subodái?
—Ha tenido suerte. Se recuperará.
—Entonces todo está en orden —dijo Tenaka—. Ayúdame a llevar a mi mujer a casa.
—¿Todo está en orden? —repitió Ingis—. Hay un traidor suelto, y tenemos que encontrarlo.
—Ha fallado, Ingis. Mañana por la mañana habrá muerto.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Espera y lo verás.
Tenaka pidió que instalaran a Renia en su propia carpa y se dirigió con Ingis al lugar en que estaban interrogando al asesino. El guerrero había sido atado a un árbol, y le habían roto los dedos, uno a uno. En aquel momento, los torturadores estaban preparando una hoguera a los pies del cautivo. Tenaka se acercó y los interrumpió.
—Tu amo ha muerto —le dijo al guerrero—. Esto es innecesario. ¿Cómo prefieres morir?
—Me da igual.
—¿Tienes familia?
—No tiene nada que ver con esto —dijo el guerrero, con miedo en la mirada.
—Mírame a los ojos y créeme: no le haré daño a tu familia. Tu amo ha muerto y tú has fracasado; es suficiente castigo. Lo único que quiero saber es por qué.
—He jurado obediencia —dijo el guerrero.
—Me debes obediencia a mí.
—No. Sólo a mi señor. Él te había jurado obediencia, pero yo no he roto mi palabra. ¿Cómo ha muerto?
Tenaka se encogió de hombros.
—¿Quieres ver el cadáver?
—Me gustaría ser enterrado a su lado —dijo el guerrero—. Lo seguiré en la muerte, pues se portó bien conmigo.
—De acuerdo. —Tenaka soltó al guerrero—. ¿Necesitas que te llevemos?
—¡Puedo andar, maldita sea!
Seguido por Tenaka, Ingis y los cuarenta guerreros, cruzó el campamento hasta llegar ante la tienda de Murapi, donde dos centinelas guardaban la entrada.
—He venido a ver el cadáver —dijo el guerrero. Los centinelas lo miraron sorprendidos, y el guerrero comprendió de golpe lo ocurrido. Se giró e hizo frente a Tenaka—. ¿Qué me has hecho? —gritó.
La lona que cubría la entrada de la tienda se apartó, y apareció Murapi, un tipo robusto de mediana edad. Sonrió.
—De todos los nadir, jamás imaginé que fueras capaz de quebrar la voluntad de este —le dijo a Tenaka con voz tranquila—. La vida está llena de sorpresas.
El guerrero cayó de rodillas.
—Me han engañado, mi señor —sollozó.
—No importa, Nagati. Ya hablaremos durante el trayecto hacia el Vacío.
—Has roto tu juramento, Murapi —dijo Tenaka, acercándose—. ¿Por qué?
—Todo es un juego —respondió Murapi con tranquilidad—. Si estás en lo cierto, las puertas de Dros Delnoch se abrirán ante nosotros, y con ellas, todo el imperio de Drenai. Pero lo único que deseas es rescatar a tus amigos. No es más que un juego.
—¿Sabes cuál es el precio del fracaso?
—Por supuesto. ¿Permitirás que me dé muerte yo mismo?
—Sí.
—¿No le harás daño a mi familia?
—No.
—Eres generoso.
—Si hubieras conservado la lealtad, habrías podido comprobar hasta qué punto.
—Pero ya es demasiado tarde.
—En efecto. Tienes una hora.
Tenaka regresó a su tienda. Ingis lo acompañó.
—Eres sutil, Tenaka Jan.
—¿Esperabas otra cosa, Ingis?
—En absoluto, mi señor. ¿Puedo poner a mi hijo Sember al mando de los lobos de Murapi?
—No; los guiaré personalmente.
—Muy bien, mi señor.
—Mañana montarán guardia ante mi tienda.
—Te gusta vivir peligrosamente, ¿verdad?
—Buenas noches, Ingis.
Tenaka entró en la tienda y se acercó al lecho de Subodái. El guerrero roncaba con fuerza y mostraba buen color. Tenaka se dirigió a la sección posterior, donde dormía Renia. Le acarició la frente, y la joven se despertó. Sus ojos habían recuperado el aspecto normal.
—¿Me encontraste tú? —susurró la joven.
—Sí.
—Entonces, lo sabes.
—Lo sé.
—Casi siempre puedo dominarme, pero eran demasiados y creí que ibas a morir. Perdí el control.
—Me salvaste.
—¿Cómo está Subodái? ¿Sigue vivo?
—Sí.
—Te adora.
—Lo sé.
—Estoy tan… cansada… —dijo Renia, y cerró los ojos.
Tenaka se inclinó hacia ella y le besó los labios. Renia abrió los ojos de nuevo.
—Intentas salvar a Ananáis, ¿verdad? —Sus párpados se cerraron una vez más.
Tenaka la tapó con una manta y regresó al centro de la carpa, se sentó, se sirvió una copa de nyis y bebió lentamente.
Se preguntó si realmente intentaba salvar a Ananáis, o si se alegraba de que la decisión ya no estuviera más en sus manos. Si Ananáis moría, ¿qué le impedía continuar guerreando en el corazón de Drenai?
Era cierto que no se apresuraba, pero tampoco parecía ser necesario. Decado le había dicho que no podrían resistir. ¿De qué serviría hacer marchar a sus guerreros día y noche, y que llegasen agotados al campo de batalla?
¿De qué serviría?
Se imaginó a Ananáis, alzándose desafiante ante las hordas de Ceska, empuñando la espada y con los ojos azules brillantes.
Tenaka maldijo en voz baja.
Ordenó llamar a Ingis.