El emperador estaba sentado en su pabellón de seda, rodeado por los oficiales. Darik, el comandante, estaba a su lado. La carpa era enorme y estaba dividida en cuatro secciones; la más grande, donde se reunían, tenía capacidad para cincuenta personas, aunque sólo la ocupaban veinte en aquel momento.
Ceska había engordado con los años, y tenía la piel pálida y salpicada de manchas. Sus ojos brillaban con inteligencia animal, y se decía que había aprendido de los templarios oscuros el secreto de leer el pensamiento. Sus oficiales vivían en un estado de terror permanente cuando se hallaban cerca de él, pues a menudo señalaba de repente a alguien y gritaba «¡Traidor!», e indefectiblemente, aquella persona moría de una forma horrible.
Darik era el guerrero en el que más confiaba; un general considerablemente hábil con el que sólo rivalizaba el legendario Baris del Dragón. Era un individuo alto recién entrado en la cincuentena, enjuto y nervudo, con un rostro bien afeitado que aparentaba menos años de los que tenía.
—Los ataques parecen ser aleatorios, pero creo que hay cierta coordinación tras ellos —dijo Darik después de escuchar los informes y el recuento de bajas—. ¿Qué opinas tú, Maimón?
—Prácticamente hemos superado sus defensas —dijo el templario oscuro—, pero aún tenemos mucho trabajo por delante. Han amurallado los dos pasos conocidos como Tarsk y Magadón, y esperan ayuda del norte, aunque no confían mucho en que llegue. El jefe, tal como imaginábamos, es Ananáis, aunque la mujer, Rayvan, es quien mantiene unidos a los montañeses.
—¿Dónde está? —preguntó el emperador.
—En lo más profundo de las montañas.
—¿Puedes llegar hasta ella?
—No desde el Vacío. Está protegida.
—Pero no pueden proteger a todos sus amigos —comentó Ceska.
—No, mi señor —convino Maimón.
—Entonces posee a alguien cercano a ella. Quiero que muera.
—Sí, mi señor. Pero primero hemos de derribar la muralla que han alzado los Treinta en el Vacío.
—¿Se sabe algo de Tenaka Jan? —dijo Ceska.
—Ha huido al norte. Su abuelo, Jongir, murió hace dos meses, y se está fraguando una guerra civil.
—Enviad un mensaje al comandante de Delnoch, ordenándole que preste atención a la presencia de un ejército nadir.
—Sí, mi señor.
—Y ahora, marchaos —dijo el emperador—. Tú no, Darik.
Los oficiales abandonaron el pabellón, aliviados. Alrededor montaban guardia cincuenta mezclados, las bestias más grandes y feroces del ejército de Ceska. Los oficiales desviaron la mirada al salir.
En el interior de la carpa, Ceska guardó silencio durante largo rato.
—Todos me odian —dijo al fin—. Hombres despreciables con mentes despreciables. ¿Qué serían sin mí?
—Nada, mi señor —dijo Darik.
—Exacto. ¿Y tú, general?
—Mi señor, podéis leer en los hombres como en un libro abierto. Podéis ver sus corazones. Soy leal, pero el día en que dudéis de mí, me daré muerte en el instante en que lo ordenéis.
—Eres el único hombre leal que existe en todo el imperio. Quiero verlos muertos a todos; quiero que Skoda se convierta un cementerio que sea recordado durante toda la eternidad.
—Se hará como ordenáis, mi señor. No podrán resistir.
—El Espíritu del Caos cabalga junto a mis ejércitos, Darik, pero necesita sangre; mucha sangre. ¡Océanos de sangre! Nunca se siente satisfecho.
Ceska enmudeció, y su mirada se tornó desquiciada. Darik siguió sentado, inmóvil. Que el emperador estuviera loco no lo preocupaba en absoluto, pero el deterioro que sufría era otro asunto. Darik era un tipo extraño. Aunque poseía una determinación inquebrantable, sólo sentía interés por la guerra y la estrategia, y lo que le había dicho al emperador era cierto: cuando llegase el día, y tendría que llegar, en que la locura de Ceska se volviese contra él, se mataría, pues la vida ya no tendría nada que ofrecerle. Darik jamás había querido a un ser humano ni era capaz de percibir la belleza de las cosas. No le llamaban la atención la pintura, la poesía, la literatura, las montañas ni los mares tormentosos.
Sólo le importaban la guerra y la muerte. Pero ni siquiera sentía amor por ellas; simplemente, conseguían despertar su interés.
De pronto, Ceska soltó una risilla.
—Fui el último que le vio la cara —dijo.
—¿A quién, mi señor?
—A Ananáis el Dorado. Se convirtió en el gladiador favorito de la plebe. Un día estaba en el circo, recibiendo los vítores, y le envié a uno de mis mezclados. Era una bestia gigantesca, mezcla de hombre, lobo y oso.
Lo mató. Tanto trabajo para crearlo, y lo mató. —Ceska volvió a reír—. Pero quedó mal parado ante el público.
—¿Cómo fue eso, mi señor? ¿Acaso preferían a la bestia?
—Oh, no. Simplemente quedó mal parado. Desfigurado. ¡Era una broma! —Darik rió obedientemente—. Lo odio. Fue él quien esparció las primeras semillas de duda. Quería enfrentarse a mí, a la cabeza del Dragón, pero Baris y Tenaka Jan se lo impidieron. ¡El noble Baris! Era mejor que tú, ¿sabes?
—Sí, mi señor. Lo habéis mencionado en alguna ocasión.
—Pero no era tan leal. Tú me serás leal, ¿verdad, Darik?
—Lo seré, mi señor.
—No querrás acabar como Baris, ¿verdad?
—No, mi señor.
—Es extraña la forma en que perduran algunas cualidades —musitó Ceska.
—¿Señor?
—Quiero decir… Sigue teniendo don de mando, ¿verdad? Los demás siguen cifrando en él sus esperanzas. ¿Por qué será?
—No lo sé, mi señor. Parecéis tener frío. ¿Queréis que os sirva vino?
—No me envenenarías, ¿verdad?
—No, mi señor. Pero tenéis razón; beberé yo primero.
—Sí, bebe.
Darik llenó de vino una copa dorada, bebió un trago y puso gesto de sorpresa.
—¿Qué sucede, general? —preguntó Ceska, inclinándose hacia delante.
—Hay algo en el vino, mi señor. Está salado.
—¡Océanos de sangre! —dijo Ceska con una risita.
Tenaka Jan despertó una hora antes del amanecer y tendió una mano hacia Renia, pero el lecho estaba vacío. Entonces lo recordó, y se sentó frotándose los ojos. Creía haber oído que alguien lo llamaba, pero debía de haber sido un sueño.
La voz pronunció su nombre de nuevo; Tenaka saltó de la cama y recorrió la tienda con la mirada.
—Cierra los ojos, amigo mío, y relájate —dijo la voz.
Tenaka se acostó. Ante él surgió el rostro enjuto y ascético de Decado.
—¿Cuánto tardarás en llegar?
—Cinco días, si Trepador consigue abrir las puertas del Dros.
—Para entonces habremos muerto.
—No puedo ir más deprisa.
—¿Cuántos guerreros traes?
—Cuarenta mil.
—Pareces diferente, Tenaka.
—Soy el mismo de siempre. ¿Cómo le va a Ananáis?
—Confía en ti.
—¿Y los demás?
—Pagano y Parsal han muerto. Nos han obligado a retiramos a los valles interiores; podremos resistir allí unos tres días, no más. Los mezclados son tan temibles como imaginábamos.
Tenaka le relató a Decado su reunión con el fantasma del sacerdote Aulin, así como sus palabras. Decado escuchó en silencio.
—De modo que eres el jan —dijo después.
—Sí.
—Hasta la vista, Tenaka.
En el valle de Tarsk, Decado abrió los ojos. Acuas y los Treinta estaban sentados en círculo a su alrededor, enlazando sus poderes.
Todos habían escuchado las palabras de Tenaka Jan, pero, aún más importante, habían entrado en su mente y habían observado sus pensamientos.
Decado inspiró profundamente.
—¿Y bien? —le preguntó a Acuas.
—Hemos sido traicionados —respondió el monje guerrero.
—Aún no —dijo Decado—. Vendrá.
—No me refiero a eso.
—Sé a qué te refieres, pero el futuro se ocupará de sí mismo. Hemos venido a ayudar a la gente de Skoda, y ninguno de nosotros vivirá para ver qué ocurrirá después.
—¿Qué objeto tiene todo esto? —preguntó Balán—. Nuestra muerte debería servir para algo; ¿nos estamos limitando a ayudar a cambiar un tirano por otro?
—¿Qué más da? —dijo Decado—. La Fuente conoce sus designios; si no creemos en eso, nuestra labor es inútil.
—¿De modo que ahora crees? —dijo Balán con escepticismo.
—Sí, Balán; ahora creo. Me parece que siempre fui creyente, pues en mi desesperación acudí a la Fuente. Supongo que eso equivale a reconocer la fe, aunque no acabo de entender muy bien cómo. Pero lo que acaba de suceder me ha convencido.
—¿La traición de un amigo ha afirmado tu fe? —preguntó Acuas, estupefacto.
—No, la traición no; la esperanza. Un destello de luz. Una señal de amor. Pero ya hablaremos mañana de esto; esta noche debemos despedirnos.
—¿Despedirnos? —dijo Acuas.
—Somos los Treinta —dijo Decado—. Nuestra tarea está a punto de terminar. Soy la Voz de los Treinta, y por ello, el Abad de las Espadas. Voy a morir aquí, pero los Treinta deben seguir existiendo.
»Esta noche hemos presenciado el alzamiento de una nueva amenaza, y en el futuro, Drenai nos necesitará de nuevo, igual que nos necesitó en el pasado y nos necesita ahora. Uno de nosotros debe partir, tomar el manto de abad y crear un nuevo grupo de guerreros de la Fuente. El encargado de esa tarea será Katán, el Alma de los Treinta.
—No puedo ser yo —protestó Katán—. No creo en la guerra y la muerte.
—Exacto —dijo Decado—, por eso eres el elegido. Tengo la impresión de que la Fuente siempre nos escoge para realizar tareas que están en contra de nuestra naturaleza. No sé por qué… Pero la Fuente sabe. Yo no era la persona más adecuada para estar al mando y, sin embargo, la Fuente me ha permitido ser testigo de su poder; con eso me basta, y obedeceremos su voluntad.
»Ahora, Katán, dirige nuestras oraciones por última vez.
Katán tenía lágrimas en los ojos mientras rezaban, y sentía una gran tristeza. Al acabar, abrazó a sus compañeros y desapareció en la noche.
Se preguntó cómo se las arreglaría, dónde encontraría a los nuevos Treinta. Montó a caballo y empezó a cabalgar en dirección a Vagria.
Al coronar el cerro que dominaba el campamento de los refugiados vio a Ceorl sentado al borde del camino. Tiró de las riendas y desmontó.
—¿Qué haces aquí, Ceorl?
—Un hombre vino a mí y me dijo que viniera a esperarte.
—¿Quién?
—Fue en un sueño.
Katán se agachó junto al chiquillo.
—¿Es la primera vez que ese hombre se dirige a ti?
—¿El de hoy, quieres decir?
—Sí.
—Sí, no lo había visto nunca. Pero no es el primero; muchas veces veo a otros, y hablan conmigo.
—¿Puedes hacer magia, Ceorl?
—Sí.
—¿Por ejemplo?
—A veces, cuando toco cosas sé de dónde vienen. Veo imágenes. Y a veces, cuando alguien está enfadado conmigo, oigo lo que piensa.
—Háblame del hombre que te ha visitado hoy.
—Se llama Abadón. Decía que era el Abad de las Espadas.
Katán agachó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Por qué estás triste? —le preguntó Ceorl.
Katán inspiró profundamente y sonrió.
—No estoy triste… Ya no. Eres el Primero, Ceorl. Pero habrá más. Vendrás conmigo y te enseñaré.
—¿Seremos héroes, como el hombre negro?
—Sí —dijo Katán—. Seremos héroes.
El ejército de Ceska llegó al amanecer, marchando en filas de diez en fondo y encabezado por los jinetes de la Legión. La larga columna avanzaba por la llanura, hendiéndola, y se dirigía al paso de Magadón. Apenas una hora antes, Ananáis había ido hacia allí con Thorn, Lago y una docena de guerreros. En aquel momento estaba apoyado en el parapeto y contemplaba como el ejército atacante se desplegaba y comenzaba a levantar las tiendas. La mitad del ejército se desvió en dirección a Tarsk.
Ante los defensores quedaban veinte mil guerreros curtidos en la batalla. No había rastro del emperador ni de sus mezclados.
Ananáis entrecerró los ojos a la luz del sol naciente.
—Creo que Darik está ahí; en el centro. ¡Es halagador!
—No es ese un halago que me complazca demasiado —masculló Thorn—. Es un carnicero.
—Es más que eso, amigo mío —le dijo Ananáis—. Es un maestro de la estrategia; eso lo convierte en un carnicero magistral.
Los defensores contemplaron los preparativos de los atacantes con sombría fascinación. Tras el ejército llegó una caravana de carros que portaba toscas escalas, garfios, cuerdas y provisiones.
Una hora más tarde, mientras Ananáis sesteaba en la hierba, llegaron los mezclados. Un guerrero joven despertó al general; Ananáis se frotó los ojos y se sentó.
—Las bestias están aquí —dijo el joven. Ananáis se percató de lo asustado que estaba y le dio una palmada en el hombro.
—No te preocupes, chico. Guárdate un palo en el cinturón.
—¿Un palo, mi señor?
—Sí. Si se acercan demasiado a la muralla, lánzalo y diles «¡Busca!».
La broma no animó demasiado al soldado, pero Ananáis seguía riendo entre dientes mientras subía por la escalera que llevaba a los parapetos.
Decado estaba apoyado en el asta de madera del arco gigante de Lago cuando Ananáis llegó a su lado. El jefe de los Treinta tenía el rostro ojeroso y demacrado, y la mirada, perdida en la distancia.
—¿Cómo estás, Dec? Pareces cansado.
—Me hago viejo, Máscara Negra.
—No me vengas con tonterías de máscaras; me gusta mi nombre.
—El apodo te sienta bien —dijo Decado, sonriendo.
Los mezclados se habían instalado al otro lado del campamento, formando un gran círculo en torno a una carpa aislada de seda negra.
—Ahí estará Ceska —dijo Ananáis—. No corre riesgos.
—Parece que todos los mezclados van a ser para nosotros —dijo Decado—. No parece que se hayan dividido.
—¡Qué suerte! —dijo Ananáis—. Aunque desde su punto de vista, la cosa tiene sentido: no importa qué muralla tomen; si sobrepasan una, estamos acabados.
—Tenaka llegará en cinco días —le recordó Decado.
—No estaremos aquí para verlo.
—Quizá. Ananáis…
—¿Sí?
—No importa. ¿Cuándo crees que atacarán?
—Odio a la gente que hace eso. ¿Qué ibas a decir?
—Nada, ¡olvídalo!
—¿Qué diablos te pasa? ¡Estás más mohíno que una vaca enferma!
—Sí… —Decado rió forzadamente—. Cuanto más viejo me hago, más serio me vuelvo. No es como si tuviéramos que preocupamos de algo; a fin de cuentas sólo son veinte mil guerreros y una manada de bestias del infierno.
—Supongo que tienes razón —dijo Ananáis—. Pero me apuesto lo que tú quieras a que Tenaka los hace pedazos en un abrir y cerrar de ojos.
—Me gustaría estar aquí para verlo.
—Si los deseos fueran mares, todos seríamos peces —dijo Ananáis.
El alto guerrero regresó al prado y se volvió a acostar en la hierba, dispuesto a seguir con su siesta. Decado se sentó en el parapeto y miró a su amigo.
Se preguntó si había sido prudente ocultarle que Tenaka se había convertido en el jan del mayor enemigo de Drenai, pero tampoco sabía de qué habría servido decírselo. Ananáis confiaba en Tenaka, y la confianza de alguien como Ananáis era más fuerte que el acero. Le habría resultado inconcebible la idea de que Tenaka pudiera traicionarlo.
Dejarlo morir con la confianza intacta era hacerle un favor.
¿O no? ¿Acaso no tenía derecho a conocer la verdad?
—¡Decado! —dijo una voz en su mente. Era Acuas. Decado cerró los ojos y se concentró en la voz.
—Dime.
—El enemigo ha llegado a Tarsk. No hay ni rastro de los mezclados.
—Están todos aquí.
—Entonces iremos con vosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió Decado. Había conservado consigo a ocho de los monjes, en Magadón, y había enviado a los otros nueve a Tarsk.
—Hicimos lo que sugeriste y entramos en la mente de una bestia, pero no creo que te guste lo que hemos descubierto.
—Habla.
—¡Son dragones! Ceska comenzó a crearlos hará unos quince años. Algunos de los más recientes están creados con los hombres que capturó cuando se volvió a formar el Dragón.
—Ya veo.
—¿Supone esto alguna diferencia?
—No —dijo Decado—. Sólo hace que todo sea más doloroso.
—Lo siento. ¿El plan sigue en marcha?
—Sí. ¿Estás seguro de que debemos estar cerca?
—Lo estoy —dijo Acuas—. Cuanto más cerca, mejor.
—¿Y los templarios?
—Han cruzado el muro del Vacío. Hemos estado a punto de perder a Balán.
—¿Cómo está?
—Se recuperará. ¿Le has dicho a Ananáis lo de Tenaka Jan?
—No.
—Tú sabrás qué es mejor.
—Eso espero. Venid tan deprisa como podáis.
Abajo, en la hierba, Ananáis dormía tranquilamente. Valtaya lo vio y le preparó comida: carne asada y pan. Se lo llevó una hora más tarde, y ambos se dirigieron a la sombra de los árboles. El guerrero se apartó la máscara y comió.
Valtaya no fue capaz de mirarlo; se alejó y se entretuvo cogiendo flores. Cuando Ananáis acabó de comer, la joven volvió a su lado.
—Ponte la máscara —dijo—. Puede venir alguien.
Los ojos azules del guerrero se clavaron en los suyos. Después, Ananáis apartó la mirada y se puso la máscara.
—Ya ha venido alguien —dijo con tristeza.