A media mañana sonaron las cornetas en el campamento enemigo, y diez mil guerreros comenzaron a moverse con determinación entre las carretas, descargando escalas, atando cuerdas a los garfios y repartiendo escudos. Ananáis corrió a la zona de la muralla en la que se afanaba Lago con el arco gigante, comprobando cuerdas y sujeciones.
El ejército de Ceska formó una línea a lo ancho del valle. Los rayos del sol hacían brillar el acero de las espadas y las lanzas. Un tambor redobló, y la línea comenzó a avanzar.
En la muralla, los defensores intentaban en vano humedecerse los labios con la lengua reseca, y se limpiaban en la túnica las sudorosas palmas de las manos.
El lento redoble del tambor se reflejaba en las montañas, cubriendo el valle de ecos.
Una ola de terror cayó sobre los defensores. Varios guerreros gritaron y saltaron de la muralla.
—¡Los templarios! —gritó Decado—. ¡Resistid! ¡Es sólo un espejismo!
Pero el pánico recorría las filas de Skoda. Ananáis intentó mantener el orden, pero su propia voz surgía entrecortada por el miedo. Más guerreros abandonaron la muralla a medida que se aproximaban los tambores.
Centenares de ellos echaron a correr, pero se detuvieron en seco al ver a la mujer que estaba ante ellos, cubierta con una cota de malla oxidada.
—¡No huimos! —gritó Rayvan—. ¡Somos de Skoda! ¡Somos los hijos de Druss el Legendario! ¡No huimos!
Desenvainó una espada corta y echó a andar hacia la muralla. En lo alto sólo quedaba un puñado de guerreros, pálidos como cadáveres y temblorosos. Rayvan subió por la escalera y sintió como el miedo crecía en su interior al alcanzar el parapeto.
Ananáis se puso a su lado y le tendió la mano; Rayvan le devolvió el apretón, algo animada.
—¡No pueden vencernos! —dijo con los dientes apretados.
Los guerreros de Skoda se volvieron y la vieron allí, desafiante, en el centro de la muralla. Recogieron las espadas y volvieron a ocupar sus puestos, luchando contra el muro de terror que se alzaba ante ellos.
Decado y los Treinta combatían aquella fuerza, y consiguieron alzar un escudo en torno a Rayvan.
De repente, el miedo desapareció.
Los guerreros de Skoda se alzaron tras los parapetos, enfurecidos. Avergonzados ante el valor mostrado por la mujer guerrera que los encabezaba, se mantuvieron firmes, con expresión decidida.
El tambor dejó de sonar, y se oyó un toque de corneta.
Con un fiero rugido, diez mil guerreros se lanzaron a la carga.
Lago y sus ayudantes tensaron los arcos de las dos máquinas, y llenaron los cuencos de proyectiles de plomo. Cuando los atacantes se encontraban a cincuenta pasos, Ananáis alzó un brazo. A cuarenta pasos, lo bajó y tiró de la cuerda que disparaba el mecanismo. Los brazos de la máquina saltaron hacia delante y, al cabo de un momento, disparó la otra.
La primera línea de enemigos cayó como la hierba bajo una guadaña, y los defensores lanzaron un grito de triunfo. Los arqueros de Skoda comenzaron a disparar, enviando descarga tras descarga de flechas a los atacantes, pero estos llevaban armadura pesada y se protegían con el escudo.
Comenzaron a apoyar las escalas en la muralla, y los garfios de escalada se engancharon en los parapetos.
—¡A por ellos! —gritó Ananáis.
El primer soldado de Ceska que alcanzó el parapeto murió con la espada de Ananáis clavada en el cuello. Al caer, arrastro a los hombres que lo seguían.
La batalla se convirtió en un cuerpo a cuerpo.
Decado y los Treinta luchaban juntos, a la derecha de Ananáis. Ni uno solo de los atacantes coronó la muralla por aquel lugar.
Pero a la izquierda se abrió una brecha. Ananáis cargó contra los soldados que habían alcanzado la parte superior de la muralla, lanzando tajos y estocadas, golpeando y cortando. Se abrió paso entre ellos como un león en una manada de lobos, y los guerreros de Skoda se agruparon a su alrededor. Poco a poco hicieron retroceder a los soldados.
En el centro de la muralla, Rayvan hundió la espada en el pecho de un atacante, pero este arremetió contra ella mientras caía y le hizo un corte en la mejilla. Rayvan trastabilló. Otro guerrero corrió hacia ella, y Lago, al ver a su madre en peligro, lanzó un puñal. El arma golpeó al atacante con la empuñadura, en la sien. El guerrero tropezó y soltó la espada, y Rayvan acabó con él de un tajo en el cuello.
—¡Sal de ahí, madre! —gritó Lago.
Decado, al oír el grito, dejó a los Treinta, corrió hacia Rayvan y la ayudó a levantarse.
—¡Lago tiene razón! —le dijo—. ¡Eres demasiado importante para arriesgar tu vida aquí!
—¡Tú primero! —gritó la mujer, al ver que un guerrero armado con un hacha saltaba a la muralla. Decado giró en redondo, esquivó el golpe, clavó la espada en el pecho del guerrero… y la hoja se partió. Aparecieron otros dos soldados, y Decado se lanzó hacia delante, cogió el hacha y rodó para ponerse en pie. Detuvo un golpe dirigido a su cabeza y empujó al atacante fuera de la muralla. El otro soldado lo hirió en un hombro, pero Lago, que se había acercado a la carrera, le aplastó el cráneo de un mandoblazo.
Los atacantes retrocedieron.
—¡Sacad a los heridos de la muralla! —gritó Ananáis—. Volverán en cualquier momento.
Ananáis recorrió los parapetos, comprobando apresuradamente el estado de los heridos y contando los muertos. Al menos un centenar de guerreros no volvería a luchar.
Una decena de ataques como aquel, y estarían perdidos.
Galand se acercó desde su posición en el flanco izquierdo y se reunió con Ananáis.
—Lo conseguiríamos con mil hombres más y una muralla más alta —dijo con amargura.
—Se han portado bien. La próxima vez habrá menos bajas; en este primer asalto han caído los más débiles.
—¿Eso es todo lo que significan para ti? ¿Unidades con espadas, unos mejores, otros peores?
—No tenemos tiempo para esto, Galand.
—¡Me pones enfermo!
—Sé que la muerte de Parsal…
—¡Déjame en paz! —dijo Galand, alejándose.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Thorn, subiendo por la escalera del parapeto. Un vendaje le cubría una herida superficial de la cabeza.
—No lo sé.
—He traído comida —dijo Thorn. Le tendió a Ananáis un trozo de pan y otro de queso.
Ananáis no había tragado aún el primer bocado cuando los tambores volvieron a sonar.
Antes de la puesta de sol tuvieron lugar cinco ataques más, y fueron rechazados. Un ataque nocturno se saldó con grandes pérdidas en el bando drenai.
Ananáis siguió en la muralla hasta un par de horas antes del amanecer, pero Decado le aseguró que no se preparaban más ataques y, por último, el general descendió por la escalera del parapeto con paso vacilante. Valtaya tenía una habitación en el hospital, pero Ananáis resistió el impulso de ir con ella; se dirigió hacia los árboles y se quedó dormido en un montículo cubierto de hierba.
Cuatrocientos guerreros habían quedado fuera de combate; los heridos desbordaron la capacidad del hospital, y los menos graves fueron acomodados en mantas tendidas en la hierba que rodeaba el edificio. Ananáis había pedido refuerzos: doscientos cincuenta guerreros de la unidad de reserva.
Acuas los informó de que las pérdidas habían sido menores en Tarsk, pero sólo habían sufrido tres ataques. Turs, el joven guerrero que encabezaba las tropas de Tarsk, había hecho un buen trabajo desde cualquier punto de vista.
A aquellas alturas era evidente que el ataque principal estaba dirigido a Magadón. Ananáis tenía la esperanza de que los mezclados no atacasen al día siguiente, pero en el fondo sabía que no tardarían en llegar.
Al otro lado de los barracones del hospital, un joven guerrero se agitó en su sueño, acosado por una pesadilla. De repente, su cuerpo se tensó, y un grito ahogado murió en su garganta. Abrió los ojos, se incorporó, cogió un cuchillo, se apoyó la punta en el pecho y lo empujó lentamente, haciéndolo pasar entre las costillas hasta que llegó al corazón. Lo sacó y se levantó; de la herida no brotaba sangre.
Caminó lentamente hacia el hospital y, al llegar, miró por una ventana. En el interior, Valtaya seguía trabajando, intentando salvar a los heridos más graves.
El guerrero se alejó de la ventana y se dirigió al bosquecillo, donde un par de cientos de refugiados habían levantado tiendas. Vio a Rayvan, sentada frente a una hoguera, acunando a un bebé y charlando con tres mujeres.
El guerrero muerto caminó hacia ellas.
Rayvan levantó la mirada y lo vio; lo conocía.
—¿No puedes dormir, Oranda?
El guerrero no respondió.
Rayvan vio el cuchillo y entrecerró los ojos. Cuando el joven se arrodilló a su lado, lo miró a los ojos; carecían de expresión y veían sin mirar.
El cuchillo trazó un arco ascendente, y Rayvan se retorció y esquivó el golpe, girando el cuerpo para proteger al bebé dormido. La hoja le rozó la cadera. Soltó al bebé y bloqueó el golpe siguiente con el antebrazo izquierdo, al tiempo que lanzaba un derechazo a la mandíbula del joven, que cayó, pero volvió a levantarse. Rayvan se puso en pie. El cadáver se dirigió hacia ella, y Rayvan retrocedió; sentía que la sangre le corría por la pierna. Un hombre se acercó corriendo con un martillo de herrero en las manos, y golpeó fuertemente al atacante en la cabeza. El cráneo se rompió, pero el guerrero no cambió su expresión.
Una flecha atravesó el pecho de Oranda, que se limitó a bajar la vista y desclavársela lentamente. Galand apareció justo cuando el cadáver alcanzaba a Rayvan; el cuchillo se alzó… y Galand lanzó un tajo que cortó el brazo que lo empuñaba. El cadáver se tambaleó y cayó.
—Están desesperados por acabar contigo —dijo Galand.
—Quieren acabar con todos —replicó Rayvan.
—Mañana verán cumplido su deseo —afirmó el guerrero.
Valtaya terminó de suturar la herida de la cadera de Rayvan y cubrió el corte con ungüento.
—Evitará que te quede una cicatriz muy fea —dijo Valtaya, vendando la herida.
—Eso no me preocupa demasiado —dijo Rayvan—. Cuando se tiene mi edad, nadie se fija especialmente en una cicatriz en la cadera.
—Tonterías. Eres muy interesante.
—Eso mismo; es raro que un hombre se fije demasiado en una mujer interesante. Eres la amante de Máscara Negra, ¿verdad?
—Sí.
—¿Hace mucho que lo conoces?
—No, hace poco. Me salvó la vida.
—Ya veo.
—¿El qué?
—Eres buena chica, pero quizá te tomas tus deudas demasiado en serio.
Valtaya se sentó junto a la mujer y se frotó los ojos. Estaba cansada, demasiado para dormir.
—¿Siempre juzgas tan deprisa a la gente a la que acabas de conocer?
—No —dijo Rayvan, sentándose con cuidado y sintiendo el tirón de los puntos—. Pero el amor se nota en los ojos, y una mujer sabe darse cuenta de cuándo otra esta enamorada. Cuando te he preguntado por Máscara Negra he visto tristeza en ti, y a continuación me has dicho que te salvó la vida. No es muy difícil sacar conclusiones.
—¿Es malo devolver un favor?
—En absoluto… y menos en estos momentos. Además, es un buen tipo.
—Lo he ofendido —dijo Valtaya—. No lo pretendía, pero estaba cansada. Normalmente intento no prestar atención… Pero ayer le pedí que se pusiera la máscara.
—Lago lo vio una vez sin ella. Me dijo que las cicatrices de su rostro eran monstruosas.
—No tiene rostro —dijo Valtaya—. La nariz y el labio superior fueron arrancados, y las mejillas son una masa informe de cicatrices. Una de ellas no acaba de curarse y supura… ¡Es horrible! Parece un cadáver. Lo he intentado, pero… No puedo… —Se calló, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—No seas tan dura contigo, chiquilla —dijo Rayvan con voz suave, inclinándose hacia ella y palmeándole la espalda—. Lo intentaste. La mayoría de las mujeres ni siquiera habrían llegado hasta ahí.
—Estoy avergonzada. En cierta ocasión le dije que un hombre no era un rostro. Yo intento amar al hombre, pero su rostro me persigue.
—Pero no te equivocabas. La respuesta está en tus palabras: en que intentaste amarlo. Cargaste con una responsabilidad demasiado grande.
—Pero es tan noble y tan trágico… En otro tiempo fue el Dorado, y lo tuvo todo.
—Lo sé. Y era vanidoso.
—¿Cómo lo sabes?
—No es muy difícil. Piensa en su historia: un joven patricio, rico, que llega a general del Dragón. ¿Y qué hace después? Se mete en la arena del coliseo y mata para divertir a la plebe. Muchos de los hombres a los que se enfrentaba eran prisioneros obligados a luchar y a morir. Sus rivales no tenían elección; él, sí. Y sin embargo, acudía en busca de aplausos. No hay nada noble en eso… ¡Hombres! ¿Qué sabrán? Nunca acaban de crecer.
—Eres muy dura con él, ¡está dispuesto a morir por ti!
—No por mí. Por sí mismo. Busca venganza.
—¡Eso es injusto!
—La vida es injusta —dijo Rayvan—. No me malinterpretes; me cae bien. Muy bien. Es un tipo estupendo. Pero los hombres no vienen sólo en dos modelos, uno de oro y otro de plomo; son una mezcla de ambas cosas.
—¿Y las mujeres? —preguntó Valtaya.
—Oro puro, hija mía —respondió Rayvan, riendo entre dientes. Valtaya sonrió—. ¡Así está mejor!
—¿Cómo lo haces? ¿Cómo consigues mantenerte tan firme?
—Fingiendo.
—No puede ser. Hoy has conseguido dar la vuelta a la situación… Estuviste magnífica.
—Pero eso es fácil. Mataron a mi marido y a mis hijos, así que no queda nada que me pueda hacer sufrir. Mi padre decía que es imposible detener a alguien que sabe que está haciendo lo correcto. Antes me parecía una tontería; una flecha en el cuello detiene a cualquiera. Pero ahora lo entiendo. Ceska es antinatural, como una tormenta de nieve en verano. No puede triunfar mientras haya gente que se le oponga. La rebelión de Skoda se extenderá por todo el imperio, y habrá más alzamientos. Habrá regimientos que se amotinarán, y hombres honrados que empuñarán la espada. No puede vencer.
—Puede vencer aquí.
—No lo saboreará durante mucho tiempo.
—Ananáis está seguro de que Tenaka Jan volverá con un ejército de nadir.
—Lo sé —dijo Rayvan—. No me acaba de hacer gracia la idea.
En la habitación de al lado, Decado seguía despierto; la herida del hombro no lo dejaba dormir. Sonrió al oír las palabras de Rayvan, y pensó que no se podía engañar a una mujer como aquella.
Fijó la mirada en el techo, intentando no prestar atención al dolor. Se sentía en calma. Katán había ido a verlo y le había hablado de Ceorl, y a Decado se le habían humedecido los ojos. Todo empezaba a encajar en su lugar. La muerte ya no le inspiraba temor.
Se sentó. Tenía la armadura en una mesa, a su derecha.
La armadura de Serbitar. Los Treinta de Delnoch.
Se decía que Serbitar había vivido acosado por las dudas, y Decado confió en que al final de su vida las hubiera resuelto. Era bueno saber. Se preguntó cómo había podido estar tan ciego, haberse mostrado tan reacio a aceptar la verdad, cuando los hechos estaban ante él, resplandecientes en su sencillez.
Ananáis y Tenaka, atraídos uno hacia el otro hasta encontrarse en los barracones del Dragón. Trepador y Pagano. Decado y los Treinta. Rayvan.
Cada uno de ellos era una hebra en una red de misterio y magia. ¿Quién sabía qué otras conexiones de igual importancia podían existir?
Valtaya, Renia, Galand, Lago, Parsal, Thorn, Turs…
Pagano había llegado desde un país muy lejano para salvar a un muchacho muy especial. ¿A quién debería salvar aquel chiquillo?
Madejas dentro de madejas dentro de madejas…
Quizá ni los propios acontecimientos fueran más que hebras. La legendaria batalla de Dros Delnoch fue la causa de que, dos generaciones después, apareciera Tenaka Jan. Y Trepador, y el Dragón.
Era un esquema demasiado vasto para Decado.
El dolor del hombro se le agudizó de nuevo, y dejó escapar un gruñido.
Al día siguiente, el dolor acabaría.
Al amanecer se reanudaron los ataques. Al final del tercero, la línea estuvo a punto de ceder, pero Ananáis, empuñando dos espadas, se lanzó contra los invasores como un poseso y se abrió paso entre ellos como un torbellino de acero. Cuando los atacantes fueron obligados a retroceder se oyó un toque de corneta en el campamento enemigo.
Los mezclados se reunieron. Cinco mil.
Las bestias avanzaron al trote, y los soldados de la Legión retrocedieron entre sus filas, dejándoles el campo libre.
Ananáis tragó saliva y miró a izquierda y derecha, a lo largo de la muralla. Aquel era el momento más temido por todos, pero los guerreros de Skoda se mantuvieron firmes, y Ananáis se sintió orgulloso de ellos.
—¡Esta noche, todos tendremos mantas de piel! —gritó.
Una risa macabra coreó sus palabras.
Las criaturas aguardaron mientras los templarios oscuros recorrían sus filas, instigándolos con visiones de sangre y matanza e inflamando su naturaleza bestial.
Comenzaron a aullar.
En la muralla, Decado llamó a Balán. El monje de ojos oscuros se acercó a él y lo saludó con una reverencia.
—Ha llegado la hora —dijo Decado.
—Así es.
—Te quedarás aquí.
—¿Qué? —dijo Balán, asombrado—. ¿Por qué?
—Porque te necesitan. Debes mantener el contacto con Tarsk.
—¡No quiero quedarme solo!
—No te quedarás solo. Todos estaremos a tu lado.
—No. Me estás castigando.
—No es cierto. Quédate cerca de Ananáis y protégelo tan bien como puedas. Y a Rayvan.
—Ordénale a otro que se quede. Yo soy el más débil; os necesito. No puedes dejarme solo.
—Ten fe, Balán. Y obedece.
El monje saltó del parapeto y echó a correr hacia la arboleda.
En la llanura, el aullido inició un horrible crescendo.
—¡Ahora! —gritó Decado.
Los diecisiete monjes guerreros saltaron del parapeto, aterrizaron en la hierba, al otro lado, y echaron a andar hacia las bestias congregadas a unos cientos de pasos.
—¿Qué diablos…? —dijo Ananáis—. ¡Decado!
Los Treinta avanzaron, desplegándose en una amplia línea, con las capas blancas ondeando en la brisa y las espadas empuñadas.
Las bestias se lanzaron a la carga. Los templarios corrían tras ellas, sacudiéndolos mentalmente con ráfagas de terrible poder.
Los Treinta se arrodillaron.
El mezclado que avanzaba en vanguardia, una bestia gigantesca de cuatro varas de altura, se estremeció cuando lo golpeó una visión.
Piedra. Fría piedra. Con una figura.
Sangre fresca que goteaba de la carne.
La bestia siguió corriendo.
Piedra. Fría piedra. Unas alas.
Sangre.
Piedra.
Alas. Alas desplegadas. Una figura.
No más de treinta pasos separaban a las bestias de los Treinta. Ananáis, incapaz de mirar, se puso de espaldas a la escena.
El primer mezclado cargó contra los guerreros de armadura plateada que se arrodillaban ante él.
Piedra. Con una figura. Alas. Hombres que marchaban. Piedra…
La bestia gritó.
Dragón. Un dragón de piedra. ¡Mi dragón!
La línea de mezclados se paró, y el eco de los aullidos se fue disipando. La imagen se hizo más nítida e intensa. Recuerdos perdidos mucho tiempo atrás brotaron a la superficie. Un dolor atroz recorrió los cuerpos bestiales.
Los templarios intentaron seguir impulsando a las bestias, enviándoles latigazos mentales. Un mezclado se giró, y sus garras arrancaron la cabeza de un templario.
El inmenso mezclado que dirigía la carga se detuvo ante Decado, con la cabeza inclinada y la lengua colgando. Decado alzó la mirada. Siguió proyectando la imagen en la mente de la criatura, y vio el pesar en sus ojos. Sabía.
Alzó un brazo acabado en una garra, y la bestia se tocó el pecho. La larga lengua intentó pronunciar una palabra, que Decado apenas entendió.
—Baris. ¡Yo Baris!
La bestia se giró y cargó contra los templarios. Otros mezclados lo siguieron, y los templarios se quedaron inmóviles de puro asombro, incapaces de comprender lo que acababa de ocurrir. Y para entonces, las bestias habían caído sobre ellos.
Pero no todos los mezclados habían pertenecido al Dragón, y docenas de ellos se agitaron en la confusión hasta que uno se fijó en los guerreros de armadura plateada y corrió hacia ellos, seguido de una docena de los suyos.
En su estado de trance, los Treinta estaban indefensos. Decado era el único que podía moverse…
Pero no lo hizo. Las bestias cayeron sobre él, gruñendo y golpeando.
Decado cerró los ojos, y el dolor terminó.
Los templarios cayeron a centenares cuando las bestias arrasaron el campamento. El gigantesco mezclado que había sido Baris, el comandante del Dragón, saltó sobre Maimón cuando este intentaba huir. Le arrancó un brazo de un mordisco, y Maimón empezó a gritar, pero el golpe de una garra le aplastó el rostro, y el grito se ahogó en sangre.
Baris se alzó sobre los cuartos traseros y corrió hacia la tienda de Ceska.
Darik le arrojó una lanza y acertó en el pecho, pero el arma no se hundió profundamente, y el mezclado se la arrancó y atacó.
—¡A mí la Legión! —gritó Darik.
Los arqueros acribillaron a la bestia, que no dejó de avanzar. Por todo el campamento, los mezclados comenzaron a derrumbarse, lanzando aullidos al morir. Baris siguió adelante. Darik observó estupefacto como el gigantesco mezclado parecía encogerse ante sus ojos. Una flecha atravesó el pecho de la bestia, que se tambaleó, y Darik corrió hacia ella y le atravesó la espalda. La criatura intentó girarse… y murió.
Darik empujó el cadáver con un pie y lo hizo rodar hasta dejarlo boca arriba. La bestia se estremeció, y Darik le clavó la espada una vez más; entonces se percató de que el movimiento no se debía a que siguiera con vida, sino a que se estaba transformando, recuperando su forma humana.
Darik miró a su alrededor. Por toda la llanura morían las bestias; todas salvo el pequeño grupo que masacraba a los guerreros de armadura plateada que habían producido aquel caos.
Ceska aguardaba en su tienda. Darik entró e hizo una reverencia.
—Las bestias han muerto, mi señor.
—Puedo crear más —dijo Ceska—. ¡Captura esa muralla!
Trepador observó al templario muerto. Dos guerreros sathuli corrieron a atrapar su caballo, mientras Magir le extraía la flecha del cuello e introducía un trapo en la herida para restañar la sangre.
Desataron con rapidez las correas que le sujetaban la coraza y se la quitaron. Trepador limpió la sangre que manchaba las correas. Dos guerreros siguieron desnudando al templario mientras Trepador abría el bolsillo de cuero oculto en el interior de la coraza. En él había un pergamino, marcado con el sello del Lobo. Trepador lo guardó de nuevo en el bolsillo.
—Ocultad el cadáver —dijo, y regresó al cobijo de los árboles.
Habían pasado tres días esperando la llegada de un mensajero por la carretera solitaria que cruzaba Skultik. Magir lo había derribado con una sola flecha; era un tirador excelente.
De nuevo en el campamento, Trepador examinó el sello. El lacre era de color verde, y los sathuli no usaban nada semejante. Sopesó la idea de romper el sello, pero al fin guardó el mensaje.
Los exploradores sathuli habían llevado noticias de Tenaka Jan. Se encontraba a menos de un día de marcha de la fortaleza, y había que poner en práctica de inmediato el plan de Trepador.
Se acercó a la armadura y se probó la coraza. Le quedaba un poco grande. Se la quitó y, con la punta del puñal, hizo más agujeros en las correas, para apretarlas más. Mejor.
El yelmo le quedaba bien, pero habría preferido que el mensajero no fuera un templario. Se decía que eran capaces de comunicarse sin palabras, y confió en que no hubiera templarios en Dros Delnoch.
—¿Cuándo entrarás? —le preguntó Magir.
—Esta noche; después de medianoche.
—¿Por qué tan tarde?
—Con un poco de suerte, el comandante de la fortaleza se habrá acostado y tendrán que despertarlo. No estará muy despejado y se sentirá menos predispuesto a interrogarme.
—Corres un gran riesgo, conde.
—No me lo recuerdes.
—Habría preferido caer sobre la fortaleza con diez mil cimitarras.
—Sí —dijo Trepador, incómodo—. Habría estado bien. De todas formas, da igual.
—Eres extraño, mi señor. Siempre bromeas.
—La vida ya es bastante triste, Magir. La risa es un tesoro.
—Igual que la amistad —dijo el sathuli.
—En efecto.
—¿Es duro estar muerto?
—No tanto como vivir sin esperanza.
Magir asintió con seriedad.
—Espero que toda esta aventura no sea en vano.
—¿Por qué debería serlo?
—No me fío de los nadir.
—No seas tan desconfiado. Confío en Tenaka Jan. Cuando era pequeño, me salvó la vida.
—¿Él también ha renacido?
—No.
—No comprendo.
—No salí de la tumba siendo adulto, Magir. Tuve que crecer como cualquier otro hombre.
—Demasiado complicado para mí, pero ya hablaremos de ello otro día. Ahora tenemos que prepararnos.
Trepador asintió, sorprendido por su propia estupidez. Con cuánta facilidad se podía decir algo inadecuado.
Magir observó a Trepador, que se ponía la armadura negra, y dudó. El sathuli no era estúpido; se había percatado de la incomodidad del conde, y supo en aquel instante que no era exactamente quien decía ser. Pero el espíritu de Joachim había confiado en él, y para Magir era suficiente.
Trepador apretó la cincha del caballo negro, montó y colgó el yelmo del pomo de la silla.
—Hasta la vista, amigo —dijo.
—Que el dios de la suerte viaje a tu lado —respondió Magir.
Trepador espoleó al caballo y desapareció en el bosque. Cabalgó durante una hora, hasta que alcanzó a ver la puerta sur de Delnoch. La muralla se extendía a lo ancho del paso. Hacía mucho que no veía su tierra.
Dos centinelas lo saludaron cuando cruzó bajo el rastrillo de la puerta. Giró a la izquierda y se dirigió hacia la fortaleza. Un soldado le sostuvo las riendas mientras desmontaba.
—Llévame ante el gan —ordenó Trepador.
—El gan Paldin está durmiendo, mi señor.
—Pues despiértalo —espetó Trepador con frialdad.
—Sí, mi señor. Seguidme, mi señor —dijo el soldado.
Guió a Trepador por el pasillo flanqueado por antorchas, a través del Salón de los Héroes, bordeado de estatuas, y por la escalera de mármol que llevaba a los aposentos de Paldin, que habían pertenecido al abuelo de Trepador. El centinela llamó a la puerta varias veces, antes de que respondiera una voz soñolienta.
La puerta se abrió, y apareció el gan Paldin cubierto con una túnica de lana. Era un individuo bajo y maduro, de ojos saltones. A Trepador le cayó mal de inmediato.
—¿Esto no podía esperar a mañana? —gruñó Paldin. Trepador le tendió el pergamino. Paldin rompió el sello y lo leyó rápidamente—. ¿Esto es todo? —dijo—. ¿O hay algún mensaje personal?
—Traigo otro mensaje, mi señor. Del emperador en persona. Aguarda ayuda del norte, y debéis permitir que el general nadir cruce las puertas. ¿Comprendéis?
—Qué raro —murmuró Paldin—. ¿Que le permita el paso, dices?
—En efecto.
Paldin giró en redondo, cogió un puñal de la mesilla y, con rapidez, apoyó la hoja en el cuello de Trepador.
—Entonces, quizá puedas explicarme qué significa este mensaje —dijo, sosteniendo el pergamino de forma que Trepador lo pudiera leer—: «Permanece atento a la llegada del ejército nadir. Resiste a toda costa. Ceska».
—No tengo intención de seguir mucho tiempo con un puñal en el cuello —dijo Trepador con voz gélida—. Y tampoco deseo matar a un general. Aparta el arma… o disponte a sufrir la ira de los templarios.
Paldin palideció y bajó el puñal. El centinela había desenvainado la espada y estaba detrás de Trepador.
—Bien —dijo Trepador—. Ahora, lee de nuevo el mensaje. Dice claramente: «Permanece atento a la llegada del ejército nadir», y eso significa el mensaje que te he transmitido. «Resiste a toda costa» se refiere a los rebeldes y a los condenados sathuli. Lo que te exige el emperador es que le obedezcas. Necesita a los nadir, ¿me has entendido?
—No está claro.
—Está bastante claro para mí —espetó Trepador—. El emperador ha firmado un tratado con los nadir, que envían un ejército para aplastar a los rebeldes, aquí y en cualquier lugar donde surjan.
—He de solicitar confirmación —protestó Paldin.
—¿Te niegas a obedecer las órdenes del emperador?
—No, en absoluto. Soy leal; siempre lo he sido. Es sólo que esto es tan inesperado…
—Ya veo. ¿Criticas al emperador por no explicarte sus planes?
—No pongas palabras en mi boca; no he dicho eso.
—¿Te parezco idiota, Paldin?
—No, es que…
—¿Qué clase de idiota sería si viniera con un mensaje que dijera que miento?
—Sí, lo entiendo…
—Bien, hay dos posibilidades: ¿Soy idiota, o…?
—Comprendido —musitó Paldin.
—Sin embargo —dijo Trepador con un tono ligeramente más amable—, comprendo tus reservas. Yo podría haber sido un traidor.
—Exactamente.
—De modo que te permitiré enviar un mensaje solicitando confirmación.
—Gracias.
—No hay de qué. ¿Son buenos los alojamientos de que dispones aquí? —Sí.
—¿Los has registrado cuidadosamente?
—¿Para qué?
—En busca de escondrijos donde puedan ocultarse los espías.
—No hay tales.
Trepador sonrió y cerró los ojos.
—Voy a examinar el lugar.
El gan Paldin y el centinela guardaron silencio mientras Trepador daba media vuelta lentamente. De repente, levantó un brazo y señaló.
—¡Ahí! —dijo, sobresaltando a Paldin.
—¿Dónde?
Trepador abrió los ojos.
—Ahí, tras aquel panel. ¡Un pasadizo secreto!
Se acercó al panel de roble y lo presionó. El panel se deslizó hacia un lado, y reveló un estrecho pasadizo y unas escaleras que descendían.
—Realmente, deberías ser más cuidadoso —dijo Trepador—. Creo que me iré a dormir ahora y partiré con tu mensaje mañana por la mañana. ¿O quizá prefieres que parta esta noche otro mensajero?
—Eh… ¡No! —dijo Paldin, observando el pasadizo cubierto de telarañas—. ¿Cómo has hecho eso?
—No pongas en duda los poderes del Espíritu —dijo Trepador.